(1916)
Madre e hija, las dos solas y en la miseria. Habían quedado así tras el «con sincero pesar» de Yakov Sergueievich Vorobiev, coronel retirado y procesado.
El coronel murió de repente por una afección cardiaca y estaba procesado por unas sumas del regimiento malversadas, pero las había malversado para alegría de la familia: mimó a su mujer y a su hija la colocó en un instituto, y también la mimó. Era un anciano hermoso, de estatura alta, pálido, discreto y generoso en exceso, y había colocado a su mujer tan arriba que cualquier trabajo para ella lo consideraba un insulto; y sin alterarse por los cuchicheos maliciosos de sus conocidos, entre su ordenanza y él dirigían la economía doméstica, él en persona iba la víspera de fiestas importantes al mercado Andreievski y él en persona llevaba la lista de la ropa sucia y limpia. El único trabajo que permitía a su mujer era que le fregara con sus propias manos el vaso grande de té; pero, al aceptar ese vaso ya lleno de té fuerte, todas las veces experimentaba un sentimiento grande y agudo, que incluso le hacía daño, de agradecimiento. En la casa todo lo demás lo hacían la doncella, la costurera, la cocinera y el ama de llaves; a la última el ordenanza y él la trataban con desconfianza y la mantenían solamente para aparentar. Pero además, teatros y conciertos en primeras filas, bombones y fruta en invierno, invitados y cenas para quince personas con vino, y así no se dio cuenta de que había cometido malversación y acumuló deudas impagables.
El año que pasó retirado y procesado fue para él una época de horror frío e ilimitado: generoso en exceso, no concebía la idea de que su mujer, Yelena Dmitrievna pudiera sufrir aunque fuera la menor privación; hacia el porvenir, donde se abría un abismo, no se decidía siquiera a mirar. Aunque se vieron obligados a sacar a su hija Taisia del instituto, en lo demás la vida cotidiana no cambió y los lujos incluso parece que aumentaron: hay que considerar un milagro de dónde consiguió el coronel dinero en ese periodo. E igualmente siguió lavando bien el vaso grande con sus manos entradas en años, pero delicadas, Yelena Dmitrievna e igual de tranquila pasaba las noches junto a su marido sin sospechar siquiera que ni una de las noches de esa época el coronel durmió. Pero éste respiraba débilmente, no se movía para no molestar, lo que se parecía a la perfección a un sueño profundo. Y cuando el coronel a solas, huyendo del ruido y las preocupaciones, murió en su despacho, en la cama turca junto una pared decorada con largos chibuquíes, ella estaba comiendo una pera de agua, sin sospechar siquiera que se estaba convirtiendo en viuda.
Las desgracias para las mujeres empezaron al momento y se fueron prolongando sin fin. El coronel murió y fue enterrado, la propiedad, los tapices y la plata la vendieron los acreedores, pero en parte la robó el servicio, y Yelena Dmitrievna y su hija se quedaron las dos solas con una pensión minúscula que alguien le procuró en atención a la generosidad del coronel. Las peras de agua desaparecieron sin dejar huella, como si sólo las hubieran visto en sueños, y llegó la pobreza abrumadora, vergonzosa e interminable, casi la miseria. No todos los días comían Yelena Dmitrievna y su hija Taisia, la antigua alumna de instituto, una muchacha fea de pecho plano, nariz empolvada e inocencia constante en la mirada. Lloraron, rezaron sin entender nada, pero aún seguían esperando bombones no se sabe de donde. Si el alma del coronel no murió junto con el cuerpo y las contemplaba desde las alturas, entonces su sufrimiento no debía de tener límites ni fin.
Sin embargo, la vida no soporta situaciones excepcionales e hizo participar a las dos mujeres de cierto orden: alguien bondadoso e influyente metió a Taisia a servir, la puso a trabajar, y ganaba dinero y empezó lo tolerable y lo habitual: la madre-anciana viuda y su hija la criada, una existencia mísera, pero posible. Así pasaron diez años desde la muerte del coronel. Al principio Taisia lloraba día y noche, puesto que no sabía hacer nada y sin ceremonias la llamaban tonta y la echaban del trabajo; después se adaptó, se sentó con firmeza en la oficina de una gran casa comercial y se serenó; y durante varios años su único y auténtico tormento fue el rubor de su nariz, que no se eliminaba con nada, desagradable, visible incluso bajo los polvos. Todas las chicas de la oficina, de la tienda y de la calle tenían la nariz blanca y enrojecía sólo por el frío o la humedad, pero Taisia era la única, quizá entre diez mil, cuya nariz enrojecía a todas horas y sin razón. ¿Por qué?
Después comenzó a dolerle el pecho, toda una tabla huesuda, y empezaron las neuralgias. Después se sintió cansada, tan cansada que quería morirse. Después el cansancio pasó y casi al mismo tiempo empezó su amor apasionado por Mijail Mijaílovich Verevkin, y un odio igual de apasionado hacia su madre Yelena Dmitrievna, una vieja inútil. Era horrible y pecado: odiar a la madre, ahogarse de rabia en su presencia, rogar a Dios su muerte, soñar con que se acercaba por detrás furtivamente y empezaba a golpearla con ambos puños en la cabeza, en la espalda gruesa, en los brazos regordetes e inactivos que ella levantaría para defenderse. Pero Taisia estaba bien educada y callaba, sólo adelgazaba a causa de su odio; sin embargo una tarde regresó del trabajo demasiado cansada y no tuvo ganas de ser educada, su madre estaba sentada en el sitio habitual frente a una mesa redonda, hacía su interminable solitario y sonreía pacíficamente. Tasia, sin saludar ni besar la mano regordeta que le había tendido, tiró el mantel de colores y las cartas al suelo y murmuró claramente:
—¡Ojalá te murieras! Te odio, eres un parásito, una vieja inútil, mala, dañina, ¡una porquería! Sin ti yo viviría bien con mis cuarenta y cinco rublos, sería la novia de cualquier joven, pero contigo estoy perdida. No sabes barrer el suelo, no sabes poner un mantel, sólo fregar vasos. Por tu culpa mantengo una cocinera, ¡ya podías palmar, basura!
Tras esto empezaron las convulsiones y un ataque de histeria silencioso —tras el tabique fino vivían unos vecinos atentos— y arrojó furiosa a su madre un vaso con agua. Ésta no se atrevió a cambiarse y así se quedó sentada hasta que acabó la tarde, mojada y en silencio, porque Taisia guardaba silencio. «¡Qué nombre tan bonito, Taisia!» —pensaba la muchacha, ya calmada, pero no abría los ojos a propósito, para atormentar más a su madre. Tras hacerle sufrir lo que le correspondía, se levantó en silencio y sin mirar, como si no viera a su madre mojada y enmudecida, se tomó un té y golpeó fuerte la cucharita; después preparó la cama, dijo sus oraciones, se acostó y sólo entonces ordenó sucintamente:
—¿Te vas a acostar o no? Mañana tengo que levantarme pronto.
Yelena Dmitrievna tosió al atragantarse y dijo:
—Pero el coronel, tu difunto padre…
—Si —Taisia la interrumpió y se puso de rodillas sobre la cama, delgada, desgraciada, la nariz roja—, si hablas aunque sólo sea una vez sobre mi difunto padre… ¡ándate con cuidado! ¡ándate con cuidado!
Y en apariencia tranquila, Taisia se tumbó sobre su lado derecho, mientras su madre empezó a llorar y lloró hora y media, hasta que Taisia se hartó de escucharla y se quedó dormida. Y desde ese día para Yelena Dmitrievna existieron dos Taisias: una, respetuosamente discreta delante de extraños, educada en el instituto, hija modelo; la otra, cuando estaban las dos solas, un terror taciturno, una maldición, el fantasma de algo muerto. De todas formas no sabía barrer el suelo, no podía poner el mantel, y en silencio jugaba al solitario, una vieja inútil, un auténtico parásito.
Pero tenía un aspecto grandioso que cautivaba corazones. Era alta, grande, corpulenta, tenía doble barbilla y facciones regulares, andaba sin prisa, como una zarina sobre el escenario, y por su majestuosidad recordaba mucho a Catalina la Grande, a la emperatriz. Ese parecido más de una vez lo confirmó el difunto coronel y él mismo creía profunda y místicamente en ello, lo consideraba un honor para su casa; pero uno no tenía más que mirar más de cerca los ojos bondadosos, azules y demasiado claros para decir al instante y con seguridad: no, no es Catalina la Grande.
Y daba igual cuanto sufriera interiormente, su aspecto grandioso permanecía intacto, y en presencia de la vieja inútil, delante de extraños, la pequeña y enclenque Taisia, el engendro, desaparecía por completo.
Ahora destaca en primer plano Mijail Mijaílovich Verevkin, un joven del Banco Estatal. Vestía impecablemente, no era muy alto, pero se comportaba con dignidad y lo único curioso de su exterior eran unas mejillas enormes y planas, cuya superficie no correspondía, hasta hacerlo peculiar, con el tamaño de los ojos, la nariz, el bigote y la barbilla afilada.
Verevkin amaba sinceramente a Taisia, pero el inicio de su amor fue Yelena Dmitrievna, maman, como llamaba a la anciana: su grandiosidad cautivó su corazón y lo llenó de admiración hasta el punto de amar a Taisia. Él la respetaba, la temía, la consideraba la auténtica Catalina la Grande, igual que el coronel; en secreto adoraba su inactividad, sin considerarla en modo alguno un parásito, su interminable solitario del que no entendía nada, su habla francesa. Con grandes esfuerzos por su parte él había estudiado francés y todo un año asistió a los cursos de pronunciación de Berlitz y en el banco mantenía correspondencia en dicha lengua, pero en Yelena Dmitrievna el francés parecía innato, fácil y libre, como un trino. ¡Pero Taisia!… a Taisia él le corregía. Y cuando imaginaba que después del matrimonio estarían los tres en una habitación bonita y ¡los tres! —¡los tres!— iban a hablar entre ellos —¡entre ellos!— en francés, le parecía de una felicidad insoportable, inhumana.
—Pero… ¡Taisia! —decía durante sus citas cuando por décima vez recorrían cogidos del brazo una calle oscura—, pero, Taisia, ahora nuestro matrimonio es imposible. Piense, Taisia, ¿dónde vamos a instalar a maman? Nosotros somos pequeños, somos gente trabajadora, pero maman está acostumbrada al lujo, ¡necesita un sitio donde alojarse! No vale cualquier cosa… ¿me comprende, Taisia?
—Pero maman no es para nada tan exigente, Michel, —intentaba replicar Taisia—, se la puede colocar en el cuarto de los niños…
—¿En el cuarto de los niños? —se horrorizó Mijail Mijaílovich—, ¡qué dice, Taisia! ¡Cómo puede decir eso! Los niños son tan escandalosos, gritarán… ¡cómo puede! Debemos, es imprescindible esperar, no hay nada que hacer. Pero permítame que pase mañana por su casa a presentar mis respetos a Yelena Dmitrievna. No molestaré, ¿verdad?
—No, qué va. Estará encantada, —replicaba aburrida Taisia, y por undécima vez giraba hacia la calle oscura de faroles solitarios.
Le repugnaba que él ya hubiera despreciado a sus futuros hijos. Le repugnaba que él no sintiera y no comprendiera todo el encanto de la imagen espiritualizada de Taisia y quisiera de forma tan segura a Catalina la Grande, igual que su desdichado padre. Era más bajo que Yelena Dmitreivna, pero ni siquiera eso lo entendía, ¡no entendía nada!
Después de cada cita Mijail Mijaílovich se sentía tan elevado como si hubiera tenido un bonito sueño con palacios y lacayos de librea roja y dorada, pero Taisia lloraba, se golpeaba el pecho huesudo y hasta la medianoche daba aullidos ahogados sobre la cabeza de la grandiosa maman, quien temblaba de miedo: incluso con miedo era grandiosa. En su interior Taisia llamaba a esas horas de rabia «lecciones»; pero una vez, después de una lección que se había alargado más de lo normal, a la madre le llegó un golpecito suave, se desplomó en el suelo con un ruido sordo y cuatro días guardó cama sin hablar. Mijail Mijaílovich se quedó desolado hasta llorar y pasó horas sentado a la cabecera de la enferma, leyendo en sus ojos cerrados una novela francesa, mientras Taisia preparaba compresas y gota a gota, a conciencia, medía la medicación.
Después se sentaba sola y aparentaba escuchar, pero en realidad atenta y con odio examinaba a Mijail Mijaílovich, que gangoseaba frases en francés. La luz de la lamparita baja iluminaba débilmente su barbilla afilada, pasaba rápida por su bigote y se perdía en algún punto de la infinitud de sus mejillas; quedaba claro que si Yelena Dmitrievna moría, Verevkin podía abandonar a Taisia de la forma más tonta y vil. «¡Menudo canalla!» —pensaba ella desesperada y decidió que en el futuro estaba obligada a abstenerse de enrabietarse.
Claro que no se abstuvo del todo, pero añadió cierta prudencia, aullaba y refunfuñaba menos, aunque al terminar la lección lanzaba la vajilla a su madre diciéndole con grosería:
—¿Y? ¿Cómo que no friegas? ¡Friega!
Ella sabía que de esa tarea Yelena Dmitrievna extraía sosiego. Y con los dedos regordetes, temblorosos, que alguna vez le parecieron al coronel tan delicados y respetables, Yelena Dmitrievna fregaba vasos y tazas y en verdad se serenaba.
Aunque Mijail Mijaílovich era completamente terrestre, le encantaba el mar y las vistas del mar, y por esa razón, mendigando un anticipo en la oficina, Taisia alquiló para el verano una habitación en Ollila. Le apetecía descansar, pero además tenía el sueño de que las vistas del mar, las noches blancas y los solitarios paseos nocturnos por la playa impulsarían la disposición amorosa de Verevnik, le distraerían de sus ideas sobre Yelena Dmitrievna y resolverían la dolorosa cuestión de su matrimonio. Además las noches blancas le iban muy bien al rostro pálido y fláccido de Taisia, disimulaban el rubor de la nariz y separaban la negrura de unas cejas bastante pobladas, y también debía aprovecharse de ello.
Ya en el primer día de fiesta, mientras iba bajo una sombrilla rosa a la estación a buscar a Mijail Mijaílovich, Taisia le dijo categórica a su madre:
—¡Escúchame, tú! A la tarde Michel y yo vamos a ir a la playa a pasear, los dos solos, ¿comprendes? Y como te dé por pegarte a nosotros, verás.
—Pero, Taisia…
—Ya te lo he dicho. Has consumido mi vida, y ahora haga el favor de callarse, la están mirando. ¡Parásito!
Y esa tarde Mijail Mijaílovich y ella se fueron solos y cogidos del brazo. Estaba el mar y las vistas marinas, estaba la noche blanca y la arena susurraba amorosamente bajo sus pies, pero Verevkin estaba aburrido y mustio y, cuando se detenían, besaba tan lento y abstraído que daban ganas de echarse a llorar y de golpearle en toda la cara. Durante unos minutos se entusiasmó charlando sobre Biarritz, donde más tarde irían, hablaba con ardor y belleza, pero después de improviso se volvió hacia casa.
—¡Pero si todavía es pronto, Michel! —dijo Taisia entre lágrimas—. Además, ¡qué nube tan bonita allí, en el horizonte!
—Estoy incómodo, Taisia: hemos dejado a maman sola. ¡Es realmente incómodo!
—Le gusta estar sola, ¡quédese, Michel! Mire que nube ahí allí, en el horizonte.
—Taisia, sabe que me gustan las nubes y que siempre me ha atraído el mar, pero para mí es aún más querido respetar a su honorable madre, —respondió con aire imponente Mijail Mijaílovich e inflexible empezó a retroceder, pisando las huellas de los pies pequeños de Taisia.
Esto se repitió en el siguiente paseo, una semana después, y Taisia lloró, pero Mijail Mijaílovich estuvo casi grosero y detestable con esas mejillas suyas planas e insensibles; y acabó en que la misma Taisia frustró sus sueños, invitó a Yelena Dmitrievna a pasear con ellos. Era horrible pasear tres cuando el corazón está repleto de amor y de ternura insatisfecha, pero lo más horrible para Taisia, e incluso inesperado, consistió en que el respetuoso Mijail Mijaílovich llevó del brazo a la madre todo el camino, mientras Taisia iba delante, sola. Hizo intentos, estremeciéndose por culpa de las lágrimas contenidas, de agarrar el brazo izquierdo de Verevnik, pero era incómodo e incorrecto, y desentonaba con el idioma francés, en el que los tres hablaban.
Durante los primeros minutos de ese paseo tan poco natural Yelena Dmitrievna, acordándose de las lecciones de su hija, estuvo muerta de miedo, respiraba con dificultad e intentaba guardar silencio, pero la sincera admiración de Verevnik, el susurro de la arena bajo los pies y las vistas del mar poco a poco la sumergieron en una neblina dulce e ilusoria. Soñaba de una manera confusa que con ella iba, rozándola respetuosamente, el coronel en persona, y si no iba, al menos desde arriba la estaba bendiciendo; y en un dulce sopor, en el maravilloso idioma francés, parloteaba, se reía suavemente con una risa que se escapaba hacia su interior y hablaba de Biarritz, donde ella ya había estado. Por un momento, al ver la espalda huesuda de Taisia, le entró frío y miedo, pero después otra vez la neblina dulce y las ilusiones imprecisas y susurrantes. De cuando en cuando, con grandiosidad y dulzura, corregía a Verevkin, quien seguía sin asimilar la difícil pronunciación, y todas las veces él expresaba su gratitud y, provocando su risa condescendiente, volvía a repetir con empeño la palabra desafortunada.
Después de este primer paseo Taisia estuvo enrabietada casi hasta la mañana y ni siquiera fue a trabajar. Después del segundo y del tercero se quedó callada como una piedra helada y daba miedo mirar su rostro casi cadavérico y la nariz pálida. Y después del quinto paseo, cuando Mijail Mijaílovich se hubo ido a la ciudad, invitó de nuevo a su madre a ir a la orilla.
—Vamos. No quiero que nos oigan los vecinos. Ya tienen de sobra. Ponte el pañuelo, tendrás frío.
Daban miedo su rostro cadavérico, esa preocupación insólita y la firmeza enigmática de sus palabras; salieron. Ese día en el golfo de Finlandia había tormenta, como la llamó Mijail Mijaílovich, y el fuerte viento se colaba en la boca y los oídos e impedía hablar; el oleaje batía silencioso, pero en la lejanía algo fuerte y amenazador rugía con voz solitaria: como si alguien taciturno, desesperado, estuviera hablando consigo mismo. Y allí se encendía y se apagaba el faro.
—Siéntate en esa piedra, de espaldas al viento, eso es, —ordenó Taisia, pero ella se quedó de pie; no se hablaban a la cara, sino de lado, como si estuvieran explicándose con una tercera persona. Resultaba difícil creer que hacía nada habían estado aquí con Mijail Mijaílovich y que habían hablado con alegría, en francés, sobre la tormenta.
—Te escucho, —dijo Yelena Dmitrievna, sin saber que iría a continuación.
—O tú o yo, ¿comprendes?
—No.
Taisia gritó o fue el viento que intensificó e interrumpió sus palabras:
—¿No lo comprendes? O tú o yo, es lo que te estoy diciendo. Mira: me estoy santiguando, ¿lo ves? ¡Me santiguo! Si continúa y se repite otra vez lo mismo, me envenenaré.
Y largamente y tranquila en apariencia habló de su vida maldita y de su amor maldito por Verevkin, que era un tonto y un cobarde y no se atreve a casarse con ella, porque es pobre y no sabe qué palacio construirle a Yelena Dmitrievna. Habló de sí misma, de que era feúcha, de que tenía la nariz roja, que lo sabía; y que, de todas formas, pronto tendrá tisis, pero casada aún podía engordar.
—A veces… a veces, —dijo Yelena Dmitrievna sollozando—, con niños se encuentra la salud. Yo también era débil antes de tenerte.
—¡Lo ves! —corroboró Taisia con frialdad—, y así tengo que vivir yo, piénsalo. Si es que puedes comprenderlo. Eres una señorita, siempre has vivido a expensas de otros, pero Michel y yo somos trabajadores, nos estás consumiendo. ¿Crees que después no te va a maldecir? Lo hará. Ahora le tiene embaucado con el francés y con vuestra apariencia, pero en cuanto haya que darle de comer todos los días… Porque usted come mucho, más que yo, pero yo muy pronto debería… ¿pero tiene usted conciencia?
—Claro que sí, Taichka…
—Déjelo, por favor. Por su culpa papá derrochó dinero del Estado y toda su vida fue un mártir, por su culpa yo me envenenaré. ¿Y usted qué? Mientras no le quiten su solitario… Ah, eres basura, basura vieja. ¡Ramera!
La última palabra Taisia no la había pronunciado antes ni una sola vez y eso la detuvo; y en el silencio con más fuerza atronaba el viento en sus cabellos: el pañuelo hacía mucho que se había soltado de la cabeza de Yelena Dmitrievna. Pero, tras pensarlo, Taisia repitió con insistencia:
—Claro, una ramera, eso es. Una mantenida. Tienen las mismas manos que usted. ¡Si al menos pudiera sentir cómo la odio!
—¡Puedo sentirlo, Taichka!
—Está mintiendo, claro. Veremos cuando muera, entonces lo sentirá, pero será tarde.
—Lo intentaré, —dijo Yelena Dmitrievna.
—¿El qué va a intentar?…
—Lo intentaré… ¿Qué más puedo decir, Taichka?
Taisia se echó a reír y, riendo más alto y alzando sin saber para qué ambos brazos, echó a andar por la orilla, con el viento en contra.
—¿A dónde vas?
Ella seguía riéndose y andando y cada vez lanzaba los brazos más hacia arriba; después cayó de frente y, entre carcajadas y lloros, se puso a morderse los dedos, a arrancarse mechones de pelo, a desgarrarse la ropa sobre el pecho, una blusa nuevecita que se había puesto hoy por primera vez. Yelena Dmitrievna estaba junto a ella impotente y, tras alzar también ambos brazos sin saber por qué, sollozaba sin ruido en su interior, en el fondo de su pecho, donde se revolvía con dificultad, sin cumplir su trabajo, un viejo corazón obeso.
—Si quieres, me ahogaré, —preguntaba a Taisia, pero o bien su voz era baja o bien el mar la amortiguó con su ruido. Taisia no respondió y, habiendo dejado de golpearse, yacía como muerta. Esa mancha oscura sobre la arena, ese cuerpo pequeño y solitario cerca del que pasaban por turnos, sin reparar en ella, la noche y la fuerte tormenta y el estruendo de las olas distantes, era su hija, era Tasia, Taichka.
Lanzando un grito fuerte por la angustia que la devoraba, como si estuviera imitando todos los movimientos y actos de su hija, Yelena Dmitrievna se echó a reír, levantó ambos brazos y echó a andar por la orilla con el viento en contra; sus ojos azules, majestuosos, dementes, se fueron ensanchando cada vez más para encontrarse con unas tinieblas movedizas. Probablemente en esos momentos se volvió loca porque empezó a llamar a voces desde las tinieblas:
—¡Coronel! ¡Yakov Sergueich!
El defecto de Yelena Dmitrievna consistía en que era totalmente incapaz de pensar y que ni siquiera sabía como lo hacían los demás. Cuando hablaba, nunca sabía de antemano lo que iba a decir; y cuando guardaba silencio, bien dormitaba con los ojos abiertos y aspecto grandioso, bien continuaba en su cabeza un entrelazado de palabras sin sonido, que no tenían ni principio ni final. Por eso le gustaba tanto el solitario.
Y ahora lo estaba pasando muy mal: tenía necesidad de retener en la cabeza una idea nueva, y no sólo retenerla, no permitirle que se escabullera durante el sueño, sino incluso desarrollarla hasta unos resultados complejos y considerables. La idea surgió de casualidad, justo en la estación cuando esperaba el billete en la taquilla leyó un anuncio de seguros, una invitación a que los pasajeros estuvieran asegurados en caso de infortunio ferroviario.
«Entonces, si me asegurara por diez mil, —se decía a sí misma, puesto que no sabía pensar, sólo hablarse—, y después cayera desde el tren, entonces mi infeliz Taichka recibiría diez mil y sería feliz con Michel».
Tras decírselo, quiso inmediatamente olvidar lo dicho, como acostumbraba, pero por alguna razón no se le olvidaba y dos veces más se acordó de ello en el vagón. Incluso se le ocurrieron algunos detalles nuevos: por ejemplo, que Michel y Taichka podrían entonces ir a Biarritz, donde podría indicarles una pensión buena y barata con vistas al océano.
«Pero a los suicidas seguro que no les pagan», —siguió diciéndose y se puso a buscar alguien a quien preguntárselo. Pero en tercera clase, donde ella iba, sólo había mujiks fineses y veraneantes baratos; se cambió a primera y con gusto se hundió en el terciopelo verde y gastado del asiento. Frente a ella, en el mismo compartimiento, estaba leyendo el periódico un coronel de edad avanzada, que con respeto había recogido las piernas largas cuando ella se sentó. Sonriendo y dando las gracias al coronel, Yelena Dmitrievna con ese aire de dama notable que está acostumbrada a tener séquito, tranquila y con sencillez se dirigió a él en francés, pero éste no sabía francés y se puso coloradísimo mientras se disculpaba. Entonces con la misma tranquilidad ella le preguntó en ruso por los suicidadas, si les pagaban.
Parece que respondió que no les pagaban, se le había olvidado al llegar a casa; incluso la idea se le había olvidado, hasta que casi de noche llegó Taisia, cansada y muda.
—Toma, Taichka, el dinero de la pensión, —dijo Yelena Dmitrievna y con un poco de orgullo entregó el dinero a su hija; ésos eran los únicos momentos del mes en el que se sentía una coronela con un hacienda llena de servidumbre obediente y amorosa. Y hasta entonces Taisia todas las veces se lo agradecía e incluso le besaba la mano, aunque secamente, por costumbre; pero ahora… igual de callada, sin cambiar la expresión de su rostro de piedra, cogió el dinero y lo tiró al suelo.
—¡Taisia! —gritó la madre, pero al ver los ojos locos de Taisia no se atrevió a continuar. Tampoco se atrevió a recoger el dinero, puesto que Taisia andaba a propósito sobre los billetes y la calderilla e incluso estaba canturreando, como si no viera ni el dinero ni a su madre. Y así permanecieron en el suelo hasta el momento en que ambas mujeres se fueron a acostar. «Por la noche lo recogerá», —pensó Yelena Dmitrievna, pero por la noche cuando se levantó, y por la mañana el dinero seguía tirado en el suelo. Tras recogerlo entre lágrimas, Yelena Dmitrievna lo colocó en la mesa, y de la mesa Taisia volvió a tirarlo al suelo. Mientras se rizaba el pelo delante de un espejito, mientras tarareaba como con despreocupación y torciendo la vista para ver en el espejo sus orejas pálidas, Taisia empezó a carcajearse y preguntó:
—¿Éstas son sus treinta monedas de plata?
—¿Es que no vas a cogerlas, Taichka?
—¿Sus treinta monedas de plata? Ah, por favor, que se queden en el suelo sus treinta monedas de plata.
—¡Taisia!…
Pero de nuevo se encontró con los ojos locos de Taisia y no se atrevió a continuar. Así que Taisia no cogió el dinero y se fue a la ciudad, y le dolía pensar cómo se iba a apañar sólo con sus céntimos; y nada en la vida le había quemado tanto en las manos a Yelena Dmitrievna como ese dinero, esas treinta monedas de plata, mientras las guardaba en su cómoda: ¿y para qué las quería ella? De todas formas, al día siguiente le preguntó tímidamente a su hija:
—¿Y cómo lo vas a hacer ahora, Taichka, sin dinero?…
—¿Cómo? Muy sencillo. Ahora no desayuno. Y sólo tomo una taza de té. ¿Qué pasa? ¿Queman las monedas de plata?
Así era, no había desayunado, y el odio ardía en su interior: daba miedo su pecho hundido en el que se había introducido tanta cólera sin salida y que le roía por dentro. Al cabo de un día y después ya cada mañana Taisia le preguntaba a su madre:
—Bueno, ¿qué tal? ¿Están al completo las treinta monedas de plata?
—Sí, Taichka.
—Vaya, ¿al completo? Bueno, cuídelas, ¡cuide sus treinta monedas de plata! —y reía a carcajadas mientras giraba ante el espejo su rostro amarillo con los labios adheridos a las encías. Había algo de simio en ella, algo revoltoso, de irritación nerviosa, que parpadeaba con fuerza; y su barbilla sobresalía inexpresiva y enfadada a causa de la flacura, y los hombros huesudos se levantaron ligeramente. Desde la ventana de la habitación se veía el camino boscoso de la estación y, como hechizada, Yelena Dmitrievna no quitaba los ojos de su hija alejándose, de su espalda desdichada e implacable. Ya se había convertido la espalda en un puntito en la lejanía, pero seguía amenazando y atrayendo la mirada.
Pasaron días y semanas y Taisia seguía sin coger el dinero y ese dinero se convirtió en algún tipo de sortilegio, en partícula de una fuerza impura que había caído sobre la casa: no podía esconderse de él en ningún sitio, durante todo el día lanzaba hechizos a la cabeza de Yelena Dmitrievna, se instaló en sus pensamientos. Al cajón de la cómoda en el que estaban le daba vergüenza y miedo acercarse, como a un asesino, deseaba esconderlos bajo el colchón u ocultarlos bajo tierra. Y entonces desapareció Mijail Mijaílovich: después resultó que había ido por encargo del banco a las afueras, pero Yelena Dmitrievna no lo sabía. No se decidía a preguntarle a Taisia y se atormentaba con horribles conjeturas: se le presentó algo parecido a ideas auténticas y largas. Mejor dicho, era una única idea que había sido inspirada por el anuncio del seguro, pero tan larga como un ovillo que se deshace lentamente.
Al final incluso en sueños vio Yelena Dmitrievna sus treinta monedas de plata, ese dinero innecesario, ruin y terrible. El sueño fue terrible y la anciana gemía, se movía por la cama, jadeando y llorando, hasta que Taisia la despertó con un golpe colérico.
—¡Pero qué es esto! —Taisia lloraba de rabia y dolor—, ¿dónde podré librarme de ti? Lo juro por dios, ¡no puedo más!
—¡Taichka!…
—Soy una persona trabajadora, no puedo estar sin dormir, y tú roncas como un perro, ¿no le da vergüenza? ¿dónde está su conciencia? ¡Qué es esto! No como, no duermo: ¿quiere que me tome el veneno ya mismo? Soy una persona trabajadora, y ni he podido ver la vida por culpa del trabajo… ¿Dónde podré librarme? ¿Cómo?
—He tenido un sueño horrible, no es culpa mía, no pasará más.
—¡Está mintiendo! Un sueño, ¡qué va a tener usted sueños! Se atiborró en la cena y ahora ronca… ¡Ay, pero dónde podré librarme de ti!
Se cubrió la cabeza con la manta y estuvo llorando aún mucho tiempo, hasta que se tranquilizó. Mientras su madre, que temía que el sueño regresara y despertar de nuevo a Taisia con sus gemidos, estuvo largo rato tumbada con los ojos abiertos; después, para combatir el sopor creciente, se sentó en la cama y hasta la mañana tembló y se le cayó la cabeza, en la que el cabello vaporoso se le levantaba como las antiguas pelucas de la corte.
El miedo a la muerte Yelena Dmitrievna nunca lo había experimentado, puesto que no entendía lo principal: ¿qué es la muerte? En su imaginación la muerte sólo tenía dos formas: la del entierro, más o menos suntuoso, y en el caso de los militares, con música; y la de la tumba, que podía ser con flores y o sin flores. También estaba el otro mundo, del que se contaban muchas tonterías, pero si se rezaba con frecuencia y se creía, entonces también en el otro mundo se estaba bien. Además, ¿a qué tenía que tener ella miedo, si a su marido, al coronel, nunca le engañó?
Pero no pensaba en la muerte ni en su esencia, que asustaba a la gente, sino en que a los suicidas no les pagaban si estaban asegurados, y que debía cometer algún hecho fortuito, representar un pequeño teatro, ese mismo teatro en el que tiempo atrás tanto le gustaba comer bombones y peras de agua. Pero ¿qué representar? Confusas y liosas eran las imágenes que surgían en la imaginación desobediente de Yelena Dmitrievna, y hubo momentos de contradicciones tan difíciles e insolubles, que se quedaba sentada como perdida y con total aspecto de cordero, con la boca abierta y los ojos azules, pálidos e irreflexivos, como platos.
«¿Por qué estoy aquí sentada? —se decía como si en eso consistiera toda su perplejidad—, ¿por qué sigo aquí sentada? ¿Sigo y sigo sentada?».
Pero no sólo estaba sentada: también deambulaba por el jardincillo y salía a la playa, pero eso no suavizaba su entendimiento. Echaba a andar y empezaba a preguntarse: «¿Por qué estoy aquí andando?». Además, en la playa se encontraba con muchas señoras conocidas —a su alrededor siempre se había reunido multitud de conocidos— y empezaban las habladurías, las conversaciones agradables sobre la salud y los veraneantes, y perdía por completo el entendimiento, en algún lugar muy dentro se ahogaba su idea aplastada. Y de nuevo la pregunta: «¿Por qué estoy aquí hablando? ¿Y sigo hablando y hablando?».
De no haber existido las treinta monedas de plata encantadas, quizá una desfallecida Yelena Dmitrievna hubiera regresado a su anterior falta de pensamientos, pero con ellas al final superó todas las dificultades y acabó comprendiendo que debía actuar en su teatro sin bombones y sin peras de agua: debía representar, en primer lugar, a una madre feliz, contenta con todo, alegre; en segundo lugar, a una señora madura y bien vestida que tenía un miedo absurdo a los accidentes de tren y que por eso se hacía un seguro. La imagen creada con tantas dificultades se modeló con tanta claridad y autoridad, que no tuvo necesidad de actuar: en cualquiera que pensara, en ésa se convertía al instante, como si todo su ser estuviera sometido a la transformación, como si la hubieran vuelto a teñir, igual que a un vestido viejo en una lavandería. Y una sonrisa de felicidad empezó a revolotear por sus labios y con absoluta bondad se pusieron a respirar sus dos ilustres barbillas y con el miedo más sincero interrogaba a las señoras conocidas por los accidentes de ferrocarril.
La primera en notar el cambio fue Taisia y estaba indignada: le preguntaba por las treinta monedas ¡y ella sonreía como una tonta! Grosera y directa le preguntó:
—¿Te has vuelto tonta?
Asustándose un poco —¡pero sólo un poco!— la madre respondía humilde y boba:
—Sí, Taichka, no te enfades.
—Ya se ve. Está tonta, pues a mí me ha dicho el médico que tengo una aspiración en el pulmón izquierdo: pronto moriré.
—Eso no es nada, Taichka, no te inquietes.
Taisia alzó las cejas espesas:
—Pero que… ¿Pero es que de verdad te has vuelto loca? ¿Qué dices? Lo que necesitas es un asilo, eso es. ¿Me estás oyendo?
Yelena Dmitrievna no abrió la boca, pero cuando Taisia hubo salido, sonrió orgullosa, respiró condescendiente y con aire importante arregló la cubierta cosida de la cama de Taisia, de su hija pequeña, a la que le gustaban las puntillas y los entredoses. En esa época Yelena Dmitrievna, tras poner en circulación las veinte monedas de plata, que le fueron muy útiles, ya tenía para el accidente un vestido de seda renovado y una póliza de seguro por ocho mil, las monedas no le habían llegado para diez mil. ¡Cómo había fascinado a la señorita de seguros del quiosco! Y todo eso sólo con su aspecto de señora boba y asustada y con su trato en francés: ¡mi ángel! ¡querida!
¡También estaba fascinado Mijail Mijaílovich, que había regresado! Las afueras le habían indignado profundamente por su rudeza y la ausencia de personas decentes, y con un placer indescriptible llevaba del brazo, con el codo bien arriba, a la majestuosa Yelena Dmitrievna, admiraba las vistas del mar y exclamaba:
—Charmant! Charmant!
Justo después del paseo, completamente enternecido, invitó al jardín a la desdichada Taisia, le abrazó la cintura fina sin reparar ni en los huesos ni en la flacura de la cintura, y largo rato, con un sentimiento profundo y singular, estuvo hablando de las cualidades excepcionales de Yelena Dmitrievna, de maman. Y concluyó así:
—Sabe, Taisia, que yo creo en la herencia, y me resulta muy, muy agradable que usted tenga una maman así. Todavía es usted joven, usted aún no se ha formado ni física ni moralmente, pero en el futuro usted, sin duda, será igual… ¿Qué ocurre? Pero, Taisia, ¿por qué llora?
—No sé, no es nada. Tengo una aspiración en el pulmón derecho.
—¿Pero qué me dice, Taisia? ¡Pero cómo! Qué aspiración… ¿es peligroso?
Y su tarde acabó con los dos llorando: Mijail Mijaílovich era, en efecto, un buen hombre y amaba a Taisia, y se asustó muchísimo, sus enormes mejillas palidecieron. Olvidando por completo el francés, secó con su pañuelo las lágrimas bien de Taisia, bien las suyas propias, y decía desconcertado:
—Sí, sí, debemos casarnos cuanto antes, ¿pero cómo lo haremos? Señor, ¿cómo lo haremos? No pensaba que tuviera que ser tan pronto… ay, pero no llores, Taisia ¡si yo estoy llorando! Es verdad, durante el viaje de trabajo he ahorrado doscientos rublos y con eso y los ahorros… no, ¡no es suficiente!
Y esa tarde Taisia fue feliz por primera vez. Dos días después, el martes, le llegó el bienestar total, el deseo cumplido, como dicen las adivinadoras: Yelena Dmitrievna realizó al final su hecho fortuito y pereció bajo las ruedas de un vagón víctima de su propia imprudencia. Así lo escribió en el acta un gendarme engañado a partir de las palabras de testigos engañados y en virtud de la psicología.
Todo sucedió de forma muy sencilla y sólo algunos detalles eran curiosos. Volvía Yelena Dmitrievna de Petersburgo cuando sucedió, había ido a recibir su pensión —y, en efecto, en un saquito estaba la cartilla y el dinero, treinta monedas nuevas. En la ciudad había comprado manzanas, lo que los suicidas no hacen, está claro; las manzanas las encontraron allí mismo, cerca del cuerpo. Y en una redecilla se descubrieron además algunos paquetitos con compras, pepinillos y un paquete de sardinas. Era evidente que la anciana, al cruzar de una plataforma a otra, se había mareado y había caído entre los vagones: esto sucede a menudo y no sin razón le daban miedo los trenes, ¡no sin razón se había asegurado!
Sí.
¿Y el dolor? ¿Y el miedo? ¿Y el latir frenético del corazón? ¿Y el horror indescriptible de un cuerpo vivo al que inmediatamente después le espera ser destrozado por unas ruedas de hierro macizas que vuelan? ¿Y ese momento en que ella decidió caer y sus manos se desprendieron del pasamano y en lugar de su solidez y protección, el vacío de la caída, la inclinación, el no retorno? Y ese último clamor, sordo, como una oración, como una llamada de auxilio en un sueño: ¡coronel! ¡Yakov Sergueich!
Era una notita pequeña y incoherente hallada por Taisia en la cómoda de su madre, justo en el mismo cajón donde tanto tiempo descansaron las treinta monedas de plata intocables; antes de desmayarse, Taisia quemó la notita con una cerilla y su contenido quedó confuso en su memoria, como algo fragmentario e inconexo en grado sumo. Al parecer, la finalidad principal de la notita era indicar una pensión en Biarritz con vistas al océano: desde las ventanas se podía ver el mar; después se afirmaba que Michel daría la felicidad a Taisia, después de lo cual los pensamientos de la anciana saltaron a unas chaquetas del armario, una enumeración bastante larga, y otros asuntos domésticos, incoherentes y claramente ideados para mostrarse como una mujer seria y comprensiva. No había ni una sola palabra sobre morirse, y en un lateral, transversal a la carta, una firma apresurada e informal en el trazo: tu madre que te ama.
Pero la idea de la carta era clara y Taisia obró correctamente al quemarla como documento probatorio. Tras recobrar el sentido después de un desmayo corto, Taisia registró a conciencia y con miedo todos los cajones, armaritos y una cajita con un dedal nuevo e hilos sin usar: no apareció ningún otro documento, excepto la póliza por ocho mil, todo estaba en orden, limpio y despejado, aunque mirara toda la policía. Y entonces volvió a perder el conocimiento y quedó tendida en el suelo mucho tiempo, profundamente, hasta que llegaron los vecinos y la rociaron con agua.
Y Taisia recibió por herencia el capital que más tarde sería la base de su bienestar familiar. Mijail Mijaílovich, destrozado por la pena, le prestó muy poca atención al dinero y con profundo respeto acrecentado más aún hacia la memoria de Yelena Dmitrievna, contrajo matrimonio sólo un año después, al expirar el luto; y Taisia, cuyo carácter y rostro había mejorado visiblemente, no le contradijo en nada. Se casaron muy modestamente, en presencia sólo de dos padrinos, compañeros de Verevkin, y la corona sobre las enormes mejillas de él le daban el aspecto imponente de algún dios de la felicidad antiguo, pero muy discreto.
Después Taisia y él tuvieron muchos alegrías con el arreglo del piso, con los muebles y los detalles, después con el feliz nacimiento de su primer hijo, una niña llamada Yelena, Lénochka, en honor a su abuela: el sacrifico no fue estéril. Tampoco las personas fueron desagradecidas, y si bien Taisia estaba silenciosa y guardaba el secreto, Mijail Mijaílovich recordaba cada día a maman y con firmeza y para todos los tiempos, para hijos y nietos, estableció su culto.
Le decía a Taisia:
—Maman ha muerto, pero maman debe permanecer invisible entre nosotros y bendecir nuestro pequeño nido. Pero no pienses, Taisia, que es por ese dinero que su alma generosa nos dejó: estoy dispuesto a trabajar toda mi vida de jornalero con tal de que estuviera viva…
—Lo sé, Michel. Tú eres una persona generosísima.
—¡Para nada! —exclamaba sincero Mijail Mijaílovich—, ¡para nada! Yo soy una persona pequeña, un trabajador, pero ella, nuestra querida, nuestra inolvidable… ¿recuerdas, Taisia, cuando paseábamos por la playa? Y quien iba a pensar que una casualidad absurda iba a arruinar esa vida tan valiosa, ¡tan valiosa!
Y por sus enormes mejillas lentamente iban cayendo lágrimas pequeñas y sinceras y se atascaban en el bigote teñido. Así amaba hasta ese momento a la imponente Yelena Dmitrievna, continuaba adorando su parasitismo.
De una fotografía pequeña de Yelena Dmitrievna hicieron una ampliación en el mejor estudio y lo colgaron con un marco lujoso en el despacho de Verevkin, justo encima de su cabeza; y tras el marco —esto había sido idea de Taisia— sobresalía un ramillete de flores artificiales. ¡Qué flores! —Mijail Mijaílovich hubiera colgado hasta una lamparita de aceite, de no haber sido un sacrilegio manifiesto y, al mismo tiempo, una exageración ridículo, lo que él mismo reconocía en los momentos de tranquilidad. Pero la mirada que a solas, e incluso delante de gente, lanzaba al retrato era la mirada de un adorador; y en respuesta desde el retrato le miraban los ojos grandes de Yelena Dmitrievna, ligeramente pintados por el retocador, alegres como por un gas embriagador, y descoloridos. Incluso en la fotografía se sentía su azul irreflexivo, como el de esas florecillas que a través de una fina capa de mica miran con ingenuidad desde un azulejo blanco.
—¡Está mirando! ¡Está mirando! —exclamaba Mijail Mijaílovich yendo de una punta de la habitación a otra y encontrándose en todas partes esa mirada alegre y directa—: ¡Taichka, está mirando!
—Sí, es sorprendente, —aceptaba Taisia, yendo también de un rincón a otro e inclinando al cabeza—: ¡Es realmente asombroso, Michel!
Pero sola, mientras colocaba el escritorio de su marido, miraba el cuadro de mala gana; sólo una vez, meditando, con el plumero en la mano, examinó durante más de media hora los ojos y los labios de Yelena Dmitrievna, como si los estudiara o buscara algo. Después se puso a recoger con un pequeño suspiro: sólo una cosa Taisia sabía con seguridad, que ni con torturas, ni en el mismísimo Juicio Final descubriría el secreto sobre la muerte de su madre.
Esa tranquilidad e incluso cierta sabiduría que le apareció justo tras la muerte de su madre ya no la abandonó; y a muchas cosas que antes la inquietaban hasta llegar al histerismo, ahora las miraba con una sonrisa suave, casi burlona. Así, con una sonrisa, recordó sus celos frenéticos —¡de una anciana!— su odio, los gritos salvajes y las lágrimas: daba risa pensar que la había llamado ramera, ¡a una anciana! Con la misma sonrisa de sabiduría, con la tranquilidad de una persona que ha comido en abundancia, miraba los pequeños y realmente divertidos intentos de Mijail Mijaílovich de copiar al coronel: se había hecho un batín igual sirviéndose de las instrucciones de Taisia y había colgado chibuquíes sobre el diván, aunque él no soportaba el humo del tabaco, e intentaba dar un toque militar a su rostro irremediablemente pacífico y tranquilo. Dejémosle, no molestaba a nadie.
Ya después del primer hijo, de Lelechka, había engordado sensiblemente y se había fortalecido, también desapareció cualquier aspiración en el pulmón, pero después del segundo, del cabezudo Yashenka, se dejó ver incluso cierta corpulencia, majestuosidad, y una arruguita atravesaba segura el lugar donde en el futuro prometía desarrollarse una segunda barbilla. Se iba perfilando un parecido evidente con su difunta madre. El primero en fijarse en esta circunstancia fue Mijail Mijaílovich y estaba entusiasmado, por supuesto: ahora definitivamente su sueño se fusionaría con la realidad.
—¡Pero es maravilloso, Taisia! —exclamaba comparando el cuadro y a su mujer—, es maravilloso, ¡te estás convirtiendo en el retrato de la difunta maman! Es toda una fortuna para nuestra casa… ¡sabes cuánto respetaba a tu maman!
—Sí, lo sé, Michel, eres un hombre generoso.
—Y has engordado, querida, ¡estás encantadora! —Con delicadeza, palpando los pliegues de grasa de los riñones de su esposa, la abrazó y la sentó con él en el diván, desde donde se veía especialmente bien el retrato de Yelena Dmitrievna y sus ojos alegres coloreados. Taisia apoyó la cabeza en su hombro y corroboró:
—Sí, lo mismo pronto me toca curarme de la obesidad, ¿recuerdas lo delgada que estaba? Qué horror. Es por los niños, Michel, mi madre me dijo que ella también era debilucha antes de nacer yo. ¿Y te has dado cuenta, Michel?… No, no te lo diré.
Mijail Mijaílovich apartó los ojos del retrato:
—¿Qué, mi niña? Dilo, dilo, ¿qué?
Taisia se apartó y enrojeció ligeramente.
—Michel, ¿recuerdas que antes siempre tenía la nariz roja? Ya sabes, daba igual el tiempo, siempre.
—¿Y en sitios cerrados?
—Claro, ¡también en sitios cerrados!
—Sí, algo recuerdo.
—¿Y ahora? No, mira con atención, es un milagro. ¿Y ahora?
Mijail Mijaílovich examinó cuidadosamente, pero no puedo encontrar siquiera un indicio de rubor.
—Pues ahora… Ahora… No, Taisia, nada parecido. Tu nariz está completamente blanca, ¡completamente blanca! ¡Incluso cuesta imaginar que alguna vez fue roja!
Y, suspirando feliz, Taisia confirmó:
—Lo fue, Michel, lo fue, sólo que tú no te dabas cuenta, mi niño bobo.
Se besaron, amistosa y tiernamente, como un hombre y una mujer que viven felices. Después en silencio, meditando, se pusieron a mirar el retrato; éste, en silencio, sin pestañear, los miraba desde su marco lujoso. Inocentes y ebrios, como de un gas hilarante, miraban los ojos coloreados de la difunta que había traído paz y bienestar a esta casa.