(1909)
Cuando Diablo Kárlovich hizo un agujerito en el cristal helado, lo calentó con su aliento abrasador y vio que allí había una boda, de pronto se sintió terriblemente triste. Le vino a la memoria su juventud ardiente y los sueños sobre la bondad universal, los impulsos por un ideal y el amor entonces puro por una bruja jovencita ¡al diablo con él! ¡para siempre!
Hizo un guiño con la nariz, escondió los cuernos en un montón de nieve y, sin pensárselo mucho, entró con aspecto de un señor muy bondadoso. Se hizo los ojos pequeños y buenos, de la nariz se colgó bondad y, repartiendo saludos refinados, durante unos veinte minutos sonrió en todas direcciones: aquí estoy yo.
—¿Tienen músicos? ¡Qué sorpresa! ¿Están bailando? ¡Qué encanto! ¿Me permite a mí también? Conozco el pas de quatre, la lezguinka del Cáucaso, el vals inglés, la tarantela, la mazurca y, además, puedo andar sobre puntas de acero: ¡justo así!
Los músicos tocaban, todos bailaban, los ancianos dormitaban y el Diablo Kárlovich, llorando amargamente, dijo a la recién casada:
—¡Hija mía, sé feliz!
—Gracias.
—Ten una larga vida.
—Gracias.
—Ten muchos niños… ¡ay!
—¡Ay! Gracias.
¡Bum-bum, bum-bum, rataplán! ¡Buuum!
Un músico se cayó de la silla, la cuerda estalló, la trompeta se atascó por la saliva: ¡puf, puf, puf! La recién casada se echó a reír, las señoritas se echaron a reír, los viejos se despertaron y se asustaron. El gato frunció el ceño, maulló y, amenazando con la espalda encorvada, salió afuera de forma ostentosa. Pero eso no fue nada: convocó a otros gatos y tramaron un complot.
—Bueno, eso no es nada. ¡Qué mejillas tan sonrosadas! ¡Qué ojitos! De verdad, creo que me voy a derretir. ¡Bum, bum!
—Bum, bum.
—¡Tararí, tararí!
—¡Tararí, tararí!
Había muy buen humor, por eso toda la casa estaba agitada. Giraban, se deslizaban los viejos y las viejas, se tambaleaban como en una tormenta: nunca antes habían bailado así.
¡Ay, qué hombre! De nuevo estuvo saludando unos veinte minutos y sonreía hacia arriba y hacia abajo, a todos liaba con su sonrisa, igual que un perro de cola vaporosa. Y de pronto ¡toma!… Un abuelo empezó a vomitar.
—Pero eso no es nada. O el vino no es vino o no le ha caído bien. ¡Permítame! Como suele decirse, tengo matrimonio y honra. ¡Uno! ¡Dos! A su salud, hija mía.
—Gracias.
—Por tus niños… ¡ay!
—¡Ay! Gracias.
¡Bum-bum, bum-bum, tararí! Bum… ¡So!
El tambor se rompió y el gato levantó una pata y dijo:
—¿Lo oís?
Y los conspiradores reflexionaban sombríos. Un viento sombrío atravesó la sombría orilla noruega y el fiordo sombrío. Y en fila india salieron de detrás de unas rocas veintidós diablos y por turnos miraron por la ventanita: miraban y daban volteretas. Miraban y daban volteretas.
¡Bum-bum, bum-bum, tararí!
—¡Excelencia! No le conocemos pero es simplemente increíble que un solo caballero haya aportado tanta alegría. La casa está agitada de forma positiva. ¡Y vuestra ternura sólo la iguala su arte al bailar!
—¡Huy, qué va!
—No.
—¡Apiádese de mi sencillez!
—¡No!
—¡Se lo suplico!
—¡No!
¡Bum-bum, bum-bum, tararí!
El vino corría, los músicos tocaban con energía, a la recién casada se le cayó la cofia.
Y de pronto todos a la vez empezaron a refunfuñar, los viejos se pusieron a hablar como loros: ¡la-la-la, la-la-la! Mientras que cierto caballero, un jaranero, se bebió todo su vino y, de repente, se comió el vaso, lo royó ¡habrase visto! Y el gato levantó la pata y dijo:
—¡Mirad! ¡Mirad! Me quito la responsabilidad por lo que ha sucedido.
Y, en efecto, veintidós diablos habían encontrado una nueva distracción. Uno tras otro, por turnos, empezaron a colarse por la chimenea con la cabeza hacia abajo y la cola hacia arriba, la cola se les quedaba de pie como una vara, erizada, tiesa como el bastón de un caballero. Se colaba un diablo, daba vueltas en el horno y como una bala atravesaba la habitación, salía y otra vez a la chimenea.
El Diablo Kárlovich se enfadó y rió a carcajadas:
—¡Canallas, me la estáis jugando!
—¡Ji, ji, ji!
¡Bum-bum, bum-bum, tararí!
Vaya con el vino: ¡la casa estaba borracha! ¡la casa estaba borracha! Y nadie se dio cuenta de que la casa había dado dos volteretas y se había quedado tumbada sobre la espalda. Los bailarines se cayeron, los viejos se amontonaron, las viejas se reían a carcajadas. En fin… Bailaban en las paredes y un abuelo estaba sentado en el reloj de pared e intentaba atrapar el péndulo.
—¡Bum-bum, ji, ji, ji! ¡Bum-bum, ji, ji, ji! ¡Alto! ¡Un paso atrás! ¡Gira hacia la borda! —saltó el violín de un músico y empezó a tocar solo, borracho como un marinero en la orilla. ¡A saber que estará tocando!
—¡Atrápalo! ¡Cógelo!
—¡Yo, la verdad, estoy desconcertado! ¡Qué sorpresa! Me la estáis jugando, canallas, lo de hoy era un matrimonio honrado. ¡Tengo mi honor!
—¡Ji, ji, ji!
—¡Ja, ja, ja!
—¡Sujetad el violín! Excelencia, esto es una chiquillada suya. El diablo sabrá lo que está tocando… ¡Eche un vistazo al abuelo! ¡Eche un vistazo a la abuela!
—¡Atrapad al tambor!
—¿También él?
—¡También él! Excelencia, dígale a su tambor que esto no es decente; ¡está coqueteando con una vieja que tiene doce nietos!
¡Pumba! El abuelo, sin embargo, le dio un puntapié al tambor y lo rompió, el violín llora, la casa baila: bum-bum, tararí. Los diablillos la agarran de los pies, la luna ha salido y se ha sentado en una ventana de arriba. ¡Tirorirorí!
—¡Hija mía! Me abraso como una fragua. ¡Permítame morder su cuello!
—¡Ay! Pero… ¿en qué lugar?
—¡Hija mía, el lugar no importa!
—¡Ay! Bum, ¡bang, bang!
Al recién casado, por error, le han partido la mandíbula, el abuelo se ha puesto en la cabeza el tambor y la abuela lo golpea con un palo. Menuda pelea. Los diablillos vociferan:
—¡Están pegando a los nuestros! ¡No nos descubras! ¡Un conjuro! ¡Tira!
—Pero permítame, vosotros gritáis ¡tira! cuando lo que se necesita precisamente es avivar. Recuerdo como de pequeño trepé una montaña desde la que se veía el paraíso. ¡Qué maravilla! ¡Qué silencio! Arroyos, pajaritos, los animales se buscaban unos a otros las pulgas de detrás de las orejas,… ¡y la ausencia total de armas de fuego! ¡Pero no me dejaron pasar! ¡No me dejaron! ¡Avívalo!
—¡Tira!
—¡Aviva!
¡Menuda pelea! Zarandeaban la casa que estaba con las patas hacia arriba, a duras penas los diablos saltaban fuera. Se amontonaron y contemplaban como la casa se ponía de cabeza y agitaba las piernas en el aire, mientras que dentro había alboroto, gritos, lloros, rugidos, silbidos, bofetones, cachetes. Y el gato maullaba siniestro:
—¡Os lo había dicho! No, no cargaré con la responsabilidad.
Y un viento sombrío atravesó la sombría orilla noruega y el fiordo sombrío y prorrumpieron en carcajadas los veintidós diablos, prorrumpieron en carcajadas, animaban a voz en grito:
—¡Dale, dale! ¿Cuántos somos? Veintidós. ¡Karlych no está! ¡Dale!
—¡Dale, dale!
Salió también el Diablo Kárlovich, se sentó, apenas podía respirar por el cansancio, se seca el sudor.
—¿Y los cuernos?
—Ay, diablo, por poco me olvido los cuernos.
De pronto salieron el violín y la trompeta, alzaron el vuelo y empezaron a tocar con más fuerza:
—¡Bum-bum, bum-bum, tararí! ¡A bailar, veintidós! ¡Bum-bum!
Bailaron los diablillos sobre la nieve, negros como el carbón, por el horno alzado por el viento. Mientras, la casa pensaba y pensaba y, como un tonto, se fue al fiordo a ahogarse, al agua fría, al agua negra.
—¡Vamos, dale! ¡Vamos!
—¡Bum-bum!
—¡Vamos, dale!
—¡Ji, ji, ji!
Y un viento sombrío voló por la orilla sombría y el fiordo sombrío.
¡Menuda boda!