El abismo

(1901)

I

El día llegaba a su fin y los dos seguían caminando, seguían hablando y no repararon ni en la hora ni en el camino. Delante, sobre una colina suave, oscurecía un bosque pequeño y a través de las ramas de los árboles ardía el sol como carbón calentado al rojo, encendía el aire y reducía todo a polvo de fuego dorado. Tan cerca y tan vivo estaba el sol que todo alrededor parecía haber desaparecido y sólo haber quedado él, coloreaba el camino y lo allanaba. Los ojos les empezaron a doler a los caminantes, se dieron la vuelta y al instante ante ellos todo se extinguió, se volvió tranquilo y claro, pequeño y preciso. En algún lugar a lo lejos, a una versta o más, el ocaso rojo arrebataba el tronco alto de un pino y éste brillaba entre el verde, como una vela en una habitación oscura; una capa púrpura cubría el camino adelante, donde ahora cada piedra proyectaba una sombra larga y negra, y una aureola roja dorada resplandecía en el cabello de la muchacha, atravesado por los rayos del sol. Un pelo fino y ondulado se había separado de los demás y se enroscaba y oscilaba en el aire, como un hilo dorado.

Y el que delante hubiera oscurecido no interrumpió ni alteró su conversación. Igual de clara, cordial y serena fluía en un torrente tranquilo y seguía siendo sólo sobre una cosa: la fuerza, la belleza y la inmortalidad del amor. Ambos eran muy jóvenes: la muchacha tenía apenas diecisiete años, Nemovetski era cuatro años mayor, y los dos iban vestidos con uniforme de escolar: ella el vestido marrón sobrio de las alumnas de gimnasia; él, el bonito uniforme de los estudiantes de ingeniería. Y al igual que sus palabras, todo en ellos era joven, bonito y puro: las figuras esbeltas, ágiles, como atravesadas por el aire y cercanas a él, el paso suave y leve, las voces frescas, que incluso en sus palabras sencillas sonaban a delicadeza meditabunda, igual que resuena un arroyo en una noche tranquila de primavera cuando la nieve aún no ha terminado de desaparecer de los campos sombríos.

Andaban, torcían allí donde torcía el camino desconocido y dos sombras largas que iban adelgazando poco a poco, grotescas desde sus cabezas pequeñas, bien se movían hacia delante por separado, bien se juntaban de perfil en una única banda estrecha y larga, como la sombra de un álamo. Pero no veían las sombras y hablaban y, mientras hablaban, él no quitaba los ojos de su cara bonita, en la que el ocaso rosado parecía haber dejado una parte de sus tiernos colores, y ella miraba hacia abajo, al sendero, apartando con una sombrillita las piedras pequeñas y observaba como de debajo del vestido oscuro regularmente sobresalía ya uno, ya otro extremo puntiagudo de una bota pequeña.

El camino lo atravesaba una zanja de bordes polvorientos y desmoronados por las pisadas, y se detuvieron un momento. Zinochka levantó la cabeza, echó una mirada nublada alrededor y preguntó:

—¿Sabe dónde estamos? Yo no he estado aquí nunca.

Él examinó con atención el paraje.

—Sí, lo sé. Allí, tras ese montecillo, está la ciudad. Deme la mano, yo le ayudo.

Tendió la mano, una mano no obrera, fina y blanca, como de mujer. Zinochka estaba alegre, le apetecía saltar sola la zanja, echar a correr, gritar: «¡Pílleme!», pero se contuvo, inclinó la cabeza ligeramente con gratitud importante y con cierta timidez tendió una mano que aún conservaba el hinchazón tierno de mano infantil. Y él quería con toda su alma estrechar esa mano temblorosa, pero también se contuvo, la cogió con una ligera inclinación, respetuosamente, y se volvió discreto cuando a la muchacha al subir se le descubrió un poco el pie.

Y de nuevo andaban y hablaban, pero sus cabezas estaban llenas del sentimiento de las manos juntas durante un instante. Ella todavía sentía el calor seco de su palma y de sus dedos firmes; le había resultado agradable y dado un poco de vergüenza, mientras que él sentía la suavidad sumisa de su mano diminuta y veía la silueta oscura de su pie y el zapato pequeño que lo cubría con inocencia y ternura. Y había algo punzante, inquieto, en esa representación imperecedera de una banda estrecha de faldas blancas y de un pie esbelto, y con una fuerza de voluntad imperceptible la anuló. Y entonces se sintió alegre y su corazón se volvió tan ancho y libre en el pecho que le entraron ganas de cantar, de tender los brazos al cielo y gritar: «Corra, iré a pillarla» —la fórmula antigua del amor primitivo entre bosques y cataratas tronando.

Y por todos esos deseos se le formó un nudo en la garganta.

Las sombras largas, grotescas, desaparecieron y el polvo del camino se volvió gris y frío, pero no se dieron cuenta de ello y hablaban. Los dos habían leído muchos libros buenos y modelos claros de personas que habían amado, sufrido y perecido por un amor puro flotaban ante sus ojos. En su memoria resucitaron fragmentos de versos leídos a saber cuando, que le daban al amor un vestido de armonía sonora y tristeza dulce.

—¿Recuerda de quién es este? —preguntaba Nemovetski evocando: —«… y conmigo de nuevo está aquélla a la que amo, por la que he escondido, sin decir ni una palabra, toda la melancolía, toda la ternura, todo mi amor…».

—No, —respondía Zinochka y pensativa repetía:

«Toda la melancolía, toda la ternura, todo mi amor…».

—Todo mi amor, —como un eco involuntario respondió Nemovetski.

Y de nuevo recordaron. Recordaron muchachas puras como lirios blancos que vestían ropa monacal oscura, a solas con su melancolía en un parque cubierto de hojarasca otoñal, felices con su desgracia; recordaron también hombres orgullosos, enérgicos, pero que sufrían y solicitaban amor y compasión femenina atenta. Afligidas estaban las imágenes evocadas, pero en esa aflicción más claro y puro era el amor. Enorme como el mundo, claro como el sol y admirablemente bello iba creciendo ante sus ojos, y no había nada más poderoso ni bello.

—¿Y usted podría morir por aquélla a quien ame? —preguntó Zinochka contemplando la mano casi infantil.

—Sí, podría, —respondió decidido Nemovetski, mientras la miraba abierta y sinceramente—. ¿Y usted?

—Sí, yo también, —titubeó—. Qué felicidad: morir por la persona amada. Me gustaría mucho.

Sus ojos se encontraron, claros, tranquilos, y se enviaron algo bueno y los labios sonrieron. Zinochka se detuvo.

—Espere, —dijo—. Tiene un hilo en la chaqueta.

Y con confianza alzó la mano hasta su hombro y cuidadosamente, con dos dedos, le quitó el hilo.

—¡Ya está! —dijo y, poniéndose seria, preguntó: —¿Cómo que está tan pálido y delgado? Estudia mucho, ¿no? No se canse, no debe.

—Sus ojos son azules, pero con puntitos claros, como motitas, —respondió éste examinando sus ojos.

—Y los suyos negros. No, marrones, cálidos. Y con…

Zinochka no llegó a decir lo que tenían y se dio la vuelta. Su rostro enrojeció paulatinamente, sus ojos se turbaron y vacilaron, pero sus labios sonrieron sin querer. Y sin esperar a un Nemovetski sonriente y contento, emprendió la marcha, pero enseguida se detuvo.

—Mire, ¡se ha puesto el sol! —lanzó una exclamación triste.

—Sí, ya se ha puesto, —contestó él con tristeza inesperada, aguda.

La luz se apagó, las sombras murieron y todo alrededor se volvió pálido, mudo e inanimado. Donde antes brillaba el sol incandescente, sin ruido se propagaban hacia arriba cúmulos oscuros de nubes y paso a paso fueron devorando el espacio azul claro. Los nubarrones se remolinaban, colisionaban, lenta y pesadamente cambiaban sus contornos de monstruos recién despertados y de mala gana avanzaban, como si a ellos mismos, contra su voluntad, les estuviera arreando una fuerza terrible, implacable. Apartada del resto, a solas, se movía una nubecilla filamentosa clara, débil y asustada.

II

Las mejillas de Zinochka palidecieron, los labios se volvieron rojos, casi del color de la sangre, su pupila se dilató imperceptiblemente al oscurecérsele los ojos, y susurró:

—Da miedo. Está todo tan silencioso. ¿Nos hemos perdido?

Nemovetski frunció las cejas tupidas y examinó el lugar con ojos escrutadores.

Sin sol, bajo el soplo fresco de la inminente noche, parecía poco afable y frío; por todos lados se extendía un campo gris de hierba baja, como pisoteada, y barrancos, montículos y hoyos arcillosos. Hoyos había muchos, profundos, verticales y pequeños, cubiertos de hierba rastrera; en ellos ya se habían acostado sin ruido las tinieblas taciturnas; y que antes aquí hubiera habido gente, que hubieran estado haciendo cosas, y que ya no estuvieran, hacía al lugar aún más desierto y triste. Aquí y allí, como bancos de niebla lila fría, se alzaban bosquecillos y sotos y parecían estar aguardando lo que tenían que decir los fosos abandonados.

Nemovetski reprimió un sentimiento de alarma penoso y angustiado que había aflorado y dijo:

—No, no estamos perdidos. Conozco el camino. Primero por el campo y luego atravesando ese bosquecillo. ¿Tiene miedo?

Ella sonrió con atrevimiento y respondió:

—No. Ahora no. Pero debo volver pronto a casa, a tomar el té.

Avanzaban rápidos y decididos, pero pronto aminoraron el paso. No miraban a los lados, pero sentían la hostilidad taciturna del campo excavado que los rodeaba de miles de ojos apagados e inmóviles, y ese sentimiento les acercó y les llevó a recordar su infancia. Los recuerdos eran claros, iluminados por el sol, por follaje verde, amor y risas. Como si no fuera su vida, sino una canción suave, larga, y los sonidos de la misma eran ellos, dos notas pequeñas: una sonora y clara, como el cristal tintineando, otra un poco más sorda, pero más viva, como una campanilla.

Vieron gente, dos mujeres que estaban sentadas al borde de un hoyo de arcilla profundo; una estaba sentada con las piernas cruzadas y miraba fijamente hacia abajo; el pañuelo de la cabeza se le había levantado un poco dejando al descubierto mechones de pelo enmarañado; la espalda encorvada arrastraba hacia arriba una camisola sucia de flores grandes, como manzanas, y cordones desatados. No prestó atención a los que pasaban. La otra mujer estaba recostada al lado con la cabeza hacia atrás. Su cara era basta, ancha, de rasgos masculinos, y debajo de los ojos, en cada uno de los prominentes pómulos, ardían dos manchas rojas color ladrillo que parecían cardenales recientes. Estaba aún más sucia que la primera y miró a los caminantes de manera directa y simple. Cuando pasaron a su lado, empezó a cantar con voz profunda, masculina:

—Para ti solo, querido mío, como una flor perfumada florecí…

—Varka, ¿oyes? —llamó a su taciturna amiga y, al no obtener respuesta, empezó a soltar carcajadas fuertes y groseras.

Nemovetski conocía a ese tipo de mujeres, sucias incluso cuando llevan puesto vestidos ricos y bonitos, estaba acostumbrado a ellas, y ahora se deslizaron ante sus ojos y desaparecieron sin dejar huella. Pero Zinochka, que casi las había rozado con su sobrio vestido marrón, sintió que algo hostil, miserable y malo penetraba por un instante en su alma. Sin embargo tras unos minutos la impresión se borró, como la sombra de una nube que pasa rápido por un prado dorado, y cuando por su lado, adelantándolos, pasaran dos —un hombre con gorra y chaqueta, pero descalzo, y una mujer igual de sucia— los vio pero no los sintió. Sin darse cuenta, observó a la mujer y se sorprendió un poco de que llevara un vestido tan fino, como mojado, que se le envolvía en las piernas medio pegajoso, y unas faldas con una banda ancha de mugre que había atravesado el tejido. Había algo alarmante, lastimero y terriblemente desesperado en como se agitaban esas faldas finas y sucias.

De nuevo andaban y hablaban y tras ellos se movía, de mala gana, una nube oscura y lanzaba una sombra diáfana que se pegaba con precaución. A través de los laterales hinchados de la nube unas manchas amarillas, cobrizas, daban un poco de luz y se ocultaban como caminos claros elevándose sin ruido tras la masa pesada de la nube. Las tinieblas se condensaron tan imperceptible y disimuladamente que se hacía difícil creer en ellas, y parecía que seguía siendo de día, pero un día gravemente enfermo que agoniza en silencio. Ahora hablaban sobre los sentimientos y las ideas terribles que visitan a una persona en las noches que no puede dormir, cuando ni los sonidos ni las palabras le molestan, y algo amplio y de múltiples ojos, justo como la vida, se adhiere con fuerza a su cara.

—¿Se imagina la infinitud? —preguntó Zinochka llevándose la mano regordeta a la frente y entornando los ojos con fuerza.

—No. La infinitud… No, —respondió Nemovetski cerrando también los ojos.

—Pues yo a veces la veo. La vi por primera vez cuando todavía era pequeña. Como si fuera carros. Había un carro y otro, un tercero y a lo lejos, sin fin, más y más carros… Da miedo, —se estremeció.

—¿Pero por qué carros? —Nemovetski sonrió, aunque no estaba a gusto.

—No sé. Carros. Uno, otro más… sin fin.

Las tinieblas se espesaron disimuladamente, el nubarrón pasó por encima de sus cabezas y desde delante parecía mirar sus caras pálidas, inclinadas. Y cada vez con mayor frecuencia surgían figuras oscuras de mujeres sucias y harapientas, como si las arrojaran a la superficie desde los hoyos profundos y excavados no se sabe por qué, y sus faldas mojadas se agitaban inquietas. Aparecían bien solas, bien de dos en dos o de tres en tres, y sus voces resonaban con fuerza y extrañamente solitarias en el aire paralizado.

—¿Quiénes son esas mujeres? ¿De dónde salen tantas? —preguntaba Zinochka en voz baja y temerosa. Nemovetski sabía quienes eran esas mujeres y le daba miedo haber acabado en ese lugar tan malo y peligroso, pero respondió tranquilo:

—No sé. Bueno, no hace falta hablar de ellas. Ahora atravesaremos ese bosquecillo y allí está el puesto y la ciudad. Es una pena que hayamos salido tan tarde.

A ella le hizo gracia lo que él había dicho: tarde, ¡si habían salido a las cuatro!, le miró y sonrió. Pero las cejas de él no se desarrugaron y ella propuso para tranquilizarle y consolarle:

—Vayamos más deprisa. Me apetece un té. Y el bosque ya está cerca.

—Vamos.

Cuando entraron al bosque y los árboles estrecharon taciturnos las cimas sobre sus cabezas, se hizo la oscuridad, pero confortaba y tranquilizaba.

—Deme la mano, —ofreció Nemovetski.

Ella tendió la mano con poca decisión y el ligero contacto pareció disipar las tinieblas. Sus manos estaban fijas y no se juntaron, incluso Zinochka se apartó un poco de su compañero, pero sus conciencias se concentraron en sentir ese pequeño punto del cuerpo en el que las manos habían entrado en contacto. Y de nuevo querían hablar de la belleza y de la enigmática fuerza del amor, pero hablar de forma que no se rompiera el silencio, hablar no con palabras, sino con miradas. Y pensaban que debían mirarse y querían, pero no se decidían.

—¡Vuelve a haber gente! —dijo Zinochka animada.

III

En un claro, en el que había más luz, estaban sentados junto a una botella vacía tres personas y en silencio, con expectación, miraban a quienes se estaban acercando. Uno, afeitado como un actor, se echó a reír y silbó de tal forma que sonó a:

—Vaya, vaya.

A Nemovetski el alma se le cayó a los pies y se le heló terriblemente alarmada, pero, como si le hubieran empujado desde atrás, fue directo a los que estaban sentados, el sendero pasaba junto a ellos. Éstos estaban esperando y tres pares de ojos se oscurecieron inmóviles y terribles. Y deseando vagamente ganarse a esas tres personas oscuras y harapientas, en cuyo silencio podía sentir peligro, mostrar debilidad y despertar en ellos compasión, preguntó:

—¿Por dónde se va al puesto? ¿Por aquí?

Pero no respondieron. El afeitado silbó algo indeterminado y burlón mientras los otros dos guardaban silencio y miraban con atención seria, siniestra. Estaban borrachos, eran ruines y tenían ganas de amores y destrucción. El de mejillas rojas, hinchado, se incorporó sobre los codos, después poco seguro, como un oso, se apoyó en las patas y se levantó resollando. Los compañeros le echaron una mirada rápida y después volvieron a fijarla con igual atención en Zinochka.

—Tengo miedo, —dijo ésta moviendo los labios.

Sin haber oído las palabras, Nemovetski la comprendió por el peso de su brazo al agarrarse. E intentando mantener aspecto despreocupado, pero sintiendo la inminencia fatal de lo que iba a ocurrir, comenzó a andar con paso regular y firme. Y tres pares de ojos se aproximaron, brillaron y se fijaron en su espalda. «Hay que correr —pensó Nemovetski y él mismo se respondió: —No, no podemos correr».

—El chico es una piltrafa, da hasta pena, —dijo el tercero de los que estaban sentados, uno calvo de barba rala y roja—. Pero la cría está bien, ya podíamos tener una cada uno.

Los tres se echaron a reír como sin ganas.

—Caballero, para, sólo un par de palabras, —con voz profunda, de bajo, habló el alto y miró a sus compañeros.

Éstos se levantaron.

Nemovetski andaba sin mirar a su alrededor.

—Hay que pararse si te lo piden, —dijo el pelirrojo—. Si no puede que te paren del cuello.

—¡A ti te dicen! —chilló el alto y de dos saltos alcanzó a los caminantes.

Una mano maciza cayó en el hombro de Nemovetski e hizo que se tambaleara un poco y, al darse la vuelta, éste encontró justo frente a su cara unos ojos redondos, saltones y horribles. Estaban tan cerca que parecía que los estaba mirando a través de un cristal de aumento y distinguía claramente las venas rojas sobre el blanco y el pus amarillento de las pestañas. Tras soltar el brazo mudo de Zinochka, rebuscó en el bolsillo y empezó a farfullar:

—¡Dinero!… No tengo. Estaría encantado.

Los ojos saltones se hicieron aún más redondos y brillaron. Y cuando Nemovetski apartó de ellos la vista, el alto retrocedió un poco y sin aspavientos, desde abajo, golpeó a Nemovetski en la barbilla. La cabeza de Nemovetski se bamboleó hacia atrás, sus dientes rechinaron, la gorra se deslizó hacia la frente y se cayó y él, agitando los brazos, se derrumbó de espaldas. En silencio, sin gritar, Zinochka se giró y echó a correr, alcanzando a la primera toda la velocidad de la que era capaz. El afeitado dio un grito largo y raro:

—¡Eh… eh… eh!

Y gritando se lanzó tras ella.

Nemovetski, dando tumbos, se puso en pie, pero aún no había tenido tiempo de enderezarse, cuando fue de nuevo derribado por un patada en la nuca. Ellos eran dos y él era uno, débil y sin costumbre de pelear, pero peleó mucho rato, arañaba con las uñas, igual que una mujer peleando, sollozaba de desesperación inconsciente y mordía. Cuando se hubo debilitado del todo, lo levantaron y lo arrastraron; se resistió, pero la cabeza le pesaba, dejó de entender lo que estaban haciendo con él y se dejó caer sin fuerzas en los brazos que le llevaban. Lo último que vio fue un poco de barba roja que casi le daba en la cara, y tras ella la oscuridad del bosque y la blusa clara de la muchacha corriendo. Ella corría en silencio y veloz, igual que había corrido días atrás mientras jugaba al gorelki, y tras ella, dando pasitos menudos, aproximándose, corría el afeitado. Después Nemovetski sintió el vacío a su alrededor; cayó con el corazón colgando de un hilo, todo su cuerpo retumbó al golpear el suelo, y perdió el conocimiento.

El alto y el pelirrojo, que habían lanzado a Nemovetski a una zanja, se quedaron quietos un momento prestando oídos a lo que sucedía en el fondo de la zanja. Pero sus caras y ojos estaban vueltos hacia el lado donde se había quedado Zinochka. Desde allí llegó un grito estridente y ahogado de mujer que se extinguió en el acto. El alto exclamó enfadado:

—¡Miserable! —y echó a correr en línea recta, quebrando ramas igual que un oso.

—¡Yo también! ¡Yo también! —gritaba el pelirrojo con una vocecita fina mientras se lanzaba tras él. Tenía poca fuerza y jadeaba; durante la pelea le habían magullado la rodilla y se sentía agraviado porque él fue el primero al que se le ocurrió lo de la muchacha, e iba a ser el último en tenerla. Se detuvo un momento, se frotó la rodilla con la mano, se sonó la nariz con los dedos y echó a correr de nuevo gritando lastimeramente:

—¡Yo también! ¡Yo también!

La nube oscura ya se había dispersado por todo el cielo y había dado paso a una noche oscura, serena. Pronto desapareció en la oscuridad la figura pequeña del pelirrojo, pero aún se escuchó un buen rato el pataleo irregular de sus pies, el susurro de los árboles al ser apartados y el grito tembloroso, lastimero:

—¡Yo también! ¡Amigos, yo también!

IV

La tierra se había acumulado en la boca de Nemovetski y rechinaba entre los dientes. Y lo primero, lo más fuerte que sintió al recobrar el conocimiento, fue el olor intenso y sereno de la tierra. Tenía la cabeza embotada, como repleta de plomo gris, por lo que le resultaba difícil moverse; todo su cuerpo se quejaba y le dolía terriblemente un hombro, pero no tenía nada partido o roto. Nemovetski se sentó y durante un tiempo miró hacia arriba sin pensar o recordar nada. Justo por encima de él se inclinaba un arbusto de hojas negras y amplias y a través de ellas se dejaba ver el cielo despejado. El nubarrón había pasado sin lanzar ni una sola gota de lluvia y volviendo el aire seco y suave, y en lo alto, en mitad del cielo, se levantaba la luna cortada de borde transparente, difuminado. Estaba viviendo sus últimas noches y brillaba fría, melancólica y solitaria. Pequeños jirones de nubes atravesaban volando las alturas donde, por lo visto, seguía soplando un viento fuerte, pero no tapaban la luna, sino que con cuidado la rodeaban. En la soledad de la luna, en la prudencia de las nubes altas, claras, en el soplido del viento imperceptible desde abajo se percibía la profundidad enigmática de la noche que planeaba sobre la tierra.

Nemovetski recordó todo lo que había ocurrido pero no se lo creyó. Todo lo sucedido era espantoso y no se parecía a la verdad, que no podía ser tan terrible y él mismo, sentado en mitad de la noche y mirando desde algún lugar bajo a la luna tumbada y a las nubes corriendo, resultaba también espantoso y no se parecía al auténtico. Y pensó que había sido sólo otro sueño horrendo, muy horrendo y malo. Y esas mujeres con las que tantas veces se habían encontrado también eran un sueño.

—No puede ser, —dijo para afirmarse y movió débilmente la pesada cabeza—. No puede ser.

Alargó la mano y se puso a buscar la gorra para irse, pero la gorra no estaba. Y que no estuviera aclaró todo de golpe; comprendió que lo ocurrido no era un sueño, sino la terrible verdad. Al minuto siguiente, muerto de miedo, ya estaba trepando, cayó junto con la tierra que se había desmoronado, volvió a trepar y se agarró a las ramas flexibles del arbusto.

Tras salir arrastrándose, echó a correr en línea recta sin razonar ni elegir la dirección, y estuvo corriendo mucho rato y dando vueltas entre los árboles. Con la misma improvisación, sin reflexionar, echó a correr en la otra dirección y las ramas volvieron a arañarle la cara y de nuevo todo se volvió un sueño. A Nemovetski le parecía que antes ya le había pasado algo parecido: tinieblas, ramas invisibles que le arañaban la cara, y él corría con los ojos cerrados y pensaba que seguía siendo un sueño. Nemovetski se detuvo, después se sentó con la postura incómoda e insólita de una persona que se ha sentado directamente en la tierra, sin apoyo. Y de nuevo pensó en la gorra y dijo:

—Soy yo. Tengo que matarme. Tengo que matarme, aunque sea un sueño.

Se puso en pie y de nuevo echó a correr, pero recapacitó y empezó a andar despacio mientras se representaba vagamente el lugar donde les habían atacado. El bosque estaba completamente a oscuras, pero a veces se abría paso un rayo de luna pálido y engañaba al iluminar los troncos blancos, pues el bosque parecía estar repleto de gente inmóvil y por alguna razón silenciosa.

—¡Zinaida Nikolaievna! —llamó Nemovetski y pronunció en voz alta la primera palabra, pero baja la segunda, como si junto con el sonido hubiera perdido la esperanza de que alguien respondiera.

Nadie respondió.

Después alcanzó el sendero, lo reconoció y anduvo hasta el claro. Y allí comprendió definitivamente que todo era verdad y empezó a agitarse horrorizado mientras gritaba:

—¡Zinaida Nikolaievna! ¡Soy yo! ¡Soy yo!

Nadie respondía y, girando el rostro hacia donde debía estar la ciudad, Nemovetski chilló claramente:

—¡So-co-rro!…

Y otra vez se agitaba susurrando, revolviendo los arbustos, cuando justo ante sus pies emergió una mancha blanca y turbia parecida a la mancha helada de una luz débil. Allí yacía Zinochka.

—¡Dios mío! ¿Qué…? —con los ojos secos, pero voz sollozante dijo Nemovetski y, arrodillándose, tocó a la yacente.

Su mano se encontró con un cuerpo desnudo, liso, tenso, frío pero no muerto, y Nemovetski la retiró bruscamente, temblando.

—Querida, cariño mío, soy yo, —susurraba mientras buscaba su rostro en la oscuridad.

Y de nuevo alargó la mano en otra dirección y otra vez tropezó con un cuerpo desnudo y no importaba hacia donde la alargara, por doquier encontraba el cuerpo desnudo de mujer, liso, tenso, como si hubiera entrado en calor gracias a la mano que lo estaba tocando. A veces apartaba la mano con prontitud, pero a veces la detenía, y al igual que él, sin gorra y harapiento, parecía falso, de la misma manera no podía unir ese cuerpo desnudo a la imagen de Zinochka. Y lo que había ocurrido allí, lo que le habían hecho a ese cuerpo silencioso de mujer, se le apareció con una claridad repugnante, y todos sus miembros respondieron con una fuerza extraña, parlanchina. Habiéndose estirado de forma que las articulaciones le crujieron, fijó su mirada inexpresiva en la mancha blanca y frunció las cejas, como una persona que está pensando. El horror ante lo ocurrido se había quedado helado en su interior, se había hecho un ovillo y yacía en su alma como algo ajeno y débil.

—¡Dios mío! ¿Qué…? —repitió, pero no sonó sincero, parecía de broma.

Buscó el corazón: latía débil, pero con regularidad, y cuando se inclinó junto a la cara, sintió una débil respiración, como si Zinochka no estuviera profundamente desmayada, sino sólo dormida. Y la llamó con suavidad:

—Zinochka, soy yo.

Y en el acto sintió, sin saber por qué, que estaría bien si ella tardaba en despertarse. Reteniendo la respiración y habiendo echado un vistazo rápido alrededor, con cuidado le acarició la mejilla y la besó primero en los ojos cerrados, luego en los labios, que se separaron suavemente bajo el beso vigoroso. Le asustó que ella pudiera despertarse y se separó y se quedó quieto. Pero el cuerpo seguía mudo e inmóvil y en su impotencia y accesibilidad había algo doloroso e irritante que lo hacía irresistiblemente atrayente. Con profunda ternura y cautela tímida, de ladrón, Nemovetski intentó echar sobre ella los restos del vestido, y esa doble sensación de la tela y del cuerpo desnudo era punzante como un cuchillo, e incomprensible como la locura. Era su defensor y el que la estaba atacando, y busco ayuda en el bosque y las tinieblas que le rodeaban pero el bosque y las tinieblas no se la dieron. Había habido un festín de fieras y él, arrojado de improviso fuera de la vida humana, comprensible y sencilla, olfateaba la dolorosa lascivia diseminada en el aire y ensanchaba las fosas nasales.

—¡Soy yo! ¡Yo! —repetía de forma absurda sin comprender lo que le rodeaba y completamente lleno del recuerdo de haber visto antes esa banda blanca de la falda, la silueta negra del pie y el zapato que lo cubría con ternura. Y, prestando oídos a la respiración de Zinochka, sin apartar los ojos del lugar donde estaba su cara, adelantó la mano. Prestó oídos y la adelantó aún más.

—¿Pero qué es esto? —lanzó un grito fuerte y desesperado y se levantó de un salto espantado de sí mismo.

En sus ojos brilló el rostro de Zinochka durante un segundo y desapareció. Intentaba entender que ese cuerpo era Zinochka, con la que había paseado hoy y la que había hablado de la infinitud, y no podía; intentaba sentir el horror de lo que había ocurrido, pero el horror era demasiado grande si se pensaba que todo era verdad, y no tomaba forma.

—¡Zinaida Nikolaievna! —gritó suplicando—. ¿Por qué? ¿Zinaida Nikolaievna?

Pero el cuerpo atormentado permaneció silencioso, y entre palabras incoherentes Nemovetski se arrodilló. Suplicaba, amenazaba, decía que se mataría y sacudía a la yacente estrechándola contra su pecho y casi clavándole las uñas. El cuerpo que había entrado en calor cedía suavemente a sus esfuerzos, siguiendo obediente sus movimientos, y todo era tan terrible, incomprensible y salvaje que Nemovetski volvió a ponerse en pie y gritó entrecortadamente:

—¡Socorro! —Pero sonó falso, como de broma.

Y de nuevo se arrojó sobre un cuerpo que no oponía resistencia, besando, llorando, sintiendo ante él un abismo oscuro, terrible, atrayente. Nemovetski no estaba allí. Nemovetski se había quedado en algún lugar más atrás, y ese que estaba allí estrujaba con crueldad apasionada el cuerpo cálido y dócil y hablaba mientras sonreía con la sonrisa maliciosa de un demente:

—¡Responde! ¿O es que no quieres? Te amo, te amo.

Con la misma sonrisa maliciosa acercó los ojos dilatados justo a la cara de Zinochka y susurró:

—Te amo. No quieres hablar, pero estás sonriendo, puedo verlo. Te amo, te amo, te amo.

Estrechó con más fuerza el cuerpo suave, sin voluntad, que con su docilidad exánime había despertado una pasión salvaje, se desesperaba y susurraba sin hacer ruido y conservaba de humano sólo la capacidad de mentir:

—Te amo. No se lo diremos a nadie y nadie lo sabrá. Me casaré contigo, mañana, cuando quieras. Te amo. Voy a besarte y tú me responderás, ¿sí? Zinochka…

Y con fuerza estrechó los labios de ella, sintiendo como los dientes se clavaban en el cuerpo y perdiendo en el dolor y vigor del beso los últimos visos de pensamiento. Le pareció que los labios de la muchacha temblaban. Por un momento un horror ardiente y resplandeciente iluminó sus pensamientos tras haber abierto un abismo negro frente a él.

Y el abismo negro lo devoró.