En la estación

(1903)

Fue a principios de primavera cuando llegué a la dacha y en los caminos aún yacía la hoja oscura del año anterior. No había nadie conmigo, vagaba solo entre las dachas vacías en cuyos cristales reverberaba el sol de abril, subía a las terrazas espaciosas y luminosas y adivinaba quién iba a vivir allí, bajo toldos verdes de abedules y robles. Y cuando cerraba los ojos, me parecía oír unos pasos rápidos y alegres, una canción juvenil y una risa sonora de mujer.

A menuda iba a la estación a recibir a los trenes de pasajeros. No esperaba a nadie y no había nadie que fuera a venir a verme; pero me gustan esos gigantes de hierro cuando pasan veloces meciendo los hombros y contoneándose sobre los raíles a causa de su peso colosal y su fuerza, y llevan a algún sitio a gente desconocida para mí, pero cercana. Me parecen vivos y extraordinarios; en su rapidez siento la enormidad de la tierra y la fuerza del hombre, y cuando gritan autoritarios y libres, pienso: así gritan también en América y en Asia y en el África ardiente.

La estación era pequeñas, con dos vías muertas cortas y, cuando partía el tren de pasajeros, se quedaba tranquila y desierta; el bosque y el sol radiante se apoderaban del andén bajito y de las vías solitarias y los inundaban de calma y de luz. En la vía muerta, bajo un vagón dormido y vacío, deambulaban unas gallinas que escarbaban cerca de las ruedas de hierro, y, costaba creer, al mirar su trabajo tranquilo, minucioso, que existía una América y una Asia, y un África ardiente… En una semana conocí a todos los moradores del lugar y saludaba, como a conocidos, a los guardas de camisa azul y a los guardagujas silenciosos de rostros pálidos y cornetines de cobre que brillaban al sol.

Y todos los días veía al gendarme en la estación. Era un muchacho sanote y fuerte, como todos ellos, de espalda ancha, bien ajustada por la guerrera azul, grandes manos y rostro joven en el que a través de una seriedad rigurosa y autoritaria aún se vislumbraba la inocencia de ojos azules de una aldea. Al principio, desconfiado y sombrío, me registraba con la mirada, ponía cara inaccesiblemente severa, nada indulgente; y, cuando pasaba de largo, sus espuelas sonaban especialmente bruscas y elocuentes, pero muy pronto se acostumbró a mí, igual que se había acostumbrado a las columnas que sostenían la marquesina del andén, a las vías desiertas y a los vagones abandonados bajo los que pululaban las gallinas. En rincones así de tranquilos la costumbre se forma rápidamente. Y cuando dejó de reparar en mí, me di cuenta de que ese hombre estaba aburrido, aburrido como nadie en el mundo. Aburrido de la estación fastidiosa, aburrido de la ausencia de ideas, aburrido de la ociosidad que devora las fuerzas, aburrido de la exclusividad de su posición, en algún lugar en el espacio entre la jefatura de la estación para él inalcanzable y los empleados subalternos indignos de él. Su alma vivía de infracciones del orden, pero en esta estación diminuta nadie transgredía el orden, y cada vez que el tren de pasajeros partía sin ningún incidente, en el rostro del gendarme se manifestaba la pesadumbre y el enojo de un hombre engañado. Durante unos minutos dudaba, quieto en su sitio, y después con paso mustio iba a la otra punta del andén, sin un fin determinado. Por el camino, se detenía un instante frente a la abuelilla que esperaba los trenes, pero la abuelilla era como todas y, enfurruñado, el gendarme seguía andando. Después se sentaba indolente y pesadamente, como si le hubieran cocido en exceso, y podía percibirse cuánto estaban de blandos y mustios bajo el paño de la guerrera sus brazos inactivos, cómo la flaqueza dolorosa consumía su robusto cuerpo creado para trabajar. Nosotros nos aburrimos sólo con la cabeza, pero él se aburría de parte a parte, de arriba abajo: se aburría su gorra puesta de lado en una bravura inútil, se aburrían las espuelas y tintineaban en desarmonía, por separado, como sordas. Después empezaba a bostezar. ¡Y cómo bostezaba! Su boca se curvaba desgarrándose de una oreja a otra, se ensanchaba, aumentaba, ocupaba toda su cara; parecía que un segundo más y por esa abertura en aumento podría verse hasta las mismas entrañas abarrotadas de kasha y sopa schi grasa. ¡Cómo bostezaba!

Yo me alejaba apresuradamente, pero durante mucho tiempo el odioso bostezo encogía mis pómulos, y en los ojos lacrimosos se quebraban y saltaban los árboles.

En una ocasión de un tren correo sacaron a un pasajero sin billete y fue una fiesta para el gendarme aburrido. Se animó, las espuelas cascabelearon con precisión y crueldad, el rostro se volvió atento y malo, pero su felicidad fue pasajera. El pasajero pagó y apresuradamente, maldiciendo, regresó al vagón, mientras que detrás, desconcertadas y tristes tintineaban las esferas metálicas y sobre ellas se balanceaba débilmente un cuerpo desfallecido.

Y a veces, cuando el gendarme empezaba a bostezar, sentía miedo por alguien.

Ya llevaban unos días atareados cerca de la estación unos trabajadores que estaban limpiando el lugar, pero, cuando regresé de la ciudad tras haber pasado allí dos días, los albañiles había colocado una tercera fila de ladrillos: estaban levantando para la estación un edificio nuevo, de piedra. Había muchos albañiles, trabajaban con rapidez y destreza, y era alegre y extraño ver como surgía de la tierra un muro recto y bien proporcionado. Tras cubrir con cemento una hilera, recubrieron la siguiente ajustando los ladrillos según su tamaño, colocándolos bien por el lado ancho, bien por el estrecho, cortándoles los extremos, probándolos. Ellos reflexionaban y el curso de sus pensamientos era claro, clara era también su misión, y eso hacía su trabajo interesante y agradable de ver. Con gusto los miraba cuando resonó cerca una voz autoritaria:

—¡Eh, tú! ¿Qué haces? ¡No pongas ese!

Era el gendarme. Apoyado en la verja metálica que separaba el andén asfaltado de los trabajadores, señalaba un ladrillo e insistía:

—¡Contigo estoy hablando! ¡El de la barba! Pon ese de allí. Lo ves, esa mitad.

El albañil de la barba, en algunas partes blanco por la cal, en silencio se volvió, —la cara del gendarme era severa e imponente— en silencio siguió con la vista el dedo, cogió el ladrillo, lo midió y en silencio lo volvió a dejar. El gendarme me echó una mirada severa y se marchó, pero la tentación de un trabajo interesante era más fuerte que el decoro: tras dar dos vueltas por el andén, se detuvo de nuevo frente a los trabajadores con actitud un poco despectiva y desdeñosa. Pero en su rostro no había aburrimiento.

Me fui al bosque y cuando regresé atravesando la estación era la una del mediodía: los obreros estaban descansando y no había gente, como siempre. Pero junto al muro empezado alguien estaba trajinando, y ese alguien era el gendarme. Estaba cogiendo ladrillos y añadiéndolos a la inacabada quinta fila. Sólo podía ver su espalda ancha y ajustada, pero en ella se sentía reflexión intensa e indecisión. Por lo visto, el trabajo era más complicado de lo que pensaba; le había engañado su vista desacostumbrada y se echaba hacia atrás, meneaba la cabeza y se inclinaba sobre un ladrillo nuevo golpeando el sable que estaba medio caído. En una ocasión levantó el dedo hacia arriba, el gesto clásico de un hombre que ha encontrado la solución a un problema, probablemente usado ya por Arquímedes, y su espalda se enderezó más segura de sí y firme. Pero ahora se encoge de nuevo concienciada de lo indecoroso del trabajo emprendido. En toda su gallarda figura había algo que se agazapaba, como en los niños cuando temen que los pillen.

Prendí sin cuidado una cerilla para encender un cigarrillo y el gendarme se giró asustado. Durante un segundo me miró confuso y, de súbito, su rostro joven se iluminó con una sonrisa ligeramente pedigüeña, confiada y dulce. Pero ya en el siguiente instante se volvió inaccesible y severo, y alargó la mano hacia el bigote ralo, pero en esa misma mano todavía estaba el ladrillo desafortunado. Y vi cuán dolorosamente vergonzoso le resultaban ese ladrillo y la sonrisa reveladora y espontánea. Probablemente no sabía ponerse colorado, de lo contrario se hubiera puesto tan colorado como el ladrillo que seguía estando impotente en su mano.

Levantaron el muro hasta la mitad y ya no se veía que hacían en su andamio los albañiles mañosos. Y de nuevo sufre y se aburre el gendarme en el andén y cuando se vuelve y pasa a mi lado, siento que le da vergüenza, me odia. Pero yo miro sus brazos fuertes que cuelgan indolentes dentro de las mangas, sus espuelas que tintinean disonantes y el sable colgando y me sigue pareciendo que no es auténtico, que en la vaina no hay ningún sable que pueda matar, y que en la funda no hay un revólver con el que se pueda disparar a un hombre hasta matarlo. Incluso su guerrera no era auténtica, sino como a propósito, un extraño baile de máscaras en pleno día, ante el sol franco de abril, entre gente sencilla y trabajadora y gallinas afanosas que recogen granos bajo un vagón dormido.

Pero a veces… a veces sentía miedo por alguno. Y es que se aburría mucho…