Sala baja en la Pardina.
EL CONDE, sentado; EL MÉDICO, que entra a visitarle, y se sienta a su lado.
EL MÉDICO.— ¿Qué tal, señor Conde? ¿Ha pasado usted mala noche?
EL CONDE.— Malísima… Insomnio, ideas lúgubres, ideas de exterminio; cosa nueva en mí, pues aunque de genio impetuoso y autoritario, nunca hice mal a nadie. Al contrario, mi ruina proviene del…
EL MÉDICO.— (Interrumpiéndole.) Ya lo sé: del altruismo desordenado, de no saber contenerse en la generosidad y protección a todo bicho viviente.
EL CONDE.— (Con amargura.) He cultivado la ingratitud. En el jardín de mi vida, las rosas que planté se me han convertido en zarzales, y entre ellos… no faltan culebras.
EL MÉDICO.— (Pulsándole.) Tenemos que enfrenar los nervios, y, sobre todo, cerrar la llave, el grifo de la ideación, demasiado afluente.
EL CONDE.— Facilillo es eso… ¡Tasarle a uno las ideas o medírselas con cuenta-gotas!
EL MÉDICO.— Todo depende de que usted trate de contener su vida cerebral en los límites de lo presente, de lo práctico, y, si se quiere, de lo prosaico. ¿Me explico?
EL CONDE.— Sí, hijo, sí. Entiendes por poesía la idea exaltada del honor, de la justicia. Es un rodeo parabólico para evitar el empleo de la palabra locura. (EL MÉDICO deniega, risueño.) ¡Y queríais curarme con la prosa de Zaratán!
EL MÉDICO.— (Cortando todo motivo de excitación.) No se hable más de eso. Considérelo usted como una broma. Y si me apura, le diré que nos equivocamos… en el procedimiento, se entiende… (EL CONDE intenta decir algo; pero ANGULO, que considera peligroso aquel tema, le quita la palabra cortésmente.) ¡Sí… la libertad, la preciosa libertad!… Estamos conformes… Ahora explíqueme por qué le encuentro hoy más desanimado y caviloso que otros días.
EL CONDE.— ¿Pero estás en Belén? ¿Ignoras que Lucrecia ha vuelto de Verola… y que viene de mal talante, y con la malvada intención de llevarse a las niñas?
EL MÉDICO.— En su buen juicio, no desconocerá usted que las señoritas necesitan otro ambiente, otra sociedad…
EL CONDE.— (Afligidísimo.) ¡Privarme del único consuelo de mi vida! No, no lo consiento, no puedo consentirlo. (Airado, golpea el brazo del sillón.) Me opongo, me opondré resueltamente, y por cualquier medio, al inicuo monopolio que esa perversa quiere hacer del cariño filial.
EL MÉDICO.— Sosiéguese… Ya trataremos de arreglarlo.
EL CONDE.— Sí, sí… ¡Buenos arregladores sois vosotros! ¡Qué amigos me han salido en esta tierra, donde creí haber arrojado a manos llenas simiente de bendiciones!… ¡Pero qué remedio!… No puedo hacer que las piedras se vuelvan amigos.
EL CURA.— (Entrando, jovial, de rondón.) ¿Qué… qué dice? ¡Ya nos está poniendo de hoja de perejil! (EL CONDE le mira y calla.) ¿Qué ocurre por aquí? Me dicen que el señor Conde desea verme…
EL CONDE.— Sí, Carmelo… Caigo, me hundo, y en mi desolación me agarro a lo único que encuentro: a las piedras, a vosotros.
EL CURA.— Comprendido: se agarra a lo firme, a lo que seguramente le sostendrá.
EL CONDE.— (Con tristeza.) No sois buenos, no… (EL CURA sonríe y hace señas al MÉDICO.) Pero no está el tiempo para disputas, Carmelo. No eres bueno, pero te necesito.
EL CURA.— (Risueño.) Quiere decir que soy un mal necesario.
EL CONDE.— (Impaciente por entrar en materia.) Dos palabras: te perdono lo de Zaratán, y a ti también, Angulo. Olvido la pasada broma, a condición…
EL CURA.— A condición de que hagamos comprender a la Condesa que es una triste gracia arramblar con las niñas.
EL CONDE.— (Dolorido.) Es inicuo, cruel…
EL CURA.— Pero como a Lucrecia no le faltan motivos razonables para presentar a sus hijas en sociedad, a las manifestaciones que le hagamos en el sentido que pretende nuestro arrogante león de Albrit, contestará mandándonos a paseo. La cosa es tan lógica, tan sencilla, tan racional…
EL CONDE.— (Vivamente.) Vete a verla, Carmelo; vete allá…
EL CURA.— ¡Si de allá vengo! Pero no ha querido recibirme. Ni las moscas pasan a verla. Según me ha contado Vicenta, viene la condesa de Laín en un estado moral lastimoso. Algo ha ocurrido en Verola que la contraría, que la aflige profundamente. ¿Qué ha sido? Lo ignoramos. Dicen que está abatidísima, los ojos encendidos de tanto llorar, y la pena que agobia su alma la desahoga con los pobres pañuelos, haciéndolos trizas con los dientes.
EL CONDE.— (Con hondo interés.) ¿Y qué creéis vosotros? ¿Ese estado de su ánimo será favorable o adverso a lo que yo pretendo?
EL MÉDICO.— Antes de responder, sepamos la causa de ese duelo.
EL CONDE.— Sea lo que quiera, tú, pastor Curiambro, vuelves allá. Le dices que vas de parte mía…
EL CURA.— ¿De parte del león?… Razón más para que me dé con la puerta en los hocicos.
EL CONDE.— No lo creas. Vas como representante de Albrit, para proponerle una transacción o componenda.
EL CURA.— Ya me figuro. Puesto que se disputan las dos niñas… a dividir. Es un juicio harto más fácil que el de Salomón.
EL MÉDICO.— Partes iguales. No está mal pensado.
EL CONDE.— (Con gran viveza.) Ni puede concebirse solución más práctica y elemental. Una para ella, otra para mí… Pero es condición precisa que yo escoja la mía.
EL CURA.— Sí, sí. Con proponérselo nada perdemos. Falta que se ponga al habla, y que yo pueda hoy dedicar mi tiempo a estos negocios. Señor Conde, esta noche predico.
EL CONDE.— Ya tendrás tu sermón bien guisado… Preséntate a Lucrecia… pero pronto… No te descuides.
EL CONDE, EL CURA, EL MÉDICO y DOLLY.
DOLLY.— (Quitándose el sombrero.) Aquí me tienen otra vez.
EL CURA.— ¿Y tu mamá, está mejor?
DOLLY.— Un poquito más sosegada. (Al CONDE.) Como no podemos atender a las dos casas a un tiempo, hemos determinado partirnos.
EL CONDE.— (Con alborozo.) ¿Os partís?… De eso hablábamos, hija mía.
DOLLY.— Allá se queda Nell con mamá, y yo me vengo a la Pardina para cuidarte a ti.
EL CONDE.— ¿Lo veis? Su grande inteligencia, sin ninguna sugestión de mi parte, percibe y pone en ejecución la componenda lógica.
EL CURA.— Yo dudo que…
EL CONDE.— (Inquietísimo.) ¿Dudas?… Oh, Carmelo, no me quites la esperanza, no aumentes mi congoja. ¿Te ríes?
EL CURA.— Sr. D. Rodrigo de mi alma, ni he dicho nada, ni me he reído, ni haré más que cumplir fielmente sus órdenes. Vuelvo allá.
EL CONDE.— (Desconcertado, variando de pensamiento.) No, no vayas; aguarda… Sí, sí, vete y dile…
EL CURA.— ¿En qué quedamos?
EL CONDE.— (Decidiéndose.) En que vas. Pero te limitas a anunciarle que yo la visitaré hoy mismo para tratar con ella de un asunto de familia. Cosas tan delicadas no puedo fiarlas a nadie. Tete a tete la pantera y el león, yo propondré…
EL CURA.— Y puede que la convenza, sí, señor… Hay panteras razonables. (Se aparta y habla con DOLLY.)
EL MÉDICO.— (Despidiéndose.) Luego volveré. Supongo que seguirá usted en la Pardina.
EL CONDE.— De ningún modo. No me faltará hospitalidad en cualquiera de las casas de labor, o de las cabañas que fueron mías. En Forbes, en Polán y Rocamor, todos mis antiguos colonos están deseando que el viejo Albrit llegue a su puerta, pidiéndoles un pedazo de pan y un albergue humilde. Verdad que en ninguna de estas casas hallaré las comodidades de la Pardina. Pero no me importa; prefiero guarecerme en la última choza de pastores a soportar aquí la estolidez egoísta de estos ingratos. A otra parte con mis huesos. Iré de puerta en puerta, con la esperanza de encontrar un corazón noble, un alma cristiana…
EL CURA.— Bueno; pues… ya vendré con la respuesta.
EL CONDE.— Aquí te aguardo.
EL MÉDICO.— Hasta luego.
EL CURA.— (Aparte al MÉDICO, retirándose ambos.) Al fin, nuestra pobre fiera apencará con Zaratán.
EL MÉDICO.— ¡Sí es lo mejor!
EL CURA.— ¡Lo único, señor, lo único! (Salen hablando.)
DOLLY.— Abuelito, tengo que decirte una cosa. Que te quiero mucho, mucho.
EL CONDE.— (Con viva ternura, abrazándola.) ¡Corazón grande!
DOLLY.— Y vas a saber otra cosa.
EL CONDE.— (Poniendo el oído.) ¿Es también secreta?
DOLLY.— (Amorosa.) Sí, muy reservada… Que no se entere nadie. Quiero seguir tu suerte. Si pasas trabajos, yo también… Si vas de puerta en puerta, como dices, también yo… Yo contigo, siempre contigo.
EL CONDE.— (Con intensa emoción.) ¡Señor, qué alegría!… ¡Compensación hermosa de mis infortunios! Todo lo que padecí, quebrantos de fortuna, humillaciones, pérdida de seres queridos, se contrapesa con este inmenso galardón de tu cariño, que Dios me da sin yo merecerlo… (Abrazándola y besándola con efusión.) ¿Pues qué merezco yo, que nada soy, que nada valgo ya?… Dios da la bienaventuranza en esta vida, ya lo veo… a mí me la da. No necesita uno morirse, no, para entrar en el Cielo… (Pausa.)
DOLLY.— En la prosperidad o en la desgracia, abuelito, tu Dolly no te abandonará.
EL CONDE.— (Con majestuosa solemnidad, levantándose.) Y yo, por el nombre de Albrit, por los gloriosos emblemas de mi casa, por todos y cada uno de los varones insignes y de las santas mujeres que de ella salieron, asombro y orgullo de las generaciones; por la conciencia del honor y de la verdad que Dios puso en mi alma, por Dios mismo, juro que antes me harán pedazos que arrancar de mi lado a la que es luz, consuelo y gloria de mi vida.
Jardín del ALCALDE.
El ALCALDE, en zapatillas, con batín de vistosos cordones, como un húsar; la ALCALDESA, EL CURA, SENÉN.
EL CURA.— (Que acaba de entrar.) Aquí otra vez; mas ahora no vengo por mi cuenta. Mensajero soy, amigo…
EL ALCALDE.— Ya, ya… alguna nueva leonada.
LA ALCALDESA.— ¿Pero qué quiere ese hombre?
EL ALCALDE.— (En jarras.) Ya me va cargando a mí ese fantasmón, que, después de todo, no es más que un desagradecido, pues bien podía mirar que, enchiquerándole en Zaratán, le dábamos más de lo que merece la polilla de sus pergaminos… Agradezca que da con un hombre de mi pasta… (No se refiere a la de sopa.)
EL CURA.— Amigo mío, hay que respetar las grandezas caídas.
EL ALCALDE.— Pues digo… ¡los moños que se puso anoche, María Santísima!…
LA ALCALDESA.— Hijo, como no somos aristócratas…
EL ALCALDE.— Y hay más. Bien sabía el vejete que ayer celebrábamos tu fiesta monástica…
LA ALCALDESA.— Onomástica.
EL ALCALDE.— Y ni un recado de atención, ni una fineza… Pues digo, la niña segunda, esa Dolly, ha heredado el tupé y la caballería andante o cargante de todos los Albrites y Laínes del obscurantismo. ¿Pues no se me subió a las barbas la muy mocosa? ¡Si la hubieras oído, Vicenta!… Y todo ello cuando acabábamos de atracarla de dulces y de atenciones, aquí, en tu fiesta numismática.
LA ALCALDESA.— Ono… mástica.
EL ALCALDE.— (Bufando.) Lo mismo da… Sacan ahora unas palabras que le vuelven a uno loco… Acabaremos por tener que hablar por señas.
EL CURA.— Lo de anoche, mi querido Monedero, ha perdido su interés con la vuelta repentina de la Condesa en ese estado de tribulación que ustedes me pintaron esta mañana.
EL ALCALDE.— Lo que yo digo a ésta: menudo jollín habrán armado en Verola los duques y marqueses…
EL CURA.— (A la ALCALDESA.) ¿Y no se espontanea con usted, no le cuenta…?
LA ALCALDESA.— Ni una palabra.
EL ALCALDE.— Este tunante de Senén debe de saber algo. Pero ahora, desde que ha dado en tener bouquet, como el vino de Burdeos, se nos ha vuelto tan reservadillo, que ni con sacacorchos se le destapa la boca. (Los tres miran hacia un cenador, cubierto de madreselvas, en cuyo interior está SENÉN, sentado, tristón, mirando al suelo.) Tú, funcionario, ven acá… o te voy a poner en mi jardín de estatua de la Hacienda pública esperando un ministro.
LA ALCALDESA.— Desde las ocho de la mañana le tiene usted ahí, esperando audiencia de la que fue su ama.
SENÉN.— (Destemplado, acercándose.) Ya he dicho que no sé nada.
EL ALCALDE.— No negarás que estuviste en Verola.
EL CURA.— ¿Qué personas de viso había en el castillo de Donesteve?
SENÉN.— Anda, anda… ¿quién las puede contar?
EL ALCALDE.— ¿A que no faltaba el Marqués de Pescara?
SENÉN.— Llegó el lunes, y con él los duques de Utrech y sus hijos, y el martes otros, y otros…
EL CURA.— ¿Viste a la Condesa?
SENÉN.— Sí, señor… Cuatro minutos nada más.
EL CURA.— ¿Qué cara tenía?
SENÉN.— La de siempre: la bonita.
EL CURA.— (Riendo.) Pues si no nos das más noticias debemos decirte que nos devuelvas el dinero.
EL ALCALDE.— Este es muy cuco y no se compromete.
LA ALCALDESA.— (Viendo entrar en el jardín a CONSUELITO con medio palmo de lengua fuera.) Aquí viene Consuelito, y en la cara le conozco que no ha perdido el tiempo. Trae comidilla.
EL ALCALDE.— Con tal que no sea fiambre…
CONSUELITO.— (Gozosa.) Ya estoy de vuelta, y con las alforjas bien repletas.
EL CURA.— ¿La de la espalda?
CONSUELITO.— Las dos… Sois unos mandrias, que aguantáis, sin rascaros la comezón de la curiosidad. Yo no puedo: o averiguo lo que no sé, o reviento.
EL ALCALDE.— ¿Sabes algo, maestra?
CONSUELITO.— ¿Cómo algo?
EL CURA.— Y algos.
CONSUELITO.— No me ofendáis suponiendo que sé las cosas a medias. No: Consuelo Briján, o las ignora por entero, o las sabe de cabo a rabo; y todo, todito lo que pasó ayer en Verola lo conoce ya… y vosotros… ni palabra… y estáis rabiando porque yo os lo cuente: de donde resulta que sois tan curiosones como yo; pero hipócritas al propio tiempo, porque os regaláis con la fruta que buscan los que llamáis chismosos… ¡Ay, dejadme que me siente!… estoy cansadísima… he venido volando para contaros… No, no: punto en boca. Ahora me vengo de los hipocritones, negándome a darles la golosina… (Gozándose en la ansiedad de los que la rodean.) No, no: no digo nada. Sois más fisgones que yo, y más ávidos del escándalo ajeno que yo… Mira, mira los ojos chispos del Alcaldillo… Y el curita… cómo se relame esperando el dulce… Pues me callo… Soy muy discreta… No me gusta meterme en vidas ajenas. (Con énfasis cómico.) Es pecado; es falta de caridad, de delicadeza… Cada cual se las arregle para buscar la comidilla, que a mí mi trabajito me ha costado sacarla de las entrañas de la tierra. ¡Ahora se fastidian, se fastidian!
EL ALCALDE.— Vaya, no marees, y dinos lo que sepas.
EL CURA.— ¿Pero cómo puede usted saber…? ¿Acaso tiene espías en Verola?
EL ALCALDE.— Los tiene en todas partes. Son corresponsales que le escriben, y hasta le ponen telegramas.
CONSUELITO.— Espías, no; pero tengo mi representación en Verola. ¿Cómo no, habiendo allí tanta gente gorda de la que da que hablar, y estando además Lucrecia, que por sí se basta y se sobra para dar materia a setenta corresponsales?
LA ALCALDESA.— Pues suelta la sin hueso. Abre la espita. ¿Qué ha ocurrido?
CONSUELITO.— (Sin poder contenerse.) Una bronca fenomenal. Lucrecia ha reñido con el Marqués de Pescara, el cual, en una entrevista que tuvieron en la estufa, debió de insultarla… ¡Cosas tremendas, señores, que ponen los pelos de punta! ¡Qué tal habrá sido la gresca, que de ella resultó desafío…!
EL CURA.— Dios nos asista.
CONSUELITO.— La conducta del de Pescara no le pareció bien al Duquesito de Malinas… Que si esto, que si lo otro, que patatín y que patatán. Salieron desafiados para la frontera, donde a estas horas se habrán disparado el uno al otro la mar de tiros.
LA ALCALDESA.— Pero la causa, el por qué de toda esa zaragata…
EL ALCALDE.— Vete a saber. Probablemente celos…
CONSUELITO.— Algún motivo daría Lucrecia para que el Marqués echara los pies por alto.
SENÉN.— (Vivamente.) No habrá sido la Condesa quien ha dado el motivo, sino el Marqués, que hace tiempo venía faltando…
EL CURA.— ¡Ah!, tunante; luego tú sabes… Permítame la señora Doña Consuelo Briján que ponga en cuarentena todo ese folletín de La Correspondencia que acá nos trae…
CONSUELITO.— Mis informaciones, Sr. D. Carmelo, son siempre competentemente autorizadas, y proceden…
EL CURA.— De chismes de lacayos o marmitones.
EL ALCALDE.— Eso no: el corresponsal de mi prima en Verola es un punto que sabe su obligación.
LA ALCALDESA.— (Riendo.) Tadea, la planchadora de los Donesteve.
EL ALCALDE.— Y que no se descuida. Larga unas cartas de seis pliegos, llenos de garabatos, que parecen una alambrera. Ésta sola los entiende.
CONSUELITO.— Y que no se le escapa nada. Antes de la gresca, los Donesteve y Lucrecia habían concertado casar a Nell con el marquesito de Breda, primogénito de Utrech.
EL CURA.— Buena boda. ¿Y a Dolly?
CONSUELITO.— Seguían los tratos para apalabrarla con el hijo segundo.
EL ALCALDE.— Eso se llama barrer para adentro.
LA ALCALDESA.— ¿Y qué más?
CONSUELITO.— La noticia gorda, la bomba final… ¡Ah!, esa no te la digo si no me la pagas en lo mucho que vale.
LA ALCALDESA.— (Riendo.) ¿Qué quieres por ella?
CONSUELITO.— Me has de dar el tarro de dulce de coco con batata que recibiste ayer de la confitería. Ya sabes que me muero por el coco.
EL CURA.— (A carcajadas.) Golosa había de ser.
EL ALCALDE.— Está bueno. ¡Qué le den el dulce por las mentiras!
CONSUELITO.— (Poniendo morros.) Pues si no me lo dan, no hay caso. No suelto una palabra.
LA ALCALDESA.— Hija, no: lo que es el coco, no lo catas…
CONSUELITO.— Pues no cataréis vosotros la miel que tanto os gusta… ¿Ves, ves al curita cómo se relame?…
EL CURA.— (Riendo.) Vicenta, dele usted el tarro, ¡por San Blas!, porque si no se lo dan, no habla; y si no habla, revienta.
LA ALCALDESA.— Bueno; le cederé la mitad.
CONSUELITO.— Anda, cicatera… Pues la noticia es que a Lucrecia le dieron como unos siete ataques espasmódicos seguiditos.
EL ALCALDE.— Bah, bah…
CONSUELITO.— Espérate… Y se tiró de los pelos, y se abofeteó a sí misma, diciéndose por su propia boca muchas más abominaciones que han dicho de ella las bocas de los demás.
EL CURA.— Principio de arrepentimiento.
CONSUELITO.— Como que reconocía que por haber sido ella tan alegre de cascos pasan estas trifulcas. Y consternada, medrosa del Infierno, volvió los ojos a la verdad, y… vamos, que se le ocurrió confesarse. (Estupor general.)
EL CURA.— (Oficiosamente, a la ALCALDESA.) Pásele usted recado, Vicenta. Dígale que estoy a sus órdenes.
CONSUELITO.— Tarde piache. Desde Verola mandó un propio a Zaratán.
EL ALCALDE.— Sí, hombre… Hace dos años, se confesó también con Maroto. Por cierto que dijimos: «Ya no volverá a las andadas». Pero al poco tiempo… ¡trómpolis! Lo que hacen estas: vaciar de pecados viejos la conciencia, para hacer hueco, y poder ir estibando los pecados nuevos.
EL CURA.— (Desconcertado.) Pero entendámonos: ¿mandó aviso a Maroto anunciándole que ella iría a Zaratán, o le suplicaba que fuese él a Verola?
CONSUELITO.— La carta no lo puntualiza. Está escrito en una postdata, momentos antes de salir el peatón.
EL ALCALDE.— Bueno; y después de todo, ¿qué nos importa? La especie de la confesión apenas vale un cuarto kilo de dulce.
EL CURA.— (Cejijunto.) Sí vale, sí… En fin, Vicenta, hágame el favor de decir a la Condesa…
LA ALCALDESA.— Al momento voy. (Entra en la casa.)
EL ALCALDE.— (Oyendo la campana que anuncia entrada de visitante por la puerta principal del jardín, al lado opuesto de la casa.) ¿Quién entra?
SENÉN.— (Que ha corrido a enterarse.) ¡D. José, D. José!…
EL ALCALDE.— ¿Quién es?
SENÉN.— El Prior de Zaratán.
EL ALCALDE.— Que pase a la sala… ¡Y me coge en zapatillas!…
EL CURA.— (De mal talante.) Yo le recibiré.
Momentos de confusión. El PADRE MAROTO y el cogulla que le acompaña son recibidos por D. CARMELO. Preséntase luego EL ALCALDE; baja la ALCALDESA; median las cortesías usuales. Sube EL PRIOR a la estancia de la CONDESA. Salen nuevamente al jardín los demás personajes, entre ellos el MONJE, a quien anuncia MONEDERO que el señor PRIOR y la compañía comerán en su casa. Alega D. CARMELO mejor derecho y significación, que los Monederos reconocen. Después, CONSUELITO entretiene con ameno coloquio al MONJE.
LA ALCALDESA.— Yo espero que después de la confesión recibirá a los amigos.
EL CURA.— (Displicente.) ¡Y si no los recibe, qué le hemos de hacer…! Yo predico esta noche. Comenzamos la novena de la Esperanza, y entre repasar el sermón y vestir un poquito la iglesia, se me va el día… Me parece que no podré volver.
EL ALCALDE.— ¿Y las niñas?
LA ALCALDESA.— Nell estaba con su mamá… ¿Pero no sabes?… Dolly se ha vuelto a la Pardina, sin decirnos nada. La Condesa me encarga que la mande venir inmediatamente. Quiere que las dos estén a su lado.
EL ALCALDE.— Lo que digo: es loca esa chicuela. Anda, Senén; vete a la Pardina y te la traes. Dile que lo manda su mamá, y que también lo mando yo, el Presidente del Ayuntamiento. Ya le bajaremos los humos a esa leoncita…
La confesión dura cinco cuartos de hora, determinados reloj en mano por CONSUELITO y D. CARMELO. Este se lleva a su casa a los dos frailes, que resuelven quedarse en Jerusa hasta el día siguiente, porque EL PRIOR tiene que solventar asuntos varios en el Ayuntamiento. Alégrase de esta detención EL CURA, para que puedan oír y apreciar su sermón de aquella noche dos teólogos insignes.
Vuelve SENÉN de la Pardina con la incumbencia de que DOLLY no quiere salir de allí, y que ha hecho burla del ALCALDE y de su vara, lo que saca de quicio a MONEDERO. Le calma su esposa con el razonamiento de que es muy natural que la chiquilla desee comer con su abuelo por última vez. Transige D. JOSÉ MARÍA, asegurando que a la tarde, o viene la fierecilla, o va él a buscarla con la Guardia Civil. SENÉN, que no se da por vencido con los repetidos desaires de la CONDESA, se va a su casa, prometiendo volver al plantón a primera hora de la tarde. Es de los que se imponen por el terror.
A la una comen LOS MONEDEROS con NELL y CONSUELITO. A LUCRECIA se le sirve en su cuarto. Dan las dos, las tres…
Sala en casa del ALCALDE.
La ALCALDESA; EL CONDE, que acaba de entrar; después NELL.
LA ALCALDESA.— (Aturdida.) Ya me figuro, señor Conde de Albrit, a qué debo el honor de verle en mi casa.
EL CONDE.— Deseo hablar con Lucrecia. Y no sé con qué palabras solicitar de usted la benevolencia que necesito por esta libertad, por esta osadía de mal gusto con que llego a su casa.
LA ALCALDESA.— ¡Oh, señor Conde…!
EL CONDE.— Es que su esposo de usted y yo no hacemos buenas migas. Anoche hemos cruzado algunas palabras un tanto mordaces… Si el Sr. Monedero me arroja de su casa lo llevaré con paciencia… (La ALCALDESA, sin saber qué decir, hace con ojos y boca diferentes muecas y monerías.) Ya no me importa. En el conflicto en que me veo, la dignidad, ¿qué digo dignidad?, la vergüenza, no significa nada para mí. Voy derecho a mi objeto con cara insensible, y mi objeto es…
LA ALCALDESA.— (Recobrando su aplomo.) Ver a Lucrecia, sí.
EL CONDE.— Y me atrevo a rogar a usted que haga comprender a su amiga que sólo me mueve a molestarla la necesidad imprescindible de tratar con ella, sin recriminaciones, un grave asunto de familia.
LA ALCALDESA.— Yo se lo diré. No dude usted que hablaré a mi amiga con vivo interés.
EL CONDE.— Gracias, millones de gracias, señora mía. Carmelo quedó en proporcionarme la entrevista; mas sin duda sus ocupaciones se lo han impedido. Cansado de esperarle, deshecho, ardiendo en impaciencia, no he podido refrenar mi temperamento ejecutivo, y arrostrando el disgusto del señor Alcalde, aquí me tiene usted…
LA ALCALDESA.— (Decidida a emplear un lenguaje extremadamente fino.) Abrigo la esperanza de ser afortunada en la misión que usted me confía. Pero no puedo evitar al señor Conde la molestia de esperar un ratito, porque Lucrecia, que ha venido malísima, en un estado nervioso imposible, ¡ay qué pena!, ha podido al fin conciliar el sueño. La verdad, no me atrevo a despertarla.
EL CONDE.— (Alardeando de paciencia.) Aguardaré todo lo que usted quiera: tres días con sus noches, si fuese preciso. Para mí no es molestia esperar. Si para usted no lo es tener a este pobre viejo en su casa, aquí me estoy, sentadito, hasta que mi ilustre nuera se digne mejorar de sus nervios, y acuerde recibirme.
NELL.— (Entrando con timidez.) Abuelito, hasta ahora no me habían dicho que estabas aquí.
EL CONDE.— (Besándola.) Hija mía, vengo a ver a tu mamá.
NELL.— ¡Oh, cuánto sufre la pobre! Yo te ruego que no hables con ella más que un ratito. Y si pudieras dejar la conversación para mañana, mejor.
EL CONDE.— Mañana… ¡ah!, estoy muy viejo. Los viejos no pueden esperar tanto.
NELL.— Lo he dicho pensando que sería lo mismo para ti. (El abuelo le da suavemente en la mejilla.) Porque mañana no estará mamá en disposición de que nos marchemos.
EL CONDE.— ¿Tienes prisa?
NELL.— Ninguna. Lo que tengo es una penita de dejarte… ¡qué pena! Pero yo te aseguro, te doy mi palabra, ¿me crees?… de que siempre que podamos vendremos a verte.
EL CONDE.— (Con profunda tristeza.) ¡Ojos que te vieron ir…!
LA ALCALDESA.— En buena lógica, debemos suponer, y aun afirmar, que vendrán.
EL CONDE.— ¡Ah! Cuando os encontréis en ese mundo que ha de aprisionaros con sus mil atractivos y seducciones, no os acordaréis del viejo Albrit, a quien dejáis en Jerusa aposentado de limosna.
NELL.— (Abrazándole.) Papaíto de mi alma, no digas que te olvidamos, porque me enfadaré contigo. Ni yo ni Dolly podemos olvidarte. Las dos te queremos lo mismo. Te escribiremos cartitas, y tú a nosotras también, pidiéndonos lo que te haga falta. ¿Qué quieres, qué deseas?
EL CONDE.— Por el momento, que despierte tu mamá.
NELL.— ¡Si está despierta! Apenas ha dormido veinte minutos.
LA ALCALDESA.— Pues voy allá, oficiando de introductora de embajadores.
EL CONDE.— Sí, señora, vaya usted… Se lo agradeceré toda mi vida. (Vase la ALCALDESA.)
NELL.— (Mirando al jardín.) Desde esta mañana, tenemos aquí a ese cataplasma de Senén con la pretensión de que mamá le reciba.
EL CONDE.— Por lo visto, hay cola. Senén y yo nos encontramos en igual situación de solicitantes de audiencia; pero como yo estoy en desgracia, pobre viejo que soy, y regañón insoportable, verás cómo tu madre atiende a ese lacayo antes que a mí. Tu abuelo será el último, lo verás… No me importa, no. Ya dijo nuestro Señor: «Los últimos serán los primeros». Seamos humildes, aunque, la verdad, se necesita gran violencia y abnegación grande para ponerse en fila detrás de Senén. (Vuelve la ALCALDESA y suplica al CONDE que aguarde un ratito, pues antes recibirá LUCRECIA a un postulante importuno.) ¿No te lo dije?
LA ALCALDESA.— No: si es porque se vaya de una vez, y quitarnos de encima esa mosca.
EL CONDE.— Bueno. Vaya delante la mosca. Luego pasará el moscardón… (Siente subir a SENÉN.) Ya sube ese hombre. Dios le dé lo que no tiene: la santa concisión.
Asómase a la puerta EL ALCALDE, que, como ha vuelto a ponerse las zapatillas, puede aproximarse sin hacer ruido. Contempla con burlona sonrisa al CONDE.
Gabinete alto en la misma casa.
LUCRECIA, recostada en un sofá con gatuna indolencia, sin corsé, suelto y en desorden el cabello. Su rostro desmejorado, y el centelleo insano de sus bellos ojos, son el rastro de la furiosa tempestad; SENÉN, que, respetuoso, permanece en la puerta.
LUCRECIA.— (Impaciente y altanera.) Pasa y cierra… Pero no te acerques. Quédate ahí. Traerás, como siempre, tus endiablados perfumes.
SENÉN.— Dispense la señora… He puesto mi ropa al aire…
LUCRECIA.— (Desdeñosa.) No te aproximes… ¿Qué quieres? Dímelo pronto. Ya ves qué mala estoy.
SENÉN.— (Con falsa humildad.) Ya debe suponer la señora que vengo a…
LUCRECIA.— Aquello no ha podido ser.
SENÉN.— Ya lo sé. Han nombrado a otro. Por eso digo que vengo a quejarme.
LUCRECIA.— (Con acritud.) ¡A quejarte! ¿De qué? Pues eso me faltaba. ¿Crees que tengo yo en mi mano los destinos, las fianzas, y todo eso que ambicionas?
SENÉN.— (Sacando las uñas.) La señora no ha conseguido la fianza, que era lo principal, porque no ha querido. Teniendo la fianza, la plaza es lo de menos. Ya tenemos otra vacante de agente ejecutivo.
LUCRECIA.— ¿Y cómo había de conseguir yo la fianza?
SENÉN.— (Tragando saliva.) Ya, ya sé que al señorito Ricardo no podía pedírsela… No se enfade la señora: yo me pongo en lo razonable… A D. Ricardo no era posible… Pero con que la señora hubiera dicho al Duque de Utrech: «Señor Duque, quiero…».
LUCRECIA.— (Interrumpiéndole.) ¿Pero de dónde sales tú? En ese mundo de tu ambición ridícula se pierde, por lo visto, toda noción de la realidad. Está bien: yo no tengo más que hacer que importunar a todos mis amigos, pidiendo fianzas para este gaznápiro.
SENÉN.— (Escondiendo las uñas.) Sí, ya sé… la señora no puede… ¡Qué le hemos de hacer! Es difícil… y además, ¿quién soy yo para que la señora se moleste por mí? No, no lo pretendo. Los servicios que he prestado a la Condesa de Laín, mi lealtad a toda prueba, ¿qué valen?
LUCRECIA.— (Con arrogancia.) Tus servicios bien pagados están. Ea, me canso ya de contemplaciones. Senén, no te debo nada.
SENÉN.— (Erizándose el pelo.) Bueno… sea como la señora dice. Yo me callo. Eso he hecho yo toda mi vida, callarme; y de tanto callar, me veo tan atrasado en mi carrera… de tanto callar, sí, señora; y si quieren que lo pruebe, lo pruebo.
LUCRECIA.— Tu silencio me importa ya tan poco, que no doy nada por él… No me tiene cuenta.
SENÉN.— (Agachándose para dar el salto, los verdes ojuelos centelleando.) Eso quiere decir que la señora en nada estima mi fidelidad, esta fidelidad de perro, que no tiene igual… y lo pruebo.
LUCRECIA.— Lo que estás probando tú es mi paciencia.
SENÉN.— (Acobardado nuevamente, sin atreverse más que a desenvainar las uñas de sus patas delanteras.) No molesto más. Aunque la señora me da este pago, yo no le haré ningún perjuicio. Pero, en justicia, bien podría desquitarme. Como soy tan caballero, me he perjudicado por guardarle la consecuencia, por poner arrimos a su decoro, por custodiarle los secretos, por tapar la boca de todos los que hablaban de ella… lo que la señora no debiera oír… (En su cobardía, no hace más que enseñar los colmillos, y tirar levemente la zarpa.) Vamos, que ni por su madre haría ningún hombre lo que yo he hecho. De suerte que si la señora dice que no le importa…
LUCRECIA.— No me importa. Vete pronto.
SENÉN.— Pues bien puedo jurar que a mí me importa menos.
LUCRECIA.— Bastante tiempo he sufrido a este animalucho siniestro, con sus garras clavadas en mí. Ya no más. Si no sales pronto, llamaré para que te arrojen a escobazos.
SENÉN.— No alborote, no alborote, que es peor.
LUCRECIA.— (Furiosa, tirando de la campanilla.) ¿Cómo que es peor? ¡Trasto, si no te vas…! (Entran precipitadamente una CRIADA, la ALCALDESA, después EL ALCALDE.)
SENÉN.— (Turbado por la rabia.) Si no digo nada; si yo… si es que…
LUCRECIA.— Por favor, arrójenme de aquí a este hombre, y a su paso vayan echando ácido fénico.
EL ALCALDE.— (Con un castañeteo de lengua, como el que se emplea para despedir a un perro.) ¡Eh… tú…!
SENÉN.— (Al salir, todo uñas, bufando.) Ácido fénico… Por donde ella vaya… hace más falta… y lo pruebo.
LUCRECIA, EL ALCALDE, la ALCALDESA, después NELL.
LA ALCALDESA.— Hija, si llego yo a sospechar esto, cualquier día le dejo pasar.
LUCRECIA.— (Tranquilizándoles.) No; si es mejor así. Se me ha resuelto un absceso; me he sacado una muela, que me dolía horriblemente.
EL ALCALDE.— Pues digo, lo que le espera a usted ahora, mi querida Lucrecia.
LA ALCALDESA.— ¡Ah!, el león… Hija mía, no he podido evitarlo… ¿Qué había de decirle?
EL ALCALDE.— Pues muy claro: que llamara a otra puerta. ¡Ah!, si soy yo quien le recibe…
LUCRECIA.— (Sorprendiendo a todos con su inesperada serenidad y alegría.) ¿Queréis que os diga la verdad? Pues mi ilustre suegro, que me inspiraba un pavor horrible, ya no… Es raro… Vamos, que ya no le temo.
NELL.— (Entrando a la carrera.) Mamita, por más que le digo al abuelo que mañana, insiste en que ha de verte hoy.
LUCRECIA.— Hoy, sí…
LA ALCALDESA.— ¿Le digo que…?
LUCRECIA.— (A NELL.) Ve tú, hija, y suéltame al león. (Sale NELL gozosa, y se precipita por la escalera.)
EL ALCALDE.— Nos pondremos todos en guardia detrás de esa puerta, ¡trómpolis!, y en cuanto oigamos el menor rugido…
LUCRECIA.— (Con locuacidad nerviosa.) No es necesario… ¿No me ven tan tranquila? Me siento ahora muy bien, despejada, casi alegre, y con ganas de ver a mi papá político, y de pasarle la mano por la melena… Es que mi espíritu se ha refrescado, soy otra… aire nuevo en mí. (Óyese el tardo paso de ALBRIT en la escalera, y la vibrante voz de NELL.) El león sube. ¡Pobre viejo!… Ya, ya está aquí… Ya llega… Déjenme sola con él.
EL ALCALDE.— Por aquí. (Vanse por la puerta de la alcoba.)
LUCRECIA, EL CONDE.
EL CONDE.— Siento infinito molestar a una persona que, según me dicen, no está bien de salud.
LUCRECIA.— (Que permanece en pie.) Me siento mejor. Tome usted asiento.
EL CONDE.— ¿Y usted en pie?
LUCRECIA.— (Un tanto cohibida.) Como por encanto se me ha quitado la pereza. Ya sabe usted que estos arrechuchos nerviosos… la epidemia de las señoras… de improviso nos acometen y de improviso también se nos pasan.
EL CONDE.— (Suspicaz.) Lo celebro mucho.
LUCRECIA.— Enfermamos como heridas del rayo, y basta una vibración del aire para ponernos buenas. De la espantosa crisis sólo me queda cierta alegría interna, y un deseo ardientísimo, irresistible…
EL CONDE.— (Suspenso.) ¿Qué…?
LUCRECIA.— El deseo de besarle a usted la mano… (Se arrodilla y le besa la mano una y otra vez.) y de pedirle perdón por las injurias que aquel día triste le dirigí.
EL CONDE.— (Queriendo levantarla.) Lucrecia… ¿qué es esto?… (Por un momento cree que es burla; pero no tarda en advertir la sincera emoción de la dama.)
LUCRECIA.— Mi única pena es que usted sospechará quizá… que le engaño.
EL CONDE.— No, no; creo que es verdad…
LUCRECIA.— (Que se levanta, enjugando sus lágrimas.) Necesito explicar a usted cómo ha venido esta crisis… sacudimiento moral, revolución de todo mi ser… (Se sienta. Su lenguaje es cortado, febril.) Los temblores de tierra trastornan el suelo… Una catástrofe horrible en mis sentimientos me ha trastornado a mí, me ha hecho morir y revivir en menos de dos días… ¿Es esto nuevo? Yo creo que no. Ha ocurrido mil veces… Fácilmente lo comprenderá usted… Un desengaño de los que anonadan… la perfidia de un hombre… tempestades del alma que todo lo destruyen y todo lo iluminan. Mi dolor ha sido como un incendio entre las ruinas… He visto mi conciencia… la he visto. Ya sé que no debo ser la que he sido, y estoy decidida a ser otra.
EL CONDE.— ¡Bendito desengaño, bendita convulsión del alma, que trae el arrepentimiento!
LUCRECIA.— Pero el arrepentimiento, lo reconozco, necesita probarse. Por eso digo: «Espere usted y verá…».
EL CONDE.— (Gozoso.) Pues lo veremos… y pronto… Si el arrepentimiento es verdad, nos lo dirán los hechos.
LUCRECIA.— Y aguardando confiada los hechos, he querido dar a mi enmienda una sanción soberana, una garantía que asegure mi convicción y la de los demás. (Pausa.) Hoy he confesado con el Padre Maroto.
EL CONDE.— (Gratamente sorprendido.) ¡Ah!… ya me dijo la niña que estuvo aquí el Prior… Mas no sospeché…
LUCRECIA.— No tenía sosiego, no podía vivir mientras no descargara mi alma de la horrible balumba… ¡Qué alivio, qué consuelo!
EL CONDE.— Me da usted una grande alegría… Por de pronto, ¡qué situación tan distinta de aquélla… la última vez que hablamos en la Pardina!
LUCRECIA.— En efecto, yo he variado radicalmente.
EL CONDE.— Yo también.
LUCRECIA.— ¿Usted? ¡Ah!, sí, se ha despejado su razón, y ya no piensa en hacerme las terribles preguntas que en aquella conferencia me hizo.
EL CONDE.— Mi razón no ha estado nunca turbada. ¿Y por qué no había de repetir yo en esta ocasión la pregunta que usted llama terrible? Ya no lo es. Su estado de conciencia facilita la respuesta, que sería la confirmación de lo que sospecho, de lo que sé… porque al fin, Lucrecia, he podido descubrir…
LUCRECIA.— (Con serena frialdad.) Hoy no puedo incomodarme, señor Conde. No abuse usted de que estoy desarmada…
EL CONDE.— Incomodarse…, ¿por qué?
LUCRECIA.— Porque viene usted a remover en mi corazón heces muy amargas, a trastornar de nuevo mi espíritu, queriendo penetrar los misterios más profundos del alma y de la Naturaleza… Eso, señor mío, eso que aun de nosotras mismas quisiéramos recatar, porque el pensarlo sólo nos avergüenza, eso, a que no doy nombre, porque si lo tiene yo lo ignoro… (con solemnidad) ya lo he dicho a Dios, único a quien debo decirlo… Y crea usted que, para expresarlo, he tenido que violentar mi voluntad de un modo espantoso. Todo el que no sea Dios es un extraño, es un profano, sin derecho ninguno a recibir declaración tan grave. Ni una palabra más. (Pausa.)
EL CONDE.— (Gravemente.) Sea. Ni una palabra más. Reconozco la extremada delicadeza del asunto, y no puedo menos de respetar el sosiego reparador en que hoy se halla su espíritu. No insisto. Ni es justo que la martirice exigiéndole una manifestación dolorosa, toda vez que lo que usted había de decirme… ya lo sé.
LUCRECIA.— (Desconcertada.) ¡Qué lo sabe!
EL CONDE.— Sí. (Pausa. Ambos se miran.)
LUCRECIA.— Pues si lo sabe, es más generoso no preguntármelo.
EL CONDE.— (Muy tranquilo.) Es verdad. A generoso no me gana nadie. Ahora conviene que haga usted alarde de hidalguía, Lucrecia. Si le satisface que crea yo en su arrepentimiento, empiece usted por ser magnánima, aceptando la proposición que voy a hacerle.
LUCRECIA.— ¡Proposición!
EL CONDE.— No he venido a otra cosa. Su conformidad con mi deseo establecerá la concordia inalterable de nuestras almas… En suma, quiero que partamos el bien que Dios nos ha dado: las niñas. Una para usted, la otra para mí.
LUCRECIA.— (Con profunda intención, que disimula.) ¡Para usted!… (Pausa.) ¿Cuál?
EL CONDE.— Acceda usted a la partición, y después escogeré. ¿A las dos quiere usted lo mismo?
LUCRECIA.— Lo mismo: son mis hijas.
EL CONDE.— Yo no puedo decir lo propio: las dos no son mis nietas.
LUCRECIA.— (Con temor.) Otra vez la tremenda interrogación.
EL CONDE.— Otra vez, y siempre… Llévese usted a una de las dos, y déjeme a mí la otra, la que yo quiera.
LUCRECIA.— ¡Dejarla aquí, en poder de usted, y sola con usted! Señor Conde de Albrit, eso es imposible. Además, me hace falta el amor de mis hijas.
EL CONDE.— (Fríamente.) Y a mí el de mi nieta. Tengo derecho a ese consuelo.
LUCRECIA.— Hoy es indispensable que las dos estén a mi lado, por muchas razones. No sólo debo atender a su porvenir, sino a la salud de mi alma, a mi corrección, en una palabra. Como las plantas necesitan aire y luz, yo necesito el cariño de esas dos criaturas, que fundiré en un solo cariño.
EL CONDE.— (Vivamente.) No son iguales para usted.
LUCRECIA.— (Con firmeza.) Lo son… Otra vez clava usted los ojos de su alma en lo que para usted será siempre tremendo enigma… Son iguales, y si no lo fuesen, yo haré que lo sean. Por nada de este mundo me separo de ellas.
EL CONDE.— (Con desconsuelo.) ¿Y yo…?
LUCRECIA.— En ninguna situación será el Conde de Albrit un extraño para mí. Nell y Dolly vendrán conmigo a verle… en la temporadita de verano… y usted, como ahora, a las dos las querrá por igual… por igual. Esa es condición indispensable para la concordia de nuestras almas, de que usted me hablaba. Dejemos el misterio allá, ante Dios que lo ve, y atengámonos a la realidad… convencional, a la realidad de la ley.
EL CONDE.— (Con arranque.) No… ¡Maldita sea la ley…! La Naturaleza…
LUCRECIA.— ¡La Naturaleza, no… la ley!
EL CONDE.— (Encrespándose.) No, no. Abomino de una ley infame. Quiero a mi nieta; me pertenece, la reclamo, y usted me la dará.
LUCRECIA.— A mí me pertenecen las dos: las he llevado en mi seno.
EL CONDE.— (Con desesperación, clavándose en el cráneo los dedos de ambas manos.) ¡Triste de mí! Lucho con la ley, lucho con la madre… contienda imposible…
LUCRECIA.— (Con tesón, levantándose.) Y ni como madre, ni como tutora puedo acceder a lo que mi padre político pretende.
EL CONDE.— ¿Será usted capaz de rechazar mi proposición, de desairarme, de negar lo que pide el infortunado Albrit?
LUCRECIA.— Con grandísima pena me veo precisada a negarlo. Mis hijas son mis hijas. A ellas les conviene el calor maternal, y a mí el cariño y la presencia continua de entrambas para vivir en paz con Dios, y asegurarme la rectitud de mi alma. La una es mi deber, la otra mi error. Mi conciencia necesita los dos testigos, las dos presencias, para que yo pueda tener siempre entre mis brazos, sobre mi corazón, mis buenas y mis malas acciones.
EL CONDE.— (Atribulado.) Y entre mis brazos y en mi corazón, la soledad, el horrible vacío. (Levantándose, altanero.) No, no, Lucrecia, no me conformo… Por Dios, no me lance usted a la desesperación.
LUCRECIA.— Sea usted razonable.
EL CONDE.— (Suplicante.) Sea usted generosa.
LUCRECIA.— Soy madre…
EL CONDE.— (Exaltándose.) Soy abuelo, soy viejo… Necesito familia, amor.
LUCRECIA.— En mí y en mis hijas lo tendrá. (Con una idea feliz.) Última palabra: véngase usted con nosotras.
EL CONDE.— ¡Con usted… con las dos! ¡Nunca!
LUCRECIA.— ¡Loca obstinación!
EL CONDE.— (Brioso.) Entereza, sentimiento del honor.
LUCRECIA.— Demencia.
EL CONDE.— Si es demencia, maldita sea la razón.
LUCRECIA.— Yo arreglaré la vida de usted… yo…
EL CONDE.— (Inflexible.) Sin lo que pido, sin mi nieta, no quiero nada.
LUCRECIA.— No tardará el viejo Albrit en renegar de esa independencia, impropia de su edad y de su situación. Acójase a mí, o su vejez será muy triste.
EL CONDE.— Nada me arredra… nada temo. Lo mismo me importa la vida que la muerte. (Implorando.) Lucrecia, por última vez…
LUCRECIA.— No insista usted… Se cansa en vano…
EL CONDE.— Bien: no diré nada más. Ni está en mi carácter extremar la súplica… Lucrecia, adiós para siempre.
LUCRECIA.— Eso es locura.
EL CONDE.— (Trémulo, balbuciente.) Sí, sí… y los locos pacíficos… cuando no se les da lo que piden, hacen lo que yo… se van. Mas no saldré sin decir a usted que no veo, que no toco el cambio moral que debía ser resultado de su arrepentimiento. No. Lucrecia Richmond es siempre la misma… Confesada y sin confesar, la misma siempre… No creo que la haya perdonado Dios… ¡No la ha perdonado, no la ha perdonado, no, no!…
Sale con vivísima agitación. Se siente su paso inseguro por la escalera. Baja agarrándose al pasamanos. LUCRECIA, muy agitada, cae en el sofá llorosa. Acuden presurosos a ella MONEDERO y su esposa.
LUCRECIA, EL ALCALDE, la ALCALDESA; después NELL.
EL ALCALDE.— ¿No lo decía yo? ¿Ha sacado la zarpa?… Si estoy por bajar, y aplacarle un poquito los humos.
LUCRECIA.— No, no… ¡Pobre viejo!… Es muy sensible que no pueda yo acceder a lo que pretende. Dejarle. (Atendiendo al ruido de los pasos.) ¿Se caerá en la escalera? Vicenta, mande usted que le acompañe alguien. (Sale la ALCALDESA a dar órdenes.)
EL ALCALDE.— De veras, ¿no se ha desmandado?
LUCRECIA.— No… Debemos compadecerle, cuidar de él con todo el cariño del mundo. LA ALCALDESA.— (Que ha visto alejarse al CONDE.) El pobrecito llora… Parece que no puede tenerse en pie. Pero se resiste a que le acompañe un criado. Quiere andar solo.
LUCRECIA.— Solo… ¡Qué dolor! ¡Triste ancianidad!… (Sintiendo perturbado su espíritu.) ¡Oh, Dios mío!, ¿dónde está la paz que diste a mi alma? Ese hombre me la quitó… Es el agitador de mi conciencia… ¡Otra vez el tumulto en mi mente… otra vez la ansiedad, el temor, la duda!… (Consternada, alza los brazos, echa la cabeza hacia atrás, cierra los ojos.)
LA ALCALDESA.— ¿Otra vez mal, amiga mía?
EL ALCALDE.— Que venga el médico.
LA ALCALDESA.— Al instante.
LUCRECIA.— Los dos… Que vengan los dos médicos. Quiero ver al Prior… Que vuelva.
EL ALCALDE.— (Oficiosamente.) Mandad recado a la Rectoral: allí estará.
LUCRECIA.— (Agitadísima.) Sí… yo no quiero ser mala; no quiero padecer… quiero curarme. Se renueva la herida. Meteré la mano en ella, y si duele, que duela; y si con el dolor se me acaba la vida, que se acabe. ¿Dónde está mi hija? Nell, alma mía. (Entra NELL y se arroja en sus brazos llorando.) Ven, abrázame. ¿Verdad que no te separarás de mí, que no quieres separarte de mí?
NELL.— (Con emoción infantil.) Nunca, nunca.
Calle de Potestad, callejón del Cristo. Anochece.
EL CONDE, que avanza con lentitud, vacilante, tentando las paredes; después, D. PÍO.
EL CONDE.— Ya lo veo, ya lo veo; es lo único que veis, ojos míos… que estoy de más en el mundo. ¡Pobre Albrit, tu vida termina…! «Imposible, ha dicho esa mujer, imposible…». Y ese imposible cierra todo espacio a la esperanza… Ya no hay esperanza… Vida, te acabaste; alma, vete de aquí… El monstruo me ha negado mi consuelo, me roba el único bien de mi triste vejez… Señor, Dios mío, ¿qué delito he cometido para caerme en este abismo de desolación?… ¡No poder estrechar entre mis brazos a mi hija, a mi Dolly, retoño preciosísimo de mi raza, flor nueva de una familia que no debe extinguirse!… ¡Y se la lleva… se las lleva a las dos, quizás para envilecerlas!… Porque no creo en su arrepentimiento, no. Se siente abrumada por las terribles consecuencias de sus pecados… le duele el mal… y cuando el pecado duele, el pecador llora… Sus clamores quieren decir dolor, opresión, empacho del vicio; mas no quieren decir arrepentimiento. Cuando el glotón se indigesta, maldice la comida; pero pasa el mal y vuelve a comer… No creo en tu enmienda, diablo harto de carne, ni creo que te haya perdonado Dios… No, a Dios no le engañas… ni tampoco al viejo Albrit… ¿Verdad, Señor, que no la has perdonado? (Detiénese bajo un farol y vuelve los ojos al cielo.)
D. PÍO.— (Parado en la acera de enfrente, contemplándole.) ¡Albrit!
EL CONDE.— ¿Quién me llama? Conozco esa voz; es voz familiar.
D. PÍO.— (Acercándose.) Soy Coronado, tu amigo… quiero decir el amigo de usía. (Le abraza.)
EL CONDE.— ¡Ah!, mi único amigo quizás… Ven, acompáñame. ¿En dónde estamos? Mi Jerusa también se vuelve contra mí, y me trastorna con el cariz nuevo de sus calles reformadas.
D. PÍO.— (Guiándole.) Por aquí. Si va usía a la Pardina, entremos por el callejón del Cristo.
EL CONDE.— No sé a dónde voy… ¿Es de noche ya?
D. PÍO.— Sí, señor. Júpiter está encendiendo los faroles.
EL CONDE.— ¿Quién es Júpiter?
D. PÍO.— El farolero, señor. Se llama Jove, Pepe Jove, y yo por broma le llamo Júpiter, aunque más le cuadraría Baco, porque es el primer borracho de Jerusa.
EL CONDE.— (Abismado en sus reflexiones.) ¡Noche triste, más triste que aquella en que nos reunimos en el Páramo! No hay humano juicio que pueda discernir esta noche cuál de los dos es más desgraciado.
D. PÍO.— ¡Ah, señor!, ahora y siempre, Coronado se lleva la palma. Y lo comprendería el señor Conde, si ver pudiera las magulladuras y cardenales de mi cara, donde esas condenadas han escrito esta tarde, con sus uñas, la maldad de sus corazones.
EL CONDE.— ¿Qué me dices?
D. PÍO.— Me han insultado, clavándome sus garras en el rostro; me han herido en la cabeza con una palmatoria… me han tenido todo el día sin comer. Gracias que en casa de un amigo me dieron estos pedazos de pan…
EL CONDE.— ¿Y no las matas? Si malo es ser bueno, peor es no ser hombre.
D. PÍO.— (Con desprecio de sí mismo.) Albrit amigo, yo no soy hombre… yo no sé lo que soy.
EL CONDE.— Mátalas.
D. PÍO.— ¿Matar yo?… Ni un mosquito ha recibido la muerte de mi mano. Que las espachurre Dios si quiere… Y usía, señor D. Rodrigo, tenga la dignación de acabar conmigo esta noche, porque ya no puedo más, ya no aguanto más. Coronado no ha de ver salir el sol de mañana, porque ese sol significaría más vida; significaría luz, aire, sonido, y yo quiero… ver las tinieblas, oír el silencio. (Pateando con desesperación.)
EL CONDE.— Así me gusta. ¿De modo que estás decidido?
D. PÍO.— Tan decidido, que todo lo he dispuesto. Escribí la carta, en la que digo que a nadie se culpe de mi muerte, y no me he vestido de limpio, porque esas bribonas me han empeñado la ropa… ¿Pero qué me importa la ropa, si esta noche he de acabar? Ahora iba yo en busca de usía para que me cumpliera lo ofrecido.
EL CONDE.— (Cogiéndole por un brazo y sacudiéndole con nerviosa fuerza.) Sí… lo haré, lo haré con toda el alma… Me siento esta noche… no sé… me siento criminal.
D. PÍO.— No será un crimen, sino favor.
EL CONDE.— (Con gran vehemencia.) Sí… morirás, Pío; caerás rodando por el cantil… antes de llegar al fondo del abismo, te harás pedazos. Morirás, sí. El hombre extremadamente bueno debe morir. Es una planta viciosa, estéril… Sí, bendito Coronado: verás con qué gracia y con qué denuedo te arrojo a la sombría inmensidad como si lanzara una pelota. Aún tengo vigor para eso y para mucho más…
D. PÍO.— (Tocando las castañuelas.) Ahora mismo, si usía quiere…
EL CONDE.— No, ahora no. Tengo que ver a mi Dolly, a mi adorada Dolly… quiero darla el último adiós, comérmela a besos… sí, lo que se llama comérmela… Abur, Coronado, no me sigas. Puedo andar solo.
D. PÍO.— Espero a Vuecencia…
EL CONDE.— En el Páramo.
D. PÍO.— Más seguro será en las Tres Cruces, al extremo de la calleja que sube a Santorojo, a la entradita del bosque.
EL CONDE.— Bueno… Iré. Déjame ahora.
D. PÍO.— ¿No quiere usía que le acompañe?
EL CONDE.— No… ya estoy cerca.
D. PÍO.— Todo seguido. Allí se ve una luz: es la Pardina… Adiós.
EL CONDE.— Hasta luego. (Renqueando, se pierde en la obscuridad. Después de verle entrar en la Pardina, D. PÍO se aleja.)
Habitación del CONDE en la Pardina.
EL CONDE, VENANCIO, GREGORIA; después SENÉN.
VENANCIO.— (Que entra y ve al CONDE revolviendo en su maleta.) ¿Qué hace el señor Conde?
EL CONDE.— Ya lo ves: recojo algunos papeles que deseo llevar siempre conmigo.
GREGORIA.— (Alarmada.) ¿A dónde va usía?
EL CONDE.— A donde a vosotros no os importa. ¿Por qué no viene Dolly? Dos veces la he mandado llamar.
VENANCIO.— Ahora vendrá.
EL CONDE.— Pues voy a donde quiero. A vosotros os bastará saber que os dejo en paz.
VENANCIO.— (Premioso, rascándose la cabeza.) Me alegro de que el señor Conde facilite la separación, porque yo vengo a decir a Vuecencia… que… que no puede seguir en mi casa.
GREGORIA.— Nada más que por el carácter soberbio del señor Conde… que por lo demás…
EL CONDE.— Sí: mi carácter altanero no se aviene con el vuestro, tan suave, tan pacífico.
VENANCIO.— Por lo cual he determinado que Su Excelencia se aloje en donde guste, fuera de mi casa… Por esta noche puede quedarse; pero mañana…
EL CONDE.— (Con dulzura, resignado y calmoso.) Esta noche misma: no te apures. Tú te quedas en tu Pardina, y yo me voy… a donde me acomode. No hablemos más. Al fin y a la postre, tengo que agradeceros la hospitalidad que me habéis dado.
VENANCIO.— Nada tiene Vuecencia que agradecernos. Lo que me duele es que no hayamos podido hacer buenas migas.
EL CONDE.— Las migas hacedlas vosotros… y que os aprovechen… Os pido el último favor. Traedme a Dolly. Los minutos que paso sin verla me parecen siglos.
VENANCIO.— Vamos.
EL CONDE.— (Sintiendo ruido en la puerta.) ¡Ah!, ella es…
SENÉN.— (Entrando.) Soy yo, señor…
EL CONDE.— ¡Maldito seas! (Exaltado.) ¡Qué venga Dolly, que venga al instante!
SENÉN.— (Aparte a VENANCIO y GREGORIA.) Dejadle conmigo. No hará nada, y en todo caso, yo sabré ponerle como un guante.
Se van GREGORIA y VENANCIO.
EL CONDE, SENÉN; después GREGORIA.
EL CONDE.— (Receloso, altanero.) ¡Ah!… te dejan aquí, como de guardia, por temor de que yo…
SENÉN.— No, señor: vengo… porque es de todo punto indispensable que hable dos palabras con usía.
EL CONDE.— ¿Conmigo?… ¿Palabritas tú? No: tú vienes a vigilarme. Creen que voy a pegar fuego a la casa… No, Senén; yo no hago mal a nadie. (Óyense gritos lejanos de DOLLY, llorando, pidiendo socorro.) ¡Oh!, ¿qué es eso?… ¡Dolly grita… llama! ¿Es su voz… o estoy yo loco y no sé lo que escucho?… Infames, ¿qué hacéis a mi hija, a mi Dolly? (Furioso, se precipita hacia la puerta. Cesan las voces.)
SENÉN.— (Cortándole el paso.) Deténgase usía. Ya no puede evitarlo.
EL CONDE.— ¿Qué?
SENÉN.— Que se la llevan. (Mira por la ventana.) Ya, ya salen con ella. (Corre ALBRIT a la ventana.)
EL CONDE.— ¡Bandidos, ladrones! (Vuelve a la puerta.)
SENÉN.— (Sujetándole.) Deténgase, y óigame un instante. (Cierra la puerta y quita la llave.)
EL CONDE.— (Amenazante.) ¿Qué haces?… ¡Me encierras!
SENÉN.— (Agitadísimo.) Una palabra, señor Conde, una sola, y usía comprenderá que quiero prestarle un gran servicio… Yo le explicaré…
EL CONDE.— Pronto.
SENÉN.— La niña… Su madre la mandó llamar; no quiso ir… Ha venido el Alcalde con toda su fatuidad, y con una pareja de la Guardia Civil, y se la ha llevado.
EL CONDE.— (Fuera de sí.) Ábreme ese puerta, o te mato ahora mismo. Ciego, aún tengo vigor para defenderme, para defender el ser amado. Ábreme te digo. (Coge una silla, decidido a estrellársela en la cabeza.)
SENÉN.— (Trémulo.) Abriré… pero antes… quiero deshacer el grave error de usía.
EL CONDE.— Habla… pronto.
SENÉN.— Usía, movido del honor, ha pretendido descorrer el velo, señor; descorrer el velo…
EL CONDE.— Acaba.
SENÉN.— (Sudando la gota gorda.) El velo ¡ay!, para descubrir la verdad, el endiablado secreto de la familia.
EL CONDE.— Sí.
SENÉN.— Y usía no ha visto nada.
EL CONDE.— Sí he visto.
SENÉN.— Lucrecia no ha querido decir a su padre político la verdad… Ese secreto, señor Conde, no lo posee más que un hombre en el mundo, y ese hombre soy yo.
EL CONDE.— ¡Tú!
SENÉN.— Yo, que lo oculté, y ahora lo revelo. La hija falsa, la hija espúrea… es Dolly.
EL CONDE.— (Aterrado.) ¡Oh!… No, no… ¡Tú mientes! (Poseído súbitamente de un furor trágico.) Lacayo vil, tú mientes, y yo… ahora mismo (Se arroja sobre él, clavándole ambas manos en el cuello), ¡te ahogo, rufián! (Forcejean. EL CONDE, aunque anciano, es mucho más vigoroso que SENÉN; le arroja al suelo, y oprimiéndole con el peso de su cuerpo, le acogota.) ¡Villano, serpiente!… te mato, te ahogo, te aplasto. (Breve y formidable lucha.)
SENÉN.— (Que al fin, con gran trabajo, logra desasirse del CONDE.) ¡Qué furor!… ¡Así paga mi servicio! Tengo pruebas.
EL CONDE.— Tus pruebas son falsas.
SENÉN.— Ahora lo veremos.
EL CONDE.— ¡Falsario, traidor! Dolly es mi sangre.
SENÉN.— (Trémulo, descompuesto el rostro y el cabello, registrándose los bolsillos.) Aquí, aquí la verdad, señor… Tan verdad como que hay Dios. (Saca un paquetito de papeles.)
EL CONDE.— Venga. (Arrebata el paquete que muestra SENÉN, lo deshace, abre un pliego, intenta leer aproximándose a la luz.) No veo… no veo… (Con desesperación.) ¡Dios mío, luz a mis ojos; quiero luz!… Este hombre me engaña.
Llaman a la puerta. Óyese la voz de GREGORIA.
SENÉN.— Aguarde un poco.
EL CONDE.— (Consternado, indeciso.) No veo… Toma, toma tus papeles… (Se los da, y luego los retira.) No… léemelo tú… pero no me engañes.
GREGORIA.— (Golpeando la puerta.) Abrir… Abre, Senén.
EL CONDE.— ¡Qué importunidad!
SENÉN.— (Recogiendo sus papeles de manos del CONDE.) Luego los veremos.
EL CONDE.— (A GREGORIA, que sigue llamando.) ¿Qué demonios quieres? (GREGORIA dice dentro algo que ALBRIT no entiende. SENÉN aplica su oído a la cerradura.)
SENÉN.— Dice que han traído una carta de la Condesa.
EL CONDE.— ¿Para mí?… Venga pronto. (Abre SENÉN. Entra GREGORIA y da una carta al CONDE, que la abre con temblorosa mano.) No veo… (A SENÉN, dándosela.) Léemela tú.
SENÉN.— (Leyendo, alumbrado por el farol que trae GREGORIA.) «Señor Conde, por consejo de mi confesor, he autorizado a este para revelar a usted la verdad que desea saber. -Lucrecia».
EL CONDE.— ¿Dice eso?
GREGORIA.— (Examinando la carta.) Eso dice.
EL CONDE.— Basta.
SENÉN.— El Prior está en la parroquia.
EL CONDE.— (Disparado.) Corro allá.
Iglesia parroquial de Jerusa, situada al Norte de la villa. Es irregular, conjunto inarmónico de nobles vestigios, y de restauraciones y enmiendas de fementido gusto. En el costado de Poniente, conserva un bello pórtico románico rodeado de poyos de piedra, muy cómodo para los que van a esperar la misa, o ver salir la gente. La puerta, que por allí da ingreso a la nave lateral, es gótica, pintada de ocre, y sus gastadas esculturas, con las repetidas manos de cal, parecen obra de pastelería. En un ángulo del pórtico hay una puertecilla, de arco rebajado, que conduce a la sacristía. En diversas partes del edificio se ve el escudo de Laín: banda de cuarteles y un águila explayada con el lema en el pico: Decor vinxit. El interior ofrece escaso interés.
Como primera noche de novena de Nuestra Señora de la Esperanza, hay sermón, que predica D. CARMELO, y Manifiesto. Asisten al piadoso acto los DOS MONJES de Zaratán, ocupando los sitiales del presbiterio, en que antaño se sentaban los Condes de Laín y señores de Jerusa, y hogaño son para las autoridades y personas de viso. Ha querido D. CARMELO deslumbrar al PRIOR, prodigando las luces con ayuda de las señoras piadosas de la villa. Cortinas de terciopelo baratito, ramos de dalias y guirnaldas de follaje, completan la vistosa decoración.
Prevalece en Jerusa una costumbre que el progreso no ha podido destruir, y consiste en que las mujeres usan, para ir a la iglesia, unas mantellinas o caperuzas de franela, blancas, en forma de saco abierto por un lado, y ribeteado de estambre de color, con una motita en el vértice. Este tocado, que ha resistido valientemente a las anuales acometidas de la moda, es extremadamente gracioso y pintoresco, y da a las multitudes un aspecto medieval. Úsanlo también las señoras principales, distinguiéndose por la finura de la franela y la mayor gala del adorno, comúnmente de seda.
Sube al púlpito D. CARMELO, y enjareta un sermón pesadito, recamado de retóricas de similor, y el indispensable latiguillo de latinajos al final de cada período. Óyenlo con gran recogimiento los feligreses, sin entender palabra, lo que les aumenta la devoción, que tira un poquito a somnolencia.
EL CONDE, SENÉN, en la iglesia, fatigados del plantón y del kilométrico discurso.
EL CONDE.— (De mal talante.) Salgamos; esto es insoportable.
UN HOMBRE DE PUEBLO.— (Abriendo paso al PRÓCER.) ¿Por qué no sube usía a su sitial, en el presbiterio? Por la sacristía puede pasar sin apreturas.
EL CONDE.— Gracias, amigo… me voy fuera. Se ahoga uno aquí con tanto calor y tanta retórica. (Salen y esperan. Ambos permanecen silenciosos. EL CONDE da espacio a la ansiedad de su espíritu paseándose.)
SENÉN.— (En el camino de la Pardina a la iglesia, le ha contado algo de las ocurrencias y zaragata de Verola, sin que EL CONDE demuestre interés alguno.) Pues, señor, D. Carmelo lo ha tomado con gana. ¡Vaya una correa de sermón que se ha traído!
EL CONDE.— Es pesadísimo. Todos estos que comen mucho hablan sin término. El chorro de palabras les facilita la digestión… ¡Y no es floja contrariedad para mí! ¿Pero esto, Dios mío, no se acaba nunca?… Sin duda Carmelo quiere lucirse con el Prior, y no cae en la cuenta de que el pobre fraile estará tan aburrido como nosotros.
Pasa tiempo. Como todo tiene fin en este mundo, se acaba el sermón carmelino. Óyense modulaciones de órgano, cantos… Media hora más, y empieza a salir la gente. Retírase ALBRIT al ángulo del pórtico, para dar paso a la multitud, y en esto sale por la puerta de la sacristía NELL, acompañada de CONSUELITO y de una criada del ALCALDE. Lleva la niña de Albrit caperuza de franela, que le da aspecto de figura gótica arrancada de las vitelas de un misal antiguo. Su rostro, de hermosas líneas, adquiere distinción severa. Caen sobre sus hombros los pliegues de la tela con suprema elegancia. Antes que vea NELL a su abuelo, SENÉN llama la atención de este sobre la aparición de la niña. Se estremece ALBRIT de sorpresa y emoción; la busca con su mirada incierta. NELL le ve al fin, y corriendo hacia él, le coge las manos y en ellas da sonoros besos. Al aproximarse la señorita, SENÉN se escabulle).
EL CONDE, NELL, CONSUELITO.
NELL.— Abuelito mío, ¿tú también aquí? ¿Por qué no has pasado? Arriba, junto al altar, tienes tu silla.
EL CONDE.— ¡Nell, qué hermosa estás! Te veo; veo la caperuza blanca…
CONSUELITO.— (Oficiosamente.) Esta es una de las que usó su abuelita Adelaida, Condesa de Albrit. La conservo yo como recuerdo histórico.
EL CONDE.— (Con arrobamiento.) Nell, veo tu rostro. Una aureola de nobleza y majestad lo rodea…
NELL.— (Sorprendida de la emoción del anciano.) Albrit… ¿por qué me miras así? ¿Por qué tiemblan tus manos?… ¿Lloras?
EL CONDE.— (Siente hondamente removida su alma. En ella entra una ola impetuosa. Es el convencimiento de que tiene entre sus manos las de la legítima sucesora de Laín y Albrit.) Hija mía, tu presencia me causa tanto regocijo como orgullo. Te reconozco. Eres mi descendencia, la continuidad gloriosa de mi sangre. ¡Rama florida de Arista-Potestad, Dios te bendiga!
NELL.— (Apenada, atribuyendo las palabras del anciano a desconcierto de su razón.) Abuelo querido, ¿por qué has venido tan solo?
CONSUELITO.— (Radiante de oficiosidad.) ¿Pero no hay en la Pardina quien le acompañe?
EL CONDE.— Mejor estoy solo. Y tu hermana, ¿cómo no ha venido contigo?
NELL.— Mamá me ha mandado a la iglesia, encargándome que rece por ella y por ti.
EL CONDE.— Y harás bien en rezar… por ella más que por mí.
NELL.— No ha querido que venga Dolly, porque está un poco mañosa.
CONSUELITO.— (Que rabia por hablar.) Como que fue preciso traerla a la fuerza de la Pardina.
NELL.— La pobrecita quería estar más tiempo contigo. Mañana iremos las dos a verte.
EL CONDE.— (Muy agitado.) No vayáis, no vayáis, porque no me encontraréis.
NELL.— ¿Pues a dónde te vas?
EL CONDE.— (Velada la voz por la emoción.) Sucesora de Albrit, futura marquesa de Breda… ya sé… ya lo sé… sigue tu camino lleno de luz, y déjame en el mío tenebroso.
NELL.— (Confusa.) Papaíto, ¿qué razón hay para tanta tristeza? ¡Si te queremos lo mismo! Yo te aseguro que vendremos a verte, y que nos enfadaremos con mamá si no nos trae.
EL CONDE.— No os traerá… ¿Y para qué? ¿Qué soy yo? Un despojo miserable… El viejo tronco muere; pero quedas tú, gallardísimo árbol nuevo, que perpetuará mi nombre y mi raza.
NELL.— (Con mayor ternura.) Abuelo mío, si tanto me quieres, ¿por qué no haces lo que yo digo, lo que yo te mando? Eres un niño, y los que te aman deben… no digo mandarte… eso no… dirigirte. ¿Me permites que te dirija?
EL CONDE.— Marquesa de Breda, tú mandas.
NELL.— (Envaneciéndose.) Pues si alguna autoridad tengo sobre ti, oye lo que te digo, y hazlo, hazlo por Dios… Acepta el recogimiento de Zaratán.
EL CONDE.— (Lastimado en lo más vivo.) Adiós, Nell… Vete con tu madre.
NELL.— En Zaratán estarás muy bien.
CONSUELITO.— (Metiendo su cucharada.) Como un príncipe, como un emperador.
NELL.— Vendremos a verte.
EL CONDE.— Adiós, Nell… (Se retira tambaleándose.) ¿El Prior dónde está?
NELL.— (Gozosa, creyendo que su abuelo busca al Prior para tratar con él de su retiro en Zaratán.) En la sacristía… Por aquí.
CONSUELITO.— (Cogiendo a NELL de la mano y llevándosela.) Niña, vámonos… Ya le has dicho lo que debías decirle. ¡Pobre anciano! Es, en verdad, un niño… demente.
NELL.— ¡Qué pena, Dios mío!… (Llamándole.) ¡Abuelo, abuelo!…
CONSUELITO.— Déjale ya… El león arrogante y fiero entra en la sacristía. No dudes que nuestro buen Prior le armará una bonita trampa… Verás, verás cómo cae… (Confundidas entre la multitud, se alejan de la parroquia.)
EL CONDE.— (Que, tentando la pared, logra coger la puerta y se precipita en las salas que conducen a la sacristía.) ¡Horrible, horrible! Ni siquiera ha manifestado el deseo de vivir en mi compañía… Ni siquiera me ha dicho, como su madre: «Vente con nosotras». Lo que quiere es encerrarme… Esto es dar con el pie al ser inútil, al ser caído, que estorba… La duda, oh Dios, me asalta otra vez; la duda sopla otra vez en mi alma como huracán, y de las pavesas que se iban apagando levanta llamaradas… No, no es ésta la legítima, no puede serlo. Todos me engañan… Nell no tiene corazón; su frialdad desdeñosa desmiente la noble sangre. No es, no es… (Gritando.) ¡Padre Maroto! ¡Prior de Zaratán! (Tropezando se abre camino. Un monaguillo le conduce. EL PRIOR sale a su encuentro. Cambian algunas palabras. Para hablar a solas, se encierran en el camarín de la Virgen.)
En la confusión del gentío que se retira, SENÉN busca al CONDE dentro y fuera de la iglesia. Sospechando que estará en la Rectoral, corre hacia ella por un atajo. En la obscuridad se desvía; encuéntrase con un seto que le corta el camino; creyendo abreviar saltándolo, sube a unas piedras, pega un brinco y cae en un montón de estiércol.
Calle del Buen Conde, que conduce de la iglesia a la subida del Calvario.
EL CONDE, que anda como un ebrio, tropezando en el desigual piso; un HOMBRE DEL PUEBLO, la MARQUEZA.
EL CONDE.— (Viendo venir un bulto.) Buen hombre, ¿por dónde se va al Infierno?
EL HOMBRE DEL PUEBLO.— (Que no conoce al CONDE.) ¿Tabernas? Por aquí no las hay. (Sigue su camino.)
EL CONDE.— ¿No hay un rayo del cielo que me haga ceniza? Nell es la verdadera; la falsa es Dolly, Dolly, ¡la que me quiere más! ¡Vanidades del mundo, grandezas del honor, con qué mueca tan horrible me miráis! (Parándose ante un machón de pared que permanece vertical entre montones de ruinas.) ¿Quién va? ¿Eres tú, Senén? Lo que me dijiste es verdad. Tu revelación traidora resulta verdadera. Es verdad. Maroto no miente. ¿Ves qué burla?… Mis ideas me persiguen, no ya como águilas voraces, que quieren picotearme el cerebro, sino como cotorras charlatanas, que con su graznido, semejante al habla de hombres afeminados, se mofan de mí… ¡Maldito rufián, déjame! Eres una babosa perfumada… hueles horriblemente… y tu contacto da frío… No me toques.
Avanza; pasa junto último farol de Jerusa por aquella parte; sube por el sendero que conduce al Calvario. En dirección contraria viene una mujer del pueblo, corpulenta y descarnada, que no es otra que la anciana Sibila a quien llaman la MARQUEZA. Lleva una cesta al brazo.
LA MARQUEZA.— (Parándose y reconociéndole.) ¡Señor, mi Conde, por aquí solito a estas horas!
EL CONDE.— ¿Quién eres? Soy Albrit, el último Albrit de la línea masculina. ¿Tú, quién eres? (La anciana se nombra.) ¡Ah!, la Marqueza… Sibila de Jerusa, aquí me tienes. Ya no dudo: luego no existo… Esto que ves en mí, no es la persona de Arista-Potestad: es su esqueleto. No te asustes: los esqueletos no hacen daño. Asustan por el chocar de los huesos, por el mirar burlón de sus ojos vacíos… pero nada más.
LA MARQUEZA.— Señor, ¿qué le pasa? ¿Qué disparates dice? Voy a la Pardina con esta cesta de caracoles que me ha encargado el Sr. Venancio. ¿Quiere algo para allá? ¿Por qué no se viene conmigo?
EL CONDE.— ¿Yo a la Pardina?… ¿Has visto a las niñas de Albrit? ¡Qué feas son!… repugnantes como gusanos venenosos. La legítima no me quiere: me manda al manicomio. Dolly, que me ama, no es mi nieta. Es hija de un pintor vicioso y grosero… linaje de contrabandistas en el Alto Aragón. (Riendo sarcásticamente.) Dime, Sibila, ¿dónde está el hoyo más hondo de basura y lodo para meterme, y hacer en él mi cama eterna? Como escarabajo, allí labraré la nueva casa de Albrit, toda inmundicia.
LA MARQUEZA.— Buen señor, no piense cosas malas.
EL CONDE.— Vete, déjame. Si ves a Venancio, le dices que me arrodillo ante su radiante imbecilidad… Adiós, Sibila, adiós. (Se aleja dando tumbos. La anciana sigue su camino.)
Calvario de Santorojo. Tres cruces en un altozano.
EL CONDE, D. PÍO.
D. PÍO.— (Viéndole subir.) Albrit, hijo mío, ¿qué horas son éstas de venir? Ya me cansaba de esperarte… digo, de esperar a usía.
EL CONDE.— ¿Quién me llama? Eres tú, excelso Coronado, mi amigo del alma. Gran filósofo, dame la mano: no puedo ya con mis huesos, que pesan como barras de plomo.
D. PÍO.— (Dándole el brazo.) Subamos un poco más, y nos sentaremos en la grada de las Tres Cruces. ¿Qué tal? Yo vengo decidido… Como tenía mucha hambre, me he traído estos pedazos de pan.
EL CONDE.— Dame un poco. También yo estoy desfallecido, hijo. Es cosa poco higiénica matarse con hambre.
D. PÍO.— Claro, tomando algún alimento podemos aguardar hasta la madrugada, hora la más propicia…
EL CONDE.— Te arrojo a ti, y después yo.
D. PÍO.— No, usía no; no lo consiento. Me sublevo; no hay trato.
EL CONDE.— (Comiendo pan.) Bueno; pues juntos, en amor y compaña.
D. PÍO.— (Muy apurado.) Usía no. Mire que aviso, y vienen los celadores. Arrójeme a mí, según lo tratado, y váyase usía tranquilo a su casa.
EL CONDE.— ¿Sabes que es amargo tu pan?
D. PÍO.— (Suspirando.) Lo que amarga es la boca.
EL CONDE.— Soy todo amargura, y más desgraciado que tú. ¿Sabes una cosa? Mis nietas, que yo adoraba, se diferencian poco de tus hijas. Con buenas palabras, Nell me ha arañado el rostro. Espinas de rosas rasguñan lo mismo que espinas de zarza… Y con todo, Nell es mi legítima descendencia: lo sé por testimonio irrecusable. Dolly, que me ama, no es mi descendencia; es una intrusa, la cría infame de la traición, que con fraude se introdujo en mi casa, y se escondió entre los brocados de Albrit.
D. PÍO.— (Asustado.) Señor, mire lo que habla.
EL CONDE.— Y yo quiero que me digas… antes de caer al abismo, lanzado por mí… quiero que me digas, gran filósofo: ¿qué piensas tú del honor?
D. PÍO.— (Lleno de confusiones.) El honor… pues el honor… Yo entendía que el honor era… algo así como las condecoraciones… Se dice también honores fúnebres, el honor nacional, el campo del honor… En fin, no sé lo que es.
EL CONDE.— Hablo del honor de las familias, la pureza de las razas, el lustre de los nombres… Yo he llegado a creer esta noche… y te lo digo con toda franqueza… que si del honor pudiéramos hacer cosa material, sería muy bueno para abonar las tierras.
D. PÍO.— Y criar la hermosa lechuga y el rico tomate. Para semilleros, he oído que no hay nada como la gallinaza y palomina.
EL CONDE.— Y para la hortaliza social, para este mundo de ahora, nacido sobre acarreos, la mejor sustancia es la ignominia, la impureza y mezcolanza de sangres nobles y sangres viles… Quedamos en que tú no aciertas a decirme lo que es el honor, ni te has encontrado nunca esa alimaña en tus excursiones filosóficas. (Se sientan al pie de las cruces. La noche está plácida, y la luna, en creciente avanzado, platea el cielo y la mar, y baña en dulce claridad la tierra.)
D. PÍO.— (Aguzando el entendimiento.) Pues el honor… Si no es la virtud, el amor al prójimo, y el no querer mal a nadie, ni a nuestros enemigos, juro por las barbas de Júpiter que no sé lo que es.
EL CONDE.— (Con triste sonrisa.) Ya sales con tu Mitología… Por cierto que en la fábula mitológica no figura para nada el honor: los dioses hacían el amor a las hijas del pueblo, así como las diosas se enamoriscaban de cualquier pastor de cabras.
D. PÍO.— Como que no había más aristocracia que la hermosura.
EL CONDE.— Pues mira, sería bueno que ahora, después de bien estrellados y deshechos contra las rocas, nos convirtiéramos tú y yo en dioses o semidioses mitológicos.
D. PÍO.— Aunque fuera cuartos de dioses. Nos pondrían en el séquito de Neptuno. (Un escalofrío mortal atraviesa todo su cuerpo, y lo estremece desde la nuca al tobillo.) ¡Abuelo, qué fría estará la mar!…
EL CONDE.— Mejor. Así, fresquitos y bien desmenuzados, seremos más del gusto de los peces.
D. PÍO.— (Sintiendo un intenso pavor.) Es horrible… ¿Y qué hace uno en el estómago del pez?
EL CONDE.— (Con lúgubre humorismo.) Lo que haría probablemente Jonás en el vientre de la ballena: aburrirse… Porque no se dice que llevara periódicos que leer, ni baraja para hacer solitarios.
D. PÍO.— (Dando diente con diente.) Yo me figuro que cuando llegue a lo hondo del cantil, ya no estaré vivo… Y así es mejor, Albrit. No le gusta a uno padecer, ni aun en el momento crítico de poner fin a sus padecimientos… Esperemos a la madrugada, hora en que no pasa por aquí alma viviente. Hasta media noche, hay el peligro de que algún pescador rezagado pase, nos vea, y nos denuncie… (Descubriendo un bulto lejano.) ¡Ah!, por allí viene alguien.
EL CONDE.— Será un vagabundo… quizá un animal; que en las noches claras, como en días de brillante sol, suelen confundirse los cuadrúpedos con las personas.
D. PÍO.— (Observando atentamente.) Es una mujer. (Pausa. En el silencio grave de la noche, suena como vibración intensa de la atmósfera la voz de Dolly gritando: ¡Abuelo!)
EL CONDE, D. PÍO, DOLLY.
EL CONDE.— (Despavorido, agarrándose a D. PÍO.) ¡La voz de Dolly!… ¡Será una racha de viento!… Dios mío, ¡qué extraña sensación!
D. PÍO.— Pues, sí, me parece que es Dolly. (Poniéndose en pie y llamando.) Niña, estamos aquí.
EL CONDE.— ¡Dolly! ¿Pero qué…?, ¿se abre la tierra y me traga?
DOLLY.— (Andando hacia las cruces, sin correr, porque cojea un poco, como si le doliera un pie.) ¡Abuelito querido… lo que me ha costado encontrarte! ¿Sabes? Me escapé de casa. Corrí a la Pardina, y en la puerta me encontré a la Marqueza con una cesta de caracoles, y me dijo que te había visto subir hacia el Calvario. (Acercándose.) ¿Pero qué haces? ¿Vuelves la cara? (EL CONDE se agarra tan fuertemente a D. PÍO, que parece querer estrujarle.)
D. PÍO.— Cuenta, niña… Hemos oído mal. ¿Dices que te escapaste?
DOLLY.— Tuve que saltar por la verja… Me lastimé un pie… A Monedero se le antojó ponerme presa en su despacho, porque dije a mamá que a todo trance quiero quedarme en Jerusa con el abuelo, y vivir siempre con él… ¡Ay, lo que he corrido!
EL CONDE.— (Con estupor terrorífico.) Veo la ignominia, veo la sublimidad, no sé lo que veo… ¿Se hunde el cielo, se acaba el mundo, o qué pasa aquí?
DOLLY.— (Acongojada.) Papaíto, ¿por qué no miras a tu Dolly?… ¿Qué dices?… ¿Ya no quieres a tu Dolly?
EL CONDE.— (Desconcertado.) Eres mi oprobio… Dolly… ¿por qué me amas?
DOLLY.— ¡Vaya una pregunta! (Acariciándole.) Ya te dije esta mañana en la Pardina que tu Dolly no se separará nunca de ti… A donde tú vayas, voy yo… Váyase Nell con mamá; yo quiero compartir tu pobreza, cuidarte, ser la hijita de tu alma.
EL CONDE.— (Con grandísima agitación.) ¡Oh, Dolly, Dolly!…
DOLLY.— ¿Qué tienes?…
EL CONDE.— Parece que me ahogo… Es que Dios me abre el pecho de un puñetazo, y se mete dentro de mí… Es tan grande, tan grande… ¡ay!, que no cabe…
DOLLY.— Si Dios entra en tu corazón, allí encontrará a Dolly con su patita coja… Abuelo, abuelo mío, cuando todos te abandonan, yo soy contigo. (Le abraza y le besa.)
EL CONDE.— (Alelado.) Cuando todos me desprecian, tú eres conmigo… El mundo entero pisotea el tronco de Albrit, y Dolly hace en él su nido.
DOLLY.— Sí que lo haré… De veras digo que si no me llevas en tu compañía a donde quiera que vayas…
EL CONDE.— (Vivamente.) Si no te llevo, ¿qué?
DOLLY.— Me moriré de pena.
EL CONDE.— (Elevando hacia el cielo las palmas de sus manos.) Señor, ¿qué es esto? ¿Tal monstruosidad es obra tuya? ¿Qué nombre debo dar a esta cosa espantable y enorme que llena mi alma de gozo?… Del seno del cataclismo salen para mí tus bendiciones… Ya veo que de nada valen los pensamientos, los cálculos y resoluciones del ser humano. Todo ello es herrumbre que se desmorona y cae. Lo de dentro es lo que permanece… El ánima no se oxida.
D. PÍO.— (Con hermosa ingenuidad.) Señor, ¿hacia qué parte de los cielos o de los abismos cae el honor? ¿En dónde está la verdad?
EL CONDE.— (Abrazando a DOLLY.) Aquí… (Como quien vuelve de un desvanecimiento.) Dime, amigo Coronado, ¿he dicho muchos disparates? Porque siento que vuelve a mí la razón. Esta chiquilla, trastornándome, me ha vuelto a mi ser, y yo, trepidando, recobro mi equilibrio. Ya ves… Todos me desprecian; ella sola me ama y consagra a este pobre viejo su florida juventud.
DOLLY.— (Besándole.) Albrit, ¿quién te quiere?
EL CONDE.— Tú sola.
DOLLY.— No te llamaré Albrit, sino Abuelo.
EL CONDE.— Sí, sí: me gusta ese nombre… ¡Es tan dulce! Puedes darle el sentido que quieras.
D. PÍO.— (Con unción.) Dios es el abuelo de todas las criaturas.
EL CONDE.— Por eso es tan grande. La eternidad, ¿qué es más que el continuo barajar de las generaciones? Y ahora, Pío, gran filósofo, si te dan a escoger entre el honor y el amor, ¿qué harás?
D. PÍO.— (Sollozando.) Escojo el amor… el amor mío, porque el ajeno lo desconozco. Nadie me ha querido. Lo juro por la laguna Estigia.
EL CONDE.— ¡Eres tan infeliz como yo dichoso, pobre Pío!… (Con resolución, incorporándose.) Vámonos.
D. PÍO.— ¿A dónde?
EL CONDE.— A pedir hospitalidad a cualquiera de mis antiguos colonos. Son pobres; pero a Dolly no le importa la pobreza.
DOLLY.— Con mi cariño te haré yo rico.
EL CONDE.— (Con ardiente júbilo.) Coronado, ¿has oído esto?
D. PÍO.— Oigo a Dolly… Ángeles he visto yo en sueños; pero siempre mudos. Ahora hablan.
EL CONDE.— Vámonos… Pío, te nombro mi amigo, te hago la síntesis de la amistad. Ven, síguenos.
D. PÍO.— (Señalando el cantil.) Pero…
EL CONDE.— Estás lucido. ¡Matarme yo, que tengo a Dolly! ¡Matarte a ti… que me tienes a mí! Ven, y esperaremos a morirnos de viejos.
D. PÍO.— Escondámonos en cualquier aldea.
EL CONDE.— Dios nos protege. (A DOLLY.) ¿Está cojito mi ángel? Ven a mis brazos. Pesas poco, y yo aún tengo vigor para cargarte. (La toma en brazos.) Vámonos primero hacia Rocamor. Allí espero encontrar almas compasivas.
Huyen hacia Occidente. D. Pío, conocedor de los senderos y atajos, va delante guiando. A ratitos, Dolly, por no cansar al abuelo, se desprende de los brazos de él y anda. Desaparecen en las lomas que separan el término de Jerusa del de Rocamor. En la aldea de este nombre, y en una pobre casa de labor, les da generosa y cordial hospitalidad un matrimonio dedicado a la cría de carneros y vacas; gente sencilla; un par de viejos honradísimos y joviales, que allí habían nacido, y allí moraban desde tiempo inmemorial; restos nobilísimos, olvidados ya, del poderoso Estado de Laín. Amanece.
Al filo del mediodía, llega la pareja de la Guardia civil con una carta de la Condesa. Dolly la lee. Dice así: «Señor Conde, puesto que usted quiere a Dolly, y Dolly le quiere, doy mi consentimiento para que viva en su compañía, por sus días. Y que éstos sean muchos desea ardientemente su hija -Lucrecia»).
D. PÍO.—(Entre los helechos, filosofando.) ¿El mal… es el bien?
FIN DE LA NOVELA
Santander (San Quintín), Agosto-Septiembre de 1897.