Terraza en la Pardina.
GREGORIA, disponiendo la mesa para servir al CONDE su desayuno; VENANCIO, con la cabeza vendada; SENÉN, que entra por el fondo con una maletita en la mano.
SENÉN.— Aquí me tenéis otra vez.
VENANCIO.— (Abrazándole.) Senén de todos los demonios, te juro que me alegro de verte.
GREGORIA.— Muy pronto has vuelto de Verola.
VENANCIO.— ¿Qué?… ¿traes instrucciones de la Condesa?
SENÉN.— Sí… lo primero, que me alojéis aquí… Descuidad: os molestaré muy poco.
GREGORIA.— Te pondremos en el cuartito de arriba.
VENANCIO.— Próximo al del Conde. Sin duda la señora quiere que nos ayudes a quitarle las pulgas al león.
GREGORIA.— ¡Y qué pulgas, Senén!
SENÉN.— (Fijándose en la venda de VENANCIO.) Ya, ya llegó a Verola la noticia de tu descalabradura. Una caricia de la fiera.
VENANCIO.— (Renegando.) ¡Qué uno aguante esto!
SENÉN.— Es un viejo de cuidado. A los sesenta años conserva los músculos de acero de sus buenos tiempos, y la voluntad de bronce. No hay quien le amanse. Te digo que más quiero verme ante un tigre hambriento que ante el Conde de Albrit irritado.
VENANCIO.— (Dando patadas.) Pues yo le juro que de mí no se ríe. Un hombre libre, que vive de su trabajo y paga contribución, no está en el caso de sufrir esas arrogancias de figurón de comedia.
SENÉN.— Poco a poco, Venancio. La señora Condesa me encarga te diga que… tengas paciencia.
VENANCIO.— ¿Más paciencia, jinojo?
SENÉN.— Y que sigáis guardándole las consideraciones que se le deben por su rango, por sus desgracias, sin perjuicio de vigilarle…
GREGORIA.— Y si nos mata, que nos mate.
VENANCIO.— Por si acaso, desde ayer le vigilo… con un revólver.
SENÉN.— Calma… (Receloso, mirando.) ¿Vendrá por aquí?
GREGORIA.— Me ha mandado que le sirva el desayuno en la terraza.
SENÉN.— Pues le espero.
VENANCIO.— ¿También traes instrucciones para él?
SENÉN.— No; pero necesito… sondearle. Ya sabéis: soy muy largo, me pierdo de vista. Con que… me tenéis de huésped.
GREGORIA.— (Cogiendo la maleta.) ¿Vienes a tu cuarto?
SENÉN.— Luego. Me atrevo a suplicar a mi simpática patrona que en el cuidado de esta maleta ponga sus cinco sentidos. La quiero como a las niñas de mis ojos.
VENANCIO.— ¿Qué traes ahí?
GREGORIA.— Pues pesa, pesa…
SENÉN.— Es mi relicario. Recuerdos, cositas que sólo para mí tienen interés. Y juro por mi honor, que no la estimaría más si la trajera llena de brillantes del tamaño de almendras. En fin, Gregoria, usted me responde de ese tesoro.
VENANCIO.— (Mirando por la derecha.) El león viene.
GREGORIA.— Voy por el café.
VENANCIO, SENÉN, EL CONDE, GREGORIA.
EL CONDE.— Buenos días… Hola, Senén, ¿qué traes por aquí?
SENÉN.— ¿Qué ha de traer el pobre más que las ganas de dejar de serlo?
EL CONDE.— Y con las ganas, la decidida voluntad de enriquecerte. Eres joven; tienes estómago de buitre, epidermis de cocodrilo, tentáculos de pulpo: llegarás, llegarás… ¿Y tú, Venancio?… ¿Cómo va esa herida? Vamos, hombre, no es para tanto. Poco mal y bien quejado. Ya estarás bien.
VENANCIO.— Todavía, todavía… El señor tiene un genio imposible.
EL CONDE.— Sí, sí… Y tú crees que la miseria debe ser mordaza y grillete para este genio maldito que me ha dado Dios. No sé, no sé: gran domadora es la pobreza; pero soy yo muy bravo. Me propongo contenerme dentro de la humildad y sumisión; pero llega un momento de prueba… un insensato que con frase agresiva me ofende, echándome al rostro mi humillante miseria, y entonces… ¡ay!, no soy dueño de mí, pierdo la cabeza…
GREGORIA.— (Poniendo en la mesa el servicio de café, que se compone de piezas de latón y loza ordinaria.) Aquí tiene, señor.
EL CONDE.— (Sentándose.) Pero no tardo en recobrar mi serenidad de persona bien nacida y educada; vuelvo a sentir la hidalga benevolencia con que he tratado siempre a los inferiores, y… ya tienes al león aplacado, y pesaroso de su fiereza…
VENANCIO.— Pensara el señor esas cosas antes de levantar el palo…
EL CONDE.— Es mi manera de aleccionar a los que quiero bien… En fin, Venancio, hoy, como ayer, te pido que me perdones. Yo no te faltaré… pero has de guardarme, fíjate bien en esto, la consideración que me debes… (A SENÉN.) ¿Quieres café?
SENÉN.— Mil gracias, señor Conde. Me desayuné con aguardiente y buñuelos en el parador.
EL CONDE.— (Examinando el servicio con repugnancia.) ¿Pero qué servicio es éste?
GREGORIA.— (Para sí.) Fastídiate, viejo regañón.
EL CONDE.— ¿Qué habéis hecho de la cafetera y del jarrito de plata en que me servisteis estos días?
VENANCIO.— Mandamos que los limpiaran, y…
GREGORIA.— Y para no hacer esperar al señor…
EL CONDE.— ¿Y aquellas tacitas de porcelana fina…? En fin, con tal que el café esté bueno… (Se sirve.) ¿Lo has hecho tú?
GREGORIA.— Con muchísimo cuidado… Veremos si hoy está a su gusto.
EL CONDE.— (Probándolo.) ¿Qué es esto? (Con asco.) ¡Agua indecente de achicoria… y recalentada… y fría!… Vamos, las sobras del café de anoche, que ya era malo adrede… (Cogiendo el pan y tratando de partirlo.) ¿Y de dónde habéis sacado esta piedra que me dais por pan?… Con ser tan duro, no lo es tanto como vuestros corazones.
VENANCIO.— Culpa del panadero, señor…
EL CONDE.— Culpa de vuestra sordidez villana. (Les arroja el pan.) Echad esto a vuestros perros, y dadme a mí lo que para ellos tenéis, pues de fijo les dais trato mejor que a mí. Guardad esta preciosa vajilla, no se os deteriore, no se os desgaste en mi servicio. (Arroja al suelo todas las piezas de loza y latón.) ¡Queréis aburrirme, queréis hacerme imposible la vida! Al último pastor de cabras, al último mendigo que llegara con hambre a vuestra puerta, le haríais la limosna sin humillarle. ¿Por qué, ingratos, me humilláis a mí?
VENANCIO.— (Que aterrado, lo mismo que GREGORIA, no sabe por dónde salir.) Se servirá otra vez… Nosotros…
EL CONDE.— (Con arrogancia.) No quiero. Me quedaré en ayunas.
SENÉN.— Eso no. Mandaré traerlo del café…
EL CONDE.— No te molestes. (A VENANCIO y GREGORIA, con majestuosa indignación.) No tenéis ni un destello de generosidad en vuestras almas ennegrecidas por la avaricia; no sois cristianos; no sois nobles, que también los de origen humilde saben serlo; no sois delicados, porque en vez de dar un consuelo a mi grandeza caída, la pisoteáis; vosotros que en el calor, en el abrigo de mi casa, pasasteis de animales a personas. Sois ricos… pero no sabéis serlo. Yo sabré ser pobre, y puesto que con vuestras groserías me arrojáis, me iré de esta casa, en que no hay piedra que no llore las desgracias de Albrit.
SENÉN.— (Con afectada gravedad y adulación.) Los deseos de la Condesa son que se prodiguen al señor todas las atenciones que merece por su categoría…
EL CONDE.— Ya lo veis: esa mujer liviana y sin pudor es más cristiana que vosotros, y más generosa y delicada.
VENANCIO.— (Turbadísimo, tragándose la ira.) La Condesa no puede mandarme… yo… digo, la Condesa es mi señora… dueña de todo…
GREGORIA.— (Vivamente.) De la Pardina no.
VENANCIO.— La Pardina es mía.
EL CONDE.— (Arrogante.) Sea de quien fuere, y en tanto que decido si me quedo o me voy, no quiero veros. Idos de mi presencia.
VENANCIO.— (Dudando.) Decídalo pronto, porque…
EL CONDE.— (Despidiéndoles con gesto de autoridad.) Pronto.
VENANCIO.— (Saliendo con GREGORIA.) Sufrámosle un día más, un solo día.
GREGORIA.— Y es mucho… ¡jinojo!
EL CONDE y SENÉN.
EL CONDE.— (Serenándose.) Siéntate aquí, Senén… Tengo que hablar contigo.
SENÉN.— (Con fatuidad, sentándose.) Nada más temible que esta plebe hinchada, señor; estos patanes hartos de bazofia, que porque han logrado reunir cuatro cuartos se atreven a medirse con las personas comilfot…
EL CONDE.— La villanía es perdonable; la ingratitud, no… En mi cuarto había un lavabo bastante bueno, muy cómodo para mí. Ayer me lo han quitado esos viles, poniendo una palangana de latón de este tamaño, como las que hay en los asilos…
SENÉN.— (Afectando indignación.) ¡Qué atrocidad!
EL CONDE.— Parece que escogen las servilletas y manteles más sucios para ponerlos en mi mesa. Saben que me gusta la mantelería limpia…
SENÉN.— Pues, como he dicho, traigo instrucciones precisas de la Condesa… ¡Oh!, crea usía que si se entera de estas infamias, se pondrá furiosa.
EL CONDE.— Sí. Me odia, como yo a ella; pero no desconoce que mi persona exige atenciones, respetos…
SENÉN.— ¡Qué duda tiene…!
EL CONDE.— Y aunque obra suya es seguramente la intriga que se traen Carmelo y el Doctor para arreglarme una jaula en los Jerónimos…
SENÉN.— (Haciéndose de nuevas.) ¡Oh!, no sé… no tengo noticia…
EL CONDE.— Pues sí: desde ayer andan de mucho trasteo conmigo. Yo les calo la intención… y me hago el tonto… Pero dejemos esto, Senén, que de cosa más grave y de mayor transcendencia para mí quiero hablarte.
SENÉN.— Ya escucho.
EL CONDE.— (Receloso.) ¿Nos oye alguien?
SENÉN.— Nadie, señor. Estamos solos.
EL CONDE.— Estos miserables se ponen en acecho tras de las puertas, oyendo lo que se habla.
SENÉN.— (Examinando las puertas.) Nadie nos oye. Puede hablar el Excelentísimo Sr. D. Rodrigo de Arista-Potestad.
EL CONDE.— Dudo mucho que seas bastante afecto a mi persona para responder a todo lo que te pregunte.
SENÉN.— Usía debe contar siempre con mi adhesión incondicional… (dándose importancia) como cuento yo con que el señor Conde no ha de pedirme nada contrario a mi dignidad.
EL CONDE.— (Asombrado.) ¡Tu dignidad!… Dispénsame: creí que no la habías adquirido aún… Ya sé que estás en camino de adquirirla… vas muy bien… llegarás.
SENÉN.— Señor Conde de Albrit, aunque humilde, yo… me parece.
EL CONDE.— Nada, nada. Ya no te hago las preguntas.
SENÉN.— ¡Ah!, puede usía interrogarme con toda confianza. (Queriendo familiarizarse.) Señor Conde… de usía para mí… (Se atreve a ponerle la mano en el hombro.) Entre amigos…
EL CONDE.— No, no, porque si salimos ahora con que hay dignidad, o esta dignidad es incorruptible o es venal… En el primer caso, Senén, no me dirás nada… en el segundo… Soy pobre y no podré cotizarla en lo que vale.
SENÉN.— (Afectando seriedad.) Creo que nos hallaríamos en el primer caso.
EL CONDE.— Pues, hijo… (despidiéndole). Adiós.
SENÉN.— (Queriendo provocarle a la interrogación, para conocer su pensamiento.) Si el señor Conde me lo permite, diré una palabra. Usía quiere preguntarme… algo referente a su hija política, en el tiempo en que tuve el honor de servirla.
EL CONDE.— Y cuando aún no habías echado dignidad.
SENÉN.— La eché después… Y ahora, sin faltar al respeto que debo a usía, tengo el sentimiento de manifestarle que por gratitud, por estimación de mí mismo, por mil razones, no puedo en manera alguna revelar secretos que no me pertenecen.
EL CONDE.— (Con vivo interés.) No se trata de secretos… que quizás no lo sean para mí. Quiero tan sólo informaciones exactas acerca de una persona…
SENÉN.— Ya…
EL CONDE.— Íntimamente relacionada…
SENÉN.— Comprendido.
EL CONDE.— El pintor Carlos Eraul. Tú estuviste a su servicio algún tiempo, al dejar el de mi hijo; tú… (Con ardor.) Senén, por lo que más quieras, por la memoria de tu madre, revélame cuanto sepas.
SENÉN.— (Con pujos de delicadeza.) Sr. D. Rodrigo, por todos los gloriosos antepasados de usía, le ruego que nada me pregunte, pues antes perdería la vida que responderle.
EL CONDE.— (Con intenso afán.) Dame al menos alguna luz… sin ofender a nadie, sin faltar a los respetos que debes a tu ama. Dime: ese hombre era de baja extracción.
SENÉN.— (Secamente.) Sí.
EL CONDE.— Hijo de un pobre vaquero de la ganadería de Eraul, en Navarra. (SENÉN responde afirmativamente con la cabeza.) El cual, despedido por mala conducta, se metió a contrabandista. (Con triste humorismo.) Carlos, el hijo, también despuntó por el contrabando…
SENÉN.— ¡Oh, no…!
EL CONDE.— Sé lo que digo… Su genio pictórico le abrió camino. Fuera de la educación artística, que se debió a sí mismo y al estudio del natural, era un ignorante, un bruto…
SENÉN.— Poco menos.
EL CONDE.— Ni alto ni bajo, moreno, de ojos negros… vigoroso… voluntad potente. (SENÉN afirma.) Su apellido era Vicente, pero él firmaba con el nombre de ganadería: Eraul.
SENÉN.— Exacto.
EL CONDE.— Le conoció Lucrecia en una de esas rifas o kermessas que organizan las señoras para…
SENÉN.— (Interrumpiéndole.) Basta, señor Conde. No sé nada más.
EL CONDE.— (Imperioso.) Responde.
SENÉN.— (Inflado como un sapo.) No sé nada. Usía no me conoce.
EL CONDE.— (Rabioso.) Te conozco, sí. Tu discreción no es virtud; es… cobardía, servilismo, complicidad. No eres el hombre digno que calla la culpa ajena; eres el esclavo, obediente a los halagos o al látigo del amo que le compró. (Apostrofándole con solemne acento.) ¡Maldígate Dios, villano! Que la luz que me niegas, a ti te falte. ¡Qué enmudezca tu voz para siempre, que cieguen tus ojos! ¡Qué vivas sin poseer la verdad, rodeado de tinieblas, en eterna y terrible duda, palpando en el vacío, tropezando en la realidad!… ¡Qué busques la justicia, el honor, y encuentres mentira, infamia, dentro de un vacío tan grande como tu imbecilidad!… (Con desprecio.) Vete, vete; no te acerques a mí.
SENÉN.— (A distancia.) ¡Demonio!… Saca las uñas el león… ¡Hola, hola!… (Vuelve EL CONDE a su asiento. Entra NELL con un servicio de café, elegante, en bandeja de plata.) ¡Ah!… señorita Nell… (Ofreciéndose a tomar de su mano la bandeja.) Deme acá.
NELL.— No, no… ya puedo.
SENÉN.— (Aparte a la niña.) Cuidadito con él… Está de malas. (Vase.)
EL CONDE, NELL; después, DOLLY.
EL CONDE.— ¡Ah! Nell… ¿qué traes ahí?
NELL.— ¿Cómo habíamos de consentir que no te desayunaras? Hemos reñido a Gregoria.
EL CONDE.— ¡Oh!, ¡qué ángel!… A ver… ¡Oh, esto sí que es bueno!… recién hecho… ¡qué aroma!… Dios te bendiga.
NELL.— No merezco yo las bendiciones, sino Dolly, que es quien te lo ha hecho.
EL CONDE.— Pero la idea habrá sido tuya. (Se sirve.)
NELL.— No quiero engalanarme con plumas ajenas. La idea fue de ella… Se ha puesto furiosa… Y a Venancio, le ha echado una buena peluca.
EL CONDE.— ¡Atrevidilla!
NELL.— Le gusta cocinar… y sabe… ¿Qué tal está?
EL CONDE.— Riquísimo… ¿Dices que Dolly sabe cocinar?
NELL.— Le gusta. Quiere aprender. Pues ahora está preparando un guisote, y luego te hará fruta de sartén. Verás qué bueno.
EL CONDE.— ¡Qué criatura! Dile que venga.
NELL.— Cree que estás enfadado con ella, y no se atreve a venir.
EL CONDE.— (Imperioso.) Que venga, digo.
NELL.— (En la puerta de la casa, llamando. A Dolly, que venga.) Dolly, ven… Dice que no está enfadado.
DOLLY.— (Con mandil de arpillera, remangados los brazos.) Abuelito, con esta facha no quería presentarme a ti.
EL CONDE.— Ven… no seas tonta… Gracias, chiquilla, por el excelente café que me has hecho.
DOLLY.— Y si me dejase Gregoria, te haría un arroz… que te chupabas los dedos.
EL CONDE.— (Sonriendo benévolo.) Bien, bien… Vaya, posees el genio de dos artes muy difíciles: la pintura y la culinaria.
DOLLY.— (Haciendo una graciosa reverencia.) Para servir a usía, señor Conde.
NELL.— Mientras nosotras estemos aquí, no te faltará nada papaíto.
EL CONDE.— (A DOLLY.) Pues aplícate, hija, aplícate, y serás una excelente cocinera. Quizás te conviene más de lo que tú crees. ¿Y Nell, no guisa?
NELL.— ¡Ay!, yo no sirvo para eso. Me da repugnancia… Además, no sé; vamos, que no me gusta.
EL CONDE.— Cada cual según su temperamento.
DOLLY.— (Sonriendo.) Esta es tan finústica, que para fregar un plato, es preciso que el plato esté limpio.
NELL.— (Riendo.) Esta es tan a la pata llana que no lava las cosas sino cuando están muy sucias.
DOLLY.— Claro.
EL CONDE.— Cada cual, chiquillas, es como es, y no puede ser de otra manera. ¡Y yo que no veía diferencia entre vosotras! Ahora, no sólo os distingo, sino que os considero con absoluta desigualdad. Ya separo vuestros caracteres, separo vuestras voces, separo vuestras almas… Sois el día y la noche, el alfa y la omega… la… No, no os digo lo que pienso, pobrecitas; no me entenderíais.
EL CONDE, NELL y DOLLY, EL CURA; después D. PÍO.
EL CURA.— La paz sea en esta casa.
EL CONDE.— Curiambro; buenos días… Yo bien, ¿y tú?
EL CURA.— Pasando… Ya me enteré… Venancio y Gregoria se han llevado un mediano réspice. No se repetirá el disgusto; yo se lo aseguro al noble león de Albrit.
EL CONDE.— El león de Albrit, que no teme las fieras, pero siente repugnancia por las alimañas inferiores, tendrá que buscar otra cueva.
EL CURA.— A propósito de cuevas, el Prior de Zaratán, que, entre paréntesis, quedó ayer encantadísimo de la exquisita cordialidad con que usted le recibió, nos invita hoy a tomar un bocadillo en su Monasterio.
EL CONDE.— ¿A mí también?
EL CURA.— A usted principalmente. Iremos Monedero, Angulo y yo, en calidad de séquito, de cortesanos o chambelanes de Vuestra Señoría, por no decir majestad.
EL CONDE.— Gracias… Pues no me opongo. A cortesía nadie me gana. Visitaré gustoso el Monasterio.
EL CURA.— (A NELL, que le hace señas.) No, si vosotras no vais. No queremos estorbos. Además, Vicenta Monedero, por mi conducto, os invita a comer en su casa, y a pasar allá la tarde.
EL CONDE.— ¿La Alcaldesa?
EL CURA.— Celebra su fiesta onomástica… Allí tendréis a toda la juventud florida de Jerusa.
DOLLY.— Lo siento… Mejor me estaba yo todo el día en mi cocinita.
NELL.— ¡Tonta, si el abuelo no ha de comer aquí!
EL CONDE.— ¿Cómo no?
EL CURA.— Segura mente, los señores frailes no nos soltarán a dos tirones. Me figuro el convitazo que habrán dispuesto, algo así como las bodas de Camacho, o los festines de Lúculo. Ea, chiquillas, hoy secuestro al león. Yo cuidaré de que no se aburra lejos de vosotras.
DOLLY.— Malditas ganas tengo yo de festejo.
NELL.— (Gozosa.) Sí que iremos. Nos divertiremos mucho.
EL CURA.— Nell es más sociable que Dolly… (A DOLLY.) Pero, tonta, ¿no te avergüenzas de que te vean tiznada?… ¡Uy!, ¡cómo apestas a cebolla!
DOLLY.— Mejor. Pues a usted bien le gusta que le den comiditas buenas… y bien se regodea y se relame.
EL CURA.— Veremos lo que te dura esa ventolera de los afanes domésticos… (Mira al CONDE como pidiéndole su parecer; pero D. RODRIGO, profundamente abstraído, no atiende a la conversación.)
EL CONDE.— (Con una idea fija.) Cada cual, según es…
D. PÍO.— (Con timidez, desde la puerta.) ¿Dan permiso?
EL CURA.— Adelante, gran Coronado.
DOLLY.— Hoy no hay lección, Piito. Tengo mucho que hacer.
NELL.— ¡Qué gracia! El juego de las comiditas. (Al CURA.) Pues hoy me da a mí por estudiar de firme, ea.
EL CURA.— ¡Bravísimo!
NELL.— (Con estímulo de amor propio.) Quiero aprender, quiero instruirme. La ignorancia me avergüenza, y empieza a estorbarme. Hoy estudiaré por las dos. ¿Te gusta, abuelito?
EL CONDE.— (Divagando.) Cada una, según su natural…
D. PÍO.— (A NELL.) ¿Vamos?
DOLLY.— Yo, a mis cacerolas.
NELL.— Y yo, a darle la jaqueca a D. Pío.
EL CURA.— Y yo, a ponerme de acuerdo con el Alcalde sobre la hora a que hemos de salir. (Dando su mano al CONDE.) Vendremos por usted.
EL CONDE.— Hasta luego, hijo.
EL CURA.— (A las niñas.) Cuando terminen, la una sus lecciones, la otra su trajín, prepárense para la fiesta de Vicenta. Que os pongáis bien guapas, ¿eh?… Cuidado, chiquillas, que representáis en el mundo la gloria, la nobleza, la tradicional elegancia de Albrit.
DOLLY.— Bueno, bueno. Estamos enteradas. (Se detiene, esperando que el abuelo le diga algo)
EL CONDE.— Dolly…
DOLLY.— (Presentando su mejilla.) Abuelito…
EL CONDE.— (Besándola.) No estoy enfadado contigo. ¿Y tú conmigo?
DOLLY.— Lo estuve… pero ya pasó… (Vase gozosa.)
EL CONDE.— (Tomando el brazo de NELL.) Nell, aguarda… Quiero asistir a tu lección. Llévame, hija mía.
Entran en casa seguidos de D. PÍO.
Dormitorio del CONDE.
EL CONDE, que entra; DOLLY, barriendo.
EL CONDE.— ¿Qué haces, chiquilla?
DOLLY.— Ya lo ves: arreglándote la leonera. ¿No has reparado que esa bribona de Gregoria, ni limpia aquí, ni barre?… Toda la casa la tiene como una tacita de plata, menos esta alcoba tuya, que debiera ser el sagrario…
EL CONDE.— Hija mía, como no veo bien…
DOLLY.— Te digo que la maldad de esta gente me subleva… Entérate de lo que he dispuesto. Entre la Pacorrita y yo hemos traído el lavabo bueno, que esos indinos quitaron de aquí para ponerlo en nuestro cuarto. Luego te mudaremos la cama, poniéndola en aquel rincón, para que estés más resguardadito del aire que entra por las rendijas de la ventana.
EL CONDE.— (Embelesado.) ¡Admirable! ¿Y a ti se te ha ocurrido todo eso?
DOLLY.— Todito ha salido de esta cabeza.
EL CONDE.— (Besándola.) ¿Y has acabado ya tus guisotes?
DOLLY.— Como te vas a comer con los frailes, he suspendido lo que tenía preparado para hoy. Pero mañana te haré una cosa muy rica, que a ti te gusta mucho.
EL CONDE.— (Se sienta; la abraza.) Eres un ángel… Lo uno no quita lo otro. Cabe en lo humano que seas lo que eres… y al propio tiempo criatura inocente, buena… quizás rematadamente buena. ¿Verdad que sí?
DOLLY.— Pero tú no me quieres.
EL CONDE.— (Confuso.) Sí te quiero. Es que…
DOLLY.— No vayas a creerte que hago yo estas cosas porque me quieras. Pégame, y haré lo mismo. Las hago porque es mi deber, porque soy tu nieta, y no puedo ver con calma que a un caballero como tú, poderoso en otro tiempo y dueño de toda esta comarca, le desatiendan gentes groseras, que no valen lo que el polvo que llevas en la suela de tus zapatos.
EL CONDE.— (Con viva emoción.) Deja que te bese una y mil veces, criatura. ¿Con que tú…?
DOLLY.— Y a esos indecentes, que no se acuerdan de la miseria que tú les remediaste, ni de que crecieron, yerbecitas chuponas, en el tronco de Albrit; a esos puercos, arrastrados, canallas, les estaría yo dando en la cabeza con el palo de esta escoba, hasta que aprendieran a respetar al que honra su casa sólo con pisar en ella.
EL CONDE.— (Empañada la voz por la emoción.) ¡Y tú… tú piensas eso!
DOLLY.— Y lo digo… y lo hago… Esta noche, cuando vuelva del convite, te arreglaré toda la ropa, que la tienes bien destrozadita. Esa pánfila de Gregoria no da una puntada en tu ropa. Fíjate en la de Venancio, que parece un Duque.
EL CONDE.— (Cruza las manos y la contempla extático, tratando de estimular la visión en sus ojos enfermos.) ¡Y lo haces por mí, por mí!
DOLLY.— (Se sienta a su lado, la escoba entre las manos.) Sabiendo que me quieres menos que a Nell. Reconozco que Nell lo merece más que yo, porque es más fina… y además tan buena…
EL CONDE.— (Algo perturbado.) Pero a ti… a ti te quiero también. Dime la verdad: ¿te incomodaste porque no te dejé subir conmigo?
DOLLY.— ¡Vaya con el desprecio que me has hecho… dos noches seguidas! La primera vez, D. Carmelo y el Médico, que cenaron aquí, me consolaban… Pero anoche… ¡ay!, me entró tal tristeza, que no pude dormir, y los ratos que dormí tuve sueños muy malos.
EL CONDE.— ¿Qué soñaste? A ver si lo recuerdas.
DOLLY.— (Con emoción un tanto picaresca.) Pues soñé… Primero soñé que tú eras malo… ¡Ya ves qué desatino! Después soné que entraba en nuestro cuarto mi papá… con una cara tan triste, tan triste… y se llegaba a mi cama, y me daba muchos besos…
EL CONDE.— Antes iría a la cama de Nell…
DOLLY.— Ni antes ni después… Yo soñaba que Nell no dormía en mi cuarto. Ya ves, otro desatino.
EL CONDE.— ¿Y no te dijo nada tu papá?
DOLLY.— Sí: algo me dijo, juntando su cara con la mía; pero no puedo acordarme: de eso sí que no me acuerdo… ¡Luego hablaba tan bajito, tan bajito…!
EL CONDE.— Es lástima…
DOLLY.— (Con donaire.) No hagas caso. Lo que soñamos es todo mentira, ilusión.
EL CONDE.— No aseguro yo tanto. Mi vejez resulta más candorosa que tu infancia. Yo creo en los sueños.
DOLLY.— ¡Pues cuando tú lo dices…! (El anciano cae en profunda meditación. DOLLY le observa cariñosa, esperando que reanude la conversación.) ¿Qué tienes, papaíto? ¿Por qué estás triste?
EL CONDE.— Hija mía, tu charla inocente, tu ingenuidad, tu alma, que sale con tu voz, y aletea en tus resoluciones, hacen en mí el efecto de un tremendo huracán… ¿no entiendes?… sí, de un huracán que me envuelve, me arrebata, me arroja en medio de la mar…
DOLLY.— ¡Abuelo…!
EL CONDE.— (Levantándose, consternado.) Sí: aquí me tienes forcejeando en medio de este oleaje de la duda. Una onda me trae y otra me lleva… y yo… ahogándome sin morir en esta inmensidad negra y fría… ¡Oh, no puedo vivir, no quiero vivir!… Señor, o la verdad o la muerte… No te asustes, niña querida. Son arrebatos que me dan. Tras esta duda quizás venga la certidumbre que deseo, que pido a Dios con toda mi alma; certidumbre que no será la que perdí: será otra, qué sé yo… (Con intensa ternura.) Dolly, ¿dónde estás? Ven a mí; suelta la escobita y abrázame. (La abraza estrechamente y la besa llorando.) Si eres tú, porque lo eres… si no, porque… no sé por qué… porque sí… no lo sé.
EL CONDE, DOLLY, EL CURA.
EL CURA.— (En la puerta.) Pero, señor león de Albrit, ¿se olvida de que abajo estamos esperándole?
EL CONDE.— (Limpiándose las lágrimas.) Voy… Perdona… me entretuvo esta chiquilla.
EL CURA.— (Dando prisa.) No nos sobrará el tiempo.
DOLLY.— Adiós, abuelito. Toma tu palo y el gabán. (Le da ambas cosas.) El día está bueno. Te divertirás mucho.
EL CONDE.— (Resignado, dejándose llevar.) Adiós, hija mía. Quieren que vaya a Zaratán… Pues a Zaratán. Hasta la noche.
Monasterio de Zaratán (Jerónimos).
Hállase situado en un fértil llano, con ligera inclinación y corriente de aguas hacia el Mediodía. Lo resguardan de los vientos septentrionales el verde muro de una selva espesísima, y la fortaleza de un monte, estribación de la sierra que por el Este se extiende en escalones hasta la mar. Rodeándolo frondosas arboledas de sombra, adorno y fruto, y tierras de cultivo y pasto, cerradas por tapia o setos vivos, en extensión considerable.
La construcción románica de la iglesia y de parte del convento aparece bastardeada, y en algunos puntos ridículamente sustituida por horribles superfetaciones del pasado siglo, de una imbecilidad que causa enojo y tristeza. En el frontis de la iglesia, en distintas puertas y ventanas, campea el escudo de Albrit, leónrampante con banderola en la garra, y el lema: Potestas Virtus.
No lejos de la fachada de la iglesia, separado de ella por anchurosa calle de chopos viejos, podados, llenos de jorobas y arrugas, está el portalón de ingreso. Es una plazoleta mal pavimentada de losetones verdinegros y resbaladizos, que fuera de él se extiende, se para el coche que conduce al CONDE DE ALBRIT y su acompañamiento. Sale toda la Comunidad a recibirle, con el Prior a la cabeza.
EL CONDE DE ALBRIT, EL CURA, EL MÉDICO, EL ALCALDE, EL PRIOR y monjes.
Es el PADRE MAROTO varón tosco y agradabilísimo, con sesenta años que parecen cincuenta; ni bajo ni flaco, ni gordo, admirablemente construido por dentro y por fuera, con equilibrio perfecto de músculos, hueso y cualidades espirituales. La ingeniosa Naturaleza supo armonizar en él, como en ninguno, la potente estructura corporal con la agudeza del entendimiento. Su índole nativa de organizador y gobernante en todo se revela; pero reviste tan hábilmente de dulzura y gracia el báculo de su autoridad, que ni siquiera duelen los estacazos que suele aplicar a los díscolos de su corto rebaño. Sin su energía, actividad y metimiento prodigioso, el fénix de Zaratán no habría renacido de sus cenizas.
EL CONDE.— (Muy afectuoso, contestando con exquisita urbanidad al saludo de bienvenida que en el portalón le dirige EL PRIOR.) Me anonada usted, señor Prior, saliendo a recibirme con la dignísima Comunidad… Vamos, que esto es hacer de mí un Emperador Carlos V.
EL PRIOR.— Para nosotros, imperio ha sido la casa de Albrit, y las glorias de Zaratán se confunden en la historia con la grandeza de las Potestades. (Entran en la calle de chopos jorobados; detrás, respetuosamente, el séquito civil y frailuno.)
EL CONDE.— (Con tristeza.) ¡Oh, grandezas desplomadas!… Albrit y Laín no son ya más que polvo y ruinas. (Pausa solemne.) Y agradezco más los honores que en esta ocasión se me tributan, porque veo en ellos un absoluto desinterés. Señor Prior de Zaratán, el último Albrit no puede corresponder a tan noble agasajo con ninguna clase de beneficios. Es pobre.
EL PRIOR.— Nosotros también. En los tiempos que corren, no hay más riquezas que la virtud y el trabajo, y más vale así.
EL CONDE.— (Parándose con intento de admirar las hermosas campiñas que a un lado y otro de la chopera se ven.) Admirable cultivo. Esta santidad agricultora es un encanto… y un gran progreso, el único progreso verdad.
EL PRIOR.— Trabajamos porque Dios lo manda. Dios quiere que no cultivemos sólo el cielo, sino la tierra; la tierra, que es el complemento de la fe.
EL CONDE.— Y, como la fe, la tierra no engaña. Ella nos alimenta vivos; muertos nos acoge…
Entran en el convento, y pasan a una sala cuadrilonga, en cuyas paredes se ven rastros de un fresco decorativo, que borroso asoma por entre los remiendos de yeso. La sillería es moderna y ordinaria, porque los monjes no tienen para más. EL PRIOR hace al CONDE la presentación de los Padres más ancianos, o más significados por sus talentos. El uno es notable por su facultad oratoria; el otro despunta en la agronomía; aquél es teólogo insigne; esotro, arquitecto. No falta el organista ni el veterinario, que al propio tiempo es algo canonista, y muy buen castrador de colmenas. Terminadas las presentaciones, EL PRIOR quiere obsequiar al CONDE y acompañamiento con un Málaga superior, que le han enviado de su tierra para celebrar. Acéptalo EL CONDE con galantería y D. CARMELO con júbilo. Sirve un lego y catan todos el finísimo licor.
EL ALCALDE.— (Repantigado en un sillón.) ¡Compadres, vaya una vida que se dan ustedes!
EL CURA.— (Repitiendo.) ¡Bendita sea la cepa que da este caldo! Debe de ser la que plantó Noé.
EL MÉDICO.— (En voz baja, a un fraile con quien platica.) Conviene que vea y aprecie las excelencias de Zaratán bajo el punto de vista de la vida orgánica y de las comodidades, porque, como buen aristócrata, se inclina al sibaritismo.
EL ALCALDE.— (A un monje que despunta en la agronomía.) Dígame, compañero, ¿de dónde demonios han sacado ustedes la simiente de esa remolacha forrajera que he visto en algunos tablares?
EL FRAILE.— (Con acento italiano.) Es de Lombardía, y también el grano turco.
EL ALCALDE.— ¿Qué es eso?… ¡Ah!… el maíz… Buenas cañas. Me han de dar ustedes unas mazorcas. Pues ¿y la alfalfa? Dan ganas de comerla… También quiero simiente… Yo no ando con repulgos; soy muy francote… barro para adentro… Verdad que también doy cuanto tengo… el corazón inclusive… (Pasando junto al CONDE.) Señor D. Rodrigo, yo que usía, francamente, me dejaría ya de hacer el caballero andante, y me vendría a vivir con estos compadres, que me parece… vamos… que no lo pasan mal.
EL PRIOR.— (Que, descuidándose a veces, emplea los tratamientos italianos.) ¡Oh!… si monseñor viviera con nosotros, nos honraría extraordinariamente.
EL CURA.— (Repitiendo.) Yo… se lo he dicho… ¡las veces que se lo he dicho!… Pero no quiere hacerme caso… Él se lo pierde.
EL PRIOR.— Eccellenza, otra copita.
EL CONDE.— No… Muchísimas gracias.
EL MÉDICO.— No puede desechar el recelo de que en Zaratán carecería de libertad. ¿Verdad, señores, que aquí estaría tan libre como en su casa?
EL PRIOR.— Viviría en la más hermosa y abrigada celda que tenemos; comería lo que más fuese de su agrado; se pasearía de largo a largo por nuestros plantíos y praderas, y estaría dispensado de asistir a los oficios, y de ayunos y penitencias. Si esto no es buena vida, que me traigan al que descubra otra mejor.
EL CURA.— (Repitiendo.) Su edad exige cuidados exquisitos, que aquí tendría como en ninguna parte.
EL CONDE.— (Con afabilidad.) Señores míos, yo agradezco infinito su solicitud, y me siento orgulloso del afecto que me demuestran, deseando tenerme en su compañía. Lo agradezco en el alma; pero no puedo acceder a sus nobles deseos, no y no. Y rechazo la oferta, no por mí, sino por la Comunidad, por lo mucho que la quiero, la respeto y la admiro.
EL MÉDICO.— (Aparte a un fraile.) ¡Viejo más marrullero!…
EL ALCALDE.— Veremos por dónde sale.
EL CONDE.— Estoy bien seguro de que los señores monjes, a los pocos días de alojarme aquí, no me podrían aguantar, y renegarían de haberme traído. Créanlo: tengo un genio imposible.
EL PRIOR.— ¡Eccellenza… por Dios…!
EL ALCALDE.— (Volviendo al grupo distante.) ¡Zorro de Albrit, remolón, pamplinero, si acabarás por venir aquí y tomar lo que te den, aunque sean sopas!
EL CONDE.— Sí, soy inaguantable. Cuando no ha podido domarme el infortunio, ¿quién me domará?
EL PRIOR.— (Echándose a reír y palmeteándole en el hombro.) Yo… sí, monseñor, yo… ¡También suelo gastar un geniecillo!…
EL CURA.— (Repitiendo.) La dulzura, el tacto, el don de gentes del Padre Maroto, son una garantía de concordia… Vivirán en santa paz.
EL CONDE.— Además, hay otro inconveniente. En mi vejez triste no puedo vivir sin afectos; me moriría de pena si no pudiera tener a mi lado a mis nietecillas, una de ellas por lo menos, la que escogiera yo para mi compañía.
EL ALCALDE.— (En voz alta.) Pues que las traigan. Es lo único que falta en Zaratán para que esto sea completo: un par de niñas…
EL PRIOR.— ¡Ah!, eso no. Aquí no pueden vivir mujeres. Las señoritas le escribirían con frecuencia.
EL CURA.— (Repitiendo, sin beber, y aplicándose, con finura, la palma de la mano a la boca.) Ya se iría jaciendo. Y alguna vez podrían las niñas venir a visitarle.
EL CONDE.— (Un poco molesto.) Que no me conformo. ¿Cuántas veces he de decirlo?
EL PRIOR.— Sí, sí… No se hable más.
EL CONDE.— (Con fina marrullería.) No desconozco la fuerza de las razones expuestas para convencerme. Ni quiero que vean ustedes en mí un hombre terco, atrabiliario y desagradecido… No, Prior; no, amigos míos. Mal genio tengo; pero de las tempestades de mis nervios suele surgir el juicio sereno y claro. Hermoso es Zaratán, simpáticos y agradabilísimos el Prior y sus dignos cofrades. ¿Quieren tenerme por compañero y amigo? No digo que sí; no digo que no… No debo aparecer ingrato, ni tampoco ansioso de un bien que no merezco.
EL PRIOR.— (Repitiendo los palmetazos afectuosos.) ¡Si al fin, monseñor, hemos de comer juntos muchos potajitos… y nos hemos de pelear aquí… como buenos hermanos!
EL ALCALDE.— (Dando resoplidos.) ¡Si digo que…!
EL MÉDICO y EL CURA cambian una mirada de satisfacción. Propone EL PRIOR enseñar la sacristía, y dar un paseo por la huerta antes de comer, y a todos les parece idea felicísima. Aunque el buen ALBRIT ve poco, se presta con galana urbanidad a que le muestren prolijamente las imágenes, los ornamentos, los vasos sagrados. El pobre señor, en obsequio a los bondadosos frailes, hace como que lo ve todo, y con discreta lisonja de buena sociedad, todo lo admira y alaba, hasta que EL PRIOR, abriendo un estuche, saca de él un cáliz y se lo enseña, diciéndole: «Esta hermosa pieza es donación de la CONDESA DE LAÍN». Inmútase el anciano, y después de preguntar a MAROTO si celebra en la hermosa pieza, y de responderle el fraile que sí, suelta un terno… y tras el terno una denominación que es escándalo y azoramiento de todos los que cerca están. Hace EL PRIOR como que no ha oído nada, y siguen.
Se sirve la suculentísima y abundante comida en una salita próxima al refectorio, mientras come la Comunidad, y sólo asisten a ella, a más de los forasteros, EL PRIOR y un monje anciano, el más calificado de la casa. Muéstrase, desde la sopa al café, decidor y jovial el buen PRIOR, arrancándose a contar salados chascarrillos andaluces de buena ley; y EL CONDE, aunque con pocas ganas de conversación, y como atacado de tristeza o nostalgia, se esfuerza en cumplir la tiránica ley de cortesía, riendo todos los chistes incluso los del Alcalde, el cual, después de un impertinente disputar sobre cosas triviales, barre para su casa, sosteniendo la supremacía de las pastas españolas para sopa entre todas las del mundo, incluso las italianas. Termina despotricando contra el Gobierno, porque no protege la industria nacional recargando fuertemente en el Arancel… ¡el fideo extranjero!
De sobremesa, propone EL PRIOR un agradable plan para la tarde: siesta, el que quiera dormirla; después, paseo hasta la casa de labor de abajo, que es la más interesante; visita a los corrales, establos y cabañas, y, por fin, solemnes vísperas con órgano, Salve, etc.
Coro de la iglesia conventual de Zaratán.
El PADRE MAROTO, en la silla prioral. A su lado EL CONDE DE ALBRIT. Siguen a derecha e izquierda los monjes, ocupando con sus venerables cuerpos más de la mitad de la sillería. En el centro, frente al facistol, los cantores. No hay verja que separe el coro de la iglesia, que es tenebrosa, sepulcral, cavidad cuyos límites y contornos se deslíen en un misterioso ambiente, tachonado por las luces de los cirios. En el fondo lejano se adivina, más que se ve, el altar mayor, disforme carpintería barroca y estofada. A la derecha un órgano pequeño, nuevecito, de excelente son. Toca con maestría el mismo fraile italiano que antes hablaba de la simiente de alfalfa y remolacha forrajera.
EL CONDE.— (Que sin darse cuenta de ello, entrelaza y confunde su rezo con sus meditaciones.) Señor de los cielos y la tierra, ilumíname, dame la verdad que busco… No muera yo sin conocerla… Que acabe mi vida con mis dudas horribles… Padre nuestro que estás… Creí que la falsa es Dolly, y la legítima Nell… y ahora creo lo contrario: Dolly es la buena, Nell la mala, la intrusa… Señor, que no prevalezca en mi familia la usurpación infame… El pan nuestro…
EL CORO.— Recordare Domine quid acciderit nobis… Intuere et respice opprobrium nostrum.
EL CONDE.— No me tengas, Señor, sobre esta zarza de las dudas… Me revuelco en ella, y mi cuerpo es todo una llaga… Dame la verdad, y que la verdad sea puerta para entrar en la muerte… Líbrame del oprobio de mi nombre, y aparta de mi descendencia el deshonor.
EL CORO.— Haereditas nostra versa es ad alienos, domus nostrae ad extraneos…
Suena con dulcísimos acordes el órgano. Encantado de oírle, EL CONDE se inclina hacia EL PRIOR para elogiar el instrumento y las hábiles manos que lo tocan.
EL PRIOR.— ¡Excelente organito!… Regalo de su hijo de usted, el señor Conde de Laín, que nos lo mandó de París. La carta en que me anunciaba este obsequio fue la última que de él recibí.
EL CONDE.— (Que desvaría un poco, afectado de la solemnidad del lugar y ocasión y de la lúgubre poesía que allí emana de todas las cosas.) Pues me lo había figurado… Como apenas veo, mi oído tiene una sutileza extremada, y en esos dulces acentos escuché la propia voz de mi pobre Rafael resonando en la iglesia… ¡Desdichado hijo mío! ¿Verdad, P. Maroto, que mi hijo merecía mejor suerte? Pero la felicidad no es para los buenos.
EL PRIOR contesta con cabeceos, por no creer que es ocasión de largas conversaciones, y continúa rezando. Pasa tiempo. La placidez del sitio, la suave temperatura, el monótono canto, determinan en el viejo ALBRIT una sedación dulcísima, y recostándose sobre la derecha en el amplio sitial, se adormece. A ratos se despabila, y perdida la noción de la realidad, olvidado de dónde está, dirige al PRIOR palabras que este estima de una incongruencia absoluta. En aquel sopor, cuyas intercadencias no es posible apreciar, ve y oye el desdichado prócer extrañísimas cosas. Si al despertar tiene algunas por disparates, otras quedan en su mente como verdades incontrovertibles. No puede dudar que su hijo Rafael se aparece en el coro, viniendo de la iglesia, vestido de monje, y avanzando lentamente se llega a su padre, y le habla… Bien seguro está de que le dice algo, y más le dijera si su imagen no desapareciese súbitamente como una luz que el viento apaga.
EL PRIOR.— ¿Qué dice el señor D. Rodrigo?
EL CONDE.— Me parece que hablo claro… La falsa es Nell. Me lo dice quien lo sabe… (Enteramente despabilado.) ¡Ah!… perdone usted… No he dicho nada. Estas cosas no deben decirse. (Mira en torno suyo, y nada ve. Pero advierte que han cesado los cánticos, y que el oficio ha concluido. La Comunidad se retira.)
EL PRIOR.— (Levantándose.) Eccellenza… hemos terminado nuestro rezo. Tome usted mi brazo, y saldremos.
EL CONDE.— (Apoyado en el brazo del PRIOR.) Es hermoso poseer la verdad…
EL PRIOR.— Cuando se posee.
EL CONDE.— Yo la tengo.
EL PRIOR.— Verdades hay, amigo mío, que no merecen que las poseamos. Vale más la duda que ciertas verdades. Lo que hay que tener es fe.
EL CONDE.— También la tengo. A ella me acojo, y de ella tomo mi energía para esta batalla con la espantosa duda… (Con grande extrañeza.) Pero dígame, ¿dónde se meten Carmelo y el Alcalde y el Médico de Jerusa? No les siento. ¿Es que están todavía examinando carneros y vacas?
EL PRIOR.— (Retardando la contestación, que supone ha de ser penosa para el anciano.) Pues D. Carmelo…
EL CONDE.— ¿Es que duerme aún la siesta para empalmar mejor la comida con la merienda? Me asombra que el Alcalde, que es tan beato… por dar ejemplo a las masas, como él dice… no haya venido a las vísperas.
EL PRIOR.— (Arrancándose, por aquello de «el mal camino andarlo pronto».) Señor Conde de Albrit, esos señores se han vuelto a Jerusa.
EL CONDE.— (Parándose en firme, erguido. El estupor contiene aún el estallido de su ira.) ¡Se han vuelto a Jerusa…!
EL PRIOR.— (Resuelto.) Esos caballeros piensan, como yo, que el señor Conde debe permanecer aquí.
EL CONDE.— (Airado.) Me han traído con engaño, me dejan con perfidia… se van… Me encierran como a una bestia dañina… ¡Me ponen en manos del carcelero, que es usted, la Comunidad… Zaratán maldito!
Atrio de la iglesia. Alameda. Portalón.
EL CONDE, EL PRIOR; algunos monjes, que a distancia se mantienen observando la escena, prontos a intervenir en ella, si lo ordena el Superior con seña o simple mirada.
EL PRIOR.— Yo ruego al ilustre Albrit que se sosiegue, y que vea en esto un acto sencillísimo, dictado por la amistad, por el afecto que todos le profesamos.
EL CONDE.— ¡Encerrarme traidoramente, como a un loco, como a un criminal!
EL PRIOR.— (Empleando la persuasión y buenos modos, que estima más eficaces.) Eccellenza, considere que está en su casa… ¿No dice nada a su espíritu la paz de este santo instituto? Cuantos aquí vivimos con sagrados al servicio de Dios y al trabajo de la tierra, somos sus amigos, no sus carceleros.
EL CONDE.— Estimo la buena intención, señor mío; pero a mí no se me enjaula, atentando inicuamente a mi libertad.
EL PRIOR.— ¿Y para qué quiere usted esa libertad más que para calentarse los sesos, acometiendo empresas ideológicas en busca de una luz que no ha de encontrar? (Queriendo acariciarle.) Créame a mí, que soy su amigo. Estos señores dejan a mi cuidado al león de Albrit, y yo respondo de que, pasada esta efervescencia de amor propio, monseñor nos lo agradecerá. Mi orden me manda acoger al desvalido, y practicar en todo caso las obras de Misericordia.
EL CONDE.— (Decidido a partir.) Muy bien. La novena dice: «No encerrar al prójimo contra su voluntad…». Dígame usted por dónde se sale.
EL PRIOR.— (Dominándose, y persistiendo en los procedimientos de dulzura.) Por segunda vez, Sr. D. Rodrigo, le invito a considerar que es locura oponerse a esta santa reclusión, dispuesta por la familia, patrocinada por los amigos, aconsejada por la Facultad… En ninguna parte tendrá monseñor la paz, la tranquilidad y los bienes materiales que aquí le prodigaremos sin tasa.
EL CONDE.— (Cada vez más colérico.) Maldigo a la familia, maldigo a los amigos, a la Facultad y a este endiablado laberinto de Zaratán, donde quieren que yo me vuelva loco… Pronto, señor Prior, mande usted que me franqueen la salida. (Avanza con paso resuelto por la alameda de chopos jorobados.)
EL PRIOR.— (Tras él, suplicante.) Reflexione usía, señor Conde; considere que ofende a Dios renegando de este santo recogimiento, en que la Religión y la Naturaleza le ofrecen descanso y paz…
EL CONDE.— (Revolviéndose furioso.) No me hable usted de religión… Aquí no la quiero… ¡aquí, donde tendría que oír las misas que dice usted con ese cáliz!… (Con ligera inflexión humorística, que chisporrotea en medio de su indignación.) Del cáliz nada tengo que decir, porque está consagrado… ¡Qué culpa tiene el pobre cáliz!… ¡Pero la misa… usted… esa tal!… No, no quiero vivir en Zaratán, no quiero estar preso… ¿Ni quién esa cuál para encerrarme a mí?… Me encierra porque no haga públicas sus ignominias… ¡Y el Prior de Zaratán es su cómplice; el Prior de Zaratán dice misa en su cáliz; el Prior de Zaratán se presta a ser mi carcelero para que no hable, para que no investigue, para que no descubra la verdad odiosa!… Pero no les vale, no, porque ahora mismo, señor D. Maroto o señor don Diablo, va usted a mandar que me abran aquella puerta, que jamás, jamás ha de volver a abrirse para el Conde de Albrit.
EL PRIOR.— (Ya cargado, con fuertes ganas de meter mano al prócer, y hacerle entrar en razón por el procedimiento más expedito.) Señor Conde, que ya me va faltando la paciencia.
EL CONDE.— ¡La salida… pronto, la salida!
EL PRIOR.— (Apretando los puños.) Le digo a usted que conmigo no se juega. Albrit es un niño, y como a tal habrá que tratarle. A los niños mañosos se les sujeta y se les…
Acércanse varios frailes, a quienes EL PRIOR ha hecho seña. EL CONDE, que en sus tiempos ha sido un excelente boxeador, se prepara de puños y brazos, dando a entender su propósito de romper cráneo o clavícula, si hay alguien tan osado que ponga la mano en su ancianidad venerable.
EL CONDE.— (Con bravura caballeresca.) Abusas tú, Prior, de la desigualdad de nuestras fuerzas, y porque me ves solo pretendes acoquinarme. Pero yo te aseguro que si me vence el número, no será sin que caiga al suelo alguno de estos bigardones, y bien podría suceder que el que caiga no se levante más.
EL PRIOR.— (Aunque no ha boxeado nunca, es hombre de empuje; sus puños cerrados igualan a la maza de Fraga, y los músculos de su brazo compiten en elasticidad y fuerza con el acero. La actitud guerrera del anciano le saca de quicio, y su primer impulso es dar cuenta de él, sin ayuda de sus cofrades.) Ahora lo veremos. ¡Leoncitos a mí!…
EL CONDE.— (Ciego de ira, poniéndose en guardia.) ¡Aquí te espero!
Rodean los frailes al PRIOR, haciéndole ver con gestos y palabras expresivas la inconveniencia de emplear la fuerza. Basta un momento de reflexión para que así lo comprenda MAROTO; se domina; encuéntrase en la posesión plena de sus facultades perfectamente equilibradas; se ríe de sí mismo, se ríe del CONDE con más lástima que menosprecio, y manda que se le abra la puerta.
EL CONDE.— ¡Ah! Se me obedece al fin… Abierta la jaula, el león recobra su libertad… ¡Ay del que quiera sujetarle! (Sale presuroso, y se aleja con tal viveza, sacando bríos de sus piernas cansadas, que su rápido andar parece milagroso.)
EL PRIOR.— (Rodeado de los frailes, viéndole partir.) ¡Pobre demente! Te ofrecemos el descanso y lo rehúsas; te damos el olvido de lo pasado, y prefieres revolver las escorias inmundas de tu deshonrada familia. Rechazas nuestra dulce compañía por correr tras un enigma cuya solución no has de encontrar… no, no la encontrarás, porque Dios no lo quiere… (Hablando para sí.) No, no lo quiere; yo, único mortal que sabe la verdad, no puedo decírtela, y aunque pudiera, menguado y díscolo viejo, no te la diría… (Alto.) Mirad, mirad cómo corre. Ni una sola vez ha mirado para atrás. La inseguridad de su paso denuncia el tumulto de sus ideas…
UN FRAILE.— Toma la dirección del Páramo.
EL PRIOR.— Quiere ir como hacia la mar.
OTRO FRAILE.— Hacia el cantil de Santorojo.
EL PRIOR.— Dios ataje sus pasos si van en busca de la muerte. Recémosle un Padrenuestro. (Rezan.) Ya no se le ve… Cae la tarde, hermanos; vámonos a cenar en paz y en gracia de Dios.
Meseta árida, en la cual no crecen más que cardos y aliagas. A trechos, rocas de singulares formas que parecen cuerpos a medio salir del suelo arenoso. Termina la planicie por el Norte bruscamente, como si la tajaran de un golpe con arma formidable. Allí está el filo del cantil, colosal muralla que del mar se eleva, en algunos sitios con declive de peñas escalonadas, en otros con una verticalidad espantable, terrorífica. La altura varía, por la desigualdad de la rasante en la meseta; pero en ninguna parte deja de ser tal, que difícilmente la soporta sin vértigo la mirada. Sube de lo profundo el murmullo hondo y persistente de la mar, dando testarazos en la base del cantil. Anochece. El cielo es tempestuoso.
EL CONDE.— (Solo, andando lenta y descompasadamente, fatigado ya de la carrera que emprendió en su fuga de Zaratán.) Ya me lo decía el corazón… Carmelo, el Mediquillo, y ese Alcalde que envenena a media Humanidad con sus fideos falsíficados, han vendido sus conciencias a la infame. ¡Hechuras mías habían de ser! Yo les favorecí, ellos me crucifican, me escarnecen, quieren enjaularme. ¡Dios mío, las veces que le he matado el hambre a ese Pepillo Monedero, cuando venían inviernos crudos y no podía trajinar con sus caballerías!… Con el vino que me ha robado, cuando me traía las tercerolas de Villarán, se podría emborrachar Carmelo, cuyo vientre es una bodega… Al padre de ese mediquejo le libré de presidio, cuando las talas de Laín. Era un hombre que siempre que Rafael o yo pasábamos por su lado, se ponía de rodillas, y teníamos que darle de palos para que se levantara… Y ahora ¡ay!… ¡Generación ingrata, generación descreída y que nada respetas, generación parricida, pues devoras el pasado, y menosprecias las grandezas que fueron! El honor, la pureza de los nombres, ¿qué son para estos menguados, que se pasan la vida hociqueando en el suelo, para recoger el pedazo de pan que la suerte les arroja? Son de vista baja, y no ven el cielo, ni el sol que nos alumbra… Y ahora, recobrada mi libertad, voy detrás de mi idea, como los Reyes Magos tras de la estrella que les guió al pesebre, en que acababa de nacer la verdad. (Detiénese, un tanto sobrecogido del espantoso estruendo de la mar en aquel sitio. Retumba el suelo. Las olas, en pleamar, penetran en tortuosas cavernas, y se revuelven con furia en las profundidades tenebrosas.) ¡Cómo brama! Mal vino trae esta noche el agua… Y allá, el reventar de la ola suena como cañonazos… Desde este borde distingo el tremendo salivazo de espuma cuando lo escupe para arriba… ¡Hermoso, sublime! (Continúa andando, no sin dificultad, porque va de cara al viento, que sopla del Oeste en rachas violentísimas.) Vaya con el aire… hay que ponerle la proa sin miramientos, y cortarlo con la cabeza, después de bien asegurado el sombrero. De nada me sirve el palo… ¡Qué soledad! O yo no veo absolutamente nada, o no pasa alma viviente por estos sitios… ¿Quién demonios, quién que no sea el estrafalario Albrit, este loco enjaulable, se ha de arriesgar por el horrible páramo en noche tempestuosa? (El viento le hace girar sobre sí mismo; tiene que acudir con ambas manos al sombrero; el palo se le cae.) Hola, hola, ¿esas tenemos, señor vientecito? Pues ahora nos veremos las caras. Primero se cansará usted que yo. Recojo mi palo, y adelante. Potestad me llamo: no hay quien me rinda. (Es ya noche cerrada, noche lúgubre, de cielo revuelto, invadido de negras nubes veloces, que corren hacia el Este, montando unas sobre otras, acometiéndose… Por entre sus vellones deshilachados, se deja ver, a ratos, la luna creciente, despavorida, que con su lividez ilumina el Páramo, y da siniestro relieve a los peñascos esparcidos, los cuales semejan aquí gatos en acecho, allí esfinges egipcias, más adentro esqueletos de ballenas.) Vaya… parece que afloja la racha. No podía ser menos. ¡Vientecitos a mí…! Adelante… (Sorprendido de oír una voz, que parece humana.) ¿Qué voz es esa? Si no es que el viento se da a la imitación del graznido de los hombres, ha sonado una voz. (Parándose, para oír mejor.) Sí, hasta parece que oigo mi nombre… No, no: es el viento, que sabe pronunciar la última sílaba: brit… brit…
En dirección contraria a la que lleva EL CONDE, avanza un hombre; pero como anda a favor del viento, más bien parece que vuela. Lo que en tan extraño sujeto aparenta alas son faldones de un largo abrigo. Pasa veloz junto al CONDE. Se para no sin gran esfuerzo, le llama… vuelve a llamarle.
EL CONDE; D. PÍO, sin sombrero, que le ha sustraído el huracán; lleva bufanda al cuello, que se enrosca y desenrosca a cada instante; levitón largo, que se le pone por montera; los pantalones arremangados.
EL CONDE.— (Con voz firme.) ¿Quién es… quién me llama? Si es el viento… perdone, hermano, no llevo suelto.
D. PÍO.— (Que se ve obligado a agarrarse al CONDE para no caer.) Soy yo, señor. ¿No me ha conocido? Soy Pío, el profesor de las niñas.
EL CONDE.— ¡Ah! Coronado… Acabáramos. ¿Y qué traes por estos sitios tan amenos, en noche tan deliciosa?
D. PÍO.— En el momento de encontrar a usía buscaba mi sombrero, que arrebató el viento.
EL CONDE.— Pues no es fácil que te lo devuelva. Si temes constiparte sin sombrero, ponte el mío. En verdad, no me sirve más que de estorbo…
D. PÍO.— Gracias, señor Conde. Estamos en el peor sitio. Agarrémonos bien el uno al otro, y vámonos a lugar más abrigado y seguro… Por aquí, señor… (Se agarran y se internan, alejándose del cantil.)
EL CONDE.— Por lo visto, las revueltas del Páramo te son familiares.
D. PÍO.— Si es mi paseo favorito. Esta soledad, esta aridez, este ruido de la mar me enamoran. Llega para mí un momento, al terminar el día, en que me hastían de tal modo las personas, que me arrimo a los animales; pero me hastían también los domésticos, y busco la compañía de los lagartos, de los saltamontes, de los cangrejos, y de todo lo que más se diferencia de nosotros.
EL CONDE.— Comprendo tu odio al género humano, infeliz Pío. Dícenme que eres muy desgraciado en tu casa.
D. PÍO.— (Llevándole a un sitio resguardado del viento.) Sí, señor. Más de una vez he venido a estos cantiles con el propósito de arrojarme por el más empinado. Pero…
EL CONDE.— Te ha faltado valor.
D. PÍO.— (Candoroso.) Sí, señor… Me faltan ánimos. Esta noche misma llegué decidido, tan decidido, que ya me estaba viendo cenado por los peces; pero en el momento crítico…
EL CONDE.— ¡Matarse, qué locura! Hay que luchar, luchar sin desmayo para aniquilar el mal.
D. PÍO.— (Con tristeza.) ¡Ah!, eso no es para mí. Luche quien pueda. Yo no sirvo; nací para dejar que todo el mundo haga de mí lo que quiera. Soy un niño, señor Conde, y no un niño de raza humana, sino de la raza ovejuna; soy un cordero, aunque me esté mal en decirlo. Nací sin carácter, y sin carácter he llegado a viejo. Permítame que me alabe. Soy el hombre más bueno del mundo; tan bueno, tan bueno, que casi he llegado a despreciarme a mí mismo, y a futrarme, con perdón, en mi propia bondad.
EL CONDE.— Y tuya es una frase que corre como proverbial en Jerusa: «¡Qué malo es ser bueno!».
D. PÍO.— Porque de la bondad me vienen todas mis desgracias… parece mentira. En mí no encuentro fuerza para hacer daño a ningún ser, llámese mosquito, llámese mujer u hombre. Donde yo estoy, está el bien, la verdad, el perdón, la dulzura… y llueven sobre mí las desdichas como si mi bondad fuera un espigón de metal que atrae el rayo… Señor, he llegado a un extremo tal de sufrimiento, que ya no puedo más; quiero arrojar por ese cantil el fardo de mi bondad, que es mi vida. Mi vida, o sea mi bondad, ya me enfada, me apesta, me revuelve el estómago… ¡Váyase a los profundos abismos, bendita de Dios!
EL CONDE.— Ten paciencia, Pío. Si eres tan bueno, Dios te dará tu merecido… Pero si hemos de charlar, desahogando en la confianza y amistad recíprocas las penas de uno y otro, no será malo, bendito Coronado, que me lleves a un sitio cómodo donde pueda sentarme. Por mi nombre te juro que estoy cansado.
D. PÍO.— (Guiándole.) Precisamente llegamos a un recodo donde estaremos a cubierto del vendaval. Entre estas peñas enormes, que parecen dos formidables canónigos con sus sombreros de teja, he descabezado yo mis sueñecitos algunas noches que he dormido fuera de casa. Aquí podemos sentarnos, sobre esta limpia arena llena de caracolitos, y hablar todo lo que nos dé la gana. (Se sientan.)
EL CONDE.— Dime, Pío: ¿al fin se murió tu mujer?
D. PÍO.— (Tocando las castañuelas.) ¡Al fin!, sí, señor. Dos años hace ya que el infierno la quiso para sí.
EL CONDE.— ¡Cuánto habrás padecido, pobre Coronado! De veras te digo que no hay en la sociedad vicio más desorganizador ni de peores consecuencias que la infidelidad conyugal; y cuando ese atroz delito trae el falseamiento de la ley del matrimonio y el fraude de la sucesión, no hay palabra bastante dura para anatematizarlo. Pues bien: aquí donde me ves, yo estoy en el mundo para combatir y anular las usurpaciones de estado civil, producidas por el desacuerdo entre la Ley y la Naturaleza. Nuestros legisladores no han tenido valor para abordar este problema. Yo lo tengo. He declarado la guerra a la impureza de los nombres, y a todas las ilegitimidades producidas por el infame adulterio.
D. PÍO.— (Embobado.) Ya… ¿Y qué hace el señor Conde para…?
EL CONDE.— Por de pronto, descubrirla usurpación… sacarla a la vergüenza pública… ¿Te parece poco? (D. PÍO, ensimismado, no dice nada.) Pero no hablemos ahora de mis cuitas, sino de las tuyas. Tu mujer, según creo, te dejó un mediano surtido de hijas.
D. PÍO.— (Secamente, mirando al suelo.) Seis…
EL CONDE.— Que son seis arpías, según se cuenta.
D. PÍO.— (Con aflicción.) Llámelas usía demonios o fieras infernales, pues arpías es poco. No me tienen ningún respeto, ni viven nada más que para martirizarme.
EL CONDE.— ¡Y lo aguantas! Tu bondad, pobre Coronado, raya en lo inverosímil, porque si no miente el vulgo… permíteme que te hable con una franqueza que resulta tan extremada como tu bondad… tus hijas… no son tus hijas…
D. PÍO.— (Después de una pausa.) Señor, por duro que sea declararlo, yo… En efecto, tan cierto como ésta es noche, esas hijas… no me pertenecen.
EL CONDE.— Y si de ello estás tan seguro, ¿cómo las tienes contigo?
D. PÍO.— Por ley de la costumbre, que es la gran encubridora de las perrerías que hace la bondad. Desde que nacieron las tengo a mi lado. Me quito el pan de la boca para dárselo a ellas… Las he visto crecer, crecer… Lo peor es que de niñas me querían, y yo… ¿para qué negarlo?… las he querido, casi las quiero, no lo puedo remediar… (ALBRIT suspira.) No tengo vergüenza, ¿verdad, señor Conde? No soy digno de hablar con un caballero como usía.
EL CONDE.— Eres un desgraciado, y yo quiero que seamos amigos. Dime otra cosa: esas tarascas, ¿permanecen solteras?
D. PÍO.— Dos casaron con los primeros ladrones del pueblo. A una la abandonó el marido, y está otra vez en mi casa: empina el codo, y me dice las cosas más indecentes que se le pueden decir a un hombre. María y Rosario tienen por novios a dos perdidos: el uno barbero, el otro muy dado al matute. Esperanza es loca por los hombres, y se va tras ellos por las calles y caminos, sin reparar que sean soldados, amoladores o titiriteros, y Prudencia, la más chica, me ha salido un poquito bruja. Echa las cartas, cura por salutaciones… y roba todo lo que puede.
EL CONDE.— (Con piadosa lástima.) No conozco otro ser más dejado de la mano de Dios. Sobre tu bondad caen todas las maldiciones del Cielo. ¿Cómo en tantos años no has tenido un día, una hora de entereza de carácter, para echar de tu lado a esas hembras espúreas que te consumen la vida?
D. PÍO.— No me pida el señor Conde que tenga carácter, que es como pedir a estas peñas que den uvas y manzanas. Soy bueno; me reconozco el mejor de los hombres. En un punto está que uno sea un santo o un mandria. Mi mujer, que de Satanás goce, me dominaba; me hacía temblar con sólo mirarme. Yo hubiera tenido valor delante de una docena de tigres; delante de aquel monstruo no lo tenía. Tan grande como mi paciencia era su liviandad. Me traía los hijos; nacían en casa. Yo le decía verdades como puños; pero no me escuchaba. ¿Qué había de hacer yo con las pobres criaturas, ni qué culpa tenían ellas? ¡No las había de tirar en medio de la calle! Crecían, eran graciosas, se dejaban querer. El tiempo me alargaba la bondad, y yo era más bueno cada día… y me dejaba ir, me dejaba ir… Nunca tuve resolución… Mañana será otro día, decía yo, y, en efecto, señor, todos los días, en vez de ser otros, eran los mismos… El tiempo es muy malo, es como la bondad… Entre uno y otro hacen estas maldades que no tienen remedio.
EL CONDE.— (Meditabundo.) Buen Pío, tu filosofía resulta dañina; tu bondad siembra de males toda la tierra.
D. PÍO.— Déjeme que siga contándole, para que acabe de despreciarme. Lo que sufro con esas culebronas a quienes llamo hijas no hay palabras para decirlo. Ellas me pegan, ellas me insultan, ellas me matan de hambre; ellas gozan con mis dolores, con mi vergüenza… ¡Qué malas, qué malas son! Cada una es un demonio, y juntas el Infierno. Y que no me vale huir de mi casa y abandonarlas, porque salen desaforadas a buscarme, y me cogen, y me llevan por fuerza, y me besuquean y hacen mil carantoñas. Tengo el corazón tan blando, que cuando veo llorar a alguien soy un río de lágrimas. Pues cuando alguna se pone mala, ¡si viera usía lo inquieto y apenado que estoy! Nada, que me falta tiempo para correr a casa del médico, a la botica…
EL CONDE.— Eres cosa perdida. Vas al abismo, buen Coronado.
D. PÍO.— (Agitadísimo.) Lo sé, señor Conde… Por eso pido a Dios que me lleve pronto al Cielo, porque allí, lo que es allí… supongo que podrá uno ser tierno de corazón y de voluntad sin perjudicarse… allí puede uno ser todo amor, sin que le descalabren, le pellizquen y le aporreen.
EL CONDE.— El Cielo, sí. Para ti no hay otro sitio. Aquél es tu mundo, y no debiste, no, Coronado, no debiste venir a éste.
D. PÍO.— (Con desesperación.) ¿Pero acaso yo me he traído?
EL CONDE.— Si no te has traído, puedes volverte cuando quieras. Ahora comprendo la razón y excelente lógica de tus propósitos de suicidio.
D. PÍO.— (Con efusión.) Me suicido porque soy un ángel, y nada tengo que hacer en este mundo.
EL CONDE.— (Indicando la dirección del cantil.) Es verdad… Vete pronto al tuyo, al Cielo. Por hacerme compañía no te entretengas.
D. PÍO.— (Que, sintiendo frío en la cabeza, se la cubre con el pañuelo, y anuda las puntas bajo la barba.) Si quisiera el señor Conde prestarme su pañuelo para sonarme, pues el mío me lo he puesto por la cabeza…
EL CONDE.— Hijo, sí; tómalo y suénate todo lo que quieras… Me parece que debemos continuar andando, porque nos enfriamos. Yo estoy aterido.
D. PÍO.— Como el señor Conde guste. (Levántase y le da la mano.) El viento afloja; ahora se descubre la luna.
EL CONDE.— (Andando los dos del brazo.) Pues en este momento, mi buen Coronado, se me ocurre una idea que puede ser tu salvación. Tú te librarás de todo mal a que tu bondad te ha traído, y yo tendré el gusto de producir en ti el único bien que has disfrutado en tu vida.
D. PÍO.— (Algo inquieto.) ¿Qué idea es esa, Sr. D. Rodrigo?
EL CONDE.— Pues muy sencillo. Tú no tienes valor para lanzarte de este mundo al otro. El valor que a ti te falta, a mí me sobra. Te agarro, te arrojo por el cantil, y al llegar abajo ya eres cadáver y se han acabado tus sufrimientos. (Pausa.)
D. PÍO.— (Que se rasca la cabeza, metiendo la mano por debajo del pañuelo.) Es una idea excelente. Por mi parte, no me opongo… Al contrario… Lo único que temo es que la muerte no sea muy rápida…
EL CONDE.— ¿Pero qué estás diciendo? Morirás en menos de cinco segundos. No, no encontrarás muerte mejor, ya emplees arma, veneno, o el ácido carbónico. Muerte instantánea, súbita entrada en la felicidad, en el Paraíso, de que nunca debiste salir. Si no me engaño, estamos en una parte del cantil que ni de encargo. Aquí la cortadura es vertical, la altura vertiginosa… Con que…
D. PÍO.— (Algo alelado.) Sí, sí… Pero ahora caigo en otro inconveniente, y éste sí que es grave, gravísimo, señor Conde. Como alguien nos habrá visto venir hacia acá, fácil es que acusen a usía de mi muerte; y le metan en la cárcel… y causa criminal al canto, por homicidio, con nocturnidad, alevosía… No, no, señor Conde. ¡Cómo había yo de consentirlo!
EL CONDE.— Nadie nos ha visto, ni es lógico que sospechen de mí… Decídete: ya ves qué fácil, ahora… ¿Oyes la mar que brama, como pidiendo que le arrojen algo con que entretenerse?… Pero hay más, carísimo Pío: figúrate tú el chasco que se llevarán tus hijas cuando vean que ya no tienen a quién martirizar, que se les ha escapado la víctima… ¡ja, ja!… Se revolverán unas contra otras, y furiosas, tirándose de los pelos, se enzarzarán con uñas y dientes…
D. PÍO.— (Riendo.) Sí, sí… y a ver quién les mantiene el pico… ¡Y que van a rabiar poco esas bribonas cuando yo me vaya! ¡Y con qué júbilo les diré yo desde allá: «Fastidiaos ahora, grandísimas puercas…!». Por supuesto, créame el Sr. D. Rodrigo, al recibir la noticia de que me ha tragado la mar, llorarán… porque, en medio de todo, me quieren… a su modo.
EL CONDE.— Y tú a ellas también. Remachas tu bondad con el tremendo deshonor de amarlas. Para poner fin a tanta ignominia es preciso… (Le agarra fuertemente por la cintura.)
D. PÍO.— (Riendo, para disimular su temor.)
Otro día, señor Conde, otro día… Esta noche me encuentro algo destemplado.
EL CONDE.— (Soltándole.) Como tú quieras.
D. PÍO.— (Alejándose del cantil.) No podemos, no podemos tomar esa determinación sin que yo escriba un papel en que diga que sucumbo de motu proprio.
EL CONDE.— Bien. No está de más hacer las cosas con la preparación y formalidad debidas.
D. PÍO.— (Gravemente.) Otra noche, después de disponerlo todo muy bien, nos reuniremos aquí.
EL CONDE.— Pues mira, ahora me alegro de que se quede la función para otra noche, porque así podrás darme algunas informaciones acerca de mis nietas… Dime: ¿en dónde estamos ya?
D. PÍO.— Cerca del Calvario, en el lindero del bosque.
EL CONDE.— Pues al pie de la cruz echaremos otra sentada… Me harás el favor de decirme…
D. PÍO.— Todo lo que el señor Conde quiera. (Despéjase un poco el cielo, y a la claridad de la luna andan los dos ancianos con menos lentitud. Llegan al Calvario, y se sientan en la meseta de granito que sustenta las cruces.)
EL CONDE.— Muy bien estamos aquí… Hablemos de Nell y Dolly. Dime, ante todo: ¿tú te sientes con el saber, con la suficiencia necesaria para instruir a mis nietas? ¿Te reconoces verdadero maestro de lo que ellas ignoran?
D. PÍO.— Señor Conde, yo…
EL CONDE.— Nada, nada: deja a un lado el amor propio, y respóndeme. Olvídate de quién soy y de quién eres. Somos dos amigos.
D. PÍO.— (Olvidando las categorías.) Pues amigo Albrit, diré a usted… digo a usía que, tan cierto como ese astro es luna, yo no sé una palabra de nada. Sabía, sí, sabía mucho, aunque me esté mal el decirlo; pero las desgracias me han desconcertado horriblemente el magín. Mi memoria es un desván lleno de telarañas. Subo a él en busca de mi sabiduría, y sólo encuentro retazos deshechos, trastos inútiles… Y como soy hombre de conciencia, más de una vez le he dicho a D. Carmelo que busque otro preceptor para las niñas… Una sola ciencia, o arte más bien, conservo en mi caletre. Es lo único que me queda en esta dispersión tristísima de mis conocimientos.
EL CONDE.— ¿Qué es?
D. PÍO.— Pues la Mitología. Todo lo he olvidado, menos el admirable y poético simbolismo de los griegos… Es raro, ¿verdad? ¿Y a qué debo atribuir que se agarre a mi entendimiento la dichosa Mitología? Pues lo atribuyo a que en ella todo es falso. En conciencia, señor Conde, yo declaro que no puedo enseñar a las niñas más que dos cosas: la reforma de letra, por Torío, y la fábula mitológica.
EL CONDE.— Ya no tendrás que enseñarles nada, bendito Coronado… Y ahora, vamos a mi asunto: tú que las has tratado íntimamente, tú que has vivido en contacto con sus inteligencias en capullo, con sus corazones virginales, dime: ¿cuál de las dos te parece más noble, más moralmente bella, más digna de ser amada?
D. PÍO.— (Meditabundo.) No es tan fácil determinar…
EL CONDE.— Porque iguales no han de ser. En la Naturaleza no hay dos seres enteramente iguales.
D. PÍO.— Igualdad, en efecto, no hay. Los caracteres son distintos. Vaya usted a saber si salen al padre, a la madre, o a los abuelos…
EL CONDE.— Yo quiero que designes la mejor. Figúrate que una ley ineludible te obliga a tomar una y a sacrificar la otra. (D. PÍO se muestra sorprendido y confuso.) Hazte cuenta de que no hay más remedio, de que no puedes evadir el dilema terrible.
D. PÍO.— (Rascándose la cabeza.) ¡Vaya un compromiso! Pues si la cosa es tan por la tremenda, si no hay más solución que escoger una… (Decidiéndose, tras larga vacilación.) Pues… con todas sus travesurillas, con toda su inquietud diablesca, y, si se quiere, desvergonzada, la preferida es Dolly.
EL CONDE.— ¿Y en qué te fundas para tu preferencia?
D. PÍO.— (Lleno de confusiones.) No sé… Hay algo en Dolly que me parece superior a cuanto vemos en el mundo. O mucho me equivoco, señor de Albrit, o la engendraron los ángeles.
EL CONDE.— (Gozoso de encontrar una afirmación.) Mi Rafael era un ángel. Soy de tu opinión con respecto a Dolly, agudísimo Coronado. Veo que tu inteligencia sabe penetrar en la razón y fundamento de las cosas. Y me figuro que tu juicio se funda en observaciones…
D. PÍO.— (Con inocencia angelical.) Sí, señor… también. Cuando estuvo aquí toda la familia dos años ha, observé en el señor Conde de Laín la misma preferencia.
EL CONDE.— (Excitado.) ¿De veras?… ¿Qué me dices?
D. PÍO.— Cuando paseaban, que era las más de las tardes, Dolly iba colgadita del brazo de su papá.
EL CONDE.— ¡Oh, Coronado ilustre, qué consuelo me das!
D. PÍO.— (Apoyándose en la rodilla de ALBRIT.) Y Nell del de su madre. D. Rafael idolatraba a Dolly.
EL CONDE.— ¿Dices que hace dos años?
D. PÍO.— Y antes lo mismo. Después no volvió por aquí.
EL CONDE.— (Animadísimo.) Pío, gran Pío, abrázame. La concordancia de tus ideas con las mías me llenan de júbilo.
D. PÍO.— (Con desaliento.) El señor Conde es feliz. Sus nietas le adoran y le dan mil consuelos. Yo, en cambio, tengo el Infierno en mi casa.
EL CONDE.— (Gozoso.) Respira, hijo. Tus infortunios concluirán pronto, gracias a mí, y te hartarás de bienaventuranza, y tu bondad podrá explayarse, ser eficaz, y servir de ejemplo en el Cielo mismo.
D. PÍO.— (Sorprendido de la animación de su amigo.) Parece que está contento el señor Conde.
EL CONDE.— Sí… ¡Siento en mí una alegría…! Me río de pensar en la cara que pondrán Gregoria y Venancio cuando me vean entrar. Esta noche cenarás conmigo.
D. PÍO.— (Suspirando.) Bueno: así entraré más tarde en casa. Cuando llegue a las tantas, y cenado, será ella.
EL CONDE.— Te acompaño, ¿quieres?, y armados los dos con buenas estacas, daremos un recorrido a las bribonas de tus hijas.
D. PÍO.— (Contagiado del humor festivo del CONDE.) Por Saturno, padre de los dioses, señor, que eso sería un lindo paso. Pero ¡ay, cómo se vengarían después las muy perras!
EL CONDE.— (En vena de hilaridad.) ¡Y ese bon vivant de Carmelo, y el médico, que creen haberme dejado preso en los Jerónimos, figúrate la cara que pondrán…!
D. PÍO.— (Tocando las castañuelas.) Sí, sí: estará bueno el sainete.
EL CONDE.— (Impaciente.) Vamos, vamos, que ya es hora de que nos riamos tú y yo, para desenmohecer nuestros espíritus, quitándonos las murrias de esta noche lúgubre… Bendito Coronado, padre general de los pelmazos, compendio de todos los males que acarrea la bondad, ya mereces la alegría… Vena a mi casa…
Se agarran del brazo, y apoyándose el uno en el otro, se dirigen con incierto paso a la Pardina.
Comedor en la Pardina.
VENANCIO, GREGORIA, SENÉN, disponiéndose a cenar; después EL CONDE y D. PÍO. GREGORIA pone la mesa.
VENANCIO.— Me parece mentira que estemos libres de ese estafermo insoportable.
GREGORIA.— ¡Ay qué descanso! Ya vivimos otra vez en la gloria. Cenaremos tranquilos, y nos acostaremos dando gracias a Dios.
SENÉN.— ¿Y estáis bien seguros de que se conformará con el encierro?
GREGORIA.— Y si no se conforma, que llame a Cachán.
VENANCIO.— Dice D. Carmelo que se quedó dormidito en el coro. Pues como se desmande y quiera escabullirse, no faltará quien le sujete; que el Prior de Zaratán no es hombre de mieles como nosotros, y las gasta pesadas. (Óyese la campana de la puerta.)
GREGORIA.— (Temblando.) ¡Jesús me valga!
VENANCIO.— Ha sonado la campana… Alguien entra… (Se asoma a la ventana.) Será José María…
SENÉN.— (Que también se asoma.) ¡Qué chasco, si fuera Albrit!…
GREGORIA.— (Trémula.) Si me parece que he oído su voz diciendo: «¡Ah de casa!».
VENANCIO.— No puede ser… (Mirando afuera.) ¡Rayos y jinojos, él es!
GREGORIA.— Será un alma del otro mundo…
SENÉN.— Se ha escapado el león…
EL CONDE.— (Entrando; tras él D. PÍO, que, distraído, conserva su pañuelo a la cabeza.) Sí, aquí está la fiera… Soy yo, mis queridísimos Gregoria y Venancio; el propio Albrit, vuestro señor que fue, después vuestro huésped. (Dirígese con calma al sillón que suele ocupar.) Y me acompaña mi buen amigo D. Pío Coronado, a quien veis en esa extraña facha porque el aire le privó de su sombrero.
D. PÍO.— (Con timidez, quitándose el pañuelo.) Perdón les pido… Me retiraré si estorbo.
EL CONDE.— Aquí no estorba nadie… (A VENANCIO y GREGORIA.) Ya comprenderéis que no vengo a pediros nuevamente hospitalidad. Con vuestras groserías me arrojasteis de la Pardina. No veáis en mí al pobre importuno que, despedido cien veces, cien veces vuelve. No: no entro en vuestra casa; entro en la casa de mis nietas, a quienes necesito ver esta noche.
VENANCIO.— Señor… yo no he arrojado a usía… Es que se creyó que estaría mejor en los Jerónimos.
EL CONDE.— ¡Al diablo tú y los Jerónimos!
GREGORIA.— La santa Virgen nos ampare.
SENÉN.— (Queriendo meter su cucharada.) Lo que quiere decir el señor Conde es que…
EL CONDE.— (Impaciente.) Lo que quiero decir es que necesito ver a mis nietas pronto. ¿Dónde están? ¿Por qué no han salido a recibirme?
GREGORIA.— Ha olvidado el señor que las convidó la señora del Alcalde.
EL CONDE.— (Severo.) Que vayan a buscarlas inmediatamente. (GREGORIA y SENÉN se ofrecen a traer a las niñas.) No, de ti no me fío… Tampoco tú eres de fiar… D. Pío, hágame el favor de traerme a Nell y Dolly.
SENÉN.— (Lisonjero.) Iré yo también, para que vea usía con qué solicitud ejecuto sus órdenes. (Vanse SENÉN y D. PÍO.)
VENANCIO.— (Haciendo de tripas corazón.) El señor querrá tomar algo.
GREGORIA.— Como no contábamos con usía, nada hay preparado.
EL CONDE.— Os lo agradezco. Cuando vengan mis nietas decidiré. Tú, Venancio, me harás el favor de ir a la Rectoral, y decir a Carmelo que deseo verle esta noche.
VENANCIO.— El señor cura estará cenando…
EL CONDE.— Eso no es cuenta tuya. Haz lo que te digo.
VENANCIO.— Bien, señor.
GREGORIA.— ¿Y a mí qué me manda usía?
EL CONDE.— Que puedes irte a tus quehaceres. Deseo estar solo. (Apoyando en la mano su cabeza, quédase meditabundo.)
GREGORIA.— (A su marido, que, al retirarse, amenaza con un gesto furtivamente al CONDE.) ¡Por Dios, Venancio…!
VENANCIO.— ¡Otra vez en mi casa…! Yo te juro que mañana no habrá en la Pardina más que un león… el de piedra, que está en el escudo. (Se van.)
Jardín y casa del ALCALDE. Al llegar SENÉN y D. PÍO, ven y admiran el jardín, iluminado con farolitos de colores colgados de los árboles. En la sala baja, cuyas ventanas están abiertas, suena el cascabeleo del piano. Óyense desde la calle alegres risotadas, cantos juveniles y pataditas de baile.
La ALCALDESA, SENÉN; después NELL; mucha y diversa gente, pollas y chicarrones de la localidad.
SENÉN.— (Hablando con la ALCALDESA en la puerta de la sala baja, que está de bote en bote.) Sí, señora, que vayan al momento. Nos ha mandado a D. Pío y a mí con esta comisión. Al maestro le he dejado en el jardín como un palomino atontado. Esta y no otra es la razón de que vengamos a turbar el regocijo de su fiesta monocrástica.
LA ALCALDESA.— (Sofocando la risa.) Onomástica, Senén.
SENÉN.— (Sin dar su brazo a torcer.) En Madrid lo decimos de varios modos. Decimos también fiesta morganática.
LA ALCALDESA.— Bien, hombre, no riñamos por una palabra… Pero no acabo de creer que el león se haya escapado de la espléndida jaula de Zaratán. Cuando lo sepa José María, ¡bueno se pondrá! ¡Y D. Carmelo tan confiado en que el Prior se daría sus mañas para retenerle!
SENÉN.— Me inclino a creer que no hay quien pueda con Albrit. Para su soberbia no se han inventado jaulas ni barrotes fuertes.
LA ALCALDESA.— Te advierto que las chicas no saben nada de esta conspiración para enjaular a su abuelo.
SENÉN.— Conviene que lo ignoren.
LA ALCALDESA.— Es un dolor que ese viejo extravagante las llame en lo mejor de la fiesta. ¡Están tan divertidas las pobres! Lo que han gozado esta tarde no puedes figurártelo. Entra, y tomarás un dulce y una copa. (SENÉN da las gracias, y trata de ganar terreno dentro de la sala; pero el apretado gentío se lo impide.) Está esto imposible… Pues sí: ahora se ve que a estas infelices niñas de Albrit les gusta la sociedad, y que para la sociedad han nacido. Da pena verlas hechas unos saltamontes, del bosque a la playa y de la playa al bosque, cuando su centro, su atmósfera, como quien dice, es la buena sociedad, el dar broma con decoro, y el divertirse lícitamente. Esta tarde lo hemos visto. ¡Virgen, lo que han picoteado con Manolo y Serafín, los de la confitería! Ellos son saladísimos, llenos de picardía, eso sí; pero elegantitos. Estudian en Madrid.
SENÉN.— (Introduciéndose más.) Les conozco.
LA ALCALDESA.— Van a los estrenos, frecuentan las reuniones, saben de memoria todas las tonadillas del género chico, montan en bicicleta…
SENÉN.— Son chicos muy simpáticos… Allá veo a Dolly de conversación tirada con el tontaina de Tomasín, el del Registrador. Como hay Dios, que le está tomando el pelo.
LA ALCALDESA.— ¿Esa? Es capaz de tomárselo al lucero del alba.
SENÉN.— Procure usted, Doña Vicenta, echármelas para acá, y si no puede usted a las dos, cójame a la que pueda… que ya es tarde y el león debe de estar impaciente, sacudiendo las melenas.
Intérnase VICENTA. NELL, rompiendo por entre el gentío, sofocada, fulgurantes los ojos de la batahola del baile y de la excitación de tanto charloteo, va en busca del antiguo criado de su casa.
SENÉN.— Señorita Nell, aquí estoy.
NELL.— ¡Vaya un fastidio, Senén! ¡Qué poco nos dura el contento! ¿Por qué no nos deja el abuelito cenar aquí? ¿Se ha puesto malo? (SENÉN deniega.) Pues nos iremos. Espérate un poquito… A ver dónde está Dolly.
SENÉN.— (En tono de protección.) ¡Es lástima que las señoritas no disfruten de la sociedad!… Pero, según mis informes autorizados, pronto se les acabará el aburrimiento y la sosería de este destierro de Jerusa.
NELL.— (Con vivo interés.) «Según tus noticias», has dicho… Ah, Senén, tú has estado en Verola. ¿Hablaste con mamá?
SENÉN.— (Haciéndose el discreto.) Vine esta mañana de Verola. Los vientos que allí corren son que la señora Condesa, cuando regrese a Madrid, no dejará a sus hijas en esta villa provinciana.
LA ALCALDESA.— (En alta voz, en medio de la sala, dando palmadas.) Aquí no se cabe, señoritas y caballeros. Al jardín, a mi jardín, que para eso os lo he iluminado a la veneciana.
Salida impetuosa de la muchedumbre juvenil de ambos sexos, y de las personas mayores. La juventud se precipita, toma la delantera a los viejos, y se desborda fuera del recinto, ávida de mayor y más fresco espacio en que producir su actividad bulliciosa; la oleada pasa junto a SENÉN, pero no le arrastra.
NELL.— (Que permanece en la sala, conteniendo su afán de correr también hacia el jardín.) Dime pronto. ¿Te habló mamá? ¿Nos llevará consigo? (SENÉN afirma.) ¿Pero es verdad, o suposiciones tuyas? ¿Vuelve mamá por aquí?
SENÉN.— Seguramente. Dentro de unos días… Hay allí mucha grandeza, marqueses y duques.
NELL.— ¿Y eso qué…?
SENÉN.— (Como quien recela decir lo que sabe.) La señora no podrá… En fin, no sé. Eso depende…
NELL.— (Inquieta.) Habla pronto; dime lo que sepas, o me voy.
SENÉN.— No podré comunicar nada a la señorita si no tiene un poquitín de paciencia. (NELL quiere conducirle al jardín.) Mejor hablamos aquí. Ya ve la señorita que nos hemos quedado solos.
NELL.— (En quien por el momento puede más la curiosidad que el anhelo de divertirse.) Bueno: pues aquí me estoy.
SENÉN.— Por esta noche, me limito a consignar… y esta es noticia adquirida en los centros oficiales… que la señora Condesa ha decidido presentar a sus niñas en sociedad.
NELL.— Tú me engañas, Senén maldito. ¡Oh! Pues si eso fuera verdad, y acertaras… vamos, te regalaría yo muy pronto un alfiler de corbata mejor que ese que llevas… ¿Hablas en broma?
SENÉN.— (Radiante de fatuidad.) Hablo con toda la seriedad propia de mi carácter. Y si la señorita me promete guardar secreto, le diré otra cosa. Pero ha de asegurarme que esto no saldrá de entre los dos. ¿Palabra?
NELL.— Palabra… y el alfiler si resulta que no me engañas. (SENÉN remusga, haciéndose de rogar.) Maldito, habla de una vez… Vamos, no sé qué te haría.
SENÉN.— Queda entre los dos… No fastidiar… Pues… quieren casar a la señorita…
NELL.— (Vivamente, poniéndose muy encarnada.) ¡A mí!
SENÉN.— A usted… con el primogénito de los Duques de Utrech… Ya sabe: Paquito Utrech, Marqués de Breda… lleva ese título hace seis meses. ¡Vaya un partido! ¡Rico él, elegante él, guapo él!…
NELL.— (Afectando incredulidad y conteniendo la risa, para que no le salga al rostro el contento, que, no obstante, sale a borbotones.) ¡Vaya unos embustes que te traes! Quita allá… ¿tú crees que yo soy tonta?… No me digas esas cosas si no quieres que te…
LA ALCALDESA.— (Llamando desde el jardín.) ¡Nell, Nell!
NELL.— Aquí estamos… Voy. (Corre al jardín, y SENÉN tras ella.)
LA ALCALDESA.— Hija, no sé dónde se ha metido tu hermana. Hace un momento estaba aquí…
NELL.— (Llamando.) ¡Dolly!
SENÉN.— Vámonos pronto. (Preguntando en los corros, se averigua que DOLLY hablaba momentos antes con D. PÍO, y… no se sabía más.)
NELL.— Se habrá ido con él.
SENÉN.— Sin duda. En la Pardina la encontraremos.
Despídese NELL y sale con SENÉN, a punto que entra el señor ALCALDE, bufando. Viene de la sesión del Ayuntamiento, que ha sido borrascosa. Sus colegas le han hecho el desaire de rechazar la moción, por él presentada, para que a la calle de Potestad se le cambie el nombre, llamándola Calle del Siglo XIX.
Comedor en la Pardina.
EL CONDE, en la propia actitud en que quedó al final de la escena XIII. Llegan sucesivamente DOLLY, con DON PÍO, NELL, con SENÉN; VENANCIO y GREGORIA, EL CURA, EL ALCALDE.
EL CONDE.— (Oyendo ruido.) Ya vienen.
DOLLY.— (Entrando presurosa.) ¡Abuelito de mi alma… aquí, tan solito, y nosotras de fiesta!
EL CONDE.— (Besándola.) Alma mía, paréceme que hace un siglo que no te veo.
D. PÍO.— (Sofocadísimo.) En cuanto le dije que usía la llamaba, le faltó tiempo para echar a correr.
EL CONDE.— ¡Hija querida!
D. PÍO.— Ni siquiera se despidió de Doña Vicenta. Me ha traído ¡ay!, como si viniéramos a apagar un fuego.
EL CONDE.— ¿Y Nell?
DOLLY.— Por no detenerme no me cuidé de buscarla entre el tumulto.
D. PÍO.— Ya me parece que llega.
NELL.— (Entrando, seguida de SENÉN.) Albrit… ¿qué ocurre? ¿Qué le pasa al primer caballero de España, mi ilustre abuelo? (GREGORIA y VENANCIO aparecen por el fondo.)
EL CONDE.— (Sorprendido del lenguaje ceremonioso que usa NELL.) Chiquilla, desde que no nos vemos has estudiado más de lo que creí… has adelantado prodigiosamente en la ciencia del mundo.
NELL.— ¿Has paseado mucho…?
DOLLY.— (Acariciando al abuelo.) Demasiado… ¡Pobrecito! ¡Cómo habíamos de permitir tal infamia si la hubiéramos sabido!
NELL.— (Sorprendida.) ¿Pues qué ocurre? (Entra EL CURA, un tanto cohibido. No sabe a quién dirigirse primero, si a las niñas o al CONDE.)
DOLLY.— D. Carmelo te lo dirá.
EL CURA.— Niñas mías, podéis creer que al llevarle a Zaratán nos guiaba el deseo de aposentarle dignamente. Creía y sigo creyendo…
EL CONDE.— (Que sale generosamente a la defensa del CURA.) No te apures, Carmelo, por sincerarte. Estas tontuelas no están bien enteradas. Todo se reduce a que me llevasteis a dar un paseo en coche, y yo tuve la humorada de volverme a pie en compañía del buen Coronado.
EL ALCALDE.— (Que entra presuroso, dando resoplidos.) Me lo temía, sí… me lo temía. El señor Conde se nos ha vuelto un chiquillo…
EL CURA.— (Animándose con el refuerzo del ALCALDE.) Y desconoce el grandísimo bien que hemos querido hacerle.
EL ALCALDE.— (Con petulancia.) ¡Vamos, que fugarse del Monasterio! No he visto otra… ¡Desmentir así su respetabilidad!
EL CONDE.— (Con jovialidad desdeñosa.)
Amigo Monedero, no es lo mismo hacer fideos que encerrar leones.
EL ALCALDE.— (Quemado.) En una y otra cosa, Sr. de Albrit, me tengo por hombre que sabe su obligación.
EL CONDE.— No la sabe muy bien cuando tan mal le ha salido esta tentativa.
EL CURA.— (Interviniendo pacíficamente.) Permítame, señor Alcalde…
EL ALCALDE.— (Echando roncas.) Digo y repito que sé mi obligación, y que no necesito que nadie me enseñe a sujetar a los que no deben estar sueltos.
EL CONDE.— (Con desprecio.) No te conozco… No puedo ver en esas arrogancias al buen Pepe Monedero, servidor que fue de mi casa, cuando aquí, siguiendo las tradiciones de mi santa madre, consagrábamos parte de nuestra hacienda al socorro de los desvalidos.
EL ALCALDE.— (Desconcertado.) Pues si usted me desconoce, le diré…
EL CONDE.— No te empeñes en ello. No te conozco. Sobre que no veo bien, la ingratitud desfigura los rostros…
DOLLY.— No sea usted ingrato, D. José María.
EL ALCALDE.— (Reventando de vanidad.)
Haga usted entender a su señor abuelo que soy el Alcalde de Jerusa.
DOLLY.— (Estallando en ira, con gallarda fiereza.) Pues al Alcalde de Jerusa, y al Cura de Jerusa, y a todos los alcaldes y a todos los curas habidos y por haber en el mundo, les digo yo que es una oficiosidad inicua lo que han querido hacer con mi abuelo…
EL CURA.— ¿Pero tú…?
EL ALCALDE.— ¡Esta mocosa…! Usted…
DOLLY.— (Creciéndose a cada palabra.) Sí, señor, yo… yo misma. Han faltado al respeto que merece el noble desvalido, el anciano, el padre de Jerusa, el que no debiera entrar en estos valles y en este pueblo sin que antes las piedras se levantaran para bendecirle, y hasta los árboles se arrodillaran para adorarle… ¿Por qué queréis privarle de libertad? No padece más locura que el cariño que nos tiene; y si los que se han criado a su sombra le menosprecian o le ultrajan, aquí estamos nosotras, sus nietas, para enseñar a todo el mundo la veneración que se le debe.
EL CONDE.— (En pie, cruzando las manos. La emoción le ahoga.) ¡Señor, Señor, ella es… es la mía…! Su noble fiereza lo declara… (Vuélvese a CORONADO, que está junto a él.) Esta, esta… la mía.
EL CURA.— (Que ha permanecido junto a NELL.) Cálmate, hija mía: tratábamos de mejorar su situación…
EL ALCALDE.— ¡Vaya un geniecillo!
NELL.— (Corriendo al lado del CONDE.) Abuelito querido, sosiégate. Creyeron que en Zaratán tendrías mejor albergue que aquí… Y no me parece mala idea, francamente, porque si nosotras nos vamos con mamá…
EL CONDE.— (Con dulzura un poco seca, sin rechazar sus caricias.) Sí: tú, tú puedes marchar cuando quieras.
NELL.— (Sin comprender.) Se acabó la cuestión… Ahora descansas… Antes se te dispondrá la cena. Dolly, démosle de cenar.
EL CURA.— Podría venir a mi casa…
DOLLY.— ¡Pero si está en la nuestra!
EL CURA.— Dígolo porque… Bien sabéis que las desavenencias de estos días han creado cierta incompatibilidad entre el señor Conde y Venancio…
NELL.— ¡Incompatibilidad! Estamos en nuestra casa.
VENANCIO.— (Adelantándose, seguido de GREGORIA.) Perdone la señorita. Las señoritas, lo mismo que el señor Conde, están en mi casa.
NELL.— (Acobardada.) Es verdad; pero…
DOLLY.— ¿Qué dices…?
VENANCIO.— Digo que, a pesar de todo, por esta noche le alojaremos y le serviremos.
DOLLY.— (Con brioso arranque.) ¿Cómo se entiende? ¡Por esta noche! Por esta y por todas las noches del mundo, mientras nosotras estemos aquí. La casa es tuya, es verdad; pero somos tus amas nosotras, mi hermana y yo: somos tus amas, ¿lo entiendes bien? A excepción de esta huerta, las tierras que cultivas y que tienes en arrendamiento casi de balde, o en administración, nuestras son, nuestras. Somos las herederas de la casa de Laín, y tú, Venancio, y tú, Gregoria, servís a mi abuelo, no por caridad, que caridad está visto que no tenéis, sino porque yo os lo mando, ¿lo entendéis bien?, yo os lo mando… (Repite el concepto con firme autoridad.)
VENANCIO.— La que manda… es…
GREGORIA.— La señora Condesa.
DOLLY.— (Altanera.) Silencio. A disponer la cena… (A GREGORIA.) Tú a la cocina… de cabeza… El Conde de Albrit vive con sus nietas. No nos tenéis de limosna… Cenará aquí, cenaremos los tres aquí (Da un fuerte golpe en la mesa), en esta mesa. Dormirá en su aposento, que para eso se lo arreglé yo misma esta tarde. Y si no queréis ir a la cocina, iré yo… Y si habéis descompuesto la alcoba, irá Nell a arreglarla… Pronto, vivo… (A VENANCIO y GREGORIA.) A poner la mesa… Señores, se les convida.
EL ALCALDE.— (Con desvío.) Gracias.
EL CURA.— Pero, chiquilla, tú…
DOLLY.— Yo… Me basto y me sobro. Nieta soy de mi abuelo.
EL CONDE.— (Con inmensa ternura y entusiasmo, abrazándola.) ¡Sí, sí!… ¡Sangre mía, corazón de Albrit!
FIN DE LA JORNADA CUARTA