Escena I

NELL, DOLLY, D. PÍO CORONADO, sentados los tres alrededor de una mesa estudio, donde se ven papeles, tintero, libros de texto.

Es el maestro de las niñas de Albrit un anciano de estatura menguada, muy tieso de busto y cuello, y algo dobladito de cintura, las piernas muy cortas. La expresión bonachona de su rostro no lograron borrarla los años con todo su poder, ni los pesares domésticos con toda su gravedad. Guiña los ojuelos, y al mirar de cerca sin anteojos, los entorna, tomando un cariz de agudeza socarrona, puramente superficial, pues hombre más candoroso, puro y sin hiel no ha nacido de madre. Un rastrojo de bigote de varios colores, recortado como un cepillo, cubre su labio superior. Viste con pobreza limpia anticuadas ropas, recompuestas y vueltas del revés, atento siempre al decoro de la presencia en público.

Maestro de escuela jubilado, desempeñó con eficacia su ministerio durante treinta años, distinguiéndose además como profesor privado de materias de la primera y segunda enseñanza. Su defecto era la flojedad del carácter, y la tolerancia excesiva con la niñez escolar. Sabía el hombre todo lo que saber necesita un maestro, y algo más; pero con la edad y las inauditas adversidades que le agobiaban fue perdiendo los papeles, y hasta la afición. Su cabeza llegó a pertenecer al reino de los pájaros; su memoria era una casa ruinosa y desalojada, en la cual ninguna idea podía encontrar aposento; todo lo que perdía en ciencia lo ganaba en debilidad y relajación del carácter. En esta situación le designó D. CARMELO para maestro de las niñas de Albrit, teniendo en cuenta tres razones: que si no sabía mucho, no había en Jerusa quien le aventajara; que era honrado, honesto, absolutamente incapaz de enseñar a sus discípulas cosa contraria a la moral, y, por último, que al aceptarle para aquel cargo realizaba la CONDESA un acto caritativo. Su bondad, la excesiva blandura de corazón, eran ya en CORONADO un defecto, casi un vicio, por lo cual, lamentándose de sus acerbas desdichas, solía decir, elevando al cielo los ojos y las palmas de las manos; «¡Señor, qué malo es ser bueno!».

Al comenzar la escena llevaba ya el maestro una hora de inútiles tentativas para introducir en las molleras de sus alumnas los conocimientos históricos, aritméticos y gramaticales.

DOLLY.— (Dando un golpe en la mesa.) ¿Qué no sé una palabra? Mejor… Ni falta que me hace.

D. PÍO.— (Apelando a la emulación.) No dirá lo mismo Nell, que desea aprender.

NELL.— Sí, señor, digo lo mismo: ni falta que me hace.

D. PÍO.— (Con severidad fingida, que no convence.) Está bien, muy bien. He aquí dos niñas finas, criadas para la alta sociedad, y que se empeñan en ser unas palurdas.

DOLLY.— Sí, señor: Queremos ser palurdas.

NELL.— Salvajes, como quien dice.

D. PÍO.— ¡Anda, salero! ¡Salvajes las herederas de los condados de Albrit y Laín!

DOLLY.— (Tirándole suavemente de una oreja.) Sí, sí, maestrillo salado. ¿No eres tú muy ilustradito?

NELL.— ¿Y de qué te sirve?

DOLLY.— ¡Vaya un pelo que has echado con tu ilustración!

D. PÍO.— (Suspirando.) Puede que estéis en lo cierto, niñas de mi alma… Bueno, sigamos. Dolly, otra miajita de Historia… ¡Vamos allá!

DOLLY.— (Apoyando los codos en la mesa y la cara en las manos, le contempla risueña.) ¡Piito, qué guapo eres!

D. PÍO.— (Tocando las castañuelas con los dedos.) Señorita Dolly, juicio.

NELL.— Tu cara parece una rosa. Si no fueras viejo y no te conociéramos, diríamos que te pintabas.

D. PÍO.— Juicio, Nell… ¡Pintarme yo!

DOLLY.— Dime otra cosa: ¿es verdad que cuando eras pollo hacías muchas conquistas?

D. PÍO.— (Tocando con más rápido movimiento las castañuelas, que es su manera especial de llamar al orden.) Juicio, niñas. Sigamos la lección.

NELL.— Nos han dicho que las matabas callando.

DOLLY.— Y que tenías las novias por docenas.

D. PÍO.— ¿Novias…? Oh, no: quítenme allá eso… Son muy malas las mujeres.

NELL.— (Pegándole suavemente en el cuello.) Peores son los hombres. No hables mal de nosotras.

D. PÍO.— Vaya, que estáis hoy juguetonas y desatinadas. (Queriendo enfadarse.) ¡Por vida de…! Si no dais la lección, os lo digo con toda mi alma, os lo juro…

NELL.— ¿Qué?

D. PÍO.— (Deseando enfadarse.) Que me enfado.

DOLLY.— Ya lo había conocido. Estamos temblando.

NELL.— Toca, toca las castañuelas.

D. PÍO.— (Decidido a tomar la lección.) Orden, juicio. A ver: decidme algo de Temístocles.

DOLLY.— Sí: el que le cortó la cabeza a una mala mujer, que llamaban la Medusa.

D. PÍO.— (Llevándose las manos al cráneo.) ¡Por Dios, por todos los santos de la corte celestial, no me confundáis la Historia con la Mitología!

NELL.— Tan mentira es una como otra.

DOLLY.— Y nos importan lo mismo.

D. PÍO.— ¡Ay, ay, cómo estáis hoy!… ¡Silencio, formalidad! Pronto, referidme los principales hechos de la vida de Temístocles.

DOLLY.— No nos gusta meternos en vidas ajenas.

D. PÍO.— Temístocles, grande hombre de la Grecia, natural de Tebas, vencedor de los lacedemonios. (Corrigiéndose.) ¡Ah!, no… le confundo con Epaminondas… ¡Cómo tengo la cabeza!…

NELL.— ¡Ay, que no lo sabe, que no lo sabe!…

DOLLY.— ¡Vaya con el preceptor de pega!

D. PÍO.— (Afligido.) Es que me volvéis loco con vuestros juegos, con vuestras tonterías. (Con gravedad.) Así no podemos seguir.

NELL.— Digo lo mismo.

DOLLY.— Queremos ser burras, y salir a los prados a comer yerba.

D. PÍO.— Pero mi conciencia no me permite engañar a la Condesa, que sin duda cree que os enseño algo, y que vosotras lo aprendéis…

DOLLY.— (Poniéndose las antiparras de CORONADO que están sobre la mesa.) Piito, estamos aburridísimas.

D. PÍO.— (Queriendo recobrar su anteojos.) ¡Qué me los rompes, hija!

NELL.— Piito salado ¿no sería mejor que nos fuéramos los tres a dar un paseo por la playa?

D. PÍO.— Está bien, muy bien. ¡Magnífico! ¡De pingo todo el santo día, aun las horas dedicadas a la educación! Muy bonito; sí, señoras, muy bonito… Y heme aquí de figurón, de monigote irrisorio; yo, que soy la ciencia; yo, yo, que estoy aquí para inculcaros…

DOLLY.— Piito, no nos inculques nada, y vámonos.

NELL.— En la playa seguiremos dando lección. Frente al mar, la del viaje de Colón a América.

DOLLY.— Y el paso del Mar Rojo.

D. PÍO.— (Suspirando desalentado.) ¡Ay, qué niñas! ¡No hay quien pueda con ellas! Bueno, pues transijo… Pero antes pasemos un poco de Gramática.

NELL.— (Tocando las castañuelas.) ¡Viva Coronado!

DOLLY.— (De carretilla.) La Gramática es el arte de hablar correctamente el castellano…

D. PÍO.— Vamos más adelante. Dolly, dígame usted qué es participio.

DOLLY.— (Flemática.) ¡No me da la gana!

NELL.— Participio… Una cosa que se parte por el principio.

D. PÍO.— (Poniendo el paño al púlpito.) ¡Tontas, casquivanas, que no tenéis aquel punto de amor propio que veo yo en otras niñas, ¡Señor!, en otras niñas aplicaditas y formales, que aprenden para lucirse en los exámenes, y para que a sus padres se les caiga la baba oyéndolas!

DOLLY.— No queremos lucirnos, ni a mamá se le cae ninguna baba… ¡Vaya con el maestrillo este!

NELL.— Coronadito, si no tienes juicio te pondremos de rodillas.

D. PÍO.— ¡Anda, salero!… ¿Pero qué trabajo os cuesta retener en la memoria cosas tan fáciles? Luego seréis mujercitas aristocráticas, y cuando vuestra ilustre mamá os lleve a los salones, os vais a lucir, como hay Dios… Figuraos que en los saraos se habla del participio, y vosotras no sabéis lo que es. ¡Bonito papel harán mis niñas! Dirá la gente: «¿pero de qué monte ha traído la Condesa este par de mulas?». Eso dirán, y se reirán de vosotras, y no os querrán vuestros novios.

DOLLY.— Los novios nos querrán aunque no sepamos el participio, ni la conjunción, ni nada.

NELL.— Que seamos bonitas, que seamos elegantes, y verás tú si nos quieren.

D. PÍO.— Sí, sí: lindas borriquitas seréis. Pues yo me planto, señoras mías; ya sabéis que soy atroz cuando me planto; tengo mal genio.

NELL.— ¡Terrible!

DOLLY.— ¡Ay, qué miedo!

NELL.— (Que, apoyada en la mesa con indolencia, le mira burlona.) ¿Sabes, Piillo, que estoy observando una cosa? Tienes los ojos muy bonitos.

DOLLY.— Parecen dos soles… pillines.

D. PÍO.— (Cruzándose de brazos.) Ea, burlaos de mí todo lo que queráis.

NELL.— No es burla, es confianza.

DOLLY.— Es que te queremos, maestrillo, porque eres muy bueno y no tienes malicia.

NELL.— (Acariciándole la barba.) ¡Es un buenazo este D. Pío! Por eso te hacen rabiar las niñas de Albrit, que son y serán siempre tus amiguitas…

D. PÍO.— (Embobado.) ¡Zalameras, melosas, carantoñeras!

DOLLY.— Di una cosa: ¿es verdad que tienes muchas hijas?

D. PÍO.— (Lanzando un suspiro muy hondo y fuerte. Diríase que lo saca de los talones.) Muchas, sí…

NELL.— ¿Son guapas?

D. PÍO.— No tanto como lo presente.

DOLLY.— ¿Te quieren?

D. PÍO.— (Intentando sacar otro suspiro hondo, que se le queda atravesado en el pecho, cortándole la respiración.) ¡Quererme… ellas!

NELL.— Me han dicho que no. Si es así, no te importe, que bien te queremos nosotras.

DOLLY.— ¿Y tú, nos quieres? (D. PÍO hace signos afirmativos.)

NELL.— Nos idolatra… Estudiamos cuando se nos antoja, y cuando no, jugamos.

DOLLY.— Y eso haremos hoy: jugar, irnos a la playa.

D. PÍO.— (Vencido.) ¡A la playa!

NELL.— Está un día espléndido. (Mira por la ventana.)

DOLLY.— (Tocando las castañuelas.) Y el cielo y la mar nos dicen: «¡Venid, volad, y traed a vuestro adorado preceptor!».

D. PÍO.— (Deseando ir, pero no queriendo manifestarlo.) ¿Yo… también yo? ¡Viva la indisciplina!

NELL.— Vendrás con nosotras, porque si no, Venancio no nos dejará salir ahora. Tú tienes que decirle: «hoy han estudiado tanto, que en premio de su aplicación las saco a dar una vuelta».

D. PÍO.— ¡Anda, morena! ¡Vaya, que si la señora Condesa se enterara de cómo cumplo mis deberes profesionales!…

DOLLY.— Lo que quiere mamá es que estemos siempre a la intemperie, y nos hagamos robustas como unas aldeanotas.

D. PÍO.— ¡Y qué diría vuestro abuelo!

NELL.— El abuelito nos quiere lo mismo en bruto que pulimentadas.

D. PÍO.— Os adora, sí. Como que sois sus nietas. Acompañadle, dadle palique, hacedle mimos: también él es niño. Y cuando le oigáis un disparate muy gordo, se lo contáis al señor Cura y al Médico.

DOLLY.— (Enojada.) No dice disparates el abuelo.

D. PÍO.— Ayer me decía que vosotras dos no sois más que una para él…

NELL.— Y eso, ¿por qué ha de ser disparate, maestrillo?

DOLLY.— Quiere decir…

NELL.— Que el grande amor que nos tiene nos iguala, y hace de las dos una sola.

D. PÍO.— Esta chica es un portento.

DOLLY.— Hola, hola; ¿y para mí no hay piropo?

D. PÍO.— ¿Te enfadas, ángel?

DOLLY.— (Riendo.) Está eso bueno. Mi hermana es un portento… y yo nada.

D. PÍO.— Tú otro portento… ¡Vivan las nenas de Albrit!

NELL.— (Alborotando.) ¡Viva el más sabio profesor y catedrático de la antigüedad pagana, mitológica… y cosmopolita! En fin, ¿nos vamos o qué?

D. PÍO.— (Deteniéndolas.) Esperad. Parece que viene alguien.

DOLLY.— Siento el vocerrón de D. Carmelo.

D. PÍO.— (Tomando el tonillo profesional.) ¡Orden, formalidad!… Pues hemos dado un repasito a la Gramática, venga ahora un buen jabón a la Historia. Niñas, el Papado y el Imperio… A ver…

Escena II

NELL y DOLLY, D. PÍO, EL SEÑOR CURA, VENANCIO.

EL CURA.— (Riendo, en la puerta.) Presentes, mi general. Yo soy el Papado, y el Imperio es éste. (Entran.)

VENANCIO.— ¿Cómo vamos de lección?

EL CURA.— ¿Saben, saben mucho estas picaruelas?

D. PÍO.— Regular… Hoy, vamos, hoy, no lo han hecho del todo mal.

EL CURA.— No me fío. Este Coronado es la pura manteca. (Saludando a las niñas y acariciando sus manos.) ¡Qué monada de criaturas!

VENANCIO.— Muy monas, pero desaplicaditas… No quieren más que corretear por el campo.

EL CURA.— Mejor… ¡Aire, aire!

VENANCIO.— Y su abuelito, en vez de reprenderlas para que se apliquen, les dice que la señora Gramática y la señora Aritmética son unas viejas charlatanas, histéricas y mocosas, con las cuales no se debe tener ningún trato.

EL CURA.— ¡Qué bueno!… Si digo que el Conde…

VENANCIO.— (A D. PÍO.) ¿Y anoche, cuál fue la tecla que nos tocó?

D. PÍO.— Que no debo introducir más paja en la cabeza de las señoritas, pues lo que les conviene es educar la voluntad.

EL CURA.— No está mal…

DOLLY.— Por eso a mí no me gusta saber nada de libros, sino de cosas.

EL CURA.— ¡Brava!

VENANCIO.— ¿Y qué son cosas, señorita?

NELL.— Pues cosas.

DOLLY.— Cosas.

EL CURA.— (Comprendiendo.) Ya… Pero el arte de la vida ya lo iréis aprendiendo en la vida misma.

VENANCIO.— Y eso no quita que estudien lo de los libros, ¿verdad, D. Pío? (El MAESTRO hace signos afirmativos.) Tan distraídas están con el corretear continuo, que ya Dolly ni siquiera dibuja.

EL CURA.— ¡Qué lástima!… (A DOLLY.) Y aquellos monigotitos, y aquellas vaquitas, y aquellos… (DOLLY se encoge de hombros.)

NELL.— Ya no dibuja. Le gusta más cocinar.

EL CURA.— ¿De veras?… ¡Oh, serafín de los cielos!

VENANCIO.— A lo mejor se nos mete en la cocina, se pone su delantal de arpillera, y allí la tiene usted entre cacerolas, tiznada, hecha una visión…

EL CURA.— ¡Divino!

VENANCIO.— ¡Miren que una señorita de la aristocracia, con las manos ásperas y llenas de pringue!

EL CURA.— Eso es juego… Pero no está de más saber de todo por lo que pueda tronar. ¿Y Nell, no cocina?

DOLLY.— A mi hermana le gusta más lavar cristales… mojarse, fregotear, pegar cosas rotas, limpiar las jaulas de los pájaros, y echarles la comidita.

EL CURA.— También es útil. Bien, bien, niñas saladísimas; seguid estudiando.

NELL.— Es que…

DOLLY.— D. Pío había dicho que… pues hoy hemos trabajado bárbaramente… podíamos pasear.

D. PÍO.— ¡Ah!… permítanme… dije que si acabábamos la Aritmética, saldríamos, y en el bosque les explicaría algo de Geografía.

EL CURA.— Paseen, sí.

VENANCIO.— Pero por el bosque no.

DOLLY.— A la playa. (Las dos se quitan los delantales.)

VENANCIO.— (Aparte a D. PÍO.) El Conde suele pasear por el bosque. Llévelas usted a la playa… No se separe de ellas… ¿Se entera de lo que le digo?…

D. PÍO.— Sí, hombre. A la playa…

NELL.— (A VENANCIO.) ¿Ha salido ya el abuelito?

VENANCIO.— No; ni creo que salga. Vayan las señoritas con el maestro.

NELL.— ¿Y usted se queda, D. Carmelo?

EL CURA.— Sí, hija mía: espero al amigo Angulo, con quien tengo que hablar.

VENANCIO.— (Mirando por la ventana.) Ya está aquí.

EL CURA.— Pues bajemos todos. Las niñas por delante.

DOLLY.— (Que sale la primera, gozosa.) En marcha. (Llamando al perrito.) ¡Capitán!

NELL.— (Detrás de su hermana.) ¡Capitán! (Salen los demás.)

Escena III

Sala baja en la Pardina.

GREGORIA, EL MÉDICO; después VENANCIO, EL CURA.

EL MÉDICO.— ¿Cómo es que no ha salido aún a dar su paseo de la mañana?

GREGORIA.— ¿Yo qué sé?… Todavía le tiene usted en su cuarto. He mirado por el agujero de la llave, y está dando paseos arriba y abajo, con las manos en los bolsillos.

EL MÉDICO.— ¿Come bien?

GREGORIA.— Regular.

EL MÉDICO.— ¿Sabe usted si duerme?

GREGORIA.— Esta mañana, cuando le entré el desayuno, le dije… con todo el respeto del mundo, claro: «¿Qué tal ha pasado la noche el señor Conde?» y me contestó: «Bien»; pero en seco, y con un tonillo que, a mi parecer, era lo mismo que decir: «Mal».

EL CURA.— ¿Qué? ¿Hay algo de nuevo?

EL MÉDICO.— Nada. Hoy no le he visto aún. En la conversación que anoche tuvimos, pude observar que a la exaltación del orgullo aristocrático, añade nuestro D. Rodrigo otra monomanía: la sutileza del honor y de la moral rígida, en un grado de rigidez casi imposible, y sin casi, en las sociedades modernas.

EL CURA.— Lo mismo observé yo en nuestro paseo de ayer tarde. Por cierto que… me hizo pasar un mal rato.

EL MÉDICO.— ¿Qué ocurrió?

EL CURA.— Nada… Es que por lo visto gusta de pasear solo… Desde que salimos, hube de comprender que le desagradaba mi compañía. Claro que no me despidió de mala manera: su buena educación no se desmiente nunca. Pero con perífrasis ingeniosas, me decía: «Mejor voy solo que mal acompañado». Francamente, creía yo hacerle un favor dándole el brazo, entreteniéndole con una conversación grata…

EL MÉDICO.— Pues mire usted, D. Carmelo: en esto no conviene contrariarle. ¿Quiere andar solo? Pues solo. No, no se cae. En mi opinión, ve bastante más de lo que dice. (A VENANCIO.) Lo que puede usted hacer es mandar un criado que le vigile a distancia…

GREGORIA.— (De mal temple.) En esta época, Sr. de Angulo, no tenemos a nuestra gente tan desocupada…

VENANCIO.— (Arrancándose.) D. Carmelo, D. Salvador, yo que ustedes diría a la Condesa que su señor suegro estará mejor en otra parte. Y esto no significa que queramos echarle. Es nuestro deber tenerle aquí; hemos sido… fuimos, como quien dice, sus criados…

GREGORIA.— El cuento es que el Sr. D. Rodrigo, por haber venido tan a menos, no encaja en nuestras costumbres de gente pobre, ni se acomoda al trato modestito que le damos. Y es natural: yo me pongo en su caso.

VENANCIO.— (Rascándose la cabeza.) Hay que mirarlo todo, señores. Con la consignación que nos ha señalado la señora no podemos hacer milagros. A un grande de España, por más que ahora sea chico, no hemos de tenerle aquí como un estudiantón, hartándole de puchero, y… vamos, que con tanto extraordinario y tanta finura de cocina, se nos van nuestros ahorros que es un gusto.

EL CURA.— En efecto…

GREGORIA.— Y, por añadidura, vivimos siempre sobresaltados… Que si sale, que si tarda, que si le habrá pasado algo… Se necesita un regimiento de criados para servirle y atenderle.

VENANCIO.— Tenemos aquí mucho trajines. Vivimos de nuestro trabajo.

GREGORIA.— Atendemos a la tierra, a las plantas, al fruto. Hay que mirar a todo.

VENANCIO.— Al ganado de pelo y de pluma.

GREGORIA.— Ahora me tienen ustedes todo el santo día en la cocina; y que no trabajo menos con la cabeza que con las manos: ¡Señor, qué pondré hoy!… ¡Si le gustarán las manos de ternera!… ¡Si acertaré a freír el filete!… ¡Ay, Jesús!… Y a todas éstas, mis judías sin coger, mis tomates pudriéndose en las ramas… y mis gallinas olvidadas…

VENANCIO.— Olvidadas, no, que aquí estoy yo para retorcerles el pescuezo… A este paso, señores míos, pronto liquidará la Pardina.

EL CURA.— Vamos… siempre habéis de ser lo mismo… aldeanos que se ahogan, aunque naden en la abundancia.

EL MÉDICO.— Siempre llorando… y escondiendo a la espalda las llaves del granero.

EL CURA.— ¡Avarientos, mezquinos!

VENANCIO.— (Achicándose.) Sr. D. Carmelo, no hemos dicho nada.

GREGORIA.— (Suspirando.) Sr. D. Salvador… ustedes mandan.

EL CURA.— Por lo demás, yo creo también que el pobre león de Albrit estará mejor en otra leonera.

EL MÉDICO.— A ver si ha pensado usted lo mismo que yo.

EL CURA.— (Enfatuado.) Tengo una idea…

VENANCIO.— (Adivinando.) Yo tengo también una idea…

EL MÉDICO.— Llevarle a Zaratán.

EL CURA.— Al convento de Jerónimos.

VENANCIO.— (Asintiendo con viveza, lo mismo que GREGORIA.) Eso, eso.

EL CURA.— Solución que debe ser la mejor, pues se aprueba por unanimidad.

EL MÉDICO.— Allí estará como un príncipe. Falta que los reverendos quieran.

EL CURA.— Deseándolo, querido Salvador, deseándolo. Locos de contento en cuanto les propuse…

VENANCIO.— ¿Pero habló usted con el Prior?…

EL CURA.— ¡Toma! ¿Creen que soy de los que cuando dan con una feliz idea, la están rumiando siete meses?… Y no sólo he hablado con el Prior, sino que he escrito a la Condesa…

GREGORIA.— (Viendo, llegar al CONDE.) Cuidadito, que aquí viene.

Escena IV

EL MÉDICO, EL CURA, VENANCIO, GREGORIA y EL CONDE, a paso lento, apoyado en su palo. Nótase más deterioro y descuido en su ropa. Avanza muy abstraído, sin parar mientes en las personas que están en la habitación.

EL CURA.— Señor Conde, ¿cómo va ese valor?

EL CONDE.— ¡Ah!, pastor Curiambro, ¿estás aquí? No te había visto… (Examinando las personas.) ¿Y este bulto…?

EL CURA.— No es bulto, es nuestro gran médico…

EL MÉDICO.— (Saludándole.) Señor Conde…

EL CONDE.— (Muy afectuoso.) Perdona, hijo… ¡Veo tan poco! Y aquél es Venancio… a ese le conozco sin verle. Y Gregoria… Ya está aquí todo el cónclave… Bien, bien… Antes de que me lo preguntes, médico ilustre, te digo que, fuera de este achaque de la vista, me encuentro muy bien… ¡Y qué contento vivo en la Pardina! Venancio, Gregoria, sabed que estoy contentísimo, y que tendréis la satisfacción de alojarme por mucho tiempo…

VENANCIO.— Es lo que deseamos…

EL MÉDICO.— ¿Va el señor Conde a dar su paseo?…

EL CONDE.— Si ustedes no disponen otra cosa… Pero me quedaré un poquito por hacer los honores a las dignas personas que honran mi casa. (Se sienta en el sillón.)

EL CURA.— Mil gracias, señor Conde. Veníamos…

EL CONDE.— Ya me lo figuro: a pasar revista a la huerta y examinar los tomates, y armar las grandes peloteras con Gregoria sobre si son mejores los de allá o los de acá… (Todos ríen.)

EL CURA.— Los míos son así de gordos.

GREGORIA.— Ya quisiera…

EL CONDE.— Basta de polémicas, y si arrojáis en esta placentera reunión el tomate de la discordia, yo, deferente con el bello sexo, adjudico el premio a mi patrona… Gregoria, Venancio, Dios os colme de prosperidades… a ver si salís de pobres… (Con ironía sutil.) En ello voy ganando, porque de lo que tengáis hijos míos, algo ha de participar siempre este pobre viejo… ¿Verdad que sí?…

VENANCIO.— (Secamente.) Sí, señor.

EL MÉDICO.— (Que, sentado a su lado, le pone la mano en el hombro.) ¿Con que bien…?

EL CONDE.— Pero no de la vista. Cada día se nublan más mis ojos.

GREGORIA.— (En un alarde de osadía.) El señor se pondría bueno de la vista… y de la cabeza… ¿lo digo?, si no tuviera tan mal genio.

EL CONDE.— ¡Mal genio yo! Si con la voluntad siempre en guardia he logrado dominarme, y ya no riño, ya no me oiréis gruñir…

VENANCIO.— Nos dice palabras blandas, pero con intención dura… Entre flores esconde el látigo con que…

EL CONDE.— ¿Yo? No, hijo mío. Precisamente quería aprovechar esta ocasión para decirte que admiro y alabo tus hábitos de arreglo, y tus grandes dotes de administrador.

VENANCIO.— (Sobresaltado.) ¿Qué quiere decir Vuecencia?

EL CONDE.— Que eres un ejemplo digno de ser imitado por cuantos manejan intereses propios o ajenos. Así prosperan las casas. Si no eres ya rico, Venancio, yo te auguro que lo que posees en tomates y berenjenas lo tendrás pronto en peluconas. Carmelo, Salvador, oigan este golpe: cuando llegué a la Pardina, este buen amigo mío y antiguo servidor puso a mis órdenes a un muchacho llamado Rogelio, inteligente, listo, para que fuese mi ayuda de cámara. Toda mi vida he tenido un servidor de esta clase. Mentira me parecía que pudiera pasarme sin él… Pero me paso, sí, señor, me paso… porque ayer me quitaron el criadito, y ya ven… estoy perfectamente.

VENANCIO.— (Mascando las palabras.) Señor, es que… Rogelio…

GREGORIA.— Fue preciso mandarle a traer yerba… (EL MÉDICO y EL CURA se miran, hablan con los ojos.)

EL CONDE.— (Con ironía finísima.) Pero, tontos, si no os riño; si me parece bien lo que habéis hecho… si os lo agradezco, porque así me vais educando en la pobreza, y enseñándome a ser como vosotros, económico, administrativo… No quiero ser gravoso; quiero que prosperéis; y con medidas como ésta claro es que habéis de llegar a ser riquísimos.

VENANCIO.— Señor, díganos las cosas claras.

EL CONDE.— Digo lo que siento. Y otra: tienes una mujer que no te la mereces. Esta Gregoria vale más que pesa, y con su instinto de gobernante de casa te ayudará, te empujará para que subas pronto a la cima de la opulencia.

GREGORIA.— (Asustada.) Señor, ¿por qué lo dice?

EL CONDE.— Porque es verdad. ¡Cuánto siento no estar ya en edad de tomaros por modelo!

EL CURA.— ¿Pero qué…?

EL CONDE.— Que esta Gregoria, con su arte sublime de mujer casera, me ha suprimido mi bebida favorita: el buen café.

GREGORIA.— Señor, si se lo llevé esta mañana.

EL CONDE.— Me serviste un cocimiento de achicoria, recalentado y frío, que… Pero no te riño, no. Si está muy bien. Siempre me dais mucho más de lo que merece este pobre viejo inútil, enfadoso… Prosperad, prosperad vosotros, y que os vea yo llenos de bienestar, desde el fondo de esta miseria en que he caído.

VENANCIO.— No somos ricos, ni aspiramos a serlo.

EL MÉDICO.— (Con severidad.) Conviene que se sirva al señor Conde un café muy bueno. Yo lo mando.

EL CURA.— Y yo… Y si no se le da como es debido, lo haré yo en casa, y se lo enviaré.

EL CONDE.— Gracias… Pero ya veis que no me enfado… Soy pobre, y como a pobre quiero que me traten. Este Venancio, esta Gregoria, que tanto me quieren y no pueden olvidar los beneficios que de mí han recibido, desean hacerme a su imagen y semejanza, y que como ellos viva, y como ellos coma, para de este modo sujetarme y tenerme siempre a su lado. ¿Verdad que es esto lo que anheláis? Pues me tendréis. De aquí no me muevo. Estad tranquilos, que vuestro huésped seré… tendréis Conde de Albrit para un rato.

EL MÉDICO.— Seguramente. Estos aires le prueban bien.

EL CONDE.— (Con gravedad.) No me cuido yo de los aires, sino de la misión que tengo que cumplir.

EL CURA.— (Receloso.) ¿Aquí precisamente?

EL CONDE.— Aquí… al menos por ahora. (EL MÉDICO y EL CURA se sientan junto al CONDE, uno por cada lado. VENANCIO y GREGORIA se retiran y vuelven de puntillas, poniéndose tras el sillón a escuchar lo que hablan.)

EL MÉDICO.— Pues si el señor Conde quiere oír un consejo de amigo y de médico… de médico más que de amigo, me permitiré decirle que la misión más adecuada a su edad y a sus achaquillos es darse buena vida.

EL CURA.— Y no cuidarse de nada y de nadie.

EL CONDE.— La ancianidad da derecho al egoísmo; pero a mí, pásmense ustedes, me han rejuvenecido las desgracias, y tras las desgracias han venido las ideas a darme vigor. Por unas y otras, yo tengo aún que hacer algo en el mundo. (EL MÉDICO y EL CURA se miran, comunicándose con los ojos sus impresiones.)

EL MÉDICO.— ¿Sería tan amable el Sr. D. Rodrigo que nos dijera qué misión es esa?

EL CONDE.— Misión que, en cierto modo, tiene cierto paralelismo con la tuya, Salvador, y con la tuya, Carmelo.

EL CURA.— Tres misiones paralelas.

EL CONDE.— Tú, pastor Curiambro, luchas en el terreno de la moral, disputando almas al pecado; tú, Salvador, te bates con la muerte en el terreno físico, tratando de arrancarle los pobres cuerpos humanos; yo combato en la esfera moral contra el deshonor (Pausa. D. CARMELO y ANGULO se hacen guiños), que es lo mismo que decir: por el derecho, por la justicia… (Pausa. Sonríe benévolamente.) Veo poco, amigos míos; pero lo bastante para hacerme cargo de que os reís de mí.

EL CURA.— ¡Oh!, no, Sr. D. Rodrigo…

EL CONDE.— Si no me enfado, no. ¡Ay! El quijotismo inspira siempre más lástima que respeto. Si compadecéis el mío, yo compadeceré el vuestro: el religioso y el científico… ¡Cómo ha de ser! En la relajación a que hemos llegado, el honor ha venido a ser un sentimiento casi burlesco.

EL CURA.— Reconozcamos, mi señor D. Rodrigo, que lo han desacreditado los duelistas…

EL CONDE.— Sí, sí, y los nobles presumidos. Aparte de eso, ¿no alcanzáis a ver la relación íntima del honor con la justicia, con el derecho público y privado? No, no la veis… Sin duda sois más ciegos que yo… Y decidme ahora, tontainas: ¿también os parecen cosa baladí la pureza de las razas, el lustre y grandeza de los nombres, bienes que no existen, que no pueden existir sin la virtud acrisolada de las personas que…? (Sus interlocutores callan, observándole.) No, no me entendéis. Tú, clérigo, y tú, doctorcillo, vivís envenenados por los miasmas de la despreocupación actual de ese asqueroso lo mismo da, de ese inmundo ¿y qué?

EL CURA.— Comprendemos la idea; pero…

EL MÉDICO.— Es una idea feliz; pero…

EL CONDE.— (Irritándose.) ¡Pero qué!… (Se calma y sonríe con desdén.) Si tuviera tiempo y ganas de entretenerme, os explicaría… (Sintiendo ruido detrás del sillón.) ¿Quién anda ahí? (Descubre a VENANCIO y su mujer.) Venancio, Gregoria, ¿por qué andáis por ahí acechando como espías? Venid a mi lado, que lo que digo, decirlo puedo y quiero también delante de vosotros. Ya todos somos iguales. Venid. (Se acercan tímidamente.) Pues decía: a ti y a ti (por EL CURA y EL MÉDICO), según veo, os importa un ardite que las familias honradas… y no me refiero sólo a las aristocráticas, sino a toda familia pundonorosa y decente… conserven la limpieza del nombre de la sangre… (A VENANCIO y GREGORIA.) Y vosotros, ¿qué pensáis, papanatas? También a vosotros os tienen sin cuidado las usurpaciones ignominiosas de estado civil, nombre, riqueza… (Callan los cuatro, observándole compadecidos.) ¡Ah, todos lo mismo: el sabio, el ignorante, igualmente ciegos ante el sol de la moral pura, de la verdad! (Bruscamente, levantándose.) Me voy… no quiero más conversación, no quiero…

EL CURA.— (Queriendo detenerle.) Pero, señor Conde…

EL MÉDICO.— Señor, aguarde.

EL CONDE.— (Nervioso, rechazándoles.) No quiero, no… Me voy… Abur, abur. (Sale.)

Escena V

EL CURA, EL MÉDICO, VENANCIO, GREGORIA.

VENANCIO.— (Viéndole alejarse.) Allá va: habla solo, golpea el suelo con su palo.

GREGORIA.— ¿Qué les parece a ustedes?

EL CURA.— A mí, cosa perdida.

VENANCIO.— A mí… peligroso.

EL MÉDICO.— (Más reflexivo que los otros.) No precipitarse a juzgar. Le tengo por uno de tantos. El hombre piensa; su idea le invade el espíritu; su voluntad aspira a la realización de la idea. Uno de tantos, digo, como usted y como yo, mi querido D. Carmelo.

EL CURA.— ¿No ves la demencia en ese pobre anciano?

EL MÉDICO.— Veo la exaltación de un sentimiento, una inteligencia que trabaja sin desmayar nunca, una voluntad agitándose en el vacío, con fuerza hercúlea que no puede aplicarse…

VENANCIO.— (Desdeñoso.) Estos médicos siempre han de dar a las cosas nombres raros.

GREGORIA.— Para que no entendamos.

VENANCIO.— ¿Es eso locura, o qué es?

EL MÉDICO.— ¿Queréis que os hable con toda sinceridad, como médico honrado? Pues no lo sé.

EL CURA.— (Confuso.) ¿Es o no clara la monomanía?

EL MÉDICO.— En toda monomanía hay una razón.

EL CURA.— (Mirando al techo en busca de una idea que se le escapa.) Bueno: yo veo…

VENANCIO.— Rascándose el cráneo. Sí: yo veo también…

GREGORIA.— (Más sincera que los demás.) Todos vemos que… Lo diré claro: las barrabasadas de la señora Condesa han influido en que nuestro D. Rodrigo esté tan perdido del caletre…

EL CURA.— Exactamente… De ahí le viene la tos al gato.

EL MÉDICO.— Porque… aquí, que nadie nos oye, señores… la Condesa…

EL CURA.— (Limpiándose sus galas.) Todo lo que digas es poco.

VENANCIO.— No siga usted, D. Salvador… La señora…

GREGORIA.— Callamos por respeto; pero ello es que la tal Doña Lucrecia…

EL CURA.— (Sonriente.) Chitón…

VENANCIO.— No chistamos…

EL CURA.— (Poniéndose las gafas.) Nos sale al encuentro un caso delicadísimo de la vida privada, y ante él cerramos nuestros picos, y nos lavamos nuestras manos. La misión de los que ahora estamos aquí reunidos no es enmendar los yerros de la Condesa de Laín, ni tampoco sacarla a la vergüenza pública. Nuestra misión… (Tosiendo, para tomar luego un tonillo oratorio.) nuestra misión, digo, es tan sólo aliviar, en lo que de nosotros dependa, la triste situación física y moral de ese anciano desvalido, de ese prócer ilustre, verdadero mártir de la sociedad, amigos míos. Y recordando que en la época de su poderío y grandeza él nos tendió la mano y fue nuestro sostén, correspondámosle ahora con nuestra filial solicitud y cariñoso amparo.

Demostraciones de asentimiento. Sigue a ellas amplísima y a ratos calurosa discusión. Aceptada en principio por los cuatro vocales la conveniencia de alojar al anciano ALBRIT en los Jerónimos de Zaratán, surgen criterios distintos acerca de la forma y manera de realizar lo que creen benéfica y santa obra. Mientras VENANCIO opina que debe conducírsele al monasterio con toda la derechura y sencillez con que se traslada un buey de éste al otro prado, GREGORIA, más delicada y benigna, propone que los propios monjes vengan por él, y le conviden a una fiesta, y le hagan muchas carantoñas hasta llevársele; y una vez allí, que le trinquen bien y le pongan ronzal de seda. EL MÉDICO, por el contrario, niégase a autorizar nada que trascienda a forzado encierro, y sostiene que D. RODRIGO debe entrar en Zaratán voluntaria y libremente, y quedarse allí sin ninguna violencia, única manera de precaver un desorden mental verdaderamente grave. Y EL CURA, hombre conciliador, que todo lo pesa y mide, se ofrece a buscar una fórmula que sea como resultante mecánica de las diversas opiniones expuestas, y a proponer un procedimiento que a unos y a otros satisfaga. Nómbranle por unanimidad Comisión ejecutiva, y como él se pirra por todo lo que sea dirección y mangoneo, promete desplegar en el asunto toda su diplomacia, y el hábil manejo con que sabe acometer las empresas más arriesgadas y dificultosas.

Despídese Angulo para continuar sus visitas, y DON CARMELO, con los dueños de la casa, se dirige al espacioso y bien poblado gallinero de la Pardina. Examinando huevos, pollos y echaduras, se pasa parte de la mañana, y, por último, se convida a comer. GREGORIA le aconseja que prefiera la cena, y propone invitar también al MÉDICO. Aprobación unánime.

Escena VI

Bosque.

EL CONDE.— (Solo, paseando lentamente.) ¡Qué hermoso día!… aire manso y tibio, cielo claro, las nubes replegadas sobre el horizonte, el mar azul, tendido, adormilado… el bosque en silencio. ¡Qué solemne tranquilidad! El paso del hombre no ensucia este cuadro grandioso y puro… (Mira hacia el sendero que corta el bosque en dirección a Jerusa, y detiénese, creyendo sentir voces.) ¿Vendrán las nenas de paseo? Pareciome oír sus voces lejanas… El corazón me ha saltado en el pecho… No son ellas, no. Es que el bosque tiene ruidos extraños, modulaciones misteriosas que a veces semejan llanto de niños, a veces risotadas de muchachas que anduvieran volando entre el ramaje. (Óyense, en efecto, voces, risas.) ¡Ah! ¿Serán ellas? No… son insectos o no sé qué animaluchos, que remedan la voz humana. (Aparecen mujeres del campo, charlando y riendo.) Por allí vienen… Pero no son ellas. Esas voces ordinarias no son las de las graciosas niñas de Albrit. (Pasan las aldeanas y le saludan respetuosas; EL CONDE contesta con afecto paternal al saludo.) Adiós, hijas; que os divirtáis mucho… (Sigue andando.) Ya estoy solo otra vez… No sé qué voz del alma me dice que no vendrán por aquí mis chiquillas. ¡Cómo han de venir las pobres, si toda la mañana las tienen encerradas con el preceptor, un simple, a quien se paga para embrutecerlas! Pero no conseguirán haceros idiotas, ¿verdad, hijas mías?… (Suspirando.) ¡Nell, Dolly!, ¿cuál de vosotras es mi nieta, heredera de mi sangre y de mi nombre? (Deteniéndose y cruzando las manos, dolorido.) Señor, ¿las amo o las aborrezco? En mi corazón hay plétora de amor a mi descendencia. Pero la certidumbre de que una de las dos, una… no es de ley, me vuelve loco… No, no es esto locura, no puede serlo; esto es razón, derecho, justicia, el sentimiento del honor en toda su grandeza… (Desesperado.) Daría mi vida por ellas… las mataría… no sé. (Continúa andando, agitadísimo.) No puedo, no debo consentir intrusos en mi linaje… Al fuego la hierba mala, traída a mi hogar con engaño, contrabando del vicio… Esa diabólica mujer no ha querido decirme cuál es la falsa; pero no importa… Verás, verás, infame, cómo yo lo averiguo sin ajeno auxilio, sin interrogar a los que seguramente conocen tus secretos… Dios me dé una intensa penetración para desentrañar la verdad; sabré leer la historia de mi deshonra en esas preciosas caras; y si por mi ceguera no acierto a descifrar los rostros, leeré la invisible cifra de los pensamientos, penetraré en la hondura de los caracteres, y no necesito más, pues los caracteres son el temperamento, la sangre, el organismo, la casta… Adelante, Rodrigo de Albrit… Voy a sentarme en aquel altozano del bosque que parece suspendido sobre el mar, y que está siempre seco y bien bañado de sol. (Apresura el paso.) No sé que tengo hoy, que no me canso nada, pero nada. Andaría mis dos leguas como un hombre…

Otra parte del bosque.

Terreno quebrado, donde escasean los árboles, y abundan los chaparros y arbustería silvestre entre las rocas musgosas. Al Norte, el cantil que desciende con rápido declive hasta la playa, la cual se extiende limpia y arenosa en toda la profundidad del paisaje. En una peña que le ofrece cómodo asiento se recuesta el anciano, meditabundo, y contempla abstraído la costa, y el oleaje manso y rumoroso.

¡Cómo pica el sol! Turbonada esta tarde… Allá lejos, en la playa, distingo unos bultitos blancos que se mueven… Dios mío, ¿serán ellas? (Haciendo anteojo con su puño para ver mejor.) Sí, sí… juraría que son ellas… Aquel vagar rápido, aquel vuelo de mariposas… (Con súbita alegría.) Ellas son. Hasta me parece que oigo sus chillidos alegres. (Bajando un poco, entre las peñas.) Y distingo también un bulto negro, una especie de cigarrón que las persigue… Es el maestro, el pobre Coronado… ¿Qué haré? ¿Las llamo, les hago una seña con el pañuelo, voy a buscarlas? (Vuelve a sentarse, indeciso.) ¡Dios mío, estas lindas criaturas serían mi encanto, mi gloria, mi consuelo, si no me amargara la vida el convencimiento de que una de ellas es intrusa, fraudulenta, usurpadora! Quiero idolatrarlas; pero antes, urge separar la verdad de la mentira, para poder amar exclusivamente a la que lo merezca… ¿Cuál es, cuál de las dos, Señor? (Se golpea el cráneo con el puño cerrado.) Misterio terrible, ¿será posible que yo no pueda penetrar en ti…? (Pausa.) ¿Qué atracción es ésta que hacia ellas me llama?… Fuerza superior a mi voluntad. No quiero ir, y voy… Atracción del enigma, el ansia inmensa del ¡qué será!… (Se levanta.) ¡Ah, parece que me han visto! Creo notar una agitación de cosas blancas, como si me saludaran con los pañuelos. Sí, sí: ya percibo sus vocecitas más dulces, más musicales que cuantos sones hay en la Naturaleza… (Gritando.) Sí, sí, Nell, Dolly; aquí estoy… Ya os había visto… os veo en medio de la inmensidad… ¿Queréis que baje, o subís vosotras?… (Gozoso.) Ya, ya vienen. No corren, vuelan.

Escena VII

EL CONDE, NELL, DOLLY, D. PÍO.

NELL.— (Cuya voz suena lejos.) ¡Abuelo, abuelo!…

EL CONDE.— No corráis, hijas, que podéis caeros.

DOLLY.— (Suena la voz menos lejana.)

Abuelo, te vimos, te vimos.

NELL.— (Cerca.) Yo fui la que primero te vi.

DOLLY.— (Más cerca.) No, que fui yo.

EL CONDE.— Yo bajaría; pero este camino, lleno de zarzas, es tan quebrado que temo caerme.

NELL.— (Próxima.) No te muevas, que allá vamos.

DOLLY.— (Más próxima.) Por esta veredita, Nell.

NELL.— Por aquí. (Llegan a un tiempo las dos, sofocadas, sin aliento, junto al anciano, que las abraza y las besa.)

EL CONDE.— ¿Por qué habéis venido tan a prisa? Claro, como sois ángeles, nada os cuesta volar.

NELL.— D. Pío no quería que viniésemos.

DOLLY.— (Sujetándose el cabello, que el viento le ha soltado.) Allá sube como una tortuga el pobre viejo… ¡Qué trabajo le cuesta seguirnos!

EL CONDE.— Sentaos ya, y descansad aquí conmigo.

DOLLY.— ¿Estás ya contento?

EL CONDE.— ¿No lo ves? ¿Por qué me lo preguntas?

NELL.— ¡Cómo esta mañana estabas de tan mal humor!… (Sorpresa del anciano.) Sí, sí… y cuando entramos a darte los buenos días, nos asustaste.

DOLLY.— Nos dijiste: «¡Idos; dejadme solo!».

EL CONDE.— No hagáis caso. ¡Es que Gregoria me había servido tan mal…!

DOLLY.— (Con mimo.) De veras, ¿no estás enfadado con nosotras?

EL CONDE.— Nunca. Os quiero, os idolatro.

NELL.— (Cariñosa.) Y como Gregoria y Venancio te sirvan mal, ya les ajustaremos las cuentas. ¡Vaya…!

EL CONDE.— Niñas mías, la gente pequeña, cuando se hincha de vanidad y coge debajo a los que fueron grandes, es terrible, es peor que las fieras.

D. PÍO.— (Que llega jadeante, medio muerto de fatiga, y se arroja en el suelo.) Señor Conde, saludo a usía. Como soy viejo, no puedo seguir a estas criaturas, que tienen alas de mariposa.

EL CONDE.— ¡Pobre Coronado, cuánto le marean a usted! ¿Y qué tal? ¿Se han sabido la lección?

D. PÍO.— (Con suprema honradez.) Señor, ni palotada. Me lo puede creer.

EL CONDE.— ¡Habrá picaruelas…!

D. PÍO.— Como usía es tan tolerante, puedo decírselo: hacen burla de la ciencia y de mí.

EL CONDE.— ¡Qué monas! ¡Ángeles divinos! Besadme otra vez, Nell y Dolly, amables borriquitas. Vuestro D. Pío, que os consiente todas las travesuras y juega con vosotras cultivándoos en la ignorancia, demuestra ser un verdadero sabio.

NELL.— (Irónica.) Di que queremos sorprenderle, y aprendemos sin que él lo note.

DOLLY.— (Maleante.) Le hacemos rabiar un poquito para amansarle el genio, porque este D. Pío, aquí donde le ves, tan suavecito, es un tigra.

EL CONDE.— No, hijas mías, es un cordero, un santo cordero… ¿No le veis esa cara?… Dios le hizo santo, y su familia le ha hecho mártir. Yo le quiero. Seremos amigos.

D. PÍO.— (Con emoción.) Señor, usía me honra demasiado.

NELL.— (Con lástima.) ¿Y por qué es mártir D. Pío?

DOLLY.— ¿No tiene muchas hijas?

EL CONDE.— Pero no son buenas, como vosotras.

NELL.— ¡Ay, pobrecito, cuánto padecerá!

DOLLY.— (Compadecida.) Ya no volveremos a hacerle rabiar.

EL CONDE.— (Notando, por los hondos suspiros que exhala CORONADO, su disgusto de aquella conversación.) No se hable más de eso. Y ahora que nos hemos encontrado y no necesita usted estar al cuidado de las señoritas, puede irse a descansar, Sr. Coronado.

D. PÍO.— (Tímidamente.) Señor Conde, yo no puedo dejar a las señoritas, porque el Sr. Venancio me encargó mucho que no les consintiera separarse de mí; que con ellas salía y con ellas tenía que volver a casa.

EL CONDE.— (Picado.) Ya que no es usted su maestro, porque ellas no aprenden, le mandan a usted que sea su pastor. Pues para pastorear este rebaño, me basto y me sobro, Sr. Coronado.

D. PÍO.— No se incomode, señor. Yo no hago más que cumplir órdenes de Venancio.

EL CONDE.— (Dominando su ira por hallarse frente a un ser débil e inofensivo.) ¿Y mis órdenes no significan nada para usted? Esa bestia mandará en su casa, pero no en mi familia.

NELL.— (Asustada.) Abuelito, por amor de Dios, no te incomodes.

DOLLY.— ¡Si D. Pío se va!… ¿Qué tiene que hacer más que lo que tú le mandes?

EL CONDE.— Ya ves cómo no lo hace, y me obligará a decirlo por segunda vez, cuando estoy acostumbrado a que a la primera se me obedezca.

NELL.— Váyase, D. Pío… Piito, lárgate.

D. PÍO.— (Levantándose perezoso.) Señor Conde, yo creí…

EL CONDE.— (Impaciente, sin poder contenerse.) Pronto… Retírese usted.

D. PÍO.— (Tocando las castañuelas.) Me retiro, puesto que lo manda usía con tanto imperio… Y si me riñen allá, que me riñan… Lo que yo digo: es malo ser bueno. (Saluda y se aleja.)

Escena VIII

EL CONDE, NELL, DOLLY.

NELL.— Ya estamos solitos los tres.

DOLLY.— ¡Qué gusto!

EL CONDE.— Los dos, digo, los tres, porque vosotras, ¡ay!, sois dos, aunque a mí me parezcáis una.

NELL.— ¡Qué parecemos una!

EL CONDE.— Lo he dicho al revés: sois una, aunque parezcáis dos… No está bien hoy mi cabeza… Quiero decir que en vosotras hay algo que sobra.

DOLLY.— ¿Algo que sobra? Ahora lo entiendo menos.

NELL.— (Con agudeza.) Quiere decir el abuelo que en nosotras, en las dos, no en una sola, hay lo malo y lo bueno.

DOLLY.— Y lo malo es lo que sobra.

EL CONDE.— Y debe quitarse, arrojarse fuera.

NELL.— O será que una de nosotras es mala, y la otra buena. (Míranle atentas al rostro.)

EL CONDE.— Quizás…

NELL.— (Generosa.) En ese caso, la mala soy yo y la buena Dolly.

DOLLY.— (Correspondiendo.) No, no: la mala soy yo, que siempre estoy haciendo diabluras.

EL CONDE.— (Atormentado de una idea.) Chiquillas, acercaos más a mí; aproximad vuestros rostros para que os vea bien. (Se ponen una a cada lado, y él las abraza. Las tres cabezas resultan casi juntas.) Así, así… (Mirándolas fijamente y con profunda atención.) No veo, no veo bien… (Con desaliento.) Esta condenada vista se me va, se me escapa cuando más la necesito… Y por más que os miro, no hallo diferencia en vuestros semblantes.

NELL.— Dicen que nos parecemos. Pero Dolly es un poquito más morena que yo, menos blanca.

EL CONDE.— (Con gran interés.) ¿Y el cabello, lo tenéis negro las dos, muy negro, muy negro?

DOLLY.— Sí, estrepitosamente negro. El pelo castaño de mamá es más bonito.

EL CONDE.— ¡Qué ha de ser!

DOLLY.— Otra diferencia tenemos. Mi nariz es un poquitín más gruesa.

NELL.— Y mi boca más chica que la tuya.

EL CONDE.— ¿Y los dientes?

NELL.— Las dos los tenemos preciosos; no es por alabarnos.

DOLLY.— Pero yo tengo este colmillo un poquito encaramado… así, como retorcido. Toca, abuelito. (Llevándose a la boca el dedo del CONDE.)

EL CONDE.— Es verdad… colmillo retorcido.

NELL.— Otra diferencia tengo yo: un lunar en este hombro.

DOLLY.— Yo tengo dos más abajo, así de grandes.

EL CONDE.— (Preocupado.) ¿Dos?

DOLLY.— Sí, señor: dos que parecen tres.

EL CONDE.— (Soltándolas de sus brazos.) Vuestros ojos, cuando los examino con mi corta vista, me parecen igualmente bellos. Nell, hazme el favor de mirar bien el color de los ojos de tu hermana… Y tú, Dolly, fíjate bien en los de Nell. Decidme el color… justo.

NELL.— Los ojos de Dolly son negros.

DOLLY.— Los de Nell son negros; pero los míos son más.

EL CONDE.— (Con interés ansioso.) ¿Más? ¿Los tuyos, Dolly, tienen acaso un viso verde?

NELL.— Me parece que sí… entre verde y azul.

DOLLY.— (Mirando de cerca los ojos de su hermana.) Lo que tienen los tuyos es rayitas doradas… Sí, sí, y también algo de verde.

EL CONDE.— Pero son negros. Los de vuestro papá, mi querido hijo, negros eran como el ala del cuervo.

NELL.— Era guapísimo nuestro papá.

EL CONDE.— (Suspirando.) ¿Os acordáis de él?

DOLLY.— ¡Pues no hemos de acordarnos!

NELL.— ¡Pobrecito, cuánto nos quería!

DOLLY.— Nos adoraba.

EL CONDE.— ¿Cuándo le visteis por última vez?

NELL.— Hace… creo que dos años, cuando se fue a París. Entonces nos sacaron del colegio.

EL CONDE.— (Vivamente.) ¿Se despidió de vosotras?

DOLLY.— Sí, sí. Dijo que volvía pronto, y no volvió más. Después fue a Valencia.

NELL.— Mamá salió también para París, pero se quedó en Barcelona. No nos llevó.

DOLLY.— Al volver a Madrid estaba muy disgustada, sin duda por la ausencia de papá.

EL CONDE.— ¿Y en qué le conocíais su disgusto?

NELL.— En que se aburría, y estaba siempre en la calle. Nosotras comíamos solas.

EL CONDE.— ¿Y en esa época os trajeron aquí?

DOLLY.— Sí, señor.

EL CONDE.— (Con dulzura.) Decidme otra cosa. ¿Queríais mucho a vuestro papá?

NELL.— Muchísimo.

EL CONDE.— Me figuro que una de vosotras le quería menos que la otra.

LAS DOS.— (Protestando.) No, no, no… Las dos igual.

EL CONDE.— (Después de una pausa, clavando en ellas sus ojos, que poco ven.) ¿Y creéis que él quería lo mismo a entrambas?

DOLLY.— A las dos lo mismo.

EL CONDE.— ¿Estáis bien seguras?

NELL.— Segurísimas. Desde París nos escribía cartitas.

EL CONDE.— ¿A cada una por separado?

DOLLY.— No; a las dos en un solo papel, y nos decía: «Florecitas de mi alma, únicas estrellas de mi cielo…». Pero de Valencia no nos escribió nunca.

NELL.— Ninguna carta recibimos de Valencia. Nosotras le escribíamos, y él no nos contestaba. (Larga pausa. EL CONDE apoya la frente en sus manos, con las cuales empuña el palo, y permanece un rato en profunda meditación.)

DOLLY.— Abuelito, ¿te has dormido?

EL CONDE.— (Suspirando, alza la cabeza y se frota los ojos.) ¿Queréis que andemos un poquito?

NELL.— Sí. (Se ponen las dos en pie, le dan la mano, y le ayudan a levantarse.)

DOLLY.— ¿A dónde quieres que vayamos?

EL CONDE.— (Indiferente.) Guiad vosotras.

DOLLY.— Iremos hacia el Calvario y la gruta de Santorojo.

NELL.— No nos alejaremos mucho.

EL CONDE.— Nos alejaremos todo lo que queramos, y volveremos cuando nos dé la gana… Parece que sopla viento de turbonada… ¿Qué? ¿Se ha nublado el sol?

DOLLY.— Sí, y de aquel lado vienen nubes gruesas. Lloverá.

EL CONDE.— Si llueve, que llueva, y si nos mojamos, que nos mojemos.

DOLLY.— ¿Quieres que te demos el brazo?

EL CONDE.— No, chiquillas, no quiero aprisionaros. Corred solas y con libertad… Ya estamos en sendero franco, y pisamos la finísima alfombra del bosque sombrío.

NELL.— (A DOLLY.) ¿A que no me coges? (Se alejan corriendo.)

EL CONDE.— (Hablando solo, desalentado.) Las facciones nada me dicen… (Animándose.) Hablarán los caracteres… Ya se clarean, ya. Nell paréceme más grave, más reposada; Dolly, más frívola y traviesa… Pero noto que cambian, permutan las cualidades de una y otra, de modo que aquélla parece ésta, y ésta, aquélla. Observemos mejor. (Las niñas juegan a cuál corre más.)

DOLLY.— (Que vuelve triunfante, casi sin respiración.) No me has cogido, no.

NELL.— (Jadeante también.) Que sí… Corro yo más que tú.

DOLLY.— Nunca.

NELL.— Ayer te gané.

DOLLY.— Mentira.

NELL.— Yo digo la verdad.

DOLLY.— (Picadas las dos.) Ahora no… Es que eres tú muy orgullosa.

NELL.— Abuelo, me ha dicho que miento.

EL CONDE.— Y tú no mientes nunca; no está en tu natural la mentira.

DOLLY.— Ella me dijo ayer a mí… embustera.

EL CONDE.— ¿Y qué hiciste?

DOLLY.— Echarme a reír.

NELL.— Pues yo no consiento que me digan que miento. (Lloriquea.)

EL CONDE.— ¿Lloras, Nell?

DOLLY.— (Riendo.) Tonterías, abuelo.

NELL.— Soy muy delicada. Mi dignidad por la menor cosa se ofende.

EL CONDE.— ¡Tu dignidad!

DOLLY.— Lo que tiene es envidia.

EL CONDE.— ¿De qué?

DOLLY.— (Con travesura jovial.) De que todos me quieren más a mí.

NELL.— Yo no soy envidiosa.

EL CONDE.— Vaya, Nell, no llores, pues no hay motivo para tanto. Y tú, Dolly, no te rías. ¿No ves que la has ofendido?

NELL.— Siempre es así. Todo lo toma a risa.

EL CONDE.— (Para sí.) Nell tiene dignidad. Esta es la buena. (A DOLLY, con un poquito de severidad.) Dolly, te he mandado que no te rías.

DOLLY.— Es que me hace gracia.

EL CONDE.— (A NELL, acariciándola.) Tú eres noble, Nell. En ti se revela la sangre, la raza… Vaya, haced las paces.

NELL.— No quiero.

DOLLY.— Ni yo…

EL CONDE.— Esa risita, Dolly, es un poquito ordinaria.

DOLLY.— (Poniéndose seria.) Bueno. (Súbitamente se lanza a la carrera.)

EL CONDE.— (A NELL.) Estoy algo cansado. Dame el brazo.

NELL.— Dolly está sentida… Le has dicho ordinaria, y esto le llega al alma. ¡Pobrecilla!

EL CONDE.— Dime, hija mía, ¿has notado otra vez en Dolly estos arranques…?

NELL.— ¿De qué?

EL CONDE.— De naturaleza ordinaria.

NELL.— No, papá… ¡Qué cosas tienes! Dolly no es ordinaria. Creo que se lo has dicho en broma. Dolly es muy buena.

EL CONDE.— ¿La quieres?

NELL.— Muchísimo.

EL CONDE.— ¿Y no estás incomodada con ella porque te dijo que mentías?

NELL.— Yo no… Cosas de nosotras. Reñimos, y en seguida hacemos las paces. Dolly es un ángel: le falta sentar un poquito la cabeza. Yo la quiero; nos queremos… ¡Ya tengo unas ganas de abrazarla y decirle que me perdone!

EL CONDE.— (Con júbilo.) ¡Otro rasgo de nobleza! Nell, tú eres noble. Ven a mí… (La abraza.) Y esa loca, ¿dónde está?

NELL.— Ya viene.

DOLLY.— (Volviendo como una exhalación.)

Abuelito, llueve. Me ha caído una gota de agua en la nariz.

NELL.— (Deseando coyuntura para hacer las paces.) Y a mí dos.

DOLLY.— Papá, ¿quieres que nos metamos en la gruta de Santorojo? Has hecho mal en no traer paraguas.

EL CONDE.— Es un chisme que no he usado nunca.

DOLLY.— ¡Ya… acostumbrado a andar siempre en coche! Pero ahora no tienes más remedio que andar a patita, como nosotras.

EL CONDE.— (Para sí.) Se burla de mí… ¡Qué innoble!

NELL.— ¡Ay, qué gotas tan gordas!

DOLLY.— ¡Menudo chaparrón nos viene encima!… Abuelito, ¿quieres que vaya a casa en cuatro brincos, y te traiga un capote de agua?

EL CONDE.— No. (Para sí.) Ahora quiere desenojarme con sus zalamerías.

NELL.— Nos meteremos en la gruta. Oiremos el eco. (Dirígense por un sendero áspero, entre peñas y zarzales.)

DOLLY.— Por aquí. Yo iré delante, apartando las zarzas para que el abuelo no se pinche… ¡Ay, ay, qué pinchazo me he dado! (Chupándose la herida.)

EL CONDE.— ¿Te has hecho sangre?… Ya ves: por traviesa, por correntona.

DOLLY.— Si ha sido por abrirte camino, para que no te hicieras daño. ¡Así me lo agradeces!

EL CONDE.— Sí que te lo agradezco, tontuela.

NELL.— (Que soltando el brazo del anciano, y recogiéndose el vestido para no engancharse, se adelanta.) Dolly, da el brazo a papaíto, y tráele con cuidado.

EL CONDE.— (Dejándose guiar por DOLLY, que continúa chupándose el dedito lastimado.) Chiquilla, ¿de veras te has hecho sangre?

DOLLY.— Poca cosa. La he derramado por ti. Derramaría más: toda la que tengo.

EL CONDE.— (Parándose.) ¿De veras?

DOLLY.— ¡Oh, sí!… Pruébalo… ¡Si pudiera probarse…!

EL CONDE.— ¿Tanto me amas?

DOLLY.— Más de lo que crees.

EL CONDE.— ¿Me querrás más que tu hermana?

DOLLY.— No, más no. Ofendería a Nell si dijera que ella te quiere menos que yo. Las dos somos tus nietas, y te queremos lo mismo.

EL CONDE.— (Para sí.) Pues esto es nobleza… y de la fina. ¿Resultará ésta la legítima y la otra la falsa?… ¡Dios mío, luz, luz! (Alto.) ¿Dónde está Nell?

DOLLY.— Ha dado un rodeo para no engancharse el vestido. Sabe sortear las púas.

EL CONDE.— ¿Y tú?

DOLLY.— ¿Yo? Tengo la piel mechada y endurecida de tanto aguijonazo, y una encarnadura que no la merezco. Mi hermana es más delicada que yo. Por eso, cuando me has llamado ordinaria, dije para mí que tenías razón.

EL CONDE.— (Para sí, aturdido, sin saber qué pensar.) Razón… verdad… duda… problema.

NELL.— (Desde lejos, mirando hacia atrás.)

Dolly, ¿por qué nos has traído por esta vereda? Es la peor.

DOLLY.— ¿Qué sabes tú…? Sigue, sigue, que a la vuelta tienes la entrada de la gruta.

EL CONDE.— Llueve… Vamos a prisa.

NELL.— (Encontrando el paso fácil hacia la gruta.) Que os mojáis… Yo estoy en salvo ya.

EL CONDE.— (Para sí.) Paréceme Nell un poco egoísta… ¡Qué horrible duda, Señor! ¡Si resultará que Dolly es la buena! (Alto.) ¿Llegamos por fin?

DOLLY.— Abuelo, por aquí… cuidado… Otro escaloncito, otro… (Llueve copiosamente.)

NELL.— (Guarecida en la boca de la cueva.) Os habéis mojado; yo no.

Gruta de Santorojo.

Cavidad ancha y profunda en la fragorosa peña. Festonean su boca parietarias viciosas, raíces de árboles cercanos, helechos y plantas mil de variado follaje. El interior se compone de masas cretáceas de variado color, con formas de una arquitectura de pesadilla. Las concreciones de la bóveda son como un sueño de bizarras magnificencias, labradas en cristal, azúcar y estearina.

EL CONDE.— (Sentándose en una piedra.) ¡Cuántas veces, niño, me he refugiado, como ahora, en esta soberbia estancia natural de Santorojo!

NELL.— ¿Y es cierto que aquí vivió y murió un ermitaño llamado Toronjillo, que hacía milagros?

EL CONDE.— Es tradición que viene labrando en la mente popular desde el siglo XIII. Ejecutorias de la casa de Laín mencionan al santo Toronjillo, que desde este balcón amansaba las olas furibundas con un gesto… Aquí abajo, al pie de la pendiente llena de malezas, bate la mar.

DOLLY.— (Asomándose.) Ya se ven de aquí los espumarajos.

EL CONDE.— ¿Y esto no te da miedo? ¡Si te cayeras…!

DOLLY.— Llegaría al mar en pedacitos así.

NELL.— (Cariñosa.) Por Dios, hermana, no te acerques al abismo.

EL CONDE.— Dolly, no hagas tonterías… Una tarde, siendo Rafael niño, quiso descender por esta escarpa… Al primer salto que dio, ya no podía bajar ni subir. ¡Qué susto pasó su madre! ¡Nos costó un trabajo subirle!

DOLLY.— ¡Qué trance!…

NELL.— De pensarlo, me da escalofríos.

DOLLY.— Dicen que nuestra abuelita era muy hermosa… (Se sientan las dos junto al CONDE.)

EL CONDE.— Sí: la figura más arrogante y noble que podríais imaginar.

DOLLY.— Y que Nell se le parece mucho.

EL CONDE.— (Mirando a NELL.) No sé… no veo bien las facciones de tu hermana.

NELL.— Por el retrato que hay en casa, más se parece a Dolly que a mí.

DOLLY.— ¡Si fuera verdad! ¡Qué gusto parecerme a una señora tan santa y tan… bonita! Abuelo, mírame bien, y haz memoria.

EL CONDE.— Díme que haga vista.

DOLLY.— ¿Me parezco?

EL CONDE.— (Confuso, mirándola de cerca.) No sé… No veo…

NELL.— (Que se ha levantado para sentarse en mejor sitio, junto a la roca.) Eso no puede decirlo más que el abuelo.

DOLLY.— Eso no puede decirlo más que el abuelo.

EL CONDE.— (Sobrecogido por la igualdad del timbre de las voces.) ¿Quién habla?

LAS DOS.— Yo.

EL ECO.— (Repitiendo la voz de NELL.) Yo.

EL CONDE.— Ese yo me ha sonado como si lo pronunciara mi pobre Adelaida, vuestra abuela.

NELL.— (Riendo.) Es el eco, papá. (Gritando.) Conde de Albrit, soy yo.

DOLLY.— (Que corre junto a su hermana y grita.) Soy yo… yo… (El eco repite la voz de entrambas.)

EL CONDE.— (Tembloroso, y profundamente excitado.) Venid aquí… No os apartéis de mi lado… No hagáis hablar al eco… Me asusta.

DOLLY.— ¿De veras?

NELL.— No creas, a mí también me asusta un poquitín.

EL CONDE.— (Para sí.) ¡Confusión horrible!… «Soy yo», dice la Naturaleza… ¿Y quién eres tú?… (Reflexionando.) ¿Será Nell la mala?… ¿Será Dolly? (Se clava los dedos en el cráneo, y permanece un rato en actitud de meditación o somnolencia. Un trueno retumba, con formidable sucesión de sonidos pavorosos.)

DOLLY.— ¡Jesús, qué miedo!

NELL.— ¡María Santísima!

EL CONDE.— (Vivamente, creyendo hallar un dato.) ¿Cuál de las dos se asusta de los truenos?

NELL.— Yo.

DOLLY.— Y yo… pero me hago la valiente. No me rinde un poco de ruido.

EL CONDE.— (Para sí.) Carácter entero.

NELL.— Yo no finjo, yo no disimulo la falta de valor. Digo lo que siento. Cualidad de la familia, como decía papá.

EL CONDE.— Es cierto… Ven acá, que yo te bese.

DOLLY.— ¿Y a mí no?

EL CONDE.— También a ti. (Las besa y abraza.)

NELL.— (Con efusión.) Abuelo del alma, las niñas de Albrit te adoran.

EL CONDE.— (Asustado.) Por Dios, no gritéis, no hagáis hablar al eco… Me espanta… no lo puedo remediar.

DOLLY.— ¿Y los truenos no te impresionan? (Retumba otro.)

EL CONDE.— Los truenos, no; el eco, sí. La tempestad corre hacia el Este.

NELL.— Hay una clara. ¿Quieres que nos vayamos?

EL CONDE.— (Levantándose.) Sí… La gruta me confunde más de lo que estoy… Estas rocas son mi propio cerebro… Siento el eco aquí, como si mis ideas hablasen solas.

DOLLY.— Ahora no llueve. Aprovechemos esta clara, y vámonos. En cinco minutos llegaremos a las primeras casas; y si el aguacero se repite, nos metemos en la casucha de la tía Marqueza.

NELL.— Bien pensado. Y con cualquiera de los chicos mandamos un recado a la Pardina.

EL CONDE.— Sí, vamos… Llevadme. (Salen de la gruta.)

Escena IX

Casa pobre de campo, de un solo piso, de una sola puerta, con dos ventanuchos tuertos. Sale humo en bocanadas por entre las tejas musgosas, que en sus junturas y en las jorobas del caballete ostentan un jardín botánico en miniatura, colección lindísima de criptógamas y plantas parásitas. Junto a la casa, un huerto mal cercado de pedruscos, con un albérchigo desgarbado, un madroño copudo, varios girasoles con sus caras amarillas, atónitos ante la lumbre del sol, y unas cuantas coles agujereadas por los gusanos. La fauna consiste en un cerdo libre, que hociquea en el charco formado por la lluvia; dos patos, gallinas, y todos los caracoles y babosas que se quieran poner. Las moscas, huyendo de la lluvia, han querido refugiarse en el interior de la casa, y como el humo las expulsa, voltejean en la puerta sin saber si entrar o salir.

Agréganse a la fauna niño y niña, descalzos y con la menor ropa posible, y una vieja corpulentísima, mujer de excepcional naturaleza, nacida para poblar el mundo de gastadores, y que por su musculatura, en cierto modo grandiosa, parece prima hermana de la Sibila de Cumas, obra de Miguel Ángel.

La MARQUEZA, EL CONDE, NELL y DOLLY; los dos NIÑOS.

LA MARQUEZA.— Mira, Gilillo, ¿no es aquél el señor Conde con sus nenas?

NIÑO.— Sí que son… madre, ellos… Cá vienen.

LA MARQUEZA.— (Adelantándose a recibirles.) Señor mi Conde, Dios le guarde. ¡Quién pensara verle más!… ¿Quiere descansar?

NELL.— Sí: descansaremos un rato.

DOLLY.— No llueve. Madre Marqueza, sáquenos el banquito.

EL CONDE.— (Muy complacido, mientras la anciana le besa la mano.) Gracias, mujer… ¿Era tu marido Zacarías Márquez?

LA MARQUEZA.— ¡Ay, señor… no me haga llorar recordándomelo!… Hace dos meses que me le quitó Dios…

EL CONDE.— Era más viejo que yo, mucho más. Buen hombre, recio como ninguno para el trabajo, y honrado a carta cabal.

LA MARQUEZA.— Vea, señor, a qué pobreza hemos llegado desde el tiempo de usía… Entonces teníamos hacienda, ganado, y Zacarías traía napoleones a casa.

EL CONDE.— ¡Ay!, desde aquel tiempo ha dado muchas vueltas y sacudidas el mundo, y se han caído algunas torres. Otros conozco yo que eran más ricos que tú, mucho más, y ahora son pobres, más pobres que tú… Y tus hijos, ¿qué ha sido de ellos? Yo recuerdo unos mocetones como castillos.

LA MARQUEZA.— En la América están dos… Dicen que ricachones. Los demás se han muerto. Para mí, muertos todos… Pasó la nube, señor, y se llevó lo bueno, dejándome a mí para rociarlo con mis lágrimas. Estas criaturas son de mi hija, la Facunda, que enviudó por San Roque, y en las minas trabaja como una mula. Vivimos en miseria. Dispénseme, señor mi Conde; pero no tengo nada que ofrecerle.

EL CONDE.— Gracias. Yo tampoco puedo darte más que palabras tristes… el tesoro del pobre. Estamos iguales.

NELL.— Marqueza, yo te voy a traer ropita para tus nietas.

DOLLY.— Y yo los cuartitos que tengo ahorrados, para que tú les compres lo que quieras. (Se van a jugar con los chicos junto a unos troncos.)

LA MARQUEZA.— Bendígalas Dios… ¡Qué par de pimpollos tiene aquí el buen Conde! Da gloria verlas tan reguapas, tan bien apañaditas… ¡Ay, qué vieja soy, y cuánto he visto en este mundo! El día en que nació el señor Condesito Rafael, padre de estas nenas, estábamos mi hermana y yo en la Pardina. Las dos le planchábamos a la señora Condesa. Usía no se acordará…

EL CONDE.— Mi memoria flaquea. ¿Y tú te acuerdas de mi hijo?

LA MARQUEZA.— Como si lo tuviera delante. Ya sé que está gozando de Dios.

EL CONDE.— Dime una cosa: ¿se parecen a él mis nietas?

LA MARQUEZA.— (Mirándolas detenidamente.) Se parece la señorita Nela. Es la misma cara.

EL CONDE.— ¿Y su hermana?

LA MARQUEZA.— La señorita Dola no… digo, sí, también tiene la pinta; pero cuando se ríe, nada más que cuando se ríe.

EL CONDE.— (Secamente.) Rafael era muy serio…

LA MARQUEZA.— ¡Y qué galán! Tan caballero y respetoso que toda Jerusa se quitaba el sombrero cuando pasaba, y hasta la torre de la iglesia parecía como si le hiciera la reverencia.

EL CONDE.— (Que mira y no ve, impaciente.) Dime, Marqueza, ¿qué hacen ahora las niñas? Oigo sus risotadas; pero no las veo.

LA MARQUEZA.— Juegan con mis chicos… ¡Qué bonitas son, y qué afables con el pobre! La señorita Nela quiere bailar con mi Narda, y la señorita Dola y mi Gil están ahora cogiendo moras. Las niñas de la Pardina llevan la alegría por donde quiera que van. ¡Ay, si el señor las hubiera visto aquí, esta primavera, cuando venían a pintar…!

EL CONDE.— (Sorprendido.) ¡A pintar!… ¿Acaso mis nietas son pintoras?

LA MARQUEZA.— Anda, anda… ¿Pues no sabe…? Si pintan como los serafines. Pues en un librote grande retrataron toda esta casa, y a mí mesma… y hasta el guarro, con perdón, hasta el guarro, tan parecido, que era él en persona.

EL CONDE.— (Excitadísimo, llamando.) Nell, Nell… Ven acá, hija… (Se acerca.) Oye lo que dice la Marqueza… (Ésta repite lo del guarro.)

NELL.— Yo, no. Es Dolly la que dibuja y hace acuarelitas…

EL CONDE.— (Llamando.) Dolly… ven… ¿Es verdad esto, Dolly?… (Acércase ésta, sofocada.) ¡Qué callado te lo tenías! ¡Tú pintora!

DOLLY.— (Con modestia.) Me dio por hacer monigotes. Aquí veníamos algunas mañanas, por ser éste el sitio más bonito de los alrededores de Jerusa.

NELL.— (Que quiere congraciarse con DOLLY.) Tiene un álbum lleno de apuntes preciosos.

DOLLY.— No valen nada, abuelito.

NELL.— Di que sí. Pinta y dibuja… ¡Si tuviera fundamento, qué preciosidades haría!

DOLLY.— Quita, quita.

EL CONDE.— (Con profundo interés.) ¿Quién te ha dado lecciones?

DOLLY.— Nadie: lo que sé lo he aprendido yo solita, mirando las cosas. Me gusta, eso sí, y cuando me pongo a ello no sé acabar.

LA MARQUEZA.— Unos señores que vinieron acá una tarde… eran de Madrid, y traían unas cajas con trebejos y cartuchitos de pintura… vieron lo que hacía la señorita Dola, y se pasmaron…

DOLLY.— (Ruborizada.) No hagas caso, papá.

NELL.— Y dijeron que esta chica, si estudiara, sería una gran artista… sí que lo dijeron. No vengas ahora con farsas.

EL CONDE.— (Con gran agitación, que procura disimular.) ¡Eres pintora, Dolly… y te avergüenzas de serlo! Dime, ¿sientes una afición honda, un gusto intenso de la pintura? ¿Te sale del fondo del alma el anhelo de reproducir lo que ves? ¿Ayúdante los ojos y la mano, y encuentras facilidad para dar satisfacción a tus deseos?

DOLLY.— Facilidad, sí… digo, no… Me gusta… Quiero, y a veces no puedo…

EL CONDE.— ¿Y hace tiempo que sientes en ti ese ardor, esa fiebre del arte, don concedido a la criatura desde el nacer, que no se aprende, que se trae del otro mundo, de…?

DOLLY.— Me entró la afición… qué sé yo cuándo.

NELL.— Desde niña hacía garabatos…

EL CONDE.— Ya me acuerdo. Cinco años tenías, y me quitabas todos los lápices.

LA MARQUEZA.— ¡Ángel de Dios!

EL CONDE.— Y tú, Nell, ¿no dibujas?

NELL.— ¡Soy más torpe…! No sirvo… no acierto. Me aburro.

EL CONDE.— (Con viveza.) ¡Tú eres pintora, Dolly, tú… tú…! ¡Y te avergüenzas!… Bueno, hijas, seguid jugando. Dejad aquí a los viejos que hablemos de cosas tristes. (NELL y DOLLY se alejan y continúan su juego.)

LA MARQUEZA.— ¡Qué par de serafines! Ya puede el señor estar contento. (EL CONDE no contesta. Mirando al suelo se sumerge en profunda abstracción.) ¿Qué tiene, mi señor, que está tan triste?

EL CONDE.— (Como quien vuelve de un letargo.) ¡Ay, Marqueza, qué malo es vivir mucho!

LA MARQUEZA.— Lleva razón. Mientras más se vive, más cosas malas se ven. Digo yo, gran señor, que los niños de pecho ya saben lo que hacen al morirse.

EL CONDE.— (Con tristeza.) ¡Y otros ¡ay!, qué bien harían en no nacer!… Porque después de nacidos y crecidos, ya no hay remedio…

LA MARQUEZA.— ¿Y los viejos, qué tenemos que hacer aquí?

EL CONDE.— Por algo estamos cuando estamos.

LA MARQUEZA.— Es verdad: somos troncos, que servimos para que las plantas tiernas se agarren y vivan.

EL CONDE.— Tú eres útil, Marqueza. Hoy me has hecho un gran servicio.

LA MARQUEZA.— ¿Yo? (Pausa larga. EL CONDE vuelve a quedarse abstraído, cual si su espíritu se sumergiera en abismos profundos.) Señor… ¿qué le pasa que no habla?

EL CONDE.— (Después de otra pausa.) Has sido la sibila que me ha revelado lo que yo quería saber. Dios me trajo a tu choza.

LA MARQUEZA.— (Confusa.) ¿Qué dice que soy?

EL CONDE.— Mis horribles dudas, gracias a ti, se han trocado en triste certidumbre…

LA MARQUEZA.— (Creyendo fundado lo que se dice del desorden mental del SEÑOR DE JERUSA.) ¿Quiere que le dé un vasito de vino? Lo tengo blanco y bueno.

EL CONDE.— No, gracias.

LA MARQUEZA.— Lo que tiene mi Conde es debilidad.

EL CONDE.— Es tristeza, y mi tristeza no se disipa bebiendo. Es muy honda. A veces el descubrimiento de la verdad nos amarga la existencia más que la duda. No sé cuál es más terrible monstruo, si la madre o la hija, si la duda o la verdad…

LA MARQUEZA.— (Con espontánea filosofía, por decir algo.) No se caliente la cabeza, señor… porque, ¿de cavilar, qué sacamos? El cuento de que las mentiras son verdades y las verdades mentiras. Todo es dudar, gran señor… Vivimos dudando, y dudando caemos en el hoyo.

EL CONDE.— (Con ingenua indecisión.) ¿Y qué debo hacer yo?

LA MARQUEZA.— Pues dude siempre el buen padre, y hártese de dudar y de vivir… tomando las cosas como vienen, y vienen siempre dudosas.

EL CONDE.— Eres la sibila de la duda. Te agradezco tu filosofía. No sé si podré seguirla.

NELL.— (Corriendo hacia el anciano.) Abuelo, vienen a buscarnos.

EL CONDE.— Sí, es Venancio; oigo su rebuzno. (Aparecen VENANCIO y un MOZO por entre un grupo de castaños.)

Escena X

Los mismos; VENANCIO y un MOZO con paraguas y capotes.

VENANCIO.— Locos buscándole, señor Conde… En cuanto vi venir el nublado, salimos… Mira por aquí, mira por allá. Nos dicen que en el bosque… nos dicen que en la playa, nos dicen que en la gruta.

EL CONDE.— Es muy de agradecer tu solicitud. Nos hemos mojado poco. Las chiquillas, tan contentas.

VENANCIO.— A casa. La humedad no es buena para usía. Lo ha dicho el médico.

EL CONDE.— (Con humorismo.) Pues si lo ha dicho el médico… boca abajo. Vamos a donde quieras. Tú mandas, Venancio.

VENANCIO.— Yo no mando, señor.

EL CONDE.— (Levantándose.) Que sí. Eres el amo, y aquí estamos todos para obedecerte.

DOLLY.— (Displicente.) No necesitamos de tu oficiosidad, Venancio. Nada nos pasa, y sabemos volver a casa.

EL CONDE.— (Chancero.) Ya lo ves… Te riñe esta mocosa. Chiquilla, no: hay que respetar las jerarquías… Vaya, pongámonos en marcha, conforme al deseo del señor de la Pardina… Yo te digo, Venancio, que hoy has sido muy previsor… No, no quiero capote. Supongo que será tuyo… Póntelo tú.

NELL.— (Dando el brazo a su abuelo.) Yo contigo.

EL CONDE.— Sí… y vayan delante Venancio y la pintora. Adelantaos todo lo que queráis. Esta y yo no tenemos prisa, ni hemos de perdernos. Adiós, Marqueza. Que prosperes… que vivas muchos años.

LA MARQUEZA.— (Despidiéndoles afectuosa.) Vayan con Dios… Señorita Nela, señorita Dola, la Virgen las acompañe.

Escena XI

Comedor en la Pardina.

EL CONDE, NELL, DOLLY, EL CURA, EL MÉDICO, sentados a la mesa; VENANCIO y GREGORIA, que les sirven.

La cena toca a su fin. EL CONDE, en el sitial, a la cabecera de la mesa, tiene a su derecha a NELL; enfrente EL CURA, teniendo a su derecha a DOLLY. Entre las dos parejas, EL MÉDICO.

EL CONDE.— ¿Qué secretos son ésos, pastor Curiambro? Toda la noche picoteando con Dolly.

EL CURA.— (Riendo.) ¡Ah!, son cosas nuestras. La señorita Dolly es muy simpática y ocurrente. Yo celebro infinito que el señor D. Rodrigo haya alterado esta noche la colocación de costumbre, y me haya cedido a una de sus nietas…

EL CONDE.— Por variar. Cuando están las dos a mi lado, me aturden.

EL CURA.— A mí esta me encanta… ¡Qué pico, qué sal!

DOLLY.— Como está tan desganadito, no sé cuántas cosas tengo que decirle para hacerle comer.

EL CURA.— (Riendo.) ¡Si es ella la que no come, y tengo que partirle la comida en pedacitos, y dárselos envueltos en un poco de sermón para que no me desaire!

DOLLY.— Yo me como el sermón y él los pedacitos. Cada uno lo que más le aprovecha.

EL CURA.— (Riendo más fuerte.) ¿Te gustan mis sermones?

DOLLY.— Sí, padre; quiero enflaquecer. (Todos ríen.)

EL CONDE.— (Deseando volver a un tema interrumpido.) Cuando acabes de reír las gracias de Dolly, continuaremos lo que hablábamos de los monjes de Zaratán, y del Prior…

EL CURA.— (Tragando a prisa para poder hablar.) ¡Ah! sí… ahora voy…

EL CONDE.— (Al MÉDICO.) ¿Decís que el Prior desea verme?

EL MÉDICO.— Sí, señor… quieren ofrecer sus respetos a D. Rodrigo de Arista-Potestad, cuyos antecesores fundaron aquel insigne Monasterio.

EL CONDE.— Y lo dotaron espléndidamente. Después vinieron años malos, la exclaustración. Siendo yo niño vi frailes en Zaratán. Desde aquel tiempo hasta hace poco ha permanecido el edificio como un panteón en ruinas.

EL CURA.— Hasta que el Conde de Laín, Diputado por Durante, gestionó que se incluyera una partida para restauración, y que volvieran los monjes…

EL MÉDICO.— No ha tenido poca parte en la resurrección del Monasterio el actual Prior, hombre de gran virtud, de una actividad asombrosa, conocedor del mundo…

EL CURA.— Como que es de la escuela romana… hombre de mucha sociedad, instruidísimo. Treinta y tantos años ha estado en las oficinas De Propaganda Fide.

EL CONDE.— ¿Y cómo se llama ese sujeto?

EL MÉDICO.— Padre Baldomero Maroto…

EL CONDE.— (Festivo.) Baldomero… Maroto… Pues debiera llamarse con más propiedad. El abrazo de Vergara.

EL CURA.— Eso dice él… y se ríe… Su nombre y apellido no carecen de simbolismo, porque el hombre es el puro espíritu de la conciliación…

EL MÉDICO.— Enlace entre las ideas que pasaron y las vigentes, siempre dentro del dogma…

EL CURA.— (Con énfasis en el elogio.) Y por su trato se diría que ha pasado la vida entre aristócratas… ¡Qué finura, qué tacto y delicadeza en la conversación!

EL MÉDICO.— He oído decir que procede de una gran familia.

EL CONDE.— ¿Es navarro quizás?

EL CURA.— No, señor; malagueño… Es punto muy fuerte en heráldica, y cuando se pone a hablar de linajes no acaba. Conoce el Becerro como nadie.

EL CONDE.— ¡Ah!… pues sí, me gustaría charlar con él.

NELL.— (Bajito, al CONDE.) Abuelito, ¿qué Becerro es ese?

EL CONDE.— Un libro… ya te lo explicaré.

DOLLY.— (Por lo bajo al CURA.) Don Carmelo, ¿qué es el Becerro?

EL CURA.— Ya te lo diré.

NELL.— (A DOLLY.) Un libro. Debe de ser como un Diccionario.

EL CURA.— (Encomiástico.) ¡Ah!, lo que tiene usted que ver, Sr. D. Rodrigo, es el monasterio.

EL MÉDICO.— Han hecho maravillas, en el año y medio escaso que llevan en él.

EL CONDE.— Yo lo he conocido habitado por los lagartos.

EL MÉDICO.— Pues ahora… ¡qué amplitud, qué comodidad! Luz y ambiente por los cuatro costados. No hay en toda la provincia lugar más higiénico.

EL CONDE.— ¿De veras…?

EL CURA.— Resguardado de los vientos del Norte por el monte de Verola, disfruta de un temple meridional.

EL MÉDICO.— Y la huerta, que propiamente es un extenso parque, rodeado de tapias, mide ochenta hectáreas.

EL CURA.— (Hiperbólico.) ¡Oh!, allí verá usted toda clase de cultivos, desde el naranjo al almendro.

EL MÉDICO.— Son agrónomos de primera… Además, tienen vacas holandesas, faisanes, un palomar con más de quinientos pares, gallinas de famosas razas, colmenas… estanques con riquísimas carpas… y qué sé yo…

EL CONDE.— (Con donaire.) Convengamos, amigos míos, en que esos pobres frailecitos se dan una vida de perros.

EL MÉDICO.— Ellos trabajan infatigables, eso sí, de sol a sol. Por la vida común, por la igualdad en el disfrute de los dones de la tierra, por el orden y la división del trabajo, vemos en el instituto religioso de Zaratán como un esquema de las futuras organizaciones sociológicas…

EL CURA.— ¡Ah, ya te lo diré yo…! (Arde en ganas de definir el verdadero papel de la Iglesia en la vida social; pero no conviniéndole abandonar el asunto que en aquel momento se trata, aplaza discretamente el punto evangélico-sociológico. NELL y DOLLY atienden con toda su alma, sin chistar, a la conversación de los mayores.)

DOLLY.— (Muy bajito.) D. Carmelo, ¿qué es esquema?

EL CURA.— Es… (Con desdén.) Cosas de estos sabios… nada.

Las dos niñas, de un lado a otro de la mesa, con visajes y alguna palabra suelta, se entienden, y comentan lo que oyen.

EL CONDE.— Hermoso será sin duda.

EL CURA.— De mí sé decir que siempre que voy a Zaratán me dan ganas de ponerme la cogulla y quedarme allí.

EL CONDE.— ¿Por qué no te quedas? Te convendría, créeme, entablar relaciones con el azadón.

EL CURA.— (Suspirando.) ¡Oh!, sí… Pero no soy libre. Pertenezco a mis feligreses. Usted sí, Sr. D. Rodrigo; usted sí que debería ser el Carlos V de ese Yuste.

EL CONDE.— (Vagamente, sin mirarles.) No es mala idea…

EL MÉDICO.— (Pensando que no es pertinente manifestar el deseo ni menos el propósito de llevarle a Zaratán.) El señor Conde no gustará quizás del excesivo regalo y confort que allí tendría.

EL CURA.— Seguramente no. Los monjes le tratarán con demasiado mimo, y el mimo y los agasajos excesivos pugnan con el carácter rudo y llanote del Conde de Albrit.

EL CONDE.— Según y conforme, amigos míos. (Con sutil malicia.) Antes de resolver nada en este delicado punto, la primera persona con quien debo consultar es Venancio, a quien debo generosa hospitalidad… Venancio, acércate. ¿Has oído? Sí, tú todo lo oyes. ¿Qué te parece? ¿Debo ir a Zaratán?

VENANCIO.— (Oportunamente aleccionado por EL MÉDICO y EL CURA, contesta todo lo contrario de lo que tan ardiente desea.) Señor, en ninguna parte está usía como en su casa.

EL CONDE.— (Con finísima marrullería.) Ya veis… ¡Cómo he de desairar yo a este hombre tan bueno para mí… que me hace la limosna con cristiana delicadeza!… ¡Ea!, hablemos de otra cosa.

EL CURA.— (Contrariado de que EL CONDE desvíe tan bruscamente la conversación.) Pero esto no es óbice para que el señor Conde reciba al Prior…

EL MÉDICO.— Ni para que le pague la visita. Iremos todos. Yo quiero que se haga cargo de la organización admirable de Zaratán.

NELL.— (Gozosa.) ¿Iremos, abuelito?

DOLLY.— D. Carmelo… ¿iremos nosotras?

EL CONDE.— (Impaciente por pasar a otro asunto.) Veremos esa maravilla… Gregoria. (Adelántase GREGORIA.) Ven acá, mujer… Quiero felicitarte delante de todos por la excelente cena que nos has dado. Sin necesidad de que yo te lo advirtiera, te has esmerado esta noche, porque tenemos dos buenos amigos a nuestra mesa. Así me gusta. El régimen de sobriedad y economía se guarda, naturalmente, para cuando estamos solos las niñas y yo.

GREGORIA.— (Azorada.) Señor…

EL CONDE.— (Envolviendo su sátira en formas exquisitas.) Yo alabo tu arreglo, y me parece muy bien que, cuando como solo con éstas, no se conozca que eres buena cocinera, ni que tu despensa está bien surtida, ni que posees vajilla elegante y manteles limpios. Decidido a dejarme educar por vosotros en la sordidez y en la miseria, que tan bien cuadran a este tristísimo fin de mi vida, os daría la satisfacción, si lo quisierais, de comer con vosotros en la cocina… (Mutismo enojoso de GREGORIA y VENANCIO. Este traga saliva muy amarga. EL CURA y EL MÉDICO no saben qué decir.) Yo te felicito una y otra vez, porque distingues, con claro talento, entre mi persona humilde y la de mis amigos. Nos debemos a la sociedad. (GREGORIA recoge las migajas y el servicio del postre sin decir una palabra. La procesión va por dentro. VENANCIO se retira.) Y estoy bien seguro, porque te conozco, de que el café de esta noche será excelente, como tú sabes hacerlo cuando no estamos en familia, en la santa llaneza a que os obligan vuestros escasos recursos…

GREGORIA.— (Tragándose la ira.) El Sr. Angulo toma té, ¿verdad?

EL MÉDICO.— Sí: el café me desvela.

EL CURA.— A mí, no: venga café.

DOLLY.— Lo serviremos nosotras.

NELL.— (Levantándose.) Ponlo en aquella mesita.

GREGORIA.— (Poniendo el servicio donde se le indica.) Aquí está.

EL CURA saca su petaca, y da un cigarro al CONDE. Ambos encienden. EL MÉDICO no fuma.

EL CONDE.— Chiquillas, servidnos ya.

NELL.— (Vivamente.) Yo le sirvo al abuelo.

DOLLY.— Le sirvo yo.

NELL.— Yo…

DOLLY.— A mí me corresponde.

NELL.— ¿A ti, por qué?

DOLLY.— Porque no me senté a su lado. De algún modo se ha de compensar…

NELL.— No me conformo. (Disputan con cierto calor sobre cuál servirá al abuelo.)

EL CURA.— Vaya, no reñir, ninas. ¿Qué más da?

DOLLY.— (Testaruda.) Sí da.

EL MÉDICO.— Pues que lo echen a la suerte.

NELL.— Eso es: dos pajitas.

EL CURA.— Vaya… A la suerte. (Coge rabillos de guindas que han quedado en la mesa.) Una pajita grande y otra chica. (Las prepara y las da al CONDE.) En manos del león de Albrit está la suerte.

EL CONDE.— Sea. Chiquillas, venid, y aquí tenéis la solución de vuestro destino. (Van las niñas, y de los dedos del abuelo cada una saca un palito.)

NELL.— (Con alegría.) Yo gané. (Muestra la pajita grande.)

DOLLY.— (Retirándose corrida.) Ha habido trampa.

NELL.— ¿Qué?

DOLLY.— (Con ligereza, sin saber lo que dice.) El abuelo ha hecho trampa.

EL CONDE.— ¡Qué yo hago trampas!

DOLLY.— Porque no me quiere.

EL CONDE.— (Meditabundo, hablando solo.) ¡Qué innoble! No hay duda, es la falsa, la mala, la intrusa. (Las niñas llenan las tazas.)

EL CURA.— ¡Si os quiere a las dos! Dolly, no te enfades.

DOLLY.— Yo no me enfado. (Se ríe.)

EL CONDE.— (Para sí.) ¡Se ríe… qué descarada… después de ofenderme!

NELL.— (Llevando al abuelo su taza.) Abuelo… ahí lo tienes como te gusta, amarguito.

EL CURA.— Dolly me sirve a mí. Ya sabes: pónmelo dulzacho.

DOLLY.— Ahí va. Ahora el té para el doctor.

EL CONDE.— (Para sí.) ¡Y aún se ríe!… Carece de delicadeza… No le hacen mella los desaires. Epidermis moral muy gruesa… extracción villana. (Alto.) ¿Qué tal os sirve la pintora?

EL CURA.— Divinamente.

EL CONDE.— Siempre juguetona y atropellada.

EL MÉDICO.— Señor Conde, un poquito de ron. (Ofreciéndole de una botella que acaba de traer GREGORIA.) Es riquísimo; le probará bien.

EL CONDE.— No me sientan bien los alcoholes. Pero si te empeñas… Y parece muy bueno. (Catándolo.) ¡Qué guardadito lo tenías, Gregoria! Así se hace: estas cosas ricas para las ocasiones.

EL CURA.— (Después de servirse ron.) Ahora, chicuelas, un poquito para vosotras.

NELL.— (Retirando su copa.) No, no… ¡qué asco!

DOLLY.— Yo, sí… póngame media copa, D. Carmelo.

EL CURA.— (Riendo.) Te emborrachas unas miajas, y a la camita.

EL CONDE.— (Para sí, mirándola beber.) ¡También eso!… ¡Qué ordinaria! ¡Buena diferencia de esta mía, que en todo revela su origen noble!… (Bebe de un trago, y al instante siente desvanecimiento en su cabeza.)

EL MÉDICO.— (Observando que cierra los ojos, y articula palabras ininteligibles.) ¿Qué… qué es eso?

EL CONDE.— Nada… se me va un poco la cabeza… Ya te dije… los alcohólicos… (Se confunden sus ideas; aléjase la realidad; ve a los comensales y a sus nietas como sombras esfuminadas, y oye sus voces como un murmullo distante de hojas secas que arrastra el viento.)

EL CURA.— Parece que se aletarga.

EL MÉDICO.— (Sacudiéndole suavemente el brazo.) Sr. D. Rodrigo…

NELL.— Está fatigado. (Llamándole.) ¡Abuelito!

EL CONDE.— (Volviendo en sí, y pasándose la mano por los ojos.) Lo he soñado.

DOLLY.— ¡Pero si no has tenido tiempo de soñar nada! Ha sido un instante.

EL MÉDICO.— Medio minuto.

EL CONDE.— (Mirando detenidamente a todos.) Lo he soñado… ¡Qué imitación tan perfecta de la realidad!

DOLLY.— (Asustada.) ¿Qué dices?

EL CONDE.— Le he visto… como ahora te veo a ti.

NELL.— ¿A quién?

EL CONDE.— A tu padre… Entró por aquella puerta. No le veíais, yo sí… Acercose a la mesa, y se sentó junto a Dolly… sin decir nada… A mí sólo miraba. (Vuelve a pasarse la mano por los ojos. DOLLY, medrosa, no acierta a pronunciar palabra alguna. VENANCIO y GREGORIA espían desde la puerta.)

NELL.— (Abrazándole.) Papaíto, debes retirarte… Estás rendido.

EL CURA.— Sí, sí: a la cama.

EL MÉDICO.— Vamos. (Dispuesto a llevársele, le coge del brazo.) Sr. D. Rodrigo, a dormir.

EL CONDE.— (Levantándose con dificultad, ayudado de NELL y de ANGULO.) No tengo sueño ya… Pero, pues tú lo quieres, Nell, vamos… Tú mandas, hija mía…

NELL.— Señores, mi abuelito les pide permiso para retirarse.

EL CURA.— Sin cumplidos… ¡No faltaba más!

EL MÉDICO.— (Viendo que EL CONDE suelta su brazo.) ¿No quiere que le acompañe a su dormitorio?

EL CONDE.— No es preciso. Gracias, querido Salvador. Estoy bien… muy bien. Carmelo, buenas noches.

DOLLY.— (Despidiéndose del CURA y del MÉDICO.) Buenas noches. (Va tras de su abuelo, que, apoyado en NELL, avanza lentamente hacia la puerta.)

EL CONDE.— (Volviéndose hacia ella bruscamente.) No vengas. (Con displicencia.) Acompaña a estos señores. Aprende a ser cortés. (Pausa.)

Retíranse despacio EL CONDE y NELL. DOLLY vuelve al centro de la estancia, se sienta, apoya en la mesa los codos, la cara en las palmas de las manos.

EL CURA.— ¿Qué tienes, chiquilla?

EL MÉDICO.— También la marea el ron.

DOLLY.— (Sollozando.) El… abuelo… no me quiere.

Escena XII

Dormitorio del CONDE. Es de noche. Una lamparilla de aceite, puesta en una rinconera, alumbra la estancia; la luz es chiquita, tímida, llorona, un punto de claridad que vagamente dibuja y pinta de tristeza los muebles viejos, las luengas y lúgubres cortinas del lecho y del balcón.

Profundo silencio, que permite oír el mugido lejano del mar como los fabordones de un órgano. El viento, a ratos, gime, rascándose en los ángulos robustos de la casa.

EL CONDE, solo. Después de un sueño breve y profundo, se viste precipitadamente, y se sienta en el borde de la cama.

EL CONDE.— Bien despierto estoy, no puedo dudarlo… En vela, paréceme que duermo; dormido, veo y toco la realidad. ¿Qué es esto? Tan cierto como esa es luz, yo vi a Rafael entrar en el comedor, acercarse a la pequeña y… La primera vez no hizo más que mirarme… movimiento, ninguno: no tenía brazos. La segunda vez, Rafael tenía brazo derecho y mano… nada más que un brazo y una mano. No sé qué arma era la que llevaba. Sólo sé que así, así… de un golpe, mató a Dolly. La pobre niña no dijo ¡ay! Murió calladita y risueña… como un ángel, cumpliendo la ley del destino, que ordena que las hijas paguen las culpas de las madres… (Tratando de despejarse, da algunos pasos.) Sueño ha sido; mas no debemos despreciar los sueños como obra caprichosa de los sentidos, ni creer que éstos, al dormirnos, se sueltan, se embriagan, se dan a la imitación burlesca y desenfrenada de los actos normales dictados por el juicio… No, no son los sueños un Carnaval en nuestro cerebro. Es que… bien claro lo veo ahora… es que el mundo espiritual, invisible, que en derredor nuestro vive y se extiende, posee la razón y la verdad, y por medio de imágenes, por medio de proyecciones de lo de allá sobre lo de acá, nos enseña, nos advierte lo que debemos hacer… (Se pasea vacilante, sin guardar la línea recta en sus idas y venidas.) ¡Cómo suena esta noche la mar! ¡Y yo, durmiendo, creía que ese bum-bum eran mis ronquidos! ¡Y es el mar el que ronca! (Detiénese a escuchar.) ¡Qué silencio en la casa! Todos duermen: las niñas también, ignorantes de que urge expulsar a la intrusa. Ley de justicia es. No he inventado yo el honor, no he inventado la verdad. De Dios viene todo eso; de Dios viene también la muerte, fácil solución de los conflictos graves. Tiene razón Laín: el que usurpa, debe morir, debe ser separado… Rafael y yo separamos, apartamos lo que por fraude se ha introducido en el santuario de nuestra familia. (Coge maquinalmente su palo, por costumbre de andar con él.) Esto es más claro que la luz. Siempre lo has dicho, Albrit; siempre lo has dicho. La causa de que las sociedades estén tan podridas, la causa de que todo se desmorone es la bastardía infame… el injerto de la mentira en la verdad, de la villanía en la nobleza… Tú lo has dicho, Albrit; tú debes sostenerlo. Albrit… (Sale de su cuarto cautelosamente, y tentando las paredes avanza por un largo pasillo. La claridad de la luna le permite llegar sin tropiezos insuperables hasta una puerta, por cuyos resquicios se filtra la luz. Es el cuarto donde duermen NELL y DOLLY. Aproxímase, procurando evitar todo ruido, y aplica el oído a la cerradura.) No duermen… Parece que rezan. Oigo confusas sus dos voces, que no son más que una. (Con súbita emoción afectiva.) ¡Oh, Dios! ¡Si me parece que las amo a las dos; que no puedo separarlas en mi amor; que la falsa se agarra a la verdadera y se hace con ella una sola persona…! Esto no puede ser; esto es una cobardía… Albrit, mira quién eres: la justicia, la verdad están en tu mano… ¡Oh!, ahora distingo mejor las voces… (Poniendo toda su alma en el oído.) No, no hay cántico de ángeles que iguale a sus vocecitas… No rezan; ahora hablan. Nell parece que quiere consolar a Dolly… Oigo mi nombre… «el abuelo…». Dolly solloza… Sin duda se aflige porque la reñí, porque le manifesté despego, diciéndole que no viniera conmigo, como de costumbre. (Con desesperación muda.) ¡Señor, Señor, haz quelas dos sean legítimas!… Pero ni Dios, con todo su poder, puede impedir que Dolly sea falsa… La denuncia su carácter villano… es el contrabando infame introducido en mi casa por esa ladrona de mi honor… (Asaltado de una idea terrible, se clava en el cráneo las uñas de la mano derecha.) ¡Y si las dos son falsas, si las dos son…! (Pone la mano en la puerta, con intención de abrirla suavemente. Espantado de sí mismo, se aleja.) No, no, Albrit; tú no puedes, no sabes… no sirves para la ejecución de estas obras crueles, por más que sean justas… (Volviendo a la puerta.) ¿Y de qué modo se amputa y arroja la maleza, si una ley torpe, inicua, ampara el fraude? (Nueva indecisión. Su voluntad, turbada, gira rápidamente a impulsos de un huracán.) ¡Pobrecitas, se asustarán si entro tan a deshora!… Y Nell me dirá… de seguro me lo dirá… «Abuelo, no mates a Dolly». Tú lo has dicho también, Albrit; tú lo has dicho: «Todo ser humano que tiene vida debe vivir». Dios se la dio… nosotros no debemos quitársela… (Se aleja pausadamente.) Hasta podría ser… sí… podría suceder que la espúrea, que es Dolly, fuera buena… buena y espúrea, ¡qué sarcasmo!… ¡Así anda el mundo, así anda la justicia!… Pero de eso no tenemos culpa los pobres mortales: es el de arriba quien tiene la culpa, el que permite la rareza extravagante de que salga buena la falsa… (Avanza. En mitad del pasillo es sorprendido por VENANCIO.)

Escena XIII

EL CONDE, VENANCIO; después, GREGORIA y criados.

VENANCIO.— (Con malos modos.) ¿Por qué está levantado el señor Conde?

EL CONDE.— (Arrogante.) Porque quiero… ¿Quién eres tú para interrogarme en esa forma descortés?

VENANCIO.— Nada tiene que hacer usía a estas horas en los pasillos oscuros, rondando como alma en pena.

EL CONDE.— Si tengo o no tengo que hacer, eso no es cuenta tuya.

VENANCIO.— (Con autoridad.) Entre usía en la alcoba.

EL CONDE.— ¡Lacayo!… ¿te atreves a mandarme?

VENANCIO.— Me atrevo a guardar el orden en mi casa, y a no permitir…

EL CONDE.— (Furioso.) Vil… vete de mi presencia.

VENANCIO.— Estoy en mi casa.

EL CONDE.— (Que devora su ira, apretando los dientes y los puños.) ¡En tu casa, sí!… Pero eso no es razón para que te insolentes con tu señor.

VENANCIO.— No hay señor que valga. A mí sólo me manda una persona, la señora Condesa de Laín.

EL CONDE.— (Con intenso coraje reconcentrado.) Es cierto… Eres un villano que dice la verdad… y yo estoy aquí de limosna… Pues bien: quiero mandar un recado a tu ama, dignísima reina de tal vasallo.

VENANCIO.— ¿Qué?

EL CONDE.— Un mensaje de gratitud… (Con rápida acción enarbola el palo, y con la fuerza que le imprime su insensata cólera, lo descarga sobre la cabeza de VENANCIO, sin darle tiempo a esquivar el golpe. Es palo de ciego, palo nocturno. Formidable acierto.) Toma… De mi parte.

VENANCIO.— ¡Ay!… ¡Maldito viejo!

GREGORIA.— (Que acude en paños menores; tras ella, dos criados con un farol.) ¡Sujetarle!… Ese hombre está loco.

EL CONDE.— (Cuadrándose fiero.) ¡Villanos, al que se atreva a poner la mano en el león de Albrit, al que manche estas canas, al que toque estos huesos, le mato, le tiendo a mis pies, le despedazo!

Inmóviles y mudos, no se atreven a llegar a él. Dirígese Albrit impávido a su estancia, y penetra en ella sin mirarles.

VENANCIO.— (Mientras se restaña con un pañuelo la herida, de que brota sangre.) ¡Encerradle, encerradle! (Un criado da vuelta a la llave y la quita.)

FIN DE LA JORNADA TERCERA