Escena I

Terraza en la Pardina. A la derecha, la casa; al fondo, frondosa arboleda de frutales; a lo lejos, el mar.

GREGORIA, junto a la mesa de piedra, desgranando judías en la falda; VENANCIO, que viene por la huerta y se entretiene con un criado, observando los frutales. Son marido y mujer, de más de cincuenta años, ambos regordetes y de talla corta, de cariz saludable, coloración sanguínea y mirar inexpresivo. Pertenecen a la clase ordinaria, que ha sabido ganar con paciencia, sordidez y astucia una holgada posición, y descansa en la indiferencia pasional y en la santa ignorancia de los grandes problemas de la vida. El rostro de ella es como una manzana, y el de él como pera de las de piel empañada y pecosa. No tienen hijos, y cansados de desearlos principian a alegrarse de que no hayan querido nacer. Se aman por rutina, y apenas se dan cuenta de su felicidad, que es un bienestar amasado en la sosería metódica y sin accidentes. Gruñen a veces, y rezongan por contrariedades menudas que alteran la normalidad del reloj de sus plácidas existencias. En edad madura viven donde han nacido, y son propietarios donde fueron colonos. Su única ambición es vivir, seguir viviendo, sin que ninguna piedrecilla estorbe el manso correr de la onda vital. El hoy es para ellos la serie de actos que tiene por objeto producir un mañana enteramente igual al de ayer. Visten el traje corriente y general, así en pueblos como en ciudades, muy apañaditos, limpios, modestos. GREGORIA es hacendosa, guisandera excelente, tocada del fanatismo económico, lo mismo que su marido. Este entiende de labranza horticultura, de caza y pesca, de algunas industrias agrícolas y no es lerdo en jurisprudencia hipotecaria, ni en todo lo tocante a propiedad, arrendamientos, servidumbres, etc. Para entrambos la Naturaleza es una contratista puntual, y una despensera honrada, como ellos, prosaica, avarienta, guardadora).

En la mesa una cesta de hortalizas.

GREGORIA.— ¡Eh… Venancio!… Que estoy aquí.

VENANCIO.— Voy… Más de cincuenta duquesas se han caído con el ventoleo de anoche.

GREGORIA.— ¡Anda con Dios!… Deja las peras y ven a contarme… ¿Es verdad que…?

Entra VENANCIO, respirando fuerte y limpiándose el sudor de la cabeza, trasquilada al rape. GREGORIA espera impaciente la respuesta.

VENANCIO.— ¡Brrr…!

GREGORIA.— Pero, hombre, sácame de dudas. ¿Es cierto lo que han dicho? ¿Tendremos tarasca?

VENANCIO.— Sí. ¿Has visto tú alguna vez que falle una mala noticia?

GREGORIA.— (Suspensa.) ¿Y cuándo llega la señora Condesa?

VENANCIO.— Hoy… Pero no te apures; se alojará en casa del señor Alcalde.

GREGORIA.— Menos mal. (Volviendo a desgranar.) Pues otra… Si llega también el señor Conde, se juntarán aquí el agua y el fuego.

VENANCIO.— Se pelearán hoy como ayer… Suegro y nuera rabian de verse juntos. Si no quedaran de uno y otro más que los rabos, ¡qué alegría!… Por supuesto, al señor Conde habremos de alojarle.

GREGORIA.— ¿Qué duda tiene? No faltaba más… Yo digo: ¿vienen y se topan aquí por casualidad… o es que se dan cita para tratar de asuntos de la casa?… porque de resultas de la muerte del Condesito habrá enredos…

VENANCIO.— ¿Yo qué sé? La Condesa Lucrecia vendrá, como siempre, a dar un vistazo a sus hijas.

GREGORIA.— Y a pagarnos la anualidad vencida por el cuidado, manutención y servicio de las dos señoritas que puso a nuestro cargo… ¡Ah, ruin pécora…! Las tiene en este destierro para poder zancajear y divertirse sola por esos Parises y esas Ingalaterras de Dios… o del diablo… ¡Tunanta! Lo que yo digo, Venancio: comprendo que su suegro, el señor Conde de Albrit, que es el primer caballero de España, ¡y que lo digan! le tenga tan mala voluntad a esa condenada extranjera, de quien se enamoró como un tontaina su hijo (que esté en gloria)… Lo que no me cabe en la cabeza es que parezca por aquí, si sabe que ha de hocicar con ella… O será que lo ignora… ¿Qué piensas, hombre?

VENANCIO.— (Revolviendo en la cesta de hortalizas.) Pronto hemos de ver si vienen a posta los dos, o si la casualidad les hace empalmar en Jerusa… ¡Y que no traerán ella y él las uñas bien afiladas!… Créetelo… hemos de ver por tierra mechones de barbas blancas o de pelos rubios, y tiras de pellejo… porque si el Conde D. Rodrigo quiere a su hija política como a un dolor de muelas, ella en la misma moneda le paga.

GREGORIA.— Yo digo lo que tú: el pobre D. Rodrigo viene a que le demos de comer.

VENANCIO.— Así lo pensé cuando supe su viaje.

GREGORIA.— Es cosa averiguada que no ha traído de América el polvo amarillo que fue a buscar.

VENANCIO.— Ha traído el día y la noche. Cuando embarcó para allá, había desperdigado toda su fortuna… Esperaba recoger otra, que le ofreció el Gobierno del Perú por las minas de oro que allá tuvo su abuelo, el que fue Virrey… Pero no le dieron más que sofoquinas, y ha vuelto pobre como las ratas, enfermo y casi ciego, sin más cargamento que el de los años, que ya pasan de setenta. Luego, se le muere el hijo, en quien adoraba…

GREGORIA.— ¡Infeliz señor!… Venancio, tenemos que ampararle.

VENANCIO.— Sí, sí, no salgan diciendo que no es uno cristiano. ¡Quién lo había de pensar!… ¡Nosotros, Gregoria, dando de comer al conde de Albrit, el grande, el poderoso, con su cáfila de reyes y príncipes en su parentela, el que no hace veinte años todavía era dueño de los términos de Laín, Jerusa y Polan!… Díganme luego que no da vueltas el mundo…

GREGORIA.— (Acentuando con un manojo de judías.) ¿Oyes lo que te digo? Que tenemos que ampararle. Es nuestro deber.

VENANCIO.— (Filosofando con un tomate que coge de la cesta.) ¡Qué caídas y tropezones, Gregoria; qué caer los de arriba, y qué empinarse los de abajo!… Claro, le ampararemos, le socorreremos. Ha sido nuestro señor, nuestro amo; en su casa hemos comido, hemos trabajado… Con las migajas de su mesa hemos ido amasando nuestro pasar. (Levántase con aire de protección.) Pues, sí: hay aquí cristianismo, delicadeza… (Coge otro tomate y admira su belleza y tamaño.) Estos son tomates, Gregoria… Que venga el Cura refregándonos los suyos por las narices… Pues, sí, mujer: me da lástima del buen D. Rodrigo.

GREGORIA.— (Contestando a la apología del tomate.) Pero las judías no granaron bien. (Mostrándolas.) Mira esto… También a mí me aflige ver tan caidito al señor Conde… Parece castigo… y si no castigo, enseñanza.

VENANCIO.— Castigo, has dicho bien. Todo ello por no ser económico, y no pensar más que en darse la gran vida, sin mirar al día de mañana. Ahí tienes el caso, Gregoria, y pónselo delante a los que le critican a uno por la economía. En fiestas y viajes, en caballos y trenes, en convitazos y otras mil vanidades, se le escurrieron al señor los bienes de la casa de Albrit, y parte de los de Laín, que eran de su madre. La casa venía empeñada de atrás, pues dicen las historias que ningún Conde de Albrit supo arreglarse. Mira por dónde las culpas de todos las paga este desdichado. Ya ves, después que le dejan en cueros los acreedores, le falla el negocio de América; luego le quita Dios el hijo, y se encuentra mi hombre al fin de la vida, miserable, enfermo, sin ningún cariño… Es triste, ¿verdad?

GREGORIA.— Ahora caigo en que viene a ver a sus nietas: sí, Venancio, anda en busca de un querer que dé consuelo a su alma solitaria…

VENANCIO.— (Cogiendo de la cesta una berenjena.) Puede ser… ¿Y qué tienes que decir de estas berenjenas?

GREGORIA.— No son malas… Lo que digo es que al señor Conde le atrae el calorcillo de la familia.

VENANCIO.— Pero ya verás: mi D. Rodrigo, buscando el agazajo, mete la mano en el nidal, y toca una cosa fría que resbala… ¡Ay! Es el culebrón de la madre, es la extranjera, la mala sombra de la familia, pues desde que el Conde D. Rafael casó con esa berganta, la casa empezó a hundirse… (Poniendo en el cesto la berenjena con que acciona.) En fin, que en tomates y berenjenas no hay quien nos tosa… pero no sabemos qué vientos echan para acá al señor Conde de Albrit.

GREGORIA.— Él nos lo dirá. Y si se lo calla, no callarán sus hechos. (Dando por terminada su tarea, y pasando de la falda a un cesto las judías.) No te descuides, Gregoria; que venga por lo que venga, tienes que prepararle una buena mesa… Ya es un respiro que la extranjera no se meta en casa.

VENANCIO.— Y aunque viniera… Nunca está más de dos días o tres. Jerusa es muy chica, y esa necesita tierra ancha para zancajear a gusto.

GREGORIA.— (Asaltada de una idea.) ¡Ay, Venancio de mi alma, lo que se me ocurre! ¡No haber caído en ello ni tú ni yo! ¿Apostamos a que Doña Lucrecia viene a llevarse sus niñas?

VENANCIO.— (Permaneciendo largo rato con la boca abierta.) Puede que aciertes… Ya son grandecitas… mujercitas ya. Pues, mira, nos fastidia…

GREGORIA.— ¡Hijo de mi alma, cuándo nos caerá otra breva como esta!

VENANCIO.— (Paseándose meditabundo.) No es mucho lo que nos pasa cada trimestre por cuidarlas y mantenerlas; pero algo es algo: rentita puntual, saneada… No, no: verás cómo no se las lleva.

GREGORIA.— Ea, no nos devanemos los sesos por adivinar hoy lo que sabremos mañana. (Dispónese a pasar a la casa.)

VENANCIO.— ¿Sabes tú quién nos lo va a decir? Pues Senén. Desde ayer está aquí.

GREGORIA.— ¿Senén?… ¿El de la Coscoja?… Sí: las niñas me dijeron que le habían visto, y que está hecho un caballero.

VENANCIO.— Empleado público, funcionario, como quien dice, nada menos que en las oficinas de Hacienda de Durante. Fue criado de la Condesa, que en premio de sus buenos servicios le ha dado credenciales, ascensos; en fin, que de un gaznápiro ha hecho un hombre.

GREGORIA.— Le protege, según dicen, porque le servía de correveidile y de tapa-enredos en sus…

VENANCIO.— Chist… Cuidado… puede llegar… Le espero. Ha quedado en traerme noticias.

GREGORIA.— (Bajando la voz.) De tapadera en sus trapisondas amorosas… Ello es que siempre que nos visita la señora, recala Senén, y no la deja vivir con su pordioseo impertinente: que si la recomendación; que si la tarjeta al Jefe, que si la carta al Ministro, o al demonio coronado… Y como la tal Condesa es persona de grandes influencias, y trae a los personajes de allá cogidos por el morro…

VENANCIO.— Senén es listo, se cuela por el ojo de una aguja. Pues me ha contado que doña Lucrecia salió de Madrid el 12, y que de aquí irá a visitar a los señores de Donesteve en sus posesiones de Verola. Todo lo sabe el indino. Él es quien ha dicho al Alcalde que la señora llega hoy, y… ¡Ah, pues se me olvidaba lo mejor! Le harán un gran recibimiento, por los grandes beneficios y mejoras que Jerusa le debe.

GREGORIA.— ¡Festejos! ¡Y aquí no sabíamos nada!… Y de esta visita del Conde, ¿tenía Senén conocimiento?

VENANCIO.— ¡Pues no! Como que se le han respingado las narices de tanto olfatear, de tanto meterlas en todos los secreticos de la casa en que sirvió antes de andar en oficinas. Se cartea con marmitones y cocheros de la casa de Laín, y allí no vuela una mosca sin que él lo sepa.

GREGORIA.— (Alegre.) Pues ese, ese pachón de vidas ajenas nos ha de sacar de dudas.

VENANCIO.— Ya tarda… Me dijo que a las diez. Ha ido a telegrafiar al jefe de la estación de Laín, y al Alcalde de Polan…

GREGORIA.— (Mirando a la huerta.) Me parece que está ahí… Alguien anda por la huerta llamándote.

VENANCIO.— Él es… (Llama.) ¡Senén, Senén, chicooo…!

Escena II

GREGORIA, VENANCIO; SENÉN, de veintiocho años, más bien más que menos, vestido a la moda, con afectada elegancia de plebeyo que ha querido cambiar rápidamente y sin estudio la grosería por las buenas formas. Su estatura es corta; sus facciones aniñadas, bonitas en detalle, pero formando un conjunto ferozmente antipático. Pelito rizado; chapas carminosas en las mejillas; bigote rubio retorcido en sortijilla. Lucha por su existencia en el terreno de la intriga, olfateando las ocasiones ventajosas y utilizando la protección y gratitud de las personas a quienes ha prestado servicios de ínfima calidad, sobre los cuales guarda cuidadoso secreto. Ya no se acuerda de cuando andaba descalzo y harapiento por las mal empedradas calles de Jerusa. Nacido de la Coscoja, viuda pobre que adormecía sus penas emborrachándose, Senén vivió de la caridad pública hasta que fue recogido por los Condes de Laín, que lo pusieron en la escuela y después le tomaron a su servicio. Fue pinche de cocina, escribiente, ayuda de cámara, hasta que su agudeza, reforzada por ardiente ambición de dinero, le emancipó de la servidumbre. En diversos trabajos y granjerías, hubo de probar fortuna: viajante de comercio, corredor de vinos, administrador de periódicos, y por fin la Condesa le abrió los espacios de la Administración pública con un destinillo de Hacienda, al que siguieron ascensos, comisiones y otras gangas. Compensa la cortedad de su inteligencia con su constancia y sagacidad en la adulación, su olfato de las oportunidades, y su arte para el pordioseo de recomendaciones. Su egoísmo toma más bien formas solapadas que brutales, y para disimularlo, el instinto, más que la voluntad, le sugiere la economía, y todo el ahorro compatible con el lucimiento y afeite de su persona. Guarda su dinero, y se apropia todo lo que sin peligro puede apropiarse. En lo que no es ostensible, o sea en el comer, gasta lo indispensable, reservando casi todo su peculio para el coram vobis. Su vicio es la buena ropa, y su pasión las alhajas; lleva constantemente tres sortijas de piedras finas en el meñique de la mano izquierda, y al llegar a Jerusa ha sacado a relucir un alfiler de corbata, que es ¡ay!, la desazón de sus compatriotas de ambos sexos.

SENÉN.— Allá voy. Estaba mirando las peras… (Entra en la terraza.) Hola, Gregoria; usted siempre tan famosa.

GREGORIA.— ¡Y tú qué guapo… y qué bien hueles, condenado! Estás hecho un príncipe.

SENÉN.— Hay que pintarla un poquillo, Gregoria. Es uno esclavo de la posición.

VENANCIO.— (Impaciente.) Vengan pronto esas noticias.

SENÉN.— La Condesa llegará a Laín en el tren de las doce y cinco. He tenido un parte. (Mostrándolo.) Se lo he llevado al Alcalde, que no estaba seguro de la hora de llegada.

GREGORIA.— Y D. José irá a esperarla en su coche.

VENANCIO.— Claro.

SENÉN.— (Sentándose con indolencia. Se cuida mucho de emplear un lenguaje muy fino.) Y el Municipio ¡oh!, le prepara un gran recibimiento, una ovación entusiasta.

GREGORIA.— ¡A tu ama!

SENÉN.— A la que fue mi ama. ¡Estaría bueno que no se hicieran los honores debidos a la ilustre señora; por cuya influencia ha obtenido Jerusa la estación telegráfica, la carretera de Jorbes, amén de las dos condonaciones!

GREGORIA.— Puede que, si hay festejos, tengamos aquí a Doña Lucrecia más tiempo del que acostumbra.

SENÉN.— Creo que no; está invitada a pasar unos días en Verola con los señores de Donesteve.

VENANCIO.— ¿Y del Conde qué me dices?

SENÉN.— Que Su Excelencia debió llegar a Laín anoche, o esta mañana en el primer tren. De modo que no me explico… digo que no me explico, mi querido Venancio, que no le tengas ya en tu casa.

GREGORIA.— De fijo habrá ido a Polan a visitar el sepulcro de su esposa, la Condesa Adelaida.

VENANCIO.— Bueno, Senén. Tú que todo lo sabes… naturalmente, has vivido en la intimidad de la familia, conoces sus costumbres, la manera de pensar de cada uno, sus discordias y zaragatas, dinos… ¿D. Rodrigo y su nuera se encontrarán aquí por casualidad, o es que…?

SENÉN.— (Seguro, dándose importancia.) No: se han dado cita en Jerusa.

GREGORIA.— ¿Cómo es eso? ¿Y para qué se citan los que se aborrecen? ¿Qué hacen?

SENÉN.— Lo contrario de lo que hacen los que se aman. Los amantes se acarician; éstos se muerden.

VENANCIO.— Vamos, es al modo de un desafío… Dicen: «en tal parte, a tal hora, nos juntamos para rompernos el bautismo».

GREGORIA.— Será que el señor Conde, que no ha visto a su nuera desde que él embarcó para el Perú, querrá ajustar con ella alguna cuenta…

VENANCIO.— De interés, o de cosas tocantes al honor de la familia, pues para nadie es un secreto… no te enfades, Senenillo… que tu protectora la señora Condesa… En fin, no está bien que yo repita…

SENÉN.— Sí, que el repetir es cosa fea. ¿Qué les importa a ustedes, ni qué me importa a mí, que el señor conde de Albrit y su nuera la Condesa viuda de Laín se peleen, se arañen y se tiren de los pelos por un pedacito así de honra, o por un pedazo grande…? Pongamos que es pedazo de honra tan grande como esta casa.

VENANCIO.— Tiene razón Senén. Haiga virtud o no la haiga, nada nos dan ni nada nos quitan.

SENÉN.— Yo no sé sino que el viejo Albrit, que hasta ahora, desde la muerte de su hijo, no se ha movido de Valencia, escribió a la Condesa…

VENANCIO.— (Riendo.) Pidiéndole dinero.

SENÉN.— Hombre, no: le proponía una entrevista para tratar de asuntos graves…

GREGORIA.— De asuntos de familia. Y como la Condesa no quiere altercados en Madrid, porque allí puede haber escándalo, y se entera todo el mundo, y hasta lo sacan los papeles, le ha citado en este rincón de Jerusa, donde sólo vivimos cuatro papanatas, y si hay zipizape aquí se queda, y la ropa sucia en casita se lava. ¿Qué tal, señor cortesano, entiendo yo a mi gente?

VENANCIO.— Di que no es lista mi mujer.

SENÉN.— (Risueño y galante.) Sabe griego y latín. ¡Vaya un talento! Y para acabar de granjearse mi estimación me va a traer un vasito de cerveza. Estoy abrasado.

GREGORIA.— Ahora mismo: hubiéraslo dicho antes. (Entra a la casa, llevándose las hortalizas.)

VENANCIO.— Y tú, rey de las hormigas, ¿qué pretendes ahora de tu ama? ¿Otro ascenso, una plaza mejor?

SENÉN.— Quiero adelantar, salir de esta miseria de la nómina, del triste jornal que el Gobierno nos da por aburrirnos, y aburrir al país que paga.

VENANCIO.— Picas alto. Digan lo que quieran, chico, tú tienes mucho mérito. Yo te vi salir del lodo.

SENÉN.— Y me verás subir, subir… El lodo, créeme, es un gran trampolín para dar el salto.

GREGORIA.— (Que vuelve con la cerveza y copas, y les sirve.) Dime, Senenillo, ¿y para tus medros, no te agarras también a los faldones del señor Conde?

SENÉN.— Albrit no tiene una peseta, y nadie le hace caso ya.

VENANCIO.— Ese roble ya no da sombra, y sólo sirve para leña.

GREGORIA.— (Que sentándose entre los dos bebedores de cerveza, acaricia a SENÉN.) Vamos a ver, hijo, ¿por qué no nos cuentas el por qué y el cómo de que tan mal se quieran la Condesa viuda y el abuelo? Tú lo sabes todo.

VENANCIO.— Vaya si lo sabe; pero no muerde el gosque a quien le da de comer. (SENÉN paladea la cerveza, dándose aires de madrileño, y calla.)

GREGORIA.— Ya lo ves: callado como un besugo. Dinos otra cosa. Será cuento todo eso que se dice de tu señora… Es cuento, ¿verdad?

SENÉN.— (Enfático.) Me permitiréis, queridos amigos, que no hable mal de mi bienhechora. Os diré tan sólo que es un corazón tierno y una voluntad generosa y franca hasta dejárselo de sobra. No le pidáis gazmoñerías, eso no. Es mujer de muchísimo desahogo… Compadece a los desgraciados y consuela a los afligidos. Y como persona de instrucción, no hay otra: habla cuatro lenguas, y en todas ellas sabe decir cosas que encantan y enamoran.

VENANCIO.— Todas esas lenguas, y más que supiera, no bastan para contar los horrores que acerca de ella corren en castellano neto.

SENÉN.— (Endilgando sabidurías que aprendió en los cafés.) ¡Horrores!… No hagáis caso. La honradez y la no honradez, señores míos, son cosas tan elásticas, que cada país y cada civilización… cada civilización, digo, las aprecia de distinto modo. Pretendéis que la moralidad sea la misma en los pueblos patriarcales, digamos primitivos; como esta pobre Jerusa, y los grandes centros… ¿Habéis vivido vosotros en los grandes centros?

VENANCIO.— Ni falta.

SENÉN.— Pues en los grandes centros veríais otro mundo, otras ideas, otra moralidad. La Condesa Lucrecia no es una mujer: es una dama, una gran señora. ¿Qué? ¿Qué le gusta divertirse? Cierto que sí; se divierte por la noche, por la mañana y por la tarde… No, no me saquéis el Cristo de la moralidad. Yo os digo, y lo pruebo, que es cosa esencial en las sociedades que las damas se diviertan; porque del divertirse damas y galanes viene el lujo, que es cosa muy buena… (Riendo del asombro de sus interlocutores.) Ya… papanatas; creéis que es malo el lujo… Vivís en Babia. Pues os digo, y lo pruebo, que el lujo es lo que sostiene la industria… la industria de los grandes centros, por la cual y con la cual, lo pruebo, come todo el mundo. Reasumiendo: que si hubiera moralidad, tal y como vosotros la entendéis, la gente no se divertiría, y sin diversiones, no tendríamos lujo, y por ende, no habría industrias: la mitad de los que hoy comen se morirían de hambre, y la otra mitad mascarían tronchos de berzas.

VENANCIO.— Vaya que eres parlanchín, y entiendes la aguja de marear.

GREGORIA.— (Imitando, sin saberlo, a las brujas de Macbeth.) ¡Senén, tú serás ministro!

SENÉN.— ¿Ministro yo? No, no: mi ambición, como nacida del lodo, no quiere viento, sino barro, barro substancioso que amasar. Mis tendencias son a lo positivo; tiendo a ganar dinero, mucho dinero. No me conformo con un sueldo más o menos cuantioso; ambiciono más; ambiciono el trabajo libre…

GREGORIA.— Manos libres, quieres decir.

VENANCIO.— (Da un cigarro a SENÉN, y fuman los dos.) Lo que tú buscas, tunante, es una dote; andas a la husma de una rica heredera.

GREGORIA.— Por eso vistes tan elegantito, y te quitas el pan de la boca para comprarte trapos… Por eso gastas anillos, y te echas esencia en el pañuelo. Vaya, que hueles bien. (Oliéndole.) ¿Qué es eso? ¿Heliotropo?

SENÉN.— (Reventando de fatuidad.) Es mi perfume favorito… Pues no he pensado en casarme, y lo pruebo. Claro, si se me presentase una buena ganga matrimonial, no la desperdiciaría. Estamos a la que salta.

GREGORIA.— Por un camino o por otro, has de ser rico.

VENANCIO.— A trabajar, se ha dicho. En la corte hay mil maneras de afanar el garbanzo.

GREGORIA.— Allí donde hay bambolla, derroche, y donde los ricos por su casa gastan, según dicen, más de lo que tienen, el pobre allegador, económico y despabilado como tú, sabe encontrar piltrafa. Ahí tienes el caso del señor Conde. Toda su riqueza se ha repartido entre muchos que andaban quizás con los codos al aire.

VENANCIO.— Prestamistas, curiales, cuervos y buitres, y todos los golosos de carne muerta.

SENÉN.— (Desdeñoso.) Mal fin ha tenido el prócer. Vaya usted preparando, Gregoria, las buenas calderadas de patatas, las sopitas de leche, para que se acostumbre a la frugalidad, y olvide sus hábitos gastronómicos.

GREGORIA.— No, no: lo que es hoy, al menos, si viene, tengo que prepararle una buena comida.

VENANCIO.— Como se entretenga en Polan y no coja el coche que ha salido de allí a las diez, no vendrá hasta mañana.

SENÉN.— Me inclino a creer que le veremos venir en carreta, porque el buen señor padece tal tronitis, que no tendrá para el coche.

GREGORIA.— No exageres… Esos nobles arrumbados siempre guardan algo para sus últimas, y también te digo que suelen encontrar algún tonto que les alimente los vicios.

SENÉN.— Albrit no tiene más vicios que la rabia de verse pobre, y el orgullo de casta, que se le ha recrudecido con la pobreza.

GREGORIA.— (Intranquila.) Dime, Senén, ¿y al señor Conde no le dará la ventolera de quitarnos las niñas?

SENÉN.— ¿Para qué?… ¿Y a dónde las lleva?

VENANCIO.— A un colegio de Francia.

SENÉN.— No temáis perder esta ganga. El Conde no tiene con qué pagarles un buen colegio, y la mamá no está por esos gastos, que dejarían indotado su presupuesto. Todo es poco para ella. Además, la presencia de las niñas en sociedad junto a ella, la envejece. Su obsesión es ser joven, o parecerlo.

VENANCIO.— Su… ¿qué has dicho? ¡Vaya unas palabras finas que te traes!

GREGORIA.— (Incomodándose.) Pero ya son creciditas, jinojo… Algún día tiene que presentarlas en la corte, casarlas…

SENÉN.— ¿Casarlas? Dificilillo es… y lo pruebo.

GREGORIA.— ¿Cómo no, si son tan monas?

SENÉN.— Les concedo el buen palmito. Pero cualquiera carga con ellas, educadas en la ñoñería, con hábitos y maneras de pueblo, y, por añadidura, pobres…, porque la Condesa está dando aire a la fortuna, y cuando toquen a liquidar no habrá más que pagarés vencidos, cuentas no liquidadas, y el diluvio… Ya lo dijo Luis XV (estropeando el francés): «Apré muá, le diluch».

GREGORIA.— (Incomodándose más.) La madre será lo que quieran: una feróstica, una púa extranjera; pero Dorotea y Leonor a ella no salen, digo que no salen… y lo pruebo también.

VENANCIO.— Son buenísimas, aunque algo traviesas; almas puras, ángeles de Dios, como dice D. Carmelo.

GREGORIA.— Créelo, Senén; las quiero como si fueran mis hijas, y el día que se las lleven me ha de costar algunas lágrimas.

SENÉN.— (Con impertinencia.) ¿Y de instrucción, qué tal?

VENANCIO.— Poca cosa les enseña D. Pío, el maestro jubilado del pueblo. Sobre que él sabe poco, no tiene carácter, y las chicas le han tomado por monigote para divertirse.

GREGORIA.— Todo el día se lo pasan enredando. Ya se ve: no están en su esfera, como dice Angulo, nuestro médico.

VENANCIO.— (Repitiendo una frase del Doctor.) Su institutriz es la Naturaleza, su elegancia, la libertad, su salón el bosque. Bailan al compás de la mar con la orquesta del viento.

SENÉN.— (Que se levanta, recordando con inquietud algo que había olvidado.) ¡Buena la hemos hecho!

VENANCIO.— ¿Qué te pasa?

SENÉN.— Que con tanto charlar se me olvidó el encargo del señor Alcalde.

GREGORIA.— ¿Para nosotros?

SENÉN.— Sí… ¡qué cabeza! Pues que inmediatamente le llevéis las niñas, para que la Condesa las vea en cuanto llegue.

VENANCIO.— Es natural. Y comerán allí.

SENÉN.— ¿Están en casa?

GREGORIA.— De paseo andan por el bosque. (Mirando hacia la izquierda.) No las veo.

VENANCIO.— Correteando, y de juego en juego, se habrán ido a media legua de Jerusa.

SENÉN.— ¿Y las dejáis andar solas por el bosque?

GREGORIA.— Solitas van. Todo el mundo las respeta.

VENANCIO.— Hay que ir corriendo a buscarlas.

SENÉN.— Si queréis, iré yo… ¿No saben todavía que hoy viene su mamá?

GREGORIA.— No lo saben… ¡pobres hijas!

SENÉN.— Pues yo se lo diré, y las traeré por delante, como un pavero de Navidad.

VENANCIO.— Las encontrarás, de fijo, bosque arriba, en el sendero de Polan… Pero mira, chico, no les hagas la corte. Verdad que sería inútil…

SENÉN.— (Con ganas de irse pronto.) ¿La corte yo?… ¿Yo, este cura? ¡Señoritas que no viven en su elemento y reúnen todo lo malo, orgullo y pobreza…!

GREGORIA.— Están verdes.

SENÉN.— Que las madure quien quiera. ¿Decís que bosque adentro?…

VENANCIO.— Vete, y tráelas pronto.

GREGORIA.— Vivo… (Viéndole partir.) ¡Vaya un pájaro!

VENANCIO.— ¡Vaya un peje!

Escena III

Bosque en las inmediaciones de Jerusa, formado de corpulentos robles, hayas y encinas. Lo atraviesa un tortuoso sendero, donde se ven los surcos trazados por los carros del país. Por el Norte, formidable cantil de roca y conglomerado, en cuyos cimientos baten las olas del mar; al Sur cierra el paisaje la espesura de la vegetación; hacia el Oeste serpentea y se subdivide el sendero, atravesando algunas calvas y espesos matorrales.

LEONOR y DOROTEA, niñas de quince y catorce años respectivamente, lindas, graciosas, de tipo aristocrático, la tez bronceada por el aire marino y el sol. Son negros sus ojos, rasgados, melancólicos; negro también su cabello, peinado al descuido en moño alto. Se lo adornan con flores silvestres, que van clavando en él como se clavan los alfileres en un acerico. La diferencia de edad, un año y meses, apenas en ellas se distingue, y por gemelas las tienen muchos, viendo la semejanza de sus rostros, y la igualdad del talle y estatura. Son ágiles, corretonas, traviesas; dos diablillos encantadores. Visten, con sencillez graciosa y elegancia no aprendida, trajecitos claros, cortados y cosidos en Jerusa. La modestia da más realce a su gentileza vivaracha, y les imprime cierta gravedad dulce cuando están quietas. Desde la niñez, su madre, irlandesa, las nombraba con los diminutivos ingleses NELL y DOLLY, y estos nombres exóticos prevalecieron en Madrid como en Jerusa. Las acompaña y juega y brinca con ellas un perrito canelo, de pelo largo y fino, hocico muy inteligente, rabo que parece un abanico. Atiende por Capitán.

DOLLY.— Estoy cansada; yo me siento. (Se recuesta en el tronco de un roble.)

NELL.— Estoy entumecida; yo quiero correr. (Disparándose en carrera circular, vuelve al punto de partida.)

DOLLY.— (Mirando a la copa del árbol.) ¡Qué gusto poder subir y posarse en una rama!… ¡Nell!

NELL.— ¿Qué quieres?

DOLLY.— Decirte una cosa. ¿Qué te apuestas a que me subo a este árbol?

NELL.— Te desgarrarás el vestido…

DOLLY.— Lo coseré… sé coser tan bien como tú… ¿A que me subo?

NELL.— No está bien. Nos tomarían por chiquillas de pueblo.

DOLLY.— (Que suspendiéndose de una rama, se balancea.) Pues ser chiquilla de pueblo o parecerlo, ¿crees tú que me importa algo? Dime, Nell, ¿andarías tú descalza?

NELL.— Yo no.

DOLLY.— Yo sí. Y me reiría de los zapateros. (Viendo que NELL se sienta y saca un librito.) ¿Qué haces?

NELL.— Quiero repasar mi lección de Historia. Ya hemos corrido bastante; estudiemos ahora un poquito. Acuérdate, Dolly: ayer, D. Pío te dijo que no sabes jota de Historia antigua ni moderna, y en buenas formas te llamó burra.

DOLLY.— Burro él… Yo sé una cosa mejor que él: sé que no sé nada, y D. Pío no sabe que no sabe ni pizca.

NELL.— Eso es verdad… Pero debemos estudiar algo, aunque no sea más que por ver la cara que pone el maestrillo cuando le respondamos bien. Es un alma de Dios.

DOLLY.— Mejor la pone cuando le damos alguna golosina, de las que guardamos para Capitán.

NELL.— Anda, ven; estudiemos un poquito. ¿Sabes que es un lío tremendo esto de los Reyes godos?

DOLLY.— El demonio cargue con ellos. Son ciento y la madre… y con unos nombres que pican como las zarzas, cuando una quiere metérselos en la memoria.

NELL.— Ninguno tan antipático y majadero como este señor de Mauregato.

DOLLY.— ¡Valiente bruto!

NELL.— Nada: que tenían que echarle cien doncellas por año para desenfadarle.

DOLLY.— Para desengrasar, como dice D. Carmelo.

NELL.— La verdad es que la Historia nos trae acá mil chismes y enredos que no nos importan nada.

DOLLY.— (Siéntase junto a su hermana. El perro se echa entre las dos.) Figúrate qué tendremos que ver nosotras con que hubiera un señor que se llamaba Julio César, muy vivo de genio… Ni qué nos va ni nos viene con que le matara otro caballero, cuyo nombre de pila era Bruto… ¿A mí qué me cuenta usted, señora Historia?

NELL.— Pero, hija, la ilustración… ¿A ti no te gustaría ser ilustrada?

DOLLY.— (Acariciando al perrito.) Ilústrate tú también, Capitán. La verdad: me carga la ilustración desde que he visto que también se ha hecho ilustrado Senén. ¿Te acuerdas de cuando estuvo aquí hace dos meses, creyendo que venía mamá?

NELL.— Sí: a cada instante sacaba la Edad Media, y qué sé yo qué.

DOLLY.— ¡Qué tendremos nosotras que ver con las edades medias o partidas!… Y el mejor día nos salen con que a Cleopatra le dolían las muelas.

NELL.— O que a Doña Urraca le salieron sabañones.

DOLLY.— Pero, en fin, nos ilustraremos algo, puesto que mamá, en todas sus cartas, nos manda que aprendamos, que seamos aplicaditas.

NELL.— Mamá nos idolatra; pero no nos lleva consigo. (Con tristeza.) ¿Por qué será esto?

DOLLY.— Porque, porque… Ya nos lo ha dicho. Como nos criamos tan raquíticas, quiere que engordemos con los aires del campo. Ya sabe mamá lo que hace.

NELL.— Mamá es muy buena. Pero que venga al campo con nosotras a robustecerse también.

DOLLY.— Tonta, ¿no le oíste que se espanta de engordar, y que lo que quiere ahora es enflaquecer?

NELL.— Gorda o flaca, mamá es guapísima.

DOLLY.— Sí que lo es… Ya nos llevará consigo cuando seamos mayores. Yo no tengo prisa.

NELL.— (Rayando la tierra con un dedito.) Como prisa, yo tampoco.

DOLLY.— Me gusta el campo.

NELL.— Y la soledad, ¡qué me gusta!

DOLLY.— En la soledad piensa una mejor que entre personas.

NELL.— ¡Y esta libertad…!

DOLLY.— (Poniendo en dos patas al perrito.)

Yo te digo una cosa: creo que cuanto más salvajes, más felices somos.

NELL.— Eso no: la civilización, Dolly…

DOLLY.— Me carga la civilización desde que oigo hablar tanto de ella a nuestro amigo el Alcalde, que se ha hecho rico y personaje fabricando fideos.

NELL.— (Mordiendo el palo de una florecita.) Salvaje no quiero yo ser… ni civilizada a estilo de D. José Monedero. También te digo que dentro de la civilización puede existir la soledad que tanto me agrada. ¿A ti no se te ha ocurrido alguna vez ser monjita?

DOLLY.— ¡Ay, no! Nunca he pensado en eso.

NELL.— Yo sí, sobre todo cuando nos llevan a misa a las Dominicas. ¡Qué iglesita más mona y más sosegada! Me figuro yo que de aquellas rejas para dentro hay una paz, una tranquilidad…

DOLLY.— (Recogiendo piedrecitas.) La religión es cosa bonita… lo mejor entre lo bueno. El rezar consuela… Pero eso de estar siempre rezando, siempre, siempre… francamente, hija… Y metida entre rejas, como están las monjas, ni ves árboles, ni ves flores…

NELL.— Tonta, si tienen huertas y jardines…

DOLLY.— Pero no ves el mar.

NELL.— ¡Bah!… Veo a Dios, que es más grande.

DOLLY.— ¡Si Dios está en todas partes! ¿Crees que no está también aquí, oyendo todo lo que decimos?

NELL.— Pero no le vemos ni le oímos nosotras.

DOLLY.— Hay que mirar bien, Nell, y escuchar callandito. (Pausa. Las dos, silenciosas y un tanto sobrecogidas, exploran con lento mirar el horizonte, mar y cielo, y la sombría espesura del bosque.)

NELL.— ¿Qué oyes?

DOLLY.— Como un aliento muy grande. ¿Y tú, qué ves?

NELL.— Como una mirada grandísima. (Otra pausa larga. Bruscamente, como quien vuelve sobre sí, se incorpora.) Pero se nos va el tiempo charlando, y no hemos estudiado ni una letra.

DOLLY.— ¡Está el día tan hermoso!

NELL.— Salimos con ganas de leer. Tú dijiste que estudiaríamos en el campo mejor que en casa.

DOLLY.— Porque allí nos molestaban los berridos de Venancio.

NELL.— (Repitiendo una frase de su maestro.) ¡Sus, valientes, y a los libros! (Dando a su hermana el manualito de Historia.) Mira, lees en alta voz, y así nos enteramos las dos a un tiempo.

DOLLY.— (Toma el libro y levántase de un brinco.) Dame acá. ¿Sabes lo que se me ocurre? Que conviene que se instruyan también los pájaros… Toda la ciencia no ha de ser para nosotras. (Lanzando el libro a los aires con fuerte impulso.)

NELL.— ¿Qué haces, tonta? (El libro, abierto en el aire y dando al viento sus hojas, describe una curva, y se detiene al fin en una rama de encina, como pájaro que se posa.)

DOLLY.— Ya lo ves. (El perro se entrega al trajín inocente de cazar moscas.)

NELL.— ¡Buena la has hecho! ¿Y cómo lo cogemos ahora?

DOLLY.— De ninguna manera. Los pájaros se enterarán ahora de lo que hicieron D. Alejandro Magno, el señor de Atila y el moro Muza.

NELL.— (Riendo.) ¡Si a los pajaritos todo eso les tiene sin cuidado!

DOLLY.— Como a mí.

NELL.— ¡Vaya un compromiso! ¡Si pasara por ahí un chiquillo que se subiera a cogerlo!

DOLLY.— Me subiré yo. (Disponiéndose a encaramarse en la encina.)

NELL.— (Tirándola de la falda.) No, no, que te desnucas.

DOLLY.— Espérate; le tiraré piedras a ver si se atonta y cae. (Hace lo que dice.)

NELL.— Hay viento… Puede que vuele el libro.

DOLLY.— ¡Ay, no, que es muy pesado! (Tirando piedras.) A mí, bribón; baja, ven acá. (El perro cree de su obligación ladrar fuertemente al libro para que baje.)

NELL.— (Sintiendo pasos.) Basta, Dolly. Viene gente… ¡Qué vergüenza! Te tomarán por una desarrapada del pueblo.

DOLLY.— ¿Y qué me importa?

NELL.— Que te estés quieta. (Mirando a lo largo del sendero.) Aquí viene un señor, un hombre… por el camino que baja de Polan, ¿ves?… Mira. (Aparece por entre los robles EL CONDE DE ALBRIT, con lento paso.)

DOLLY.— No le veo.

NELL.— Mírale… Se ha parado al vernos, y allí le tienes como una estatua. No nos quita los ojos…

Escena IV

NELL y DOLLY, DON RODRIGO DE ARISTA-POTESTAD, CONDE DE ALBRIT, MARQUÉS DE LOS BAZTANES, SEÑOR DE JERUSA Y DE POLAN, GRANDE DE ESPAÑA, etc. Es un hermoso y noble anciano de luenga barba blanca y corpulenta figura, ligeramente encorvado. Viste buena ropa de viaje, muy usada; calza gruesos zapatones y se apoya en garrote nudoso. Revela en su empaque la desdichada ruina y acabamiento de una personalidad ilustre.

NELL.— (Observándole medrosa.) Es un pobre viejo… ¿Por qué nos mira así? ¿Nos hará daño?

DOLLY.— Parece el Santa Closs de los cuentos ingleses. Pero no trae saco a la espalda.

NELL.— ¿Sabes que tengo miedo, Dolly?

DOLLY.— Yo también. ¿Será un mendigo?

NELL.— Si tuviéramos cuartos, se los daríamos… ¡Ay, no se mueve!…

DOLLY.— Y ahora, en nosotras clava los ojos…

NELL.— (Palideciendo.) Parece que habla solo… ¡Qué miedo!

DOLLY.— (Trémula.) Y no pasa un alma. Si llamamos nadie nos oirá.

NELL.— No nos hará nada, creo yo.

DOLLY.— Lo mejor es hablarle.

NELL.— Háblale tú… Dile: «Señor mendigo…».

DOLLY.— Mendigo no es. Parece más bien una persona decente mal trajeada. (Lánzase el perrillo con furiosos ladridos hacia EL CONDE.)

NELL.— Capitán, ven acá…

DOLLY.— ¡Ay, Nell, yo conozco esa cara!…

NELL.— Y yo también. Yo le he visto en alguna parte… ¡Ay, ay! (Se juntan las dos, como para protegerse mutuamente.) Ahora se adelanta… Nos hace señas…

DOLLY.— Parece que llora. ¡Pobre señor!…

EL CONDE.— (Con voz grave, avanzando.) Preciosas niñas, no me tengáis miedo. ¿Sois Leonor y Dorotea?

NELL.— Sí, señor: así nos llamamos.

EL CONDE.— (Llegándose a ellas.) Pues abrazadme. Soy vuestro abuelo. ¿No me conocéis? ¡Ay! Han pasado algunos años desde que me visteis por última vez. Erais entonces chiquitínas, y tan monas… Me volvíais loco con vuestra gracia, con vuestra donosura angelical… (Las abraza, las besa en la frente.)

DOLLY.— ¡Abuelito!

NELL.— Yo decía: le conozco.

DOLLY.— Por el retrato te conocemos.

EL CONDE.— Y yo a vosotras por la voz. No sé qué hay en el timbre de vuestras vocecitas que me remueve toda el alma. ¿Y cómo es que los dos sonidos me parecen uno solo? Dejadme que os mire bien: ¿serán iguales vuestras caritas como lo son vuestras voces?… No, no puedo veros bien, hijas de mi alma. Estoy casi ciego. Vamos, sigamos hacia Jerusa. (Capitán abre la marcha.)

NELL.— ¡Qué sorpresa tan agradable, abuelito! Pues, mira, te tuvimos miedo.

EL CONDE.— ¿Miedo a mí, que os adoro?

DOLLY.— Senén nos dijo anoche que venías; pero no creíamos que llegases tan pronto.

NELL.— ¿Y cómo no has venido en el coche?

EL CONDE.— Me molesta horriblemente el traqueteo de ese armatoste… y el venir prensado entre otras personas groseras y estúpidas… No, no… He preferido venirme a pie, sin más compañía que la de este palo, que me ha regalado un pastor de mis tiempos, a quien encontré en Polan. ¡Figuraos si será viejo el hombre! Era yo un niño, y él un mocetón como un castillo que me llevaba a la pela por estos montes…

NELL.— ¿Pero vienes de Polan?

EL CONDE.— Allí pasé la noche, en la cabaña de Martín Paz… Luego me he venido pasito a paso por el filo del cantil, recordando mis tiempos. ¡Ah!, todos los caminos y veredas de este país me conocen; conócenme las breñas, las rocas, los árboles… Hasta los pájaros creo que son los mismos de mi niñez… Esta hermosa Naturaleza fue mi nodriza. No podréis comprender, niñas inocentes que empezáis a vivir, cuán grato, y cuán triste al mismo tiempo es para mí recorrer estos sitios, ni cuánto padezco y gozo haciendo revivir a mi paso cosas y personas. Todo lo que me rodea paréceme a mí que me ve y me reconoce… y que desde el mar grande al insecto casi invisible, todo cuanto aquí vive, se queda en suspenso… no sé cómo decirlo… se para y mira… para ver pasar al desdichado Conde de Albrit. (Las dos niñas suspiran.)

DOLLY.— Apóyate en mi brazo, abuelito.

NELL.— En el mío.

EL CONDE.— En los dos… Una por cada lado. Así… Me lleváis como en volandas.

Escena V

NELL, DOLLY; EL CONDE; SENÉN, que ha presenciado de lejos, oculto tras un árbol, el encuentro del abuelo y sus nietas.

SENÉN.— ¡Qué estropeado y qué caído está el viejo león de Albrit!… Hoy por hoy, no me conviene malquistarme con él. Nunca se sabe de qué cuadrante sopla la suerte. (Viendo avanzar el grupo, se adelanta sombrero en mano.) Señor Conde, bien venido sea, mil veces bien venido, a la tierra de sus mayores. ¡Qué hermosa figura hace Vuecencia en medio de estos dos ángeles!

EL CONDE.— (Parándose.) ¿Quién me habla?

NELL.— Es Senén, papá.

DOLLY.— ¿No te acuerdas?

SENÉN.— Senén Corchado, señor, el que fue… no me avergüenzo de decirlo… criado del señor Conde de Laín.

EL CONDE.— ¡Ah, lacayo! (Con súbita cólera, requiriendo el garrote.) ¿Vienes a que te dé dos palos?

SENÉN.— (Retirándose.) ¡Señor…!

NELL.— Abuelito, ¿qué haces?

DOLLY.— ¡Si es de casa, si es nuestro amigo!

EL CONDE.— (Reportándose.) Perdonadme, niñas queridas… he confundido sin duda… Y tú, Séneca, Cenón, o como quiera que te llames, perdóname también… te he tomado por otro. Pensé que eras tú el infame que se permitió decirme… Ven acá, dame la mano. Tengo el genio poco sufrido…

SENÉN.— (Dándole la mano.) Siempre fue lo mismo Vuecencia.

EL CONDE.— Luego, esta continua disminución de mi vista no me permite distinguir a los bribones de las personas honradas. La ceguera me hace irascible… ¿Y qué tal? Ya recuerdo que me hablaron de ti: sé que estás hecho un hombre.

SENÉN.— (Con falsa humildad.) Aunque me iba muy bien en casa del señor Conde de Laín, me dio por abandonar la servidumbre y trabajar en cualquiera industria o negocio…

EL CONDE.— Muy bien pensado. Así se hacen los hombres. ¿Y qué eres ahora? ¿Zapatero?

SENÉN.— Señor, no.

NELL.— Papá, si es empleado.

DOLLY.— Empleado de Hacienda con tantos miles de sueldo.

EL CONDE.— Vamos, que tú querías ganar dinero a todo trance… El dinero lo ganan, Senén, todos aquellos que con paciencia y fina observación van detrás de los que lo pierden: fíjate en esto.

SENÉN.— (Inflándose.) La señora Condesa me consiguió un destinito…

NELL.— Mamá le ha protegido y le protege, porque es buen muchacho…

EL CONDE.— La Condesa es una gran potencia. Nadie le niega nada. Ya sabes tú, picaruelo, a qué aldabones te agarras.

DOLLY.— Aquí donde le ves, papá, es la economía andando, y mira por su ropa como una mujer.

EL CONDE.— Séneca, digo Senén, tú pitarás. Y ahora, ¿estás aquí con licencia?

SENÉN.— He venido de Durante para tener el honor de saludar al señor Conde de Albrit y a la señora Condesa de Laín, que también debe de llegar hoy.

NELL.— ¡Qué viene mamá! (Despréndense las dos de los brazos de su abuelo, y saltan gozosas.)

DOLLY.— ¡Jesús, qué alegría!

NELL.— Pues no sabíamos nada. ¿Lo sabías tú, abuelito?

EL CONDE.— (Pensativo.) Sí.

DOLLY.— (Volviendo a coger el brazo de ALBRIT.) Vamos aprisita.

NELL.— (Inquieta.) Tenemos que arreglarnos.

SENÉN.— Las señoritas han de ir al hotel del señor Alcalde, a esperar a su mamá.

NELL.— ¿Pero va mamá a casa del Alcalde?

DOLLY.— ¿Por qué no viene a la Pardina con nosotros, con abuelito? (SENÉN se encoge de hombros.)

EL CONDE.— La Pardina no le parecerá a tu mamá bastante cómoda… En fin, no quiero que os detengáis por mí… Vamos, hijas mías.

NELL.— ¡Ah! Se me olvidaba… Amigo Senén, ¿querrías hacernos un favor?

SENÉN.— Todo lo que las señoritas quieran. ¿Qué es?

NELL.— Subirse a aquel árbol a coger la Historia.

EL CONDE.— ¡A coger la Historia!

DOLLY.— El pícaro libro, que se echó a volar.

NELL.— Jugando, lo tiramos al aire.

EL CONDE.— (Gozoso.) Comprendo, sí… Estudiáis mirando al cielo… Senén, intrépido Senén, sube pronto, hijo… Anda, que cuando eras muchacho ya treparías más de una vez para coger nidos.

SENÉN.— (Disimulando su disgusto, se quita la americana.) Allá voy.

NELL.— Ten cuidado no se te rompa el traje.

SENÉN.— Que es nuevo… ya lo ven.

DOLLY.— ¡Vaya un alfiler de corbata que te traes!… Por Dios, no te caigas.

EL CONDE.— No temáis: éste sabe subir y agarrarse bien. Si cae, será porque le tiene cuenta.

SENÉN.— Por ahora, señor Conde, me tiene más cuenta apoyarme bien en las ramas fuertes… Ajajá… Ya te cojo, Historia maldita.

DOLLY.— Bájate pronto… (Desciende SENÉN a las ramas bajas, y se tira de un salto.)

NELL.— (Cogiendo el libro.) Dios te lo pague. Vaya, sigamos.

DOLLY.— ¿No quiere el abuelito entrar por el pueblo?

EL CONDE.— No, no: vamos por el atajo, que nos lleva directamente a la Pardina sin pasar las calles de Jerusa. No quiero ver gente, y menos jerusanos.

SENÉN.— (Poniéndose la americana.) ¡Lástima no haber sabido antes que venía el señor Conde! El pueblo le habría preparado un buen recibimiento.

EL CONDE.— (Con desdén.) ¿A mí?… ¿A mí Jerusa?… Brrr…

SENÉN.— Habría salido la música, el orfeón… No faltaría el arquito de ramaje, y luego lunch en la Casa Consistorial.

EL CONDE.— Veo que eres un cursi tremendo. Conozco esos homenajes, que en otro tiempo, cuando los merecía y estaba en disposición de recibirlos, me halagaban, sí. Hoy me harían el efecto de una burla cruel. Antes de verme tan viejo y tan pobre como ahora, tuve ocasión de apreciar la villana ingratitud de mis compatriotas los habitantes del señorío de Jerusa. (Se detiene y suspira.) Veinte años ha, la última vez que aquí estuve, los colonos que habían llegado a ser ¡Dios sabe cómo! propietarios de mis tierras, los señoritingos nacidos de mis cocineras, o engendrados por mis mozos de cuadra, me recibieron con frío desdén, que me llenó de tristeza y amargura. Dijéronme que la villa se había civilizado. Era una civilización improvisada y postiza, como la levita que compra el patán en un bazar de ropas hechas.

NELL.— Papaíto, no olvida tu pueblo los beneficios que de ti ha recibido.

DOLLY.— No los olvida, no. La calle principal de Jerusa se llama de Potestad.

NELL.— La fuente de los cinco caños, junto a la iglesia, se llama del Buen Conde.

EL CONDE.— Sí, Sí, mi abuelo paterno. Historia, cosas pasadas, que sólo dejan tras sí un letrero, una inscripción… Todo se borra, ¡ay! aun las piedras escritas. Cuando la roña y el musgo las empuercan, y se han criado en ellas cien generaciones de arañas y lagartijas, viene el progreso, y las manda picar para escribir otra cosa… o aprovecharlas en una alcantarilla. No me quejo, no. Ese es el mundo. Rodamos todos hacia lo infinito.

SENÉN.— (Enfáticamente.) Jerusa, por más que digan, no puede olvidar que debe su existencia a los Albrit de la Edad Media.

EL CONDE.— (Meditabundo.) Y a mis abuelos y a mí todo lo que en ella es de algún valor. La casa Ayuntamiento, que era el primitivo palacio de los Condes de Laín, fue donada por D. Martín de Potestad, capitán de las galeras de Nápoles. La calzada de Verola y el puente sobre el río Caudo, obra fue de mi madre. Mi abuelo materno hizo el hospital y la casa-cuna; y yo traje las aguas riquísimas de Santaorra; levanté el muro de contención que defiende al pueblo de las avenidas del Caudo; fundé y doté la Hermandad de Pescadores, haciéndoles además una dársena para abrigo de sus lanchas; repoblé el monte comunal… sin contar otras mejoras de que ya no me acuerdo. ¿Y cómo pagaron mis paisanos tantos beneficios? Pues cuando me vieron mal de intereses, recargaban horrorosamente mis propiedades en todos los repartos de contribución para obligarme a vendérselas… Y lo conseguían… En sus manos rapaces está todo.

NELL.— Abuelito, no pienses cosas tristes.

DOLLY.— ¿No estás alegre de vernos y de tenernos a tu lado?

EL CONDE.— (Deteniéndose para abrazarlas y besarlas con efusión.) Sí, sí, ángeles inocentes. Soy feliz con vosotras, y lo demás nada me importa.

SENÉN.— (Con malicia indiscreta, que resulta más antipática por lo pedantesco de la expresión.) Y de que no seríamos justos achacando a Jerusa el pecado de la ingratitud, tenemos hoy una prueba elocuente, señor Conde, porque, sabida con antelación la llegada de la señora Condesa de Laín, se le prepara un recibimiento entusiasta, cual corresponde a quien tan grande fomento ha dado a los intereses materiales y morales de esta villa. Saldrá el Alcalde a la estación…

EL CONDE.— Y se dispararán cohetes. Todo eso está muy en carácter.

NELL.— (Impaciente.) ¡Cohetes, música…! Vamos, vamos pronto.

DOLLY.— Abuelito, por aquí, si quieres que vayamos derechos a la Pardina.

EL CONDE.— ¿Estamos ya en la loma que llaman la Asomada?

SENÉN.— Sí, señor: de aquí se ve toda la villa; y si Vuecencia quiere dar un vistazo a la población, en dos minutos estamos en la plaza.

EL CONDE.— No, no. Gracias. Por esta otra calleja bajamos a la Pardina. (Deteniéndose y mirando al pueblo, que en aquel punto se ve totalmente, rodeado de arboledas y verdes lomas.) Sí, sí… te conozco, Jerusa; distingo un montón de tejados rojos y de ventanales blancos… más allá manchas de verde lozano. Eres Jerusa; te siento bajo mis pies, te huelo al pisarte… Tu ingratitud me da en el olfato. Hiciste escarnio del que fue tu señor, aplicándole un mote burlesco… Pues ahora, el león flaco de Albrit, que nada te pide, que para nada te necesita, te manifiesta su desprecio con toda la efusión de su alma, no queriendo de ti ni un pedazo de tierra para sepultar sus pobres huesos. (Volviéndose hacia las niñas.) Si me muero aquí, que me lleven a enterrar a Polan, o que me tiren al mar.

DOLLY.— Papaíto, no es hoy día de cosas tristes.

NELL.— ¡Si estamos muy contentas!

EL CONDE.— (Limpiándose una lágrima.) Sí, sí… Vamos, para que lleguéis a tiempo de presenciar los homenajes a vuestra mamá.

SENÉN.— Por esta calleja llegamos en un instante a la Pardina.

EL CONDE.— Conozco bien el camino… En este sitio, torciendo a la izquierda, dejamos de ver el mar. (Parándose a contemplar el Océano.) ¡Oh, qué hermosura! Es el amigo de mi infancia.

NELL.— ¡Y qué espléndido, qué azul! Hoy se viste de gala para recibirte.

EL CONDE.— ¿Sabéis por qué gozo tanto en mirarle? Porque le veo… es lo único que distingo bien, por razón de su magnitud. Desde que voy perdiendo la vista, hijas mías, mis pobres ojos no aprecian bien más que las cosas grandes… ¡Cuánto mayores son, mejor las veo! Quisiera que en el mundo fuera todo colosal, inmenso… Lo pequeño, creedlo, me entristece, me enfada… (Se internan en la calleja).

Escena VI

Sala baja en la Pardina. En paredes, techo y muebles, aspecto de venerable antigüedad, bien conservada.

GREGORIA y VENANCIO.

GREGORIA.— (Asomándose a una ventana.) Ya está aquí Capitán… ¡Oh!… allí vienen. (Asustada.) ¡Jesús, lo que veo!

VENANCIO.— ¿Qué?

GREGORIA.— ¡El Conde con ellas, el señor Conde!

VENANCIO.— Sin duda ha venido a pie por el atajo del bosque. Es gran andarín.

GREGORIA.— ¡Pero qué viejo está! Mira, mira.

VENANCIO.— (Mirando.) ¡Y qué mal trajeado! Da pena verle… ¡Quién fue siempre la misma elegancia…!

GREGORIA.— ¿Sales a recibirle?

VENANCIO.— (Con prisa.) A escape… Prepárale café, que de fijo lo pide al entrar…

GREGORIA.— Sí, sí…

VENANCIO.— (Desde la puerta.) Y manda un recado al señor Cura, que nos dijo que le avisáramos en cuanto el Conde llegase…

GREGORIA.— (Aturdida, sin saber a qué atender primero.) El café… recado al Cura… ¿Y la comida? Voy. ¡Pero si ya están aquí! ¡Jesús me valga!…

Escena VII

GREGORIA, EL CONDE, las dos niñas, SENÉN y VENANCIO.

GREGORIA.— (Besando la mano al CONDE.) Bien venido sea mi señor…

VENANCIO.— Y que entre en su casa con bendición.

EL CONDE.— (Con señorial bondad.) Gracias, gracias, mis buenos amigos Venancio y Gregoria. Me alegro de veros contentos y saludables… digo, como veros… (Mirándoles fijamente.) No, no veo bien más que las cosas grandes.

VENANCIO.— ¿Se sienta el señor aquí? (Conduciéndole a un sillón de vaqueta, junto a la mesa de nogal.)

EL CONDE.— Donde quieras.

NELL.— Y ahora nosotras, abuelito, hemos de vestirnos a escape…

EL CONDE.— Sí, sí; no os detengáis.

DOLLY.— Pronto volveremos, papaíto… Vendrá mamá con nosotras… supongo.

EL CONDE.— Sí, sí… (Las besa.) Hasta luego…

GREGORIA.— (Dándoles prisa.) Vivo, vivo… Vais a llegar tarde. (Vase GREGORIA con las niñas.)

SENÉN.— Yo también, con permiso del señor Conde, me retiro.

EL CONDE.— Sí, sí… Ve a disparar cohetes…

SENÉN.— Si el señor me necesita…

EL CONDE.— No… muchas gracias… Y me alegro de que te ausentes… No, no es por nada ofensivo para ti, Séneca… o Senén. ¿Te lo digo?

SENÉN.— Nada que usía me diga puede ofenderme.

EL CONDE.— Pues deseo que te marches, porque… Hijo, gastas un perfume, que marea. Los aromas demasiado fuertes me dan vahídos… Dispénsame… (Dándole la mano, y acariciando la de SENÉN.) perdóname que te despida con una impertinencia.

SENÉN.— (Desconcertado.) Señor… una gotitas de heliotropo…

EL CONDE.— No he dicho nada… Abur.

SENÉN.— (Aparte, retirándose.) Malas pulgas trae el león flaco de Albrit.

Escena VIII

EL CONDE y VENANCIO. Larga pausa. EL CONDE inclina la cabeza sobre el pecho y se cubre los ojos con la mano. VENANCIO permanece en pie, a bastante distancia, contemplándole.

EL CONDE.— (Alzando la cabeza y llevándose la mano al pecho, en que siente opresión.) ¡Ay, Venancio! La emoción que he sentido al entrar aquí, no me deja respirar… (VENANCIO suspira y calla.) No creí volver a verte, casa mía, casa bendita de mis mayores, de mi madre… No esperaba recibir en mi alma esta ola de vida, formada por los recuerdos, embate de calor y de salud, que al pronto reanima al ser caduco; pero después… mata, sí, mata. La memoria me abruma, el sentimiento me ahoga… (Vuelve a pasarse la mano por los ojos.) No debí venir, no, no.

VENANCIO.— Señor, los recuerdos de la Pardina serán gratos para Vuecencia.

EL CONDE.— (Señalando a la derecha.) En esa alcoba nací yo… En ella nació también mi madre, y en la de arriba murió… No sé si es que me engaña mi poca vista; paréceme que nada ha variado, que los muebles son los mismos… ¡Qué ilusión!

VENANCIO.— Poco hemos cambiado. Se conserva todo a fuerza de cuidado y aseo.

EL CONDE.— (Con profunda tristeza.) Aquí pasé mi infancia, al lado de mi madre, que enviudó a los pocos días de mi nacimiento… Heredero de los Condados de Albrit y de Laín, ¡cuántas veces, joven, en la plenitud de la vida, y con todo el verdor de las ilusiones fomentadas por la grandeza de mi linaje; cuántas veces, solo, con mi esposa, o con mis amigos, vine a pasar alegres temporadas en la Pardina! En aquel tiempo tú eras un niño. Tus padres, y otros padres de gentes ingratas que andan por esos mundos en diferentes oficios, eran entonces mis servidores. En mí veíais al señor, al rey de la Pardina, y hasta cierto punto, al amo de toda Jerusa… Pasó tiempo; creció mi hijo Rafael. Correspondiéronle por muerte de su madre, y según el fuero de Laín, este Condado y esta casa… Yo volví a la Pardina: ya no era el señor; mas era el padre del señor, y tú, ya grandecito, y los demás servidores de esta antigua casa, me mirabais con respeto, con cariño, con veneración. El Conde de Albrit, poderoso todavía, os remuneraba vuestros servicios con la noble largueza que era en él habitual.

VENANCIO.— Siempre fue Vuecencia el primer caballero de España.

EL CONDE.— (Con melancólica dignidad, levantándose.) Pues hoy, el primer caballero de España, el generoso y grande, viene a pedirte hospitalidad. Vicisitudes y trastornos que no quisiera recordar, esta revolución crónica que hace y deshace los Estados y las familias, y todo lo trueca y baraja, te han dado a ti la propiedad de la Pardina. En ella entro yo a pedirte albergue, no como señor, sino como desvalido sin hogar, abandonado de todo el mundo. Si me la das, ya sabes que has de hacerlo por pura caridad, no por remuneración ni recompensa. Soy pobre; todo lo he perdido.

VENANCIO.— El señor Conde viene siempre a su casa, y nosotros, hoy como ayer, somos sus criados.

EL CONDE.— (Se sienta.) Gracias… Te lo digo tranquilo y sin ninguna afectación, pues con la realidad no caben juegos de retórica. He llegado a los escalones más bajos de la pobreza; pero por mucho que descienda, no he llegado ni llegaré nunca al deshonor. Fuera de la decadencia material, soy y seré hasta el último día lo que fui.

VENANCIO.— Y yo igualmente, hoy como ayer, servidor humilde del señor D. Rodrigo.

EL CONDE.— Te lo agradezco, créeme que te lo agradezco en el alma… Pero… bien mirado, es tu obligación, y cumples como cristiano. Todo lo que eres y todo lo que tienes, me lo debes a mí.

VENANCIO.— Sin duda.

EL CONDE.— No haces nada de más en ampararme… en ver en mí a tu señor, y en respetar, no sólo mi nombre y mi historia, sino mi ancianidad, mis achaques… Las desgracias, hijo mío, me han hecho algo quejumbroso, algo impertinente. Mi genio altivo se exacerba cada día más con la pérdida de la vista… No puedo sofocar mis ímpetus de absolutismo, de persona acostumbrada a mandar.

VENANCIO.— Bien, señor.

EL CONDE.— Y a ser obedecida.

VENANCIO.— También tengo el hábito de la obediencia… Y ante todo, señor, ¿en qué aposento quiere vuecencia dormir?

EL CONDE.— Arriba, en la alcoba que fue de mi madre.

VENANCIO.— (Contrariado.) ¿La que da al pasillo grande? La tenemos llena de trastos.

EL CONDE.— Pues sacas los trastos y me metes a mí.

VENANCIO.— Señor, es un trastorno…

EL CONDE.— (Sulfurándose ligeramente.) ¿Ya empezamos?

VENANCIO.— La hemos convertido en secadero: allí colgamos las judías…

EL CONDE.— (Sulfurándose más.) Pon las judías en otra parte. ¿Vale tan poco mi persona que no merece… una molestia insignificante de las señoras hortalizas?

VENANCIO.— (Sin acabar de resignarse.) Bien, señor… Ello es que…

EL CONDE.— ¿Todavía refunfuñas? Debiste, desde que te lo dije, asentir con delicadeza obsequiosa. ¿Será preciso que te lo mande?… Por poco me apuras (golpeando el brazo del sillón.) ¡Oh, triste cosa es para mí ser huésped de mis inferiores! Venancio, quiero someterme al destino, quiero olvidarme de mí mismo, y no puedo, no puedo. La autoridad es esencial en mí. Por Cristo, súfreme o arrójame de mi casa, quiero decir, de la tuya.

VENANCIO.— Eso no… (Viendo venir al CURA.) Ya tiene aquí a su amigo D. Carmelo.

Escena IX

EL CONDE, VENANCIO y EL CURA, hombrachón de buen año; de aventajadas dimensiones, enormemente barrigudo, sin carecer por eso de cierta agilidad y soltura de miembros. Su cara es arrebolada, su boca risueña, su nariz como pico de garbanzo, sus ojos pillines. Usa gafas de un azul muy claro, que se le corren sobre el caballete. Viene a palo seco, es decir, sin balandrán, por ser buen tiempo. Es limpio, y la sarga de su sotana, pulcra y reluciente, ciñe y modela sin arrugas la redondez del abdomen, bien atacados todos los botoncitos que corren desde el cuello hasta la panza. Un gorro negro alto, con caída de fleco, y paraguas de reglamento, que así le sirve para el sol como para la lluvia. Entra en la casa y en la habitación presuroso metiendo bulla, y se dirige al CONDE con los brazos abiertos.

EL CURA.— ¡Carísimo amigo y dueño, D. Rodrigo de mi alma!…

EL CONDE.— (Abrazándole.) ¡Pastor Curiambro, ven a mis brazos!… Pero, hijo, ¡qué gordísimo estás!… No me cabes… ¿ves?, no me cabes… Me cuesta trabajo poner en tu espalda las palmas de mis manos.

EL CURA.— ¡Qué sorpresa tan grata, qué alegría!

EL CONDE.— (Tocándole.) Pero, chico, ¿es tuyo todo esto? ¿Es ésta tu barriga, o te has traído por delante el púlpito de tu iglesia?

EL CURA.— (Riendo.) Es que en esta tierra, Sr. D. Rodrigo, de nada le sirve a uno hacer penitencia.

EL CONDE.— ¿Penitencia tú? ¡Hombre, qué cosa tan rara!… En fin, siempre que des gusto a tus feligreses…

VENANCIO.— (Lisonjero.) Tenernos un párroco que vale mas que pesa.

EL CONDE.— ¿Y de salud, bravamente? Tu cara… (Observándole.) Pues, mira, te veo, te veo bien. ¡Cómo eres tan grandón! ¡Ah!… Me permitirás que te tutee, a pesar del tiempo transcurrido.

EL CURA.— (Con modestia suma.) ¡Señor Conde, por amor de Dios!…

EL CONDE.— (Muy cariñoso.) Bien, Carmelo; bien, Pastor Curiambro. Siéntate a mi lado. ¡Cómo corren, ¡ay!, cómo se escabullen los pícaros años! Tú… a ver si acierto… andarás en los cincuenta.

EL CURA.— Andaba en ellos… dos años ha.

VENANCIO.— Como yo. Somos del mismo tiempo.

EL CONDE.— No podía ser menos. Tenías veintiséis cuando…

EL CURA.— Cuando murió mi padre. A la generosidad del señor Conde debí el poder terminar mi carrera de Teología y Derecho.

EL CONDE.— (Con natural delicadeza.) Pues, mira tú, de eso no me acordaba.

EL CURA.— ¡Ah, yo sí!

EL CONDE.— ¿Te acuerdas de aquellas merendonas del Soto de Aguillón? Desde entonces, te profeticé que serías la premiere fourchette de l’Espagne.

EL CURA.— (Riendo.) Era un tenedor tremendo, sí, sí…

EL CONDE.— ¿Y sigues con la higiénica costumbre de comer copiosamente, y de digerir clavos?

EL CURA.— Ya no soy ni sombra de lo que fui; pero todavía…

VENANCIO.— Todavía… si el caso llega, no deja mal puesto el pabellón.

EL CONDE.— ¿Te acuerdas de cuando apostabas con Valentín, el escribano de Verola, a quién comía más?

EL CURA.— (Riendo a carcajadas.) Y siempre le gané, siempre.

EL CONDE.— Un día de vigilia…, Venancio, no lo creerás, pero es verdad… le vi comerse una langosta de este tamaño, entera y verdadera, detrás de un arroz con pescado y marisco… y delante de docena y media de torrijas.

EL CURA.— Esos tiempos pasaron.

VENANCIO.— Pero hasta hace poco… yo recuerdo el día de la jira en Novoa… su postre era un queso de bola, enterito.

EL CONDE.— ¡Lo que yo gozaba viéndole comer!

EL CURA.— Me tranquiliza sobre ese punto la opinión de San Francisco de Sales, que dice: «Lo que entra por la boca no daña al alma».

EL CONDE.— Y tenía razón.

Escena X

Dichos; GREGORIA, vestida para salir.

Trae servicio de café.

GREGORIA.— Aunque el señor no lo ha pedido, como sé que le gusta tanto el café… (Lo pone en la mesa.)

EL CONDE.— ¡Oh, qué bien!… Tu previsión, hija mía, es muy de alabar. Carmelo, te sirvo…

GREGORIA.— Las señoritas están concluyendo de arreglarse. En seguida nos iremos.

EL CONDE.— Que no se entretengan; ya será hora. (Al CURA, sirviéndole azúcar.) A ti te gusta dulzón, si no recuerdo mal.

EL CURA.— ¡Qué memoria tiene usted!

EL CONDE.— No siendo para los favores que me hacen, también la pierdo, como la vista.

GREGORIA.— ¿Se le ofrece algo más al señor?

EL CONDE.— No… Gracias. (Vase GREGORIA.)

EL CURA.— (Paladeando el café.) ¿Y qué?… Señor Conde, ¿qué le parecen a usted sus nietecitas? ¿No las había visto después de su regreso de América?

EL CONDE.— No.

EL CURA.— Son angelicales… ¡Y qué lindas, qué graciosas! Se le meten a uno en el corazón… Verlas, tratarlas y no quererlas, es imposible. (EL CONDE, ensimismado, calla. Durante la pausa, D. CARMELO le observa.) Dios ha hecho en ellas una parejita encantadora, para regocijo y orgullo de su madre… y de usted.

EL CONDE.— (Como volviendo en sí.) ¿Decías?… ¡Ah! Sí, son hechiceras las chiquillas.

EL CURA.— (Queriendo sonsacarle el motivo de su estancia en Jerusa.) Comprendo la impaciencia de usted por verlas. Al santo anhelo de conocer a sus nietas y abrazarlas, debemos el honor de tenerle en Jerusa…

EL CONDE.— Yo he venido a Jerusa, principalmente, por… (A VENANCIO, con autoridad, pero sin altanería.) Tú…

VENANCIO.— ¿Señor?

EL CONDE.— Haz el favor de dejarnos solos. (Vase VENANCIO.)

Escena XI

EL CONDE y EL CURA.

EL CURA.— Ya me dijo Senén que la Condesa y usted se habían citado aquí… (Su solapada curiosidad quiere apoderarse del pensamiento del CONDE, tomándole las vueltas.) Aquí pueden ventilar con toda calma las cuestiones de intereses… (Pausa. EL CONDE no dice nada.) O las cuestiones de otra índole, cualesquiera que sean.

EL CONDE.— Volviendo a las niñas, te diré, querido Carmelo, que han producido en mi alma una impresión hondísima.

EL CURA.— ¿De alegría?

EL CONDE.— Sí… Estas alegrías pronto las convierto yo en intensísima tristeza, agobiado como me veo por crueles desgracias, perseguido de pensamientos revoltosos, obra de esta fiebre de análisis que traen consigo la experiencia del mal, el excesivo tesón de mi carácter, los años, la ceguera misma… Figúrome que no me entiendes, mi buen Carmelo, y has de permitirme que por ahora no te diga más.

EL CURA.— Francamente, me he quedado en ayunas.

EL CONDE.— (Con humorismo.) ¿En ayunas tú?… No lo creo.

EL CURA.— ¿Tienen algo que ver esas tristezas, que sin duda son nerviosas, con el porvenir de las señoritas?

EL CONDE.— (Rehuyendo entrar en el asunto.) No sé… Déjame que te diga otra cosa. Mi primera impresión al verlas y oírlas, fue… claro que fue excelente, de gran regocijo y orgullo, como has dicho. Creí notar una perfecta consonancia, igualdad más bien, en el timbre de sus voces. Como no veo bien, sus rostros me han parecido como dos reproducciones exactas de un mismo tipo. ¿Serán, por ventura, iguales también sus caracteres, sus almas?

EL CURA.— (Después de un ratito de perplejidad.) ¡Oh, no, Sr. D. Rodrigo! Ni son iguales sus voces, ni sus caras, ni menos sus caracteres.

EL CONDE.— (Con gran interés.) Pues siendo distintas, la una será forzosamente mejor que la otra. Dime, tú que las has tratado y visto bien, ¿cuál de las dos es la más inteligente; cuál la de corazón más puro, recto y generoso?…

EL CURA.— Difícil es, a fe mía, la respuesta. Ambas son buenas, dóciles, inteligentes, de corazón hermoso y nobilísimo… algo traviesas, eso sí; pero observantes de la ley del pudor, muy firmes en los principios elementales, temerosas de Dios.

EL CONDE.— Todo eso es lo que hay en ellas de común: comprendido. ¿Y qué las diferencia?

EL CURA.— Pues discrepan… Verá usted… Dolly toma la iniciativa en las travesuras; Nell parece más inclinadita a las cosas graves, más previsora… Dolly es una imaginación viva, una voluntad impetuosa; Nell, una naturaleza reflexiva, más fija y constante que la otra en sus aficiones; Dolly, divagando, muestra pasmosas aptitudes para la vida práctica; Nell, haciendo diabluras, nos deslumbra con destellos de asombrosa inteligencia… ¿Pero qué he de decirle yo al señor D. Rodrigo, si en cuanto las trate familiar y diariamente, usted ha de conocerlas y diferenciarlas mejor que nadie?

EL CONDE.— (Dejándose llevar de su sinceridad.) De eso trato; a eso he venido.

EL CURA.— ¿Ha venido a…?

EL CONDE.— A estudiarlas, a intentar un análisis detenido de sus caracteres… Las razones de esto no está bien que las sepas por ahora… (Variando de tono.) Oye, Carmelo, ¿por qué no te quedas hoy a comer conmigo? Gregoria no te tratará mal.

EL CURA.— La conozco… y sé lo que vale. Pero sin perjuicio de tributar a Gregoria en otra ocasión los honores debidos, hoy, lo que es hoy, señor Conde de Albrit, se viene usted a mi casa, a hacer penitencia con este cura.

EL CONDE.— Acepto; sí, señor, acepto… ¿A qué hora?

EL CURA.— A la una y media en punto.

Escena XII

EL CONDE, EL CURA; EL MÉDICO, joven, pequeñito, de conjunto simpático y mirar inteligente. Viene de levita y sombrero de copa, el cual revela en su forma de ser prenda de respeto, usada tan sólo de año en año, en ocasiones muy solemnes.

EL CURA.— ¡Oh, mediquillo, ven!… (Presentándole.) Salvador Angulo, nuestro médico titular.

EL CONDE.— (Estrechándole la mano.) Muy señor mío.

EL MÉDICO.— Vengo a ofrecer mis respetos al Señor de Jerusa y de Polan…

EL CONDE.— (Recordando.) Angulo, Angulo… espérese usted…

EL CURA.— Es hijo de Bonifacio Angulo, aquél que llamaban aquí por mal nombre Cachorro, guarda de los montes de Laín.

EL CONDE.— ¡Oh, sí!… Cachorro, hombre sencillo y un tanto rudo… servidor fiel… Le recuerdo perfectamente. (Le da otra vez la mano, que EL MÉDICO le besa.)

EL CURA.— Y no habrá olvidado el Sr. D. Rodrigo que a este chico le costeó la carrera en Valladolid.

EL MÉDICO.— Por lo cual, debo al señor Conde lo poco que soy y lo poco que valgo.

EL CONDE.— De eso no me acordaba… mi palabra que no me acordaba.

EL CURA.— Pues ha de saber usted… no es porque esté delante… que este chico es una notabilidad… pero una notabilidad, en la ciencia médica.

EL MÉDICO.— Por Dios, D. Carmelo.

EL CONDE.— (Muy cariñoso.) Bien, hijo mío; dame un abrazo. (Le abraza.) Me permitirás que te tutee. No puedo corregir este hábito de familiaridad desde que entro en Jerusa. (EL MÉDICO asiente con mudas demostraciones de respeto.)

EL CURA.— Y ya, ya sé por qué vienes tan pitre, cañamoncito de Jerusa.

EL MÉDICO.— Me han nombrado de la comisión que ha de recibir a la señora Condesa de Laín… Dispénseme, señor Conde, si después de saludarle con el debido respeto, me retiro…

EL CURA.— Hijo, no hay prisa todavía.

EL CONDE.— Sí, sí: ve, anda.

EL CURA.— Oye, Salvador, en cuanto se acabe la función, una vez que el pueblo desfogue su entusiasmo con un poco de pólvora y cuatro berridos, y suene en los aires la última simpleza del discurso que ha de pronunciar D. José Monedero, te vienes corriendito a casa, y tendrás el honor de comer con el señor Conde y conmigo.

EL MÉDICO.— Bien, bien. ¡Qué honra tan grande!

EL CONDE.— (Con alegría.) ¡Qué feliz coyuntura para consultarle con toda calma!

EL MÉDICO.— ¿Un padecimiento?

EL CONDE.— No es eso. Tú conoces a mis nietecitas; las habrás asistido en alguna dolencia.

EL MÉDICO.— Nell y Dolly disfrutan de una salud enteramente campesina y plebeya. Las he visitado para indisposiciones sin importancia.

EL CONDE.— Pero que a ti, como perspicaz observador, te habrán bastado para conocer sus temperamentos, qué afecciones prevalecen en cada una, qué predisposiciones patológicas se marcan en una y otra naturaleza… porque de seguro habrá diferencia grande en la complexión, en la constitución anatómica y fisiológica de las dos chiquillas. No sé si me explico.

EL MÉDICO.— Perfectamente. Pero hasta hoy no he tenido ocasión de determinar entre una y otra notorias diferencias.

EL CURA.— En fin, ya tendrán ustedes ocasión de hablar largo y tendido. (Suena un cohete.)

EL CONDE.— (Estremeciéndose.) Ya está aquí.

EL MÉDICO.— (Con mucha prisa.) Ya llega…

EL CONDE.— Anda, hijo, anda.

EL MÉDICO.— Con su permiso… No necesito decirle… Humildísimo, incondicional servidor… (Suenan más cohetes.)

EL CONDE.— (Al CURA.) ¿Y tú, no vas, Carmelo?

EL CURA.— Indefectiblemente tengo que asomar las narices por allí. No diga la Condesa que soy descortés…

EL CONDE.— No eche de menos la población figura tan culminante en esta clase de ceremonias.

EL CURA.— Sí, sí… Me voy. Cuidado, señor Conde. A la una y media en punto.

EL CONDE.— No faltaré. De las pocas cosas que me quedan, una es el respeto, la religión de la puntualidad. (Óyese música lejana.)

EL MÉDICO.— Hasta luego.

EL CONDE.— Divertirse… (Vanse EL CURA y EL MÉDICO.)

EL CONDE.— (Solo, meditabundo.) ¿Me ayudarán éstos en mis investigaciones?… ¿Se penetrarán del espíritu de rectitud, del sentimiento de justicia con que procedo?… (Con desaliento.) Lo dudo… Viven en ambiente formado por las conveniencias, el egoísmo y la hipocresía, y cuando se les habla de la suprema ley del honor, ponen cara de asombro estúpido, como si oyeran referir cuentos de brujas. Si no me auxilian, trabajaré yo solo. El viejo Albrit se basta y se sobra. (Suenan más cerca la música y el rumor popular.) ¡Ah! Ya llega, ya entra en Jerusa Lucrecia Richmond… ¡Ya estás aquí, bestia engalanada, estatua viva, deshonesta! ¡Cuánto deseaba yo esta ocasión!… ¡Tú y yo solos, frente a frente! (Se asoma a una ventana.) No sé quién es peor: si tú que paseas impune por el mundo tu desvergüenza, o un pueblo servil y degradado que te festeja y te adula. (Óyense campanas.) Repican por ti… y luego tocarán a la oración. (Furioso, gritando en la ventana, hacia afuera.) ¡Pueblo imbécil, esa que a ti llega es un monstruo de liviandad, una infame falsaria! No la vitorees, no la agasajes. Apedréala, escúpela.

FIN DE LA JORNADA PRIMERA