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—¿Está el profesor Zucca?

Quería aprovechar que estaba en el instituto para hablar con el psiquiatra. La secretaria me respondió con una sonrisa:

—Es su hora de jogging.

—¿Ya se ha ido?

—No, corre por el parque. Aquí mismo.

Abandoné el vestíbulo amarillo y rojo y di la vuelta al pabellón 21. Ya casi era de noche. Me senté sobre los escalones de la entrada lateral, que daba a una de las alamedas del recinto. Zucca debía de dar la vuelta a los edificios varias veces: estaba seguro de que pasaría por allí antes de que finalizara su entrenamiento.

Cogí un Camel y le di unos golpecitos contra el escalón. Llamé al móvil de Corine Magnan. Contestador. Dejé un mensaje, pidiéndole que me llamara cuanto antes. A continuación marqué el número del móvil de Manon. Me atendió con menos hostilidad de la que me temía. La había despertado. Desde nuestra llegada a París, Manon había pasado muchas horas durmiendo. Su sueño era pesado, profundo, algo aletargado. De fondo, se oían las voces de la televisión. Le prometí regresar a la hora de la cena. Colgó con un «Adiós, un beso» apagado, trivial, que no significaba nada.

Encendí el cigarrillo e hice lo posible por serenarme, observando el paisaje que se extendía delante de mí. Superficies de césped cortado, hojas muertas, bosquecillos de carpes. Ni un alma en el sendero, nadie sobre los campos de deporte que estaban frente a los pabellones, ni el menor indicio de un coche. Pensé en Manon, prisionera en mi piso desde hacía una semana. ¿Adónde íbamos nosotros dos?

Zucca apareció al cabo de unos minutos. Corría dando pequeñas zancadas. Iba vestido con ropa K-way de la cabeza a los pies. Me levanté y tiré el cigarrillo. Cuando el psiquiatra me vio, trotó hacia mí con la boca entreabierta, como un perro de caza jadeante. Tenía la tez enrojecida por el esfuerzo.

—¿Ha venido a ver a su colega? —me preguntó entre jadeos.

—También quería hablar con usted.

Señaló con la cabeza el Camel que acababa de tirar al suelo.

—¿Tiene uno para mí?

—¿Corre y fuma?

—Puedo hacer varias cosas al mismo tiempo.

Cogió un cigarrillo de mi paquete. No paraba de dar pequeños pasos sobre el mismo sitio. Se inclinó sobre mi mechero. En su rostro, unas manchas rojas parecían protegerlo de cualquier expresión. Un rostro blindado, dotado de cortafuegos ardientes. Hizo una mueca mientras inhalaba la primera calada.

—¿Qué quiere saber?

—Su opinión sobre Luc. Sobre su estado psíquico. ¿Empeorará?

—Es muy pronto para saberlo.

—Escuche. Luc Soubeyras es mi mejor amigo y…

Me interrumpió con un ademán.

—Hagámoslo fácil. Usted me ahorra el discurso sentimental y yo, por mi parte, evito el rollo científico. Los dos ganaremos tiempo. Estoy seguro de que tiene preguntas precisas en mente. Alguna teoría personal.

Volvió al camino asfaltado sin dejar de mover las piernas. Por la mañana me había hecho pensar en un entrenador de boxeo. Ahora, por la noche, me parecía que él era el boxeador.

—No creo en la experiencia negativa de Luc —empecé—. Creo que es víctima de sus convicciones. Se adentró voluntariamente en la nada para «ver» al demonio. Y ahora está convencido de haberlo logrado. Pero quizá solo se deja llevar por su… imaginación.

—No estoy de acuerdo.

Zucca miró su Camel con el extremo incandescente al viento y prosiguió:

—Durante la sesión controlamos gran cantidad de parámetros físicos y psíquicos. Parámetros emparentados con las técnicas del detector de mentiras. Luc Soubeyras no mentía. Recordaba. Las máquinas han sido explícitas.

—Tal vez era sincero. Quizá ha creído ver esos…

—No. Los electrodos nos permitieron ver con todo detalle las ondas emitidas por su cerebro. Sería algo complicado explicárselo, pero Luc estaba recordando. No cabe ninguna duda al respecto. Sin contar con que la técnica de la hipnosis es muy fiable. No se puede jugar con ella. Luc ha liberado su memoria. Revivía una NDE.

Pensaba encontrar un aliado. Craso error. Encendí otro pitillo.

—¿De modo que habría visto al diablo?

—En todo caso ha visto a esa extraña criatura, al anciano.

—Desde un punto de vista psiquiátrico, ¿cómo se explica semejante visión?

El médico se detuvo, frunciendo las cejas.

—¿Esas informaciones son de alguna importancia para su investigación? ¿No se ocupa usted más bien de los hechos concretos, de las pruebas?

—En este caso, no hay una línea divisoria clara entre lo concreto y la abstracción mental, entre lo real y lo trascendente. Deseo comprender lo que ha sucedido en la mente de Luc.

Zucca retomó un paso normal. El ritmo de su respiración disminuía.

—Desde un punto de vista psíquico, las NDE son triviales.

—Las negativas son muy poco frecuentes.

—Exacto. Pero ya sean negativas o positivas, es un proceso que conocemos.

Recordé los comentarios científicos de Beltreïn. Zucca repitió más o menos lo mismo: sobrecalentamiento de las neuronas y secreciones químicas. En realidad, no me interesaba la explicación «mecánica» de la manifestación.

—¿Y las visiones en sí? —insistí—. ¿Cómo explica esos fantasmas? ¿Por qué, durante la experiencia negativa, se ve siempre a un demonio?

—El sobrecalentamiento al que me refiero quizá estimula que salgan a la superficie imágenes pertenecientes a nuestro inconsciente colectivo. Figuras ancestrales de nuestra cultura, hondamente arraigadas.

—Precisamente. Ahí está el problema. La criatura que perciben los sujetos debería responder a un arquetipo. Tener, por ejemplo, el aspecto tradicional del diablo. Cuernos, perilla, un rabo en punta.

—Estoy de acuerdo.

—Sin embargo, no es el caso. Lo hemos comprobado esta mañana. Y según mis informaciones, cada superviviente «ve» a un personaje distinto. Cada uno se encuentra con su propio diablo. ¿Cómo interpretaría usted esta singularidad?

—No la interpreto. Eso es lo que me hiela la sangre.

—¿Por qué?

—Es como si Luc Soubeyras hubiera recordado algo que le ha ocurrido realmente. No se trata de un espejismo ni de una ilusión estereotipada, sino de un encuentro verdadero. Un encuentro con una criatura singular, una encarnación del mal que nadie más habría podido imaginar y que lo ha atrapado en el fondo del limbo.

Era el momento de proponer mi teoría psicoanalítica.

—Yo había pensado en una explicación para esos «encuentros».

—Adelante. —Sonrió—. Estoy seguro de que está impaciente por comentármela.

—Quizá el sujeto otorga a su visitante el rostro o la apariencia de un ser que pertenece a su pasado. Un personaje que detesta o teme.

—Prosiga.

—Ese intruso sería solo un recuerdo reciclado. La deformación de una persona cercana que le habría hecho daño o que lo habría aterrorizado durante su infancia. La NDE provocaría una construcción individual, en parte recuerdo, en parte alucinación.

Zucca asentía, pero de un modo irónico.

—Está pensando en la figura del padre, ¿no?

—Sí. Pero ya me he informado sobre los casos que conozco; ni el padre, ni la madre, ni siquiera un miembro del entorno de los testigos se parece a sus «diablos».

—¿Tiene otro pitillo?

La llama de mi Zippo revoloteó en la oscuridad. Zucca lanzó una bocanada, hizo una pausa y luego confesó:

—Creo que la verdad es más sencilla. Más sencilla y más aterradora.

Con su cigarrillo, señaló el pabellón 21; habíamos dado una vuelta entera a los edificios.

—En cierta medida, estoy de acuerdo con usted. El aspecto del diablo de esas visiones está relacionado con el pasado de los sujetos. Hay algo oculto, secreto que aflora; es evidente. Es una representación individual del mal. Una escenificación personal de una figura del pasado. Pero no estoy de acuerdo en cuanto a la naturaleza del director de escena.

—¿Qué significa eso?

—Para usted, se trataría simplemente de una representación del inconsciente. Una ilusión de la mente, un círculo cerrado. Para mí, en cambio, interviene un agente externo.

Me estremecí. El frío, la noche… y el miedo.

—¿Usted cree en una intervención sobrenatural?

—Sí.

—Es algo insólito viniendo de un psiquiatra.

—Un psiquiatra no es un ingeniero que reduce el funcionamiento cerebral a las secreciones químicas o a un conjunto de estructuras mentales. Nuestro cerebro es un receptor. Una especie de radio. Capta las señales.

Mi intención era buscar un soporte racional. Decididamente, me había equivocado. Cambiando de tono, continuó:

—Mi idea es que el sobrecalentamiento de las neuronas reactiva una percepción primitiva. Digamos que abre una puerta a una realidad paralela. Para ser breve diría: al más allá.

Me sentía cada vez más incómodo. Por supuesto que yo también creía en esa puerta. Era una de las claves de la fe cristiana. El éxtasis de san Pablo en el camino de Damasco, las apariciones de san Francisco de Asís, las visiones de Teresa de Ávila eran solo destellos trascendentes surgidos a través de esa abertura.

Zucca prosiguió:

—Luc se ha acercado al final, ¿verdad? ¿Por qué no pensar que su cerebro ha estado «hiperreceptivo» y que ha entrevisto la otra orilla?

Las palabras penetraron en mi mente y adquirieron todo su sentido. Empezaba a entrever una verdad peor que todas las demás.

—Por tanto, si comprendo bien —repliqué—, ¿habría un demonio que nos esperaría del otro lado de la vida? O mejor dicho, ¿figuras detestables de nuestra existencia terrenal que nos acecharían en la muerte para hacernos sufrir… eternamente?

—Sí, eso es lo que se desprendería de la sesión de esta mañana.

—¿Sabe de qué está hablando?

Me observó fríamente, parapetado detrás de sus manchas rojas.

—Por supuesto.

—Usted está hablando del infierno.

—Desde el comienzo, nadie habla de otra cosa.