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—Es ridículo.

—Solo te cuento lo que ha pasado.

—Sois unos payasos.

Manon parecía acatarrada, su voz era nasal. Acababa de contarle la escena del Hôtel-Dieu. Estaba sentada con las piernas cruzadas y los pies desnudos, sobre la cama. Había ordenado el cuarto perfectamente. El edredón no tenía ni una sola arruga. En unos días había encontrado su sitio en mi piso y no cesaba de sacarle brillo.

—Allí estaban todos muy serios.

—He pasado mi vida rodeada de locos. Mi madre y sus rezos, Beltreïn y sus máquinas… ¡Y ahora resulta que vosotros, los maderos, sois todavía peores!

Ella me relacionaba adrede con los agresores. Lo dejé correr. Manon se mecía en la cama con las manos apretando sus piernas dobladas. La media luz me ofrecía fragmentos de su rostro para luego ocultarlos: la curva de la mejilla, la banda de la frente, la mirada oscura. Fuera, una lluvia tenebrosa caía silenciosamente.

—De todas maneras —prosiguió—, el delirio de Luc no prueba que yo haya vivido lo mismo.

—En absoluto. Pero el homicidio de tu madre nos lleva nuevamente a esa experiencia negativa. Quizá el criminal actuó bajo los efectos de algún trauma psicológico de ese tipo y…

—¿Yo?

No contesté. Con el pie, empujé una caja que estaba junto a la pared, la coloqué frente a Manon y me senté en ella.

—La juez considerará todas las posibilidades —proseguí en tono tranquilizador—. Parece sensible a ese tipo de…

—Sois una panda de zumbados.

—Ella no tiene nada, ¿comprendes? Ni un solo indicio, ni rastro de un móvil.

—Siempre os queda la huerfanita.

—No tienes por qué inquietarte. Magnan ya te interrogó. Sarrazin levantó el acta. Todo el mundo está convencido de tu buena fe.

Meneó la cabeza, sin convicción. Sus cabellos estaban perfectamente separados en dos ríos lisos. Una ilustración de cuento.

—Y Luc, ¿por qué hace todo esto?

—Quiere llegar hasta el final de su investigación. Es evidente que la muerte de tu madre pertenece al ciclo de los Sin Luz.

—Y él cree que formo parte de esa pandilla de tarados. Cree que soy la asesina.

No era una pregunta. Añadió:

—Así que para convencer a todo el mundo tendría que hacer lo mismo que él, ¿no? ¿Describir mis recuerdos bajo hipnosis?

—Aún es demasiado pronto para plantearse este procedimiento.

Un segundo más tarde, comprendí que Manon me había tendido una trampa. Ella solo quería saber si yo había pensado en esa posibilidad o si, por el contrario, la idea me sorprendería. Había mordido el anzuelo, dándola por sentada.

—Idos a la mierda —murmuró—. Nunca me prestaré a vuestros delirios.

Se dejó caer hacia atrás, sobre la cama, y luego se cubrió el rostro con una almohada. Con ese movimiento, se le había subido el jersey dejando ver el ombligo. Me estremecí. A pesar de la tensión, mi deseo afluía, pleno, intacto, omnipresente. Pero ya no había lugar para eso entre nosotros. Me había convertido en un enemigo más.

De repente, se irguió y apartó la almohada. Su mirada estaba llena de lágrimas.

—¡VETE A LA MIERDA!

• • • • •

En dirección al 36.

En mi nuevo coche de alquiler, puse en orden mis ideas. Desde mi regreso a París, había investigado la formación universitaria de Manon y su falta de coartada para el homicidio. Zamorski decía la verdad. Nadie la había visto durante el supuesto período del asesinato: casi una semana. Había llamado por teléfono al madero helvético que la había interrogado antes de declarar ante Magnan. Manon, a la que hallaron en su piso el 29 de junio, dos días después del descubrimiento del cuerpo, había sido incapaz de precisar en qué había empleado el tiempo aquellos días.

En cuanto a su formación universitaria, el polaco también estaba en lo cierto. Había pedido por fax su expediente académico completo. Un máster en biología, conservación y evolución al que se adjuntaban tres certificados de estudios complementarios en toxicología, botánica y entomología. Igualmente, estaba licenciada en farmacia. Eso no probaba nada, salvo que Manon poseía los conocimientos suficientes para torturar un cuerpo humano tal como se había torturado el de su madre.

Corine Magnan debía de saber todo eso, pero no existía ninguna prueba directa contra Manon. Probablemente, la magistrada había decidido abandonar esa pista. Debía de estar a punto de archivar el caso. Pero ahora, la intervención de Luc reavivaba las dudas. ¿Había visto «algo» Manon durante su NDE de 1988? ¿Esa antigua experiencia la había transformado del mismo modo que a Agostina? ¿Le había provocado una esquizofrenia que ocultaría otra personalidad, violenta, cruel, vengativa?

Entré en mi despacho y deposité sobre la mesa el montón de papeles que había encontrado en mi casillero. En el contestador había varios mensajes; entre otros, dos de Nathalie Dumayet. Quería tener noticias sobre lo sucedido en la sesión de aquella mañana. Desde mi regreso, la comisaria me ponía mala cara. No le había gustado en absoluto mi desaparición, y mucho menos las explicaciones lacónicas que le había dado al regresar.

Salí inmediatamente del despacho.

Lo mejor era deshacerse cuanto antes de esa carga.

En pocas palabras, resumí la experiencia de aquella mañana. Para terminar, le propuse que llamara a Levain-Pahut para que completara la información. Ya estaba saliendo cuando me propuso tomar un té. No acepté.

—Cierre la puerta.

Lo dijo con una sonrisa, pero en un tono que no admitía discusión.

—Siéntese.

Me instalé en el asiento frente a ella. Me lanzó su habitual mirada inequívoca.

—¿Qué opina de todo esto?

—Es asunto de los psiquiatras. Hay que saber si saldrá adelante sin secuelas y…

—Precisamente, de esas secuelas se trata. ¿Cree que Luc saldrá indemne de esta experiencia?

Gesto vago por mi parte. A mi regreso, solo le había contado las grandes líneas de mi investigación. Los expedientes Simonis, Gedda, Rihiimäki, reducidos a sus puntos en común. Había mencionado los homicidios satánicos pero no a los Sin Luz ni a los Siervos de Satán. Sin embargo, ella prosiguió:

—No creo en el diablo. E incluso, menos que usted, porque ni siquiera creo en Dios. Pero es posible suponer que una alucinación semejante transforme al que la vive y lo lleve a cometer un crimen… singular.

No contesté.

—Solo repito sus propias conclusiones.

—No le he dado conclusiones.

—Implícitamente sí. Usted ha sacado a la luz tres asesinatos en distintos rincones de Europa; en todos ellos el método es idéntico. Por lo menos en dos casos conocemos a los asesinos. Sujetos que han vivido una NDE negativa. ¿No es así?

Una pausa. Continuó:

—Sin embargo, Luc ahora está en esa situación. En plena… mutación.

—Nada indica que vaya a transformarse.

—A mí me parece que va por buen camino.

—Su análisis es muy elemental.

—¿Tiene otra hipótesis?

—Es muy pronto para exponerla.

—¿Muy pronto? Yo diría que es algo tarde. Hay otros asuntos pendientes aquí. Debe volver al trabajo.

—Me había dicho…

—Absolutamente nada. Ya le he dado una semana de vacaciones. Ha desaparecido diez días y desde que volvió no se ha dedicado seriamente a su trabajo. Sigue tratando de averiguar la razón del intento de suicidio de Luc. Sabemos cuál es la situación actual. El caso está archivado.

Tomé la palabra:

—Deme unos días más. Yo…

—¿Cómo está su protegida?

—¿Mi protegida?

—Manon Simonis. Principal sospechosa del homicidio de su madre.

—Usted no conoce el expediente —dije, resistiéndome—. Manon no es sospechosa. No hay ni pruebas ni móvil.

—¿Y si hubiera vivido esa experiencia negativa como la italiana o como el estonio? En esta historia, el móvil se reduce a un trauma psíquico.

Seguí callado.

—No intento hundirla, Mathieu. Simplemente, quiero que esté prevenido. Corine Magnan ha recurrido a los maderos de la DPJ. Me han llamado. Está dispuesta a interrogar nuevamente a Manon Simonis.

—¿Por qué motivo?

—La aventura de Luc ha sembrado la confusión.

—¿Por qué declararía ella algo que difiera de la primera vez?

—Pregúnteselo a Magnan.

—¿Quieren hipnotizarla? ¿Inyectarle un fármaco?

—Le repito que no sé nada. Pero la juez ha mencionado un examen psiquiátrico.

Me mordí los labios. Dumayet añadió:

—No se fie de ella, Mathieu.

—¿Sabe usted algo?

—Se ha puesto en contacto con la fiscalía de Colmar. Quiere conseguir el expediente de David Oberdorf.

—¿Quién es ese?

—Un tipo que mató a un sacerdote en diciembre de 1996. Un caso de posesión.

Me levanté y me dirigí hacia la puerta.

—Eso es absurdo. Esa juez es una zumbada.

—Mathieu, espere.

Me detuve en el umbral.

—A pesar de todo tengo una buena noticia. Condenceau, el tío de asuntos internos, ha cerrado el caso Soubeyras.

—¿Cuál es su conclusión?

—Intento de suicidio. Eso simplifica las cosas, ¿no cree? Luc saldrá del paso con algunas visitas al psicólogo.

—¿Y Doudou y los demás?

—No iniciarán nada contra ellos. Levain-Pahut barrerá delante de su puerta.

Estaba girando el pomo cuando Dumayet agregó:

—A propósito, usted ha trabajado en el asesinato de Massine Larfaoui, ¿verdad?

—¿Y?

—¿No ha descubierto nada?

—No más de lo que descubrieron Luc y sus hombres.

—¿Seguro?

O bien Dumayet tenía sus fuentes o bien me leía el pensamiento. No le había hablado de la iboga ni del papel de esta droga en el caso. Hice una concesión.

—Quizá haya un vínculo con el caso Simonis. En fin, con la serie de homicidios.

—¿Qué vínculo?

—Necesito tiempo.

—Magnan actuará sea como sea. Llene los vacíos de su expediente antes de que lo haga ella. Con los silencios de su joven querida.