95

—Sea más preciso.

—Estoy a la orilla del río.

—¿Qué está haciendo?

—Camino. Noto un peso.

—¿Qué peso?

—El peso de las piedras. En mi cinturón. Entro en el agua.

Experimentaba cada sensación. El frío se convertía en una sonda en el fondo de mis huesos. Pero era el fanatismo de Luc lo que me dejaba completamente atónito. Volvía a verlo metido en su coche, en diciembre de 2000, después del flagrante delito de Lilas, citando a Teresa de Ávila: «Muero porque no muero». Luc solo había vivido para esa investigación. El último sacrificio. Su cita con el diablo.

—¿Qué sensaciones experimenta?

—Ninguna.

—¿Por qué?

—El frío lo anula todo.

—Prosiga.

—Mi cuerpo se disuelve en el río. Me estoy muriendo.

—Siga mi voz, Luc. Describa la escena.

Después de un breve silencio, Luc murmuró:

—No… No siento nada.

—Hable más fuerte.

—El río viene hacia mí. Me roza la boca. Yo…

Luc se mordió los labios como para impedir que el agua penetrara en su garganta. Otro silencio. En la cabina, la tensión aumentaba. Cada uno de nosotros se sumergía con él.

—Luc, ¿está aquí con nosotros?

Silencio.

—¿Luc?

Ya no se movía. Bajo los cables, sus facciones se hundían, se endurecían como el yeso. Zucca se dirigió a Thuillier por el micrófono del auricular.

—¿A cuánto estamos?

—A treinta y ocho. Si su ritmo cardíaco no arranca de nuevo, lo paramos todo.

Zucca lo intentó otra vez.

—Luc, ¡contésteme!

Thuillier se inclinó sobre el micrófono de la consola.

—Estamos a treinta y dos. Paramos. Se… ¡Joder!

El neurólogo corrió hacia la puerta y entró en la sala. Todas las miradas se volvieron hacia el monitor; la onda era una línea recta y se oía un pitido constante. Luc había vivido mentalmente su muerte, hasta el punto de morir una vez más.

Las enfermeras ya estaban detrás de Thuillier. Todas se afanaban junto a la mesa con ruedas. El neurólogo reclinó el sillón y ordenó:

—Adrenalina. Doscientos miligramos.

De pie, Zucca estaba inclinado sobre Luc. Repetía:

—Contésteme, Luc. ¡Siga mi voz!

En la cabina, el electrocardiograma pitaba como un hervidor. El sonido del roce de las batas llegaba hasta nosotros amplificado por los micrófonos. También nos movíamos, sin saber qué hacer.

Zucca gritó:

—¡LUC! ¡CONTÉSTEME!

Thuillier lo apartó de un golpe en el hombro.

—Apártate. ¡Dios mío! ¡Se nos va! ¡Rápido, la inyección!

Una enfermera colocó la jeringa en la mano del médico; luego, este la hundió en el torso de Luc, que parecía un duro como el tocón de un árbol. Otra mujer blandía los electrodos del desfibrilador. Los suspiros de inquietud se mezclaban con la estridencia del monitor. Thuillier blasfemaba:

—¡Me cago en Dios! Lo estamos perdiendo.

Zucca seguía inclinado sobre Luc, aferrado a sus puños.

—¡LUC! ¡CONTÉSTEME!

—Estoy aquí.

Todos se quedaron paralizados. Zucca, apoyado en el cuerpo; Thuillier, con la jeringa en el aire; las enfermeras, con sus gestos en suspenso. En la cabina, el bip del electrocardiograma había vuelto a un ritmo punteado, muy lento. El hipnotizador jadeó:

—Luc, me… ¿me escucha?

No respondió de inmediato. Su cabeza había caído hacia atrás. No la veíamos. Se intuían sus ojos cerrados, sus pesuñas pelirrojas, la parte inferior de su rostro mineralizado. Solo quedaba un rastro de Luc. El verdadero ser humano estaba ausente. Una voz ronca dijo:

—Lo escucho.

Zucca hizo señas a Thuillier para que volviera a la cabina. El neurólogo retrocedió a regañadientes. En silencio, las enfermeras dejaron el material y lo imitaron. Cada uno volvió a su puesto en la cabina. El círculo de hipnosis se había formado nuevamente.

Suavemente, el psiquiatra enderezó el respaldo de Luc y volvió a sentarse.

—¿Dónde está, Luc? ¿Dónde está… ahora?

—He abandonado mi cuerpo.

El timbre era lejano, siniestro. Zucca esperó en silencio. Seguramente ponía sus ideas en orden e incluso sacaba las mismas conclusiones que nosotros. La experiencia de muerte inminente empezaba.

—¿Qué ve?

—Me veo a mí mismo. En el fondo del agua. Voy a la deriva hacia un peñasco.

—¿Cuáles son sus sensaciones? Las sensaciones del que ha abandonado su cuerpo.

—Floto. Estoy en estado de ingravidez. Veo una luz.

—Descríbala.

—Blanca. Ancha. Inmensa.

Una sensación de alivio se extendió por la cabina. La luz: señal de una alucinación «clásica». Íbamos a librarnos de la pesadilla.

Pero Luc rectificó:

—Desaparece… Yo… —Prosiguió en voz baja—: Ahora es solo un punto… La cabeza de un alfiler… Al final de un túnel… Creo que soy yo el que se aleja a toda velocidad… Yo…

Luc emitió una especie de estertor. Su voz era amarga.

—Me alejo… Todo está negro… Yo… No, un momento…

Tragó saliva con dificultad. Girando el rostro de derecha a izquierda, intentaba respirar, dando bocanadas breves, dolorosas.

—La luz vuelve… Es roja.

—Mire bien. Describa esa luz.

—Es apagada… incierta… Tiene vida.

—¿Por qué?

—Parpadea…

—¿Como un faro, como una señal?

—No… Late… Como un corazón…

El silencio en la cabina era cada vez más profundo. Nuestra fascinación saturaba la estancia. Una presión acumulada, capaz de hacer explotar el vidrio. Bajé la mirada hacia la luz rubí alrededor del dedo de Luc; era la materialización de la fuente luminosa de la que hablaba.

—Me llama… La luz me llama…

—¿Qué hace usted?

—Voy hacia ella. Floto en un pasillo.

—El pasillo. Descríbamelo.

—Sus paredes están vivas.

—¿Por qué?

Luc se rio, sarcástico, luego se dobló como si sufriera un fuerte dolor en la espalda.

—Los muros… Están formados por rostros… Unos rostros escondidos en las sombras, dispuestos a abalanzarse… Sufren…

—¿Escucha sus gritos?

—No. Gimen… Se sienten mal… No tienen boca. En su lugar, hay heridas…

Pensé en los versos de Dante: el «valle del abismo doloroso» que «acoge un fragor de lamentos infinitos…». Pensé en los testimonios del Vaticano. Luc había conseguido su objetivo: vivir una NDE infernal. Se había convertido en un Sin Luz.

—¿Sigue viendo la luz roja? —insistió Zucca.

—Se acerca.

—¿Y ahora?

Luc no contestó. Gotas de sudor perlaban su frente. Parecía descender al fondo de sí mismo, atravesar capas internas físicas y mentales.

—Luc, ¿qué ve?

Tuve la sensación de que un olor se extendía por la cabina. Un olor acre, medicamentoso, mezclado con alcanfor y excrementos. Lo reconocí inmediatamente: el olor de Agostina en Malaspina. Luc se echó a reír. El psiquiatra subió el tono de voz.

—¿Qué ve?

Luc tendió la mano, como si tratara de tocar algo. Su voz se debilitó hasta convertirse en un hilo apenas perceptible.

—La luz roja… Es una pared. Escarcha… O lava. No lo sé. Unas formas se mueven detrás…

—¿Qué formas?

—Van y vienen, muy cerca del muro. Se diría… Se diría que nadan… en agua helada. Al mismo tiempo, puedo sentirlo, es ardiente ahí abajo, como un cráter…

Una corteza glacial que preservaba el dolor en estado puro. Un magma candente que albergaba la agonía de las almas. El «cráter» de Luc aparecía como una puerta abierta hacia un mundo en constante crecimiento, infinito, intemporal. ¿El infierno?

—Descríbame lo que ve. Aunque solo sean fragmentos. Detalles.

—Veo… un rostro… Arde. Siento su calor. Yo…

—Describa ese rostro, Luc. ¡Concéntrese!

—No puedo. Siento el calor y el frío. Yo…

—Siga mi voz y mire fijamente lo que ve…

Luc se retorcía en el sillón. Los cables que rodeaban su cabeza vibraban. Su cara se alteraba por los tics, por los sobresaltos de terror.

—¡Siga mi voz, Luc!

—Unos ojos… unos ojos inyectados en sangre detrás de la escarcha… —Luc estaba al borde de las lágrimas—. El rostro… Está herido… Veo la sangre… los labios arrancados… los pómulos hundidos… Yo…

—Continúe. Siga mi voz.

Su cabeza cayó, inerte sobre el torso.

—¿Luc?

Tenía los ojos abiertos. Las lágrimas caían por sus mejillas. Al mismo tiempo sonreía. Ya no parecía que sufriera, ni siquiera que tuviera miedo. Sus facciones estaban relajadas. Se parecía a los retratos de los santos del Renacimiento, aureolados por una luz celestial.

—¿Qué ocurre?

La sonrisa se desfiguró, maléfica.

—Él está aquí.

Algo inexpresable penetró en la estancia. Me pareció que el olor a podredumbre se intensificaba. Miré a los demás. Corine Magnan temblaba. Levain-Pahut se rascaba la nuca. Katz, el exorcista, manipulaba su Ritual romano, listo para abrirlo.

—Luc, ¿quién está ahí? ¿A quién se refiere?

—Nada de preguntas de este tipo.

La voz de Luc había vuelto a cambiar. Era una especie de rugido autoritario.

El psiquiatra no se dejó intimidar.

—Descríbame lo que ve.

—Ya se lo he dicho: nada de preguntas de este tipo.

Zucca se inclinó otra vez. Empezaba el verdadero combate.

—Usted no tiene elección, Luc. Siga mi voz y descríbame al que está detrás de la pared de escarcha. O de lava.

Luc contrajo las facciones, con expresión de descontento. Su rostro era ahora repugnante, frío, malvado. Una expresión malintencionada se había fijado en sus facciones.

—Ya no hay escarcha —susurró.

—¿Qué más?

—El pasillo. Solo el pasillo. Oscuro. Desnudo.

—¿Hay algo en el interior?

—Un hombre.

—¿Cómo es?

Luc murmuró dulcemente:

—Es un anciano.

Zucca echó una ojeada hacia el cristal. Su rostro traicionaba el asombro. Nosotros mismos no comprendíamos nada. Todos esperábamos la imagen tradicional del diablo: cuernos, perilla, cola en horquilla.

—¿Cómo va vestido?

—De negro. Lleva un traje negro. Se confunde con la oscuridad. Aparte de unos filamentos.

—¿Unos filamentos?

—Brillan. Encima de su cabeza. Tiene cabellos fosforescentes, eléctricos.

El malestar aumentaba en la cabina. El olor a excrementos era cada vez más fuerte, imponente, transportado por una corriente espesa, helada.

—Describa su rostro.

—Su piel es blanca. Pálida. Es albino.

—Sus rasgos, ¿a qué se parecen?

—Un rictus. Su rostro es solo un rictus. Sus labios… Se abren sobre las encías. Encías blancas. Su piel no conoce la luz.

Luc hablaba ahora con voz mecánica. Daba un informe frío y objetivo.

—Sus ojos. ¿Cómo son sus ojos?

—Helados. Crueles. Rodeados de sangre o de brasas, no lo sé.

—¿Qué hace? ¿Está inmóvil?

Luc hizo una mueca. Su expresión era como la sombra que arrojaba el hombre del pasillo. El reflejo del intruso en el fondo de su mente.

—Baila… Baila en la oscuridad. Y sus cabellos brillan por encima de su cabeza…

—¿Sus manos? ¿Ve sus manos?

—Ganchudas. Enroscadas sobre su vientre. Se parecen a su rictus, a su boca torcida. Todo en él está atrofiado. —Luc sonrió—. Pero baila… Sí, baila en silencio… Es el mal que se mueve… En la sangre universal…

—¿Le está hablando a usted?

Luc no contestó. El cuerpo arqueado, el cuello erguido, parecía estar a la escucha. No oía a Zucca sino al anciano en el fondo de la garganta.

—¿Qué le dice? Repita lo que le dice.

Luc murmuró algunas palabras ininteligibles. Zucca levantó la voz:

—Repita. ¡Es una orden!

Luc levantó la cabeza como si estuviera bajo el efecto de un violento dolor. Su rostro era solo una convulsión. Su voz se rompió.

Dina hou be’ovadâna. —Gritó—: ¡dina hou be’ovadâna!

En la cabina, todo quedó paralizado. El hedor. El frío. Nadie se movía. Cada uno de los presentes podía sentir, yo lo sabía, una presencia. Algo.

—¿Qué significa eso? —intentó todavía Zucca—. Esa frase: ¿qué quiere decir?

Luc soltó una risa demencial, sorda, hundida, para su goce personal. Luego su cabeza volvió a caer y perdió el sentido. El hipnotizador volvió a llamarlo. Ninguna respuesta. La sesión había terminado; la «visión» de Luc había acabado con esas palabras incomprensibles.

Zucca tocó el micrófono.

—Se ha desvanecido. Vamos a retirarle todos esos cables y lo trasladamos a la sala de reanimación.

Sin una palabra, Thuillier y las enfermeras pasaron a la sala. Los demás permanecían todavía inmóviles. Me pareció que el olor y el frío disminuían. Un rumor ocupó su lugar. Se intercambiaron algunas palabras, para tranquilizarse, para compartir cierta calidez.

Y sobre todo, para volver, urgentemente, a la realidad.

Bajo las voces, percibí un murmullo difuso. Volví la cabeza. El padre Katz, con los ojos fijos y su Ritual en las manos, musitaba: «… Deus et Pater Domini nostri Jesu Christi invoco nomen sanctum tuum et clementiam tuam supplex exposco…».

Con pequeños gestos, roció la consola y las máquinas de la cabina con agua.

Agua bendita, por supuesto.

El sacerdote exorcista hacía limpieza después de que hubiera pasado el diablo.