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Vivir con sus muertos.

Aunque no cesaba de repetirme las palabras de Zamorski —«Se encuentra usted en medio de una verdadera guerra»—, no me servían de consuelo. ¿Quién me absolvería de toda esa sangre derramada? ¿Cuándo terminaría esa matanza?

Estábamos en la sala vip del aeropuerto de Cracovia. Un nombre muy rimbombante para aquel espacio más bien lúgubre: luces anémicas, asientos desvencijados, visión de la pista agrietada a través de los cristales sucios. Aun así, era reconfortante. Cualquier cosa habría sido reconfortante después de lo que acabábamos de vivir.

Un vuelo para Frankfurt despegaba cerca de las tres. Era posible hacer un enlace con París: llegada a Charles de Gaulle a las siete de la tarde. Cuando la azafata me dio esa información estuve a punto de abrazarla. Sus palabras tenían para mí otro significado: ¡conseguiríamos huir!

Acurrucada entre mis brazos, Manon permanecía postrada. Todavía estaba empapada de bruma, como yo. Esa humedad, que no nos abandonaba, materializaba nuestro desamparo. Cerré los ojos y me sentí extrañamente consolado, todavía bajo los efectos del anestésico en mis venas.

Durante el viaje en el taxi, habíamos hecho una parada para ver a un médico. Me curó la herida del hombro. La navaja había entrado hasta la clavícula, pero sin romperla y sin cortar ningún músculo. Después de una vacuna antitetánica, pues yo le dije que me había caído sobre una máquina agrícola, el médico cerró la herida con puntos de sutura y me envolvió el torso con una venda tan sólida como el yeso. Según él, no había que temer complicación alguna. Un solo consejo: reposo absoluto. Asentí, pensando en París y en la nueva situación.

La otra fuente de paz era esta convicción: el problema de los Siervos estaba liquidado. Evidentemente podían perseguirnos, pero habían perdido su oportunidad. En adelante, Manon estaría bajo mi protección. Y muy pronto en mi territorio. En París estaría vigilada las veinticuatro horas del día por mis hombres, unos maderos aguerridos capaces de enfrentarse a chiflados con prótesis asesinas e incluso, por qué no, de meterlos en chirona.

Mis pensamientos divagaron, pero volvieron, como siempre, a Luc. Su plan. Su maquiavelismo. Su locura. Yo había sido, sin saberlo, un peón en su juego. El madero de confianza que acumularía las pruebas y rastrearía su historia. Él sabía que yo no creería que hubiera intentado suicidarse y que proseguiría su investigación; repetiría, paso a paso, el camino que lo había conducido al sacrificio. Yo era su apóstol, su primer evangelista, que describiría su combate contra el diablo.

En ciertos detalles, mis conclusiones habían cambiado. Por ejemplo, la medalla de san Miguel Arcángel. Era un error. Luc no la había utilizado para protegerse del demonio. Quería que yo encontrara la garganta y comprendiera el objetivo de su acto. Luc no había llevado a cabo una investigación como tantas otras: ¡se había enfrentado al ángel de las tinieblas!

Lo único que importaba ahora era ¿qué contaría de su experiencia durante el coma? ¿Volvía sin el menor recuerdo o, por el contrario, había vivido una experiencia decisiva? Ya tenía la respuesta. Laure: «Ha visto algo».

—Señor, están anunciando su vuelo.

Seguimos a la azafata hasta la zona de embarque. Pasaporte, tarjeta de embarque. Hacíamos cada gesto con la vivacidad de un boxeador que va a quedar KO, hasta que nos derrumbamos en nuestros asientos de la cabina. Mientras la azafata explicaba las normas de seguridad, nos dormimos profundamente. Como dos trotamundos que no hubieran pisado un hotel desde hacía dos semanas.

En Frankfurt, deambulamos otra vez como fantasmas de paso. Esta vez, el salón First Class era flamante, lleno de hombres de negocios sumergidos en el International Herald Tribune. No hice caso de sus miradas de reojo, de desconfianza hacia nosotros. Instalé a Manon en un sofá y salí a buscar algo que comer. Coca-Cola, café, golosinas. No tocamos ni los dulces ni el café. Por el momento, carburábamos solo con Coca-Cola, probablemente para purificar nuestras tripas del horror acumulado.

Unas horas más tarde, sobrevolábamos las luces de París. Me incliné sobre la ventanilla y volví a encontrar la noche, el frío y el velo de polución de la capital. Incluso a través del vidrio, presentía que no se trataba del mismo frío que en Cracovia. En Polonia era una herida permanente, un estado de petrificación que sublimaba cada detalle, revelaba la esencia. En París era un manto triste, cenagoso, indiferente. Un sedimento limoso que con la misma atmósfera melancólica invadía las calles y las horas. Sin embargo, estaba contento de reencontrarme con esa monotonía. Ese hastío crónico era mi ecosistema natural.

Siete de la tarde, viernes

Autopista saturada. Chaparrón. Abrí la ventanilla del taxi y respiré a fondo. Olor a cemento mojado, a gas de los tubos de escape, ruido espoleante de los charcos. Y los conductores paralizados en el interior de sus coches, como imágenes captadas en un encuadre.

Cuando el taxi llegó a la rue Debelleyme, sentí la extraña angustia propia del recién casado. ¿Cómo reaccionaría Manon ante esa nueva vida? ¿Ante mi piso? Nunca había puesto los pies en París.

Hice los honores mostrándole mi famosa escalera al aire libre. La acogió con una discreta sonrisa. Seguía conmocionada. La violencia de Cracovia había despertado a la chiquilla aterrorizada de antaño. Yo mismo seguía conmocionado. Sin embargo, había otra sensación subyacente al miedo y a la atrocidad. Un estado febril, un entusiasmo sin objeto, asociado a una extraña torpeza. ¿El amor?

Manon se sentó en el canapé del salón. Le ofrecí un té. Lo rechazó. Un licor; tampoco. Petrificada, todavía llevaba puesta su parka guateada. Faltaba lo más difícil: explicarle que debía salir inmediatamente hacia el Hôtel-Dieu. Su reacción no me sorprendió.

—Te acompaño.

Era la primera vez, desde Cracovia, que articulaba más de tres palabras seguidas.

—Es imposible —dije, disuasivo—. Tengo que tomar algunas medidas en París. Protegerte.

—Ni siquiera sé dónde estoy.

De pronto, despertó en mí una profunda piedad, en el sentido literal del término. Comunión, empatía total con su pena. Su tristeza era mi tristeza. Su desarraigo, el mío. Me arrodillé frente a ella y le tomé las manos.

—Confía en mí.

Ella sonrió. Un calor me inundó. Una especie de hemorragia a la vez sorda y deliciosa. Una delicuescencia en el fondo de mí mismo con un gusto mortífero y azucarado. Murmuré:

—Déjame protegerte. Déjame…

No pude terminar la frase. Ella había cogido mi rostro llevando sus labios a mi boca. Toda mi voluntad se desmoronó. El calor se liberó a través de todo mi cuerpo. Mis fuerzas vitales me abandonaron, nunca había experimentado una sensación tan dulce.

Dos horas más tarde, conducía hacia el Hôtel-Dieu. Los recuerdos estaban aún vivos bajo mi piel. Manon. Sus manos sobre mi cuerpo. El ritmo de mi sangre. Los últimos instantes juntos. Ella tocaba en mí puntos desconocidos, superficies insospechadas. Liviana e inédita acupuntura del amor.

Luc Soubeyras había sido trasladado a otro servicio.

Ya no se trataba del limbo, de luces sórdidas, de batas de papel. En un gran pasillo blanco, los ventanales se abrían sobre habitaciones espaciosas donde los pacientes estaban aún conectados a grotescos tubos y aparatos, pero bajo la luz cruda de los fluorescentes.

Caminando por el pasillo, volví por fin al presente. Iba al encuentro de Luc, vivo y consciente. Cuando lo vi detrás del cristal, estuve a punto de gritar. Seguía con los tubos en la nariz y los electrodos en el cuello y las sienes; su delgadez se había acentuado. Pero sus ojos estaban abiertos.

Entré precipitadamente. En un impulso de entusiasmo, le cogí las dos manos.

—Amigo mío, estoy tan…

—Lo he visto.

Me quedé paralizado. Su voz apenas era un suspiro.

—Lo he visto, Mathieu. He visto al diablo —murmuró de nuevo.