Mediodía.
Y el día no despuntaba.
Una bruma espesa aplastaba la ciudad. Las calles ya no existían. Los edificios semejaban masas minerales; montañas que se elevaban más allá de las nubes, como en una pintura china. Algunas ramas bajas brillaban de humedad, pero sus contornos se perdían en el vapor nacarado. Todo estaba desierto. Cracovia estaba vacía. Solo algunos coches se deslizaban entre la niebla con los faros encendidos antes de desvanecerse como barcos fantasmas.
No había previsto eso. Salíamos de una opresión para caer en otra. El portal de Scholastyka se cerró pesadamente detrás de nosotros. Tomé la mano de Manon y caminamos por la acera. Ella había preparado una bolsa ligera, del mismo tamaño que la mía. Mirada a la izquierda; luego a la derecha. No se veía nada a tres metros. Di algunos pasos vacilantes. El mundo no solo había desaparecido; los vapores nos sumergían hasta borrarnos.
Creí recordar. Si bajábamos por la izquierda y tomábamos la calle Sienna, cruzaríamos la avenida Sw. Gertrudy. A pesar de esa nube blanca, allí encontraríamos un taxi. Nuestros pasos resonaban sobre la acera. La humedad les daba una especie de brillantez sonora; un taconeo húmedo que se elevaba en el aire tornasolado.
Avanzábamos en silencio. Como si una sola palabra pudiera despertar nuestro miedo. Los edificios parecían desarraigados. Avanzaban con nosotros, desgarrando las crestas de plata como si fueran rompehielos. Un coche pasó. Tuvimos el tiempo justo de dar un paso hacia el costado. Sin saberlo, caminábamos sobre la calzada. El vehículo nos dejó atrás, lentamente. Escuché cómo los parabrisas marcaban la cadencia, chac-chac-chac, y luego se desvanecía.
Reemprendimos el camino. El velo de gasa se abría con reticencia y se encerraba inmediatamente a nuestro paso. Ya no estaba seguro de que camináramos por la calle Sienna. Imposible leer las placas con los nombres. Nuestra única referencia era la línea de farolas. Algunas luces estaban encendidas en las ventanas, penetrando en la opacidad de los pisos. Imaginé los hogares cálidos, en los que la gente, atareada, se preparaba la comida de mediodía. El contraste con esa imagen acentuaba nuestra soledad.
Busqué en mi memoria. Íbamos a dejar atrás la calle Mikokajska que se abría en una gran curva a nuestra izquierda. Esperaba distinguir una hilera de luces que dieran la vuelta, con lo que se confirmaría que estábamos en el buen camino. Pero no ocurrió; por otra parte, era imposible ver más de dos farolas simultáneamente.
De repente, no distinguí absolutamente nada. ¿Habíamos salido de la calle? La neblina cambió. Más espesa, más fría. Del suelo subía un olor a tierra mojada, a podredumbre inmóvil. Mierda. Ya no estábamos en la calle Sienna. Quizá ni siquiera habíamos estado en ella. Intenté recordar una vez más, dibujando mentalmente un mapa del barrio.
Entonces comprendí.
El Planty.
El parque que circunda la ciudad antigua de Cracovia.
Había tomado la dirección equivocada desde el principio. Habíamos caminado de frente, volviendo la espalda al monasterio. A modo de confirmación, la gravilla crujió bajo mis pies. Los árboles aparecieron, dibujando líneas espectrales, suspendidas, sin raíces. Unos brazos, unas cabezas: las esculturas de los jardines. Tuve ganas de gritar. Estábamos solos, perdidos, completamente vulnerables.
—¿Qué ocurre?
La voz de Manon, muy cerca de mi oído. No tuve valor para mentir.
—Estamos en el Planty. El parque.
—Pero ¿dónde, exactamente?
—No lo sé. Si lo atravesamos, probablemente llegaremos a la avenida Sw. Gertrudy.
—¿Y si no sabemos ubicarla?
Le apreté la mano sin responder. Nuevas farolas flotaban en el aire. Una alameda. Intenté dar mayor solidez a mis pasos, para reconfortar a Manon, que temblaba bajo su anorak.
Sensación de nadar más que de caminar. No dejaba de estirar el cuello, de entrecerrar los ojos, sin resultado. Como reacción, mi oído parecía agudizarse. Me parecía percibir la condensación de las gotas, la longitud de las ramas, los chasquidos del hielo sobre las estatuas y, abajo, el crujido de la tierra helada bajo nuestros pies.
De repente, otro ruido mucho más presente.
Algo hacía crujir las piedras. Me detuve y tapé la boca de Manon con mis manos. El ruido cesó. Repetí el movimiento: dos pasos; luego detenerse. El ruido se produjo de nuevo y se apagó de inmediato. Era un eco, pero demasiado cercano para mi gusto.
Desenfundé mi 45. Solo había dos posibilidades. Los hombres de Zamorski o los Siervos. Despacio, muy despacio, quité el seguro de la Glock, apostando mentalmente por los seres satánicos. Acechaban en todas las salidas y entradas de «su» monasterio y acababan de conseguir el premio gordo: Manon, la presa que esperaban desde hacía semanas, sin protección, acompañada solo por un extranjero y extraviada en un parque sumergido en la bruma.
Mi arma temblaba en mi mano. Ya no encontraba la sangre fría que siempre me había salvado en las peores situaciones. Tal vez la fatiga. O la presencia de Manon. O esa ciudad extranjera e invisible. Mi cabeza era un caos. ¿Disparar a ciegas, hacia el lugar de donde procedían los pasos? Ni siquiera estaba seguro de dónde provenían. ¿Apuntar a las farolas para cerrar completamente la noche? Absurdo. Perderíamos la única posibilidad de orientarnos.
Los crujidos se reanudaron. Se acercaban. Imaginé criaturas sobrenaturales con los ojos ardiendo. Pupilas de azufre, capaces de ver en la bruma. Tomé la dirección que me parecía opuesta a sus pasos. Pero ya no estaba seguro de nada. ¿Seguíamos en la alameda? Una luz flotaba a lo lejos; inaccesible.
Apreté el paso, tratando no ya de utilizar mis ojos sino únicamente con la ayuda de mi mano extendida. Sensación de piedra fría. Metal de una barandilla. No recordaba haber visto ningún pretil en ese parque. Me agarré y lo seguí febrilmente. El farol me parecía igual de alejado.
La barandilla de hierro se interrumpió y me detuve. En un segundo, percibí los pasos de los otros, mucho más cercanos. Me volví, como si fuera capaz de ver algo. Pero el mundo seguía sumergido en la niebla. Sin embargo, una fisura se abrió de repente en la niebla y entonces los vi.
Unas sombras avanzaban, compactas, formando un frente.
Unas sombras sin rostro, confundidas con la neblina.
Mi corazón dio un vuelco. Por un momento, muy breve, pensé que todo estaba perdido. El pánico me había vencido. Ni siquiera físicamente, ya no tenía ninguna solidez. En ese instante nuestros agresores habrían podido ganar, pero fueron demasiado lentos.
Ya me había recuperado y preparaba un plan de ataque. No había ninguna razón para pensar que ellos veían mejor que nosotros. Solo se guiaban por el ruido de nuestros pasos. La única ventaja que podían tener era el número… y conocer mejor los jardines. Pero nuestra desventaja, la falta de visibilidad, era también la de ellos.
Debía privarlos de su única guía: los sonidos. Cogí con firmeza a Manon y saltamos a un lado. Al cabo de tres zancadas, noté las hojas de un matorral y luego un terreno distinto: césped o musgo. Una superficie suave, que absorbía el ruido.
Otra idea, de inmediato. Aprovechar el silencio y caminar hacia nuestros enemigos. Podían pensar que íbamos a escondernos entre matorrales o detrás de un árbol. Pero ¡nunca que caminaríamos a su encuentro!
Volví a subir por el césped, utilizando mi mano libre como una sonda, rozando los matorrales, palpando los troncos de los árboles. Los pasos, de nuevo. Estaban solo a unos metros a nuestra izquierda. Seguí avanzando. Mi mano encontró una corteza. Atraje a Manon hacia mí y la coloqué entre el tronco y mi cuerpo. Dejó de moverse, de respirar, y sentí que sus cabellos helados me rozaban el rostro. Los cabellos de una muerta.
Entonces sucedió algo.
Los jirones de niebla se abrieron y revelaron claramente a nuestros enemigos. Durante un segundo que me pareció una eternidad, pude observarlos. Llevaban unos abrigos de piel negra que parecían directamente salidos de la Werhmacht. De sus mangas surgían ganchos, navajas, agujas. Armas blancas como injertadas en sus carnes.
Parecían heridos de guerra que habían llegado de otra dimensión. Unos inválidos convertidos, a su vez, en máquinas de matar. Imaginé los miembros amputados, las manos mutiladas reemplazadas por mecanismos amenazadores, dispuestos a cortar, despellejar, arrancar.
Formaban una zarabanda, un carnaval de terror. Un hombre llevaba una máscara de gas, otro la de los médicos del siglo XIX que curaban a los apestados: un largo pico negro con dos agujeros encima. Un tercero caminaba a cara descubierta, desfigurada. Su piel, blanca como la porcelana de un retrete, estaba lacerada. Supe, sin dudar un segundo, que esas mutilaciones se las había hecho él mismo. Vivir para y por el mal. El sufrimiento infligido a los demás y a sí mismo.
Los dientes de Manon empezaron a castañear tan fuerte que le puse la mano en la boca. Abandoné cualquier estrategia. Huir. A cualquier sitio, lejos de esa pesadilla. Salí de nuestro escondite, aventuré una ojeada a mi alrededor y cogí la mano de Manon. Me retuvo y rozó mi mejilla. Me volví para reconfortarla con una mirada, pero no era ella la que me había tocado. En su lugar, un criminal apretaba mis dedos y me acariciaba lentamente el rostro con un gancho de metal, con un gesto casi tierno.
La fracción de segundo estalló en mil detalles superpuestos. Lo vi todo. Los cabellos largos. Las cicatrices. El aparato respiratorio que le atravesaba la cara; un agujero ocupaba el lugar de la nariz. Vi que su brazo se alzaba. En la punta, un gancho conectado a un dispositivo con cables.
La zarpa silbó en el vaho. Me sumergí en la nube para esquivar el golpe. Un dolor me atravesó desde el hombro hacia mis costillas. Solté la automática. Un sabor a hierro inundó mi boca.
La navaja se alzó nuevamente, erró y se perdió en el follaje. Sin saber lo que hacía, pues solo sentía dolor, arremetí contra el gancho y lo aplasté con mi hombro herido, arrastrando al criminal en mi caída. Sin tener en cuenta la quemadura y la sangre que torturaban mi cuerpo, cogí con las dos manos su puño, coloqué mi rodilla encima y le retorcí el hueso con un crujido.
Retrocedí inmediatamente, reptando de espaldas. El criminal se volvió hacia mí. Su abrigo estaba abierto. Debajo, tenía el torso desnudo. La piel de su pecho era tan delgada, estaba tan abrasada, que era translúcida. Vi su corazón latiendo a través de aquella piel de pescado. Me metí entre los matorrales y encontré la navaja automática. La cogí con las dos manos bien abiertas y me corté en la palma. Giré sobre mí mismo. El monstruo ya volvía al ataque blandiendo otro gancho en su mano izquierda.
Se lanzó sobre mí. Le di una patada en las piernas. Tropezó. Levantando mi arma, apunté al corazón y cerré los ojos. El hierro se hundió en la carne. Oí cómo el órgano se abría. La sangre se derramó sobre mí. Abrí los párpados y descubrí la cara de aquella criatura, a unos centímetros de mi rostro, con la máscara arrancada. Agujeros y grietas borboteaban por todos lados a la vez. El vapor de agua pigmentado de sangre se añadía al velo de niebla. Me mordí los labios para no gritar y rodé sobre el costado.
El monstruo se acurrucó, estremeciéndose en su agonía. En un recodo descubrí a Manon, acurrucada contra un árbol, con los ojos fuera de las órbitas. Corrí hacia ella y la abracé con todas mis fuerzas, sintiendo el dolor que me invadía en una arborescencia de fuego. A través de la sangre que presionaba mis sienes, escuché que el crujido de la grava se alejaba. Los Siervos no habían visto nada, no habían oído nada, ¡seguían su camino!
Mi Glock en el suelo. Palpé la hierba hasta que toqué la culata. Metí el arma en el bolsillo y eché una mirada a mi alrededor. Nadie. Habíamos ganado. No tuve tiempo de saborear esa victoria. Otros pasos retumbaban sobre las piedras. Percibí, como imprecisos fuegos fatuos, unos cuellos blancos que resaltaban en la niebla.
Los sacerdotes.
Los hombres de Zamorski, que nos buscaban por el parque.
Al mismo tiempo, un pincel luminoso nos barrió los pies. Los faros de un coche. De modo que estábamos a solo unos metros de una calle. ¡Una verdadera avenida con verdaderos vehículos!
Cogí a Manon del brazo y atravesé los matorrales que nos separaban del mundo humano y corriente. Las hojas se cerraron sobre nosotros mientras imaginaba el combate que se libraría en el Planty.
Seres satánicos contra soldados de Dios.
El Apocalipsis según Zamorski.