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Fuera volvía a llover. Observaba a través del parteluz los filamentos de luna que se derramaban adaptándose a las impurezas del cristal, rodeando las burbujas, resbalando como azúcar hilado. Otro cigarrillo. Caminaba mentalmente al borde del abismo pero, a medida que reflexionaba, la tierra se consolidaba bajo mis pies.

Los elementos se ordenaban.

Luc lo había organizado todo, lo había coordinado todo, para caer en coma. Había reproducido cada una de las circunstancias del ahogamiento de Manon, no para hundirse, sino para sobrevivir. Había colocado el lastre calculando su peso, a fin de sumergirse rápidamente y envolverse en el frío de inmediato. Había abierto la puerta de la esclusa para ser arrastrado hasta las rocas y quedarse atascado. Otra vez el frío. Pero había tomado la precaución de sumergirse cinco minutos antes de la llegada del jardinero. Justo el tiempo que necesitaba para morir.

Había otro detalle en su plan. El médico de Chartres me había comentado que, por casualidad, el servicio de urgencias estaba en la zona en ese momento. Una llamada falsa había desplazado hacia allí al equipo de rescate. Esa llamada provenía del mismo Luc. Para que lo llevaran al hospital lo más rápidamente posible. Y no a cualquier hospital: al Hôtel-Dieu de Chartres, que contaba con una máquina by-pass que podría calentar su sangre y salvarle la vida.

Exactamente como sucedió con Manon en 1988.

Otros detalles.

Luc no tenía ninguna seguridad de que lograría una experiencia de muerte inminente. Y mucho menos, negativa. Pero suponiendo que consiguiera atravesar la muerte, quería hacerlo por el plano inferior, el de la angustia, el de las tinieblas. Por eso tomó la precaución de invocar al diablo. Por eso Laure encontró en Vernay los objetos de un culto satánico. Luc había llevado a cabo el ritual precisamente antes de ahogarse. ¡Se había citado con el diablo en el fondo del limbo!

Sin embargo, y a pesar de su determinación, también debía de estar muerto de angustia. Quiso procurarse un arma. Aunque fuese simbólica. Eso explicaba que tuviera una medalla de san Miguel en su puño. Luc no temía ir al infierno, había escogido ese destino. Pero esperaba salir sin heridas, sin dañarse espiritualmente, gracias a la figura del Arcángel. Parecía ridículo, pero me sentía incapaz de juzgar un proyecto excepcionalmente anómalo como el de Luc.

Mi amigo pelirrojo había corrido un riesgo increíble. Físico, pero también psíquico. Lo que había sido posible para una niña ya no lo era para un adulto. Según Moritz Beltreïn, Manon había salido adelante sin secuelas gracias a su edad y a la capacidad de regenerarse de su cerebro. ¿Saldría indemne Luc a sus treinta y cinco años? ¿Llegaría tan siquiera a despertar algún día?

Su fanatismo era pasmoso. Pero su coherencia era lo que más me sorprendía. Siempre había querido ver al diablo; probar su existencia al mundo. Toda su vida se había encaminado hacia esa apuesta, esa experiencia: hundirse voluntariamente en los abismos. Y resurgir, con la prueba en la mano.

Otro pitillo.

Las cinco de la mañana.

Manon se había quedado dormida. A pesar de su enfado conmigo. A pesar de su desesperación por Luc. A pesar de su creciente angustia por ella misma.

Luc, desde su habitación del hospital, había echado leña al fuego. Si un hombre era capaz de semejante sacrificio, ¿no demostraba que existía una realidad que había que descubrir? ¿Que Manon había visto algo en el fondo de la «garganta»?

Esperé a las seis de la mañana para llamar a Laure. Había llegado la hora de las pesquisas. Viejo acto reflejo de madero. Hacía cuatro días que no la llamaba. Ahora, sentía una necesidad irrefrenable de informarme. No había ninguna razón para pensar que su estado hubiera evolucionado, pero la naturaleza del coma de Luc había cambiado. Debía hablar con Laure, con los médicos, con los especialistas.

Observaba las manecillas de mi reloj, mirando cómo pasaba cada minuto.

Las seis, por fin.

El teléfono sonó cinco veces. Oí una voz somnolienta.

—Laure. Soy Mathieu.

—¿Dónde estás? —masculló—. Hace tres días que tratamos de localizarte.

—Lo siento. Tenía un problema con el móvil. Estoy en el extranjero, yo…

—Mat… —dijo, en un suspiro—. Es increíble. ¡Ha despertado!

Tardé un segundo en asimilar la noticia. Ni Foucault ni Svendsen estaban al corriente. De otro modo, me lo habrían dicho. Todo se precipitaba. Pero en lugar de alegrarme por su recuperación, experimenté un oscuro presentimiento, previendo lo peor. Lesiones irreversibles. Luc reducido a un estado vegetativo.

—¿Cómo se encuentra? —pregunté con una voz neutra.

—Perfectamente.

—¿No hay secuelas?

—No, no hay secuelas.

El tono de Laure expresaba alguna reticencia.

—¿Cuál es el problema?

—Dice… En fin, ha visto algo. Durante el coma.

Podía sentir el hielo bajo mi piel, quemándome los nervios y paralizando mis miembros. Conocía el resto pero aventuré:

—¿Qué?

—Ven. Quiere hablar contigo personalmente.

—Estaré allí esta noche.

Colgué y desperté a Manon suavemente. Le expliqué la situación. Como yo, no tuvo tiempo de alegrarse. Otra amenaza pesaba sobre Luc: la presencia del diablo en el fondo de su mente. Si creía haber visto el infierno, su conclusión sería que Manon había visto lo mismo en 1988. De golpe, ella se convertiría en una Sin Luz.

La sospechosa número uno del asesinato de su madre.

Manon encendió la lámpara y cogió su ropa. Observé un detalle: huellas de pinchazos en los brazos.

—¿Qué son esas marcas?

—Nada.

Se puso las bragas y el sostén. La cogí del brazo y miré mejor.

—Son los matasanos —dijo, soltándose—. Me sacan sangre.

—¿Hay médicos aquí?

—No. Vienen de fuera. Me auscultan todos los días.

—¿Te han hecho otros análisis?

—He ido al hospital varias veces —contestó ella, poniéndose la camiseta.

—¿Has pasado exámenes médicos?

—Giopsias, escáneres. No acabo de entenderlo —confesó, sonriendo—. Quieren que esté en buena forma.

Siempre hay que esperar lo peor, para evitar sorpresas. Lo que presentía desde mi llegada se confirmaba con el tiempo. Zamorski me había mentido. Él y su cuadrilla no protegían a Manon; la estudiaban como a una vulgar cobaya. Creían que estaba poseída. Una criatura maléfica, físicamente distinta del resto de los seres humanos.

Tuve ganas de vomitar. El nuncio, con su aire de entendido y sus peroratas de viejo guerrero, me había engañado. Era igual que Van Dieterling. Creía en los Sin Luz y en la presencia del demonio en el fondo del alma humana. Estaba seguro de que Manon era una de ellos. ¡Quizá hasta el Anticristo en persona!

Cogí el teléfono fijo que estaba sobre la mesilla de noche. Desmonté el auricular y encontré un micrófono. Levanté la lámpara de la mesilla y le di la vuelta: otro micro. Estuve a punto de echarme a reír; aquello era grotesco. Dirigí la luz hacia el techo. Enseguida localicé en un ángulo el ojo electrónico de una cámara infrarroja. Pensé en la noche de amor que acabábamos de pasar bajo la atenta mirada de los sacerdotes. De pura rabia, tiré la lámpara al suelo.

—¿Qué coño haces?

Imposible responderle. Mi saliva se había quedado bloqueada en la garganta. Me puse la camisa, el pantalón y el jersey. En cuanto me calcé los Sebago salí a la galería. Corrí hasta mi celda. En el patio la lluvia golpeaba y golpeaba, rebotando sobre las baldosas, el tejado, los ángulos de piedra. Ni siquiera esas trombas podrían arrastrar la mierda que había allí.

Una vez en mi habitación, cogí la 45 y salí nuevamente. Adiviné dónde estaba el despacho del nuncio; a esa hora, había muchas probabilidades de que ya estuviera trabajando.

Al bajar un piso, percibí, a través del estrépito del chaparrón, el bullicio de un ajetreo en el ala opuesta. Las saludables y vivaces benedictinas ya estaban listas para el ángelus.

Entré sin llamar. Zamorski estaba en su escritorio, con el rostro inclinado sobre el ordenador y las gafas caladas sobre la nariz. A su alrededor, en las estanterías, abundaban los relicarios: cofres de plata sellada y ánforas de cobre.

—¿Qué están haciendo con Manon?

El nuncio se quitó las gafas, sin manifestar la menor sorpresa.

—La protegemos.

—¿Con escáneres y micrófonos?

—La protegemos contra ella misma.

Cerré la puerta dando un golpe con el talón y avancé un paso.

—Usted siempre ha creído que estaba poseída.

—Digamos que hay una duda razonable.

—¡La ha convertido en un conejillo de Indias!

—Manon es un caso único.

La flema de Zamorski no tenía fisuras.

—Siéntate. Todavía tengo que explicarte algunas cosas.

No me moví. El nuncio habló en un tono hastiado, cuidadosamente calculado:

—Nos vemos obligados a mantener esta… vigilia psicológica.

Solté una carcajada amarga.

—¿Qué es lo que busca? ¿Un «666» tatuado en su piel?

—Haces como si no lo comprendieras. Manon es la señal del diablo. Cada latido de su corazón es un acto del demonio. Cada segundo de su vida es un don de Satán. ¡En el mundo de Dios, Manon debería estar muerta! Es una aberración, según las leyes de Nuestro Señor.

Las palabras de Bucholz acerca de Agostina: «La prueba física de la existencia del diablo». Zamorski prosiguió:

—Manon se curó por un milagro del diablo. Entró en contacto con él durante el coma. Fue salvada por él y recibió sus órdenes.

—¿Cree que ella mató a su madre?

—No me cabe la menor duda. Sin ayuda de nadie.

—Joder —dije casi riendo—. Pero ¡si me había hablado de un inspirador, de un hombre en las sombras!

—Para no asustarte. Solo hay un inspirador: el mismo diablo.

Sentí un inmenso agotamiento. Me hundí en la silla delante del escritorio, con mi arma entre las piernas. Saqué fuerzas para decir:

—Conozco el expediente a fondo. Manon no tiene los conocimientos necesarios para cometer semejante crimen. El criminal es un químico. Un entomólogo. Un botánico. Agostina tampoco tenía ese perfil y, a pesar de su confesión, su culpabilidad no se sostiene. Pero ¡la de Manon es aún más absurda!

La sonrisa del polaco volvió a aparecer. Una sonrisa que me daba asco. Apreté el puño sobre la culata de la Glock. Ese solo contacto me calmó los nervios.

El nuncio se puso de pie, rodeó el escritorio y habló en un tono compasivo.

—No conoces ese expediente tan bien como crees. Biología, química, entomología, botánica: esas eran las asignaturas de Manon en la facultad de Lausana. Parece que hubiera escogido la formación adecuada para ese asesinato.

Hechos nuevos que podían interesarme como madero. Pero el hastío me aplastaba hasta el punto de reblandecerme el cerebro. La voz del prelado me sonaba lejana, como amortiguada por una capa de algodón. En tono reconfortante, añadió:

—No tenemos ninguna certeza. Pero debemos vigilarla.

—¿De modo que cree usted en el diablo? ¿En su realidad física?

—Por supuesto. Es la antifuerza, Mathieu. La vertiente negativa del universo. Crees ser un católico moderno pero tienes prejuicios del siglo pasado. ¡El siglo de las ciencias! Crees que los problemas pueden resolverse con un psiquiatra o con una camisa de fuerza «química». Solo ves la superficie. Acuérdate de Pablo VI: «El mal no es solo una deficiencia, es una eficiencia, un ser vivo, espiritual, pervertido y pervertidor». Sí, Mathieu, el diablo existe. Le ha devuelto la vida a Manon. La vida que Dios le había quitado.

—Pero ¿a qué vienen esas investigaciones? ¿Esos análisis, esas extracciones de sangre?

—Si el diablo es lo que la fe nos enseña, es decir, una infección, entonces Manon tiene los rastros de la enfermedad. Está completamente infectada.

—¿Qué es lo que busca? —Reí otra vez, sarcástico—. ¿Una vacuna?

Posó su mano sobre mi hombro.

—No te lo tomes a broma. Manon, Agostina y Raïmo están en el punto de convergencia de dos mundos: el físico y el espiritual. Un espíritu acudió para salvar sus cuerpos. Y sus cuerpos llevan ahora la señal de ese espíritu. El espíritu negro de la Bestia. ¡En Manon vive una célula madre del mal!

Me puse de pie; ya había escuchado bastante. Me dirigí hacia la puerta.

—Se ha equivocado usted de siglo, Zamorski. Habría hecho estragos en la Inquisición.

Con una rapidez sorprendente, el nuncio dio la vuelta a mi alrededor y se me plantó delante:

—¿Qué harás?

—Nos marchamos. Manon y yo. Volvemos a Francia. Y no intente retenernos.

—Manon sabe algo —dijo el polaco, palideciendo—. ¡Debe decírnoslo!

—Ella no sabe nada. No se acuerda de nada.

—El mensaje está en el fondo de ella misma.

—¿Qué mensaje?

—El Juramento del Limbo.

—¿De modo que también usted ha llegado hasta ese punto? ¿Busca lo mismo que los Siervos?

—El pacto existe —dijo, alzando la voz—. Debemos conocer el contenido. ¡Por todos los medios posibles!

—¿Por eso me trajo usted aquí?

Una sonrisa. El nuncio recuperaba la sangre fría.

—Manon no ha confiado nunca en nosotros. Creímos que un joven procedente de Francia… —Se detuvo—. Y tuvimos razón. Después de esta noche…

Me ruboricé a mi pesar. Imaginé a los sacerdotes enfundados en sus sotanas, asistiendo a una escena erótica frente a los monitores de vigilancia. Giré el pomo.

—Manon confía en mí, es cierto. ¡Y utilizaré esa confianza para arrancarla de sus garras!

—Si cruzas ese umbral, no podré hacer nada por ti.

—Soy mayorcito para arreglármelas solo.

—No sabes nada. No imaginas el peligro que os espera fuera.

—Hemos pasado el día y la noche en la ciudad. No nos ha pasado nada.

Zamorski volvió a su escritorio y cogió un periódico polaco: la edición del día anterior de la Gazeta Wyborcza. En la portada, la foto de un cadáver sobre un charco de sangre en una acera.

—No leo polaco.

—«Nuevo asesinato ritual en Cracovia». El quinto vagabundo muerto en menos de un mes. Devorado por los perros. Sobre la acera, con sus vísceras, alguien había trazado un pentagrama. Sin contar con los dos cuerpos de niños trisómicos encontrados la semana pasada río arriba en el Vístula. La autopsia ha revelado que los habían obligado a violarse el uno al otro.

—¿Se supone que debo aterrorizarme?

—Están aquí, Mathieu. Han venido a buscar a Manon. Quizá son unos vagabundos que esperan fuera. O unos sacerdotes rezando en la iglesia de al lado. Están por todas partes. Esperan su momento.

—Probaré suerte. Nuestra suerte.

—No tienen nada que ver con los asesinos que persigues normalmente. Son soldados, ¿comprendes? Los herederos de siglos de abominaciones. La versión moderna de los demonios que acompañan a Satán en las fachadas de las catedrales.

Le mostré mi automática.

—Yo también tengo argumentos modernos.

—Te lo suplico. No salgas de aquí.

—Vuelvo a París. Con Manon. Y no trate de impedirlo. Podría ir a mi embajada y hablar de rapto, de secuestro, de abuso de poder. Seguiré con mi investigación. Es lo que quería, ¿no?

—¿Y ella?

—Ella vivirá conmigo.

Zamorski cabeceó lentamente.

—Te has metido en un buen lío, Mathieu. Lo habías previsto todo para enfrentarte contra el diablo. Salvo el amor.

Abrí la puerta y le lancé una mirada dura.

—No permitiré que la utilice. La ha convertido en un objeto de investigación. En un cebo para los subyugados. Quizá, hasta para el mismo demonio. Según su lógica, espera que Satán se manifieste en el interior de su cuerpo. Está usted dispuesto a todo para provocar esa llegada. He conocido maderos de su calaña. Maderos capaces de lo peor, en nombre de lo mejor. Maderos que creían estar por encima de las leyes. Y en cierto modo, por encima de Dios.

—No blasfemes.

—Continuaré con mi trabajo, Zamorski. A mi manera. Sin mentiras ni manipulación.

El nuncio se apartó, de mala gana.

—Si fuera fiel a esos principios, me limitaría a rezar por ti y por Manon. Pero os protegeremos, a pesar vuestro.

—No necesito a nadie.

—En tiempos de paz, tal vez. Pero la guerra ha empezado.