89

Taberna cobriza, banquetas de escay, arañas de cristal de colores. Unos gitanos tocaban frenéticamente el violín y el címbalo sobre una tarima. Era el único refugio que habíamos encontrado en las callejuelas nocturnas. A pesar del bullicio, del humo, del tufo a grasa y a alcohol, nos sentíamos ligeros y solos en el mundo. Un diálogo íntimo exclusivo, secreto, subyugante.

Con cada observación, incluso en la manera de formularla, percibía una armonía, una complicidad única entre nosotros. Manon me robaba las palabras de la boca. Tenía una manera muy personal de levantar el mentón, de alzar la voz para tomar la palabra y expresar, en el mismo instante, lo que yo iba a decir. Esa fusión nos propulsaba hacia una felicidad inconsciente, que superaba nuestras diferencias: de edad, de nuestros destinos y de que acabábamos de conocernos.

Las horas volaron. Los platos pasaron. Nuestros ojos lloraban a causa del humo. Encendí un Camel con el postre, aunque solo fuera para hacer mi aportación al ambiente, y le pregunté por fin por su pasado.

Se puso rígida inmediatamente.

—¿Tratas de tirarme de la lengua?

—No —contesté exhalando una bocanada que fue a reunirse con la bruma que flotaba en el techo—. Solo quería saber si hay alguien en tu vida.

Sonrió y se estiró con ese gesto suyo tan singular. Pareció recordar que, en adelante, no había espacio entre nosotros para la desconfianza y la resistencia. Entonces habló. Sin irse por las ramas ni eludir nada. Relató su traumática infancia; sus años en el internado, acosada por la amenaza de un asesino; las extrañas visitas de su madre, que no cesaba de rezar. Luego su adolescencia en Lausana, sus estudios en el instituto y en la facultad, donde se había hecho más fuerte. Tenía un grupo de amigos y lugares «seguros», y se apoyaba siempre en sus referentes familiares: su madre, que no había faltado ni un solo fin de semana desde su «renacimiento»; sus abuelos paternos, instalados en Vevey, y también el doctor Moritz Beltreïn, su salvador, que se había convertido en una especie de padrino benevolente.

Dieciocho años.

Había empezado a viajar, a dejar la puerta entreabierta, a no volverse constantemente para ver si la seguían. Iniciaba una nueva vida. Hasta la muerte de su madre. De repente, todo se derrumbó. La paz, la confianza, la esperanza. Los viejos terrores regresaron con mayor intensidad. Ese asesinato demostraba que todo era cierto. Un peligro se cernía sobre su familia. Un peligro que la había golpeado a ella, en 1988. Y que le había arrebatado a su madre en 2002.

Cuando Zamorski le propuso partir a Polonia, en espera de que el criminal fuera detenido, ella aceptó. Sin titubear ni un instante. Ahora, contaba los días esperando el desenlace de su propio misterio.

Todo eso yo lo sabía, o lo había adivinado. En cambio, lo que ella ignoraba, porque ya no lo recordaba, era que había sido corrompida por unos pervertidos y luego su propia madre había intentado asesinarla. No era yo quien se lo diría. Ni esa noche, ni al día siguiente. Sonreí, atontado por el vodka, y me di cuenta de que seguía sin obtener la información que me interesaba.

—Tienes a alguien en Lausana, ¿sí o no?

Soltó una carcajada. Los efluvios de grasa y frituras, el calor, la voz de la cantante, nada de aquello existía para ella. Ni tampoco para mí. Estaba como en el fondo del mar, sordo por la presión, pero distinguía ciertos ruidos con extraordinaria agudeza. Como cuando se perciben, en plena inmersión, los choques agudos o las resonancias graves que el agua transporta.

—Tuve un lío —confesó—. Uno de mis profes de la facultad. Un hombre casado. Fue un infierno interminable, con algunos instantes felices. Yo no tenía las cosas claras.

—¿Qué quieres decir?

Ella vaciló y luego prosiguió con voz grave:

—En el fondo lo que amaba era ese secreto, ese dolor. Y la vergüenza. Esa especie de… envilecimiento. Como cuando se empina el codo, ¿sabes? Saboreas cada trago y al mismo tiempo sabes que estás destruyéndote, cayendo un poco más bajo con cada vaso.

Uniendo el hecho a la palabra, vació su vodka de un trago y continuó:

—Creo… En fin, ese sabor a muerte, a prohibido, era una reminiscencia de mi propia vida. Mi familiaridad con la nada, con el secreto. —Posó sus manos sobre las mías—. No estoy segura de ser capaz de vivir una historia pura, ángel mío. —Se rio nuevamente, con ligereza pero sin alegría—. ¡Estoy hecha para la basura! Tengo gustos de zombi.

Si buscaba un muerto viviente, yo era el hombre indicado. Yo mismo, después de Ruanda, pertenecía a la muerte. Ese injerto que no había prendido pero que estaba allí, en el fondo de mí mismo, infectando cada instante de mi existencia… El crepitar del hierro, la voz chisporroteante de las radios, los cuerpos que rebotaban bajo mis ruedas, como los latidos del corazón. Y la mujer que no había podido salvar…

Llené nuestras copas y brindé, más tranquilo. Ese episodio no alteraba la pureza de Manon. Por mucho que dijera, nada manchaba su inocencia. Aunque esa inocencia procediera de una infancia maléfica y de un suceso atroz. Aunque su único recuerdo amoroso fuera una aventura adúltera.

Sentía en ella una exigencia, un rigor que reconocía. Una forma de transparencia que no tenía nada que ver con la virginidad, pero que sacaba su fuerza de las pruebas vividas, del mancillamiento. Una aspiración, una llamada espiritual que se elevaba por encima de los abismos y que alimentaba su belleza en el combate.

De pronto, cogiendo su abrigo, dijo:

—¿Nos vamos?

Caminamos bajo la niebla, flotando por encima de nuestros cuerpos. Toda la ciudad parecía inestable, irreal. Edificios, monumentos, calzadas, flotaban entre las brumas, como una inmensa nave espacial que despegara en una nube de humo.

No tenía la menor idea de qué hora era. Quizá medianoche. Quizá más tarde. Pero no estaba tan borracho como para olvidarme del peligro, siempre presente. Los Siervos, que rondaban por la ciudad buscando a Manon… No cesaba de volverme, de escrutar los callejones sin salida, los portales. Aquella noche llevaba conmigo la Glock, pero había descuidado bastante la vigilancia. Rogaba que los guardias de Zamorski siguieran aún nuestros pasos… y que hubieran bebido menos que yo.

El camino parecía interminable. La referencia era el Planty, el gran parque que rodea la ciudad antigua. Una vez que encontráramos los jardines, solo había que seguir por ellos y dejarse llevar hacia el centro.

Bajo el portal de la Scholastyka, Manon tocó la campanilla. Un hombre sin rostro ni alzacuello nos abrió. Al verlo nos reímos, tambaleándonos sobre nuestras inestables piernas.

Caminamos en silencio por la galena. Yo ya no reía. Angustiado, veía cómo se acercaba la intersección de las dos L. El momento de separarse, el momento de decir algo… Me devanaba los sesos tratando de encontrar las palabras adecuadas, un gesto que no fuera un acto sino una invitación.

Llegamos a la puerta mientras yo seguía rompiéndome la cabeza. Manon vivía en el sector de las benedictinas. Iba a balbucear unas palabras cuando ella posó sus dedos en mi nuca. Su lengua se deslizó en mi boca y pronunció otras palabras, las que yo nunca habría encontrado. Retrocedí hacia el muro. Sentí la piedra fría contra mi espalda mientras Manon seguía presionando mis labios hasta ahogarme.

Me desprendí del abrazo pero seguí a su lado. Sus ojos se habían vuelto tan negros como el cuarzo volcánico. Las bocanadas de vapor escapaban de sus labios anhelantes.

La sentí entre mis manos, ebria, despeinada, dispuesta; y adiviné en su rostro un esfuerzo por no desaparecer, no borrarse en la noche. Esta vez, tomé la iniciativa y me hundí de nuevo en su boca.

Pero me detuvo, murmurando:

—No. Ven.