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En materia de estrategia, no había logrado vencer el miedo.

Y no había ningún cambio a la vista.

Fui a mi celda y escuché los mensajes de voz.

Dos mensajes. Foucault, Svendsen.

Llamé a mi adjunto.

—¿En qué punto estás? —pregunté directamente.

—En el Jura no he conseguido ningún resultado. Los gendarmes están atascados con el caso Sarrazin. Los escarabajos siguen bien escondidos. Y los gaboneses no están precisamente haciendo cola esperándonos. En toda la región de Franche-Comté solo he encontrado siete. Todos inofensivos.

—¿Y los exiliados?

—No es fácil localizarlos. Estamos en ello.

—¿Has encontrado información sobre los Siervos?

—Nada. Nadie los conoce. Si se trata de una secta, es el grupo más secreto de…

Interrumpí a Foucault y le ordené que abandonara esa vía. Prefería atenerme a los datos de Zamorski, especialista en todas las ramas de ese sector.

A cambio, pregunté:

—¿Sigues teniendo a mano el expediente de Larfaoui?

—¿El caso de los estupas?

—Sí. Tal vez tiene alguna relación con nuestra historia.

—¿«Nuestra»? Joder, no tengo la sensación de que compartas mucho conmigo, por el momento.

—Espera a que regrese. Vuelve a revisar el perfil de ese tipo, como traficante. Trata de hablar con los estupas para ver si saben quiénes eran sus proveedores, cómo hacían las entregas normalmente y quiénes eran sus clientes habituales. Comprueba también las últimas llamadas que Larfaoui hizo antes de morir. Sus cuentas. Todo. Y averigua si hay un sustituto en el mercado. Que te ayuden Meyer y Malaspey.

—¿Qué hay que buscar?

—Una red específica. Algo que gira alrededor de una droga africana: la iboga.

—¿Viene de Gabón?

—Desde luego, no se te puede ocultar nada. Ese país tiene algo que ver en el asunto, eso está claro. Pero todavía no sé hasta qué punto. Vuelve a llamarme esta noche.

Colgué y telefoneé a Svendsen.

—Hay novedades —dijo el sueco con voz apasionada—. Es increíble. Tenías razón. El cuerpo de Sarrazin ha sido trabajado.

—Cuéntame.

—Las vísceras del tío estaban gangrenadas. Seriamente descompuestas. Como si hubiera muerto un mes atrás, mientras que los hombros apenas presentaban rigor mortis.

—¿Tienes alguna explicación?

—Una sola. El criminal le hizo beber ácido. Esperó a que las entrañas se pudrieran en el interior del abdomen. Luego le abrió el vientre de arriba abajo.

De modo que el homicida de Sarrazin también había jugado con la muerte. ¿Era también el asesino de Sylvie Simonis? ¿Un Sin Luz? ¿O era el inspirador de aquellos que se habían beneficiado de los milagros del diablo?

Volví a ver la corteza tallada del pino: yo protejo a los sin luz. Una sola certeza, y no era insignificante: Manon no había asesinado a Sarrazin. En esa fecha, ella ya estaba exiliada en Scholastyka.

Svendsen continuaba:

—El cabrón operó en carne viva. Con toda la paciencia del mundo, desenrolló los intestinos de su víctima en la bañera, mientras el tipo todavía estaba vivo… y consciente.

La conocida sensación de hielo en mis venas. Me acordaba de que el gendarme no tenía señales de ligaduras.

—Sarrazin no estaba atado.

—No. Pero los análisis toxicológicos revelan la presencia de poderosas sustancias paralizantes. No podía moverse mientras el otro lo despedazaba.

Volví a ver la escena del crimen. El cuerpo acurrucado, en posición fetal. La bañera llena de vísceras. Las moscas zumbando en el aire viciado.

—¿Y los insectos?

—Se han encontrado huevos de las moscas Sarcophagidae y Piophilidae que no tenían por qué estar allí. Al menos, unas horas después de la muerte. Es tan delirante como el caso de tu relojera, Mat. No cabe duda alguna.

—Muchas gracias. ¿Te han enviado el informe?

—Valleret me lo manda por e-mail. Es simpático el hombre.

—Estudia todos los detalles. Es muy importante.

—¿Qué tal si me contaras algo más?

—Más adelante. Todos esos hechos definen un método. —Dudé pero continué, aclarando mis ideas en voz alta—: Una especie de… método originario que un hombre desarrolla por medio de otros criminales.

—No entiendo nada —dijo Svendsen—, pero parece apasionante.

—Tan pronto como llegue a París te lo explicaré todo.

—Un trato es un trato, no lo olvides, colega.

Me sumergí de nuevo en mi expediente, tratando de encontrar una vez más los hechos implícitos, las convergencias entre todos esos datos.

Las campanas del monasterio daban las once cuando aparté los ojos de mis apuntes. El tiempo había pasado volando. La hora del almuerzo de las benedictinas. El momento preciso para escabullirme; no corría el menor riesgo de encontrarme con Manon, que comía con las hermanas. Me puse varios jerséis y luego me enfundé el abrigo.

Caminaba a paso rápido bajo la arcada cuando una voz me interpeló:

—Hola.

Manon estaba sentada al pie de una columna, arrebujada en una parka guateada. Una bufanda y un gorro completaban el atuendo. Tragué saliva con dificultad; de golpe, tenía seco el gaznate.

—¿Y si me lo explicaras?

—Explicarte ¿qué?

—Por dónde andas. No te he visto el pelo desde tu llegada.

Me acerqué. Su rostro tiritaba en tonalidades rosadas. El frío había cristalizado su sangre, suave vaho bajo sus mejillas.

—¿Debo rendirte cuentas?

Levantó las dos palmas en el aire como si mi agresividad fuera un arma que la apuntara.

—No, pero no te hagas ilusiones. Aquí nadie tiene libertad de movimiento.

—Eso es lo que tú crees. Lo que te conviene.

Se apartó de la columna y se estiró. Su nuca era gracia pura. Una revancha por todos los hombros encorvados, por todas las siluetas vulgares del universo.

Sonriendo, preguntó:

—¿Qué quieres decir, podrías ser más explícito?

Estaba plantado delante de ella, con las piernas separadas y el cuerpo tenso. La parodia del madero haciendo de perdonavidas. Pero seguía teniendo la garganta seca y tuve que tragar saliva dos veces antes de poder hablar.

—Esta situación te conviene. Quedarte aquí, escondida en este convento, mientras en Francia se lleva a cabo la investigación por el homicidio de tu madre.

—¿Estás diciendo que huyo de la pasma?

—Tal vez huyes de la verdad.

—No tengo la sensación de que la verdad esté a la vista. No podría hacer nada allí.

—¿De modo que no quieres saber quién asesinó a tu madre?

—Es tu trabajo, ¿no?

Cuanto más acertadas eran sus respuestas, más me irritaban. Su sonrisa persistía. La encontré fea. Dos pliegues de amargura atravesaban sus mejillas haciendo que pareciera más dura, más mayor.

—Decididamente, no eres más que una estudiante estúpida.

—Encantador.

—¡No tienes la menor conciencia de lo que realmente ocurre!

—Gracias a ti. No me has dicho ni la mitad de lo que sabes.

—¡Por tu bien! Todos estamos protegiéndote. —Me di una palmada en la frente—. ¿Tienes serrín en la cabeza o qué?

Ella ya no sonreía. Sus mejillas se habían ruborizado. Se puso de pie y abrió la boca para responderme con el mismo tono. Pero, de pronto, se echó atrás y preguntó con voz dulce:

—No estarás ligando conmigo, ¿verdad?

Me quedé subyugado por la pregunta. Hubo un silencio, luego solté una carcajada.

—No lo he hecho tan mal, ¿no?

—Desde luego.

Cracovia —Krakow— constituía un mundo en sí misma, con sus colores, sus luces, sus materiales, sus matices. Un universo tan coherente y específico como el de un gran pintor. Los tonos estudiados de Gauguin, los claroscuros de Rembrandt… Un mundo de tonalidades de tierra, de barro, de ladrillo, en el que las hojas muertas parecían responder a los tejados de color sanguina y a los muros ennegrecidos por la suciedad.

Manon había deslizado su brazo bajo el mío. Caminábamos rápidamente, sin hablar. En la gran plaza del mercado, aminoramos el ritmo al pasar bajo la Sukiennice, el mercadillo de paños con arcadas amarillas y rojas, Renacimiento puro. Vuelo de palomas, ráfagas de frío. Una especie de intenso suspenso, de tensión inflamada planeaba en el aire.

A hurtadillas, observé el perfil de Manon. Bajo el arco de cabellos, la nariz exquisita, perfecta, compartía una complicidad misteriosa con la infancia. Y también con el reino marino. Un pequeño guijarro pulido por siglos de mareas. Y siempre esa ceja levantada en un gesto de asombro, que parecía interrogar al mundo, ponerlo frente a sus verdades. La realidad había dicho demasiado o no lo suficiente.

Volvimos a nuestra cadencia. Yo ya no prestaba atención a los puntos de referencia que había localizado los días anteriores. Recorríamos al azar las calles, las avenidas, las alamedas. Podrían habernos atacado en cualquier instante, pero estaba tranquilo; Manon no habría podido salir del monasterio sin la condición de que uno o varios de sus ángeles guardianes nos siguieran a distancia. No los buscaba pero sabía que estaban allí, velando por nosotros. Alzacuellos, músculos tensos.

Ahora charlábamos, tan rápidamente como caminábamos. Como para recuperar el tiempo pasado, esos días perdidos por mi culpa. Ese nerviosismo no llevaba a ninguna parte, porque el reloj se había detenido. Para nosotros, los minutos ya no se sucedían. La sensación era que el mismo instante se repetía, cada vez más fuerte, cada vez más denso. Como cuando una partícula roza la velocidad de la luz y empieza a hincharse, a acumular energía pero sin poder cruzar nunca esa frontera. Habíamos llegado a ese punto extremo. La excitación no cesaba de aumentar en nosotros, de amplificarse, sin que pudiéramos cruzar una especie de línea de felicidad indecible.

Manon me ametrallaba a preguntas.

—¿Te gustan las novelas policíacas?

—No.

—¿Por qué?

—Las palabras nunca tienen el mismo peso que la realidad.

—¿Y los videojuegos?

Mi único contacto con esa actividad había sido una partida de programas robados, encontrada en casa de un homosexual asesinado. Siguiendo esa red, habíamos podido llegar hasta su cómplice, que también era su amante y su homicida. Inventé una respuesta esperando que la divirtiera.

—¿Fumas porros?

Fuera cual fuese la pregunta de Manon, yo trataba de ser divertido, superficial, cómplice. Intentaba evitar mi gravedad natural. Mis esfuerzos eran vanos, lo sabía. No estaba dotado para la despreocupación. Pero la alegría de Manon bastaba para los dos y ese paseo parecía encantarle, más allá de mi presencia y de lo que pudiera decirle.

Nos detuvimos en la cima de una colina, cerca del castillo de Wawel. Estábamos frente al río Vístula, oscuro, inmóvil, sumergido en su propia masa. Experimentamos la sensación de descubrir de golpe la materia prima con la que toda la ciudad había sido modelada, esculpida, trabajada.

Caía la noche. Instante extraño, angustioso, que conocen todas las ciudades, en el momento en el que las sombras aparecen, antes de que las farolas tomen el relevo. Hora misteriosa en la que la verdadera noche recupera sus derechos, borrando siglos de civilización.

Más allá del río, la ciudad se hundía en las tinieblas. Las tonalidades de los muros adquirían un reflejo azulado y se apagaban en un gris violáceo. Las calzadas, las aceras, se acercaban a los morados, mientras que las placas de hielo arrojaban todavía resplandores rosáceos con los últimos fuegos del sol.

—¿Regresamos? —preguntó Manon.

La miré, sin responder. El día se apagaba en sus ojos mientras que la penumbra, por contraste, hacía palidecer su rostro. Tiritaba dentro de su anorak perlado de gotitas. Estábamos sentados en un banco. Como no me movía, me tomó de la mano como una niña pequeña que atrae el mundo hacia ella, dándole forma según sus deseos.

—Ven.

Me resistí.

Pensé en Manon Simonis, asesinada por su madre porque estaba poseída. En la pequeña violada, que mataba animales y profería obscenidades. En la niña muerta que había resucitado gracias a Dios o al diablo. Toda la investigación de Sartuis se acumulaba en mi garganta. Entonces, sin comprender lo que hacía, atraje a Manon hacia mí y la besé apasionadamente.