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Miércoles, 6 de noviembre

Llevaba dos días deambulando por Cracovia, tratando de eludir a Manon. No había modo de enfrentarme a la princesa. Había contraído una enfermedad y aún me debatía, negándome a sucumbir a mis sentimientos. Se podía expresar de otro modo: estaba aterrorizado ante la idea de no agradarle, de fracasar.

Olvidé el caso y desperdicié esos días vagando por la ciudad, sin ni siquiera escuchar los mensajes. No obstante, al despertar aquella mañana, decidí volver a mi tarea. Me levanté y encendí el móvil. Escuché el buzón de voz. Foucault. Svendsen. Varias llamadas, cada vez más impacientes. Los llamé en el acto. Contestadores. Eran las siete de la mañana.

Me vestí sin ducharme; hacía demasiado frío. Encendí el ordenador. Mis e-mails. Ni rastro del expediente de Raïmo Rihiimäki en inglés. Ningún mensaje importante. Consulté los periódicos habituales. La République des Pyrénées. Le Courrier du Jura. L’Est républicain. Los artículos sobre los asesinatos de Bucholz y de Sarrazin perdían interés poco a poco. Ya no tenían sustancia.

Volví al presente. Desde la noche anterior, una idea me rondaba, sutilmente. Husmear un poco en el convento monasterio; sus actividades me parecían cada vez más oscuras, a pesar de la visita guiada de Zamorski.

Había tratado de volver al cuartel general subterráneo. Imposible. Sensores biométricos, cámaras, células fotoeléctricas. La zona estaba extremadamente protegida, más cerrada que una instalación militar. El resto de las habitaciones de la planta baja también tenían su parte de misterio. El día anterior había dibujado un plano del claustro. Los edificios en torno a la torre central formaban dos L; cada una de ellas correspondía a una orden: las benedictinas al nordeste, los sacerdotes al sudoeste. Cada zona poseía una capilla; no había ningún espacio común excepto el refectorio, donde hombres y mujeres comían alternativamente.

Me concentré en el sector sudoeste. Había sombreado con lápiz las partes ya visitadas. En la planta baja, los despachos administrativos. A continuación, una biblioteca. Unos seminaristas preparaban sus tesis sobre episodios de la historia religiosa de Polonia. Luego, la capilla y un espacio de recreo. Me faltaba conocer dos salas, en la intersección de los dos cuerpos de la L. Apostaba por el despacho privado de Zamorski y una sala de reuniones secreta.

Me puse la chaqueta y decidí dar un paseo matinal. Las benedictinas rezaban el ángelus y los sacerdotes desayunaban. Era la hora ideal.

Caminé por el paseo y bajé. Estaba amaneciendo. En el ángulo que formaban las dos galerías, me detuve frente a la puerta que correspondía a la habitación de mayor tamaño: supuestamente, la sala secreta. Saqué mi llave maestra. Frescor de la piedra. Olor de boj y de cipreses. El frío individualizaba cada sensación. Deslicé la primera llave y me di cuenta de que la puerta ni siquiera estaba cerrada.

Otra capilla.

Más larga, más estrecha, más misteriosa.

Por unas ventanas angostas se entreveía el azul del alba. Unas hileras de sillas frente a los pupitres con sus tapas cerradas se sucedían hasta el coro. El rosetón, en el vitral blanco del fondo, parecía arrugado como papel de plata.

Di algunos pasos. Lo impresionante de aquel lugar era la calidad excepcional del silencio y la pureza del frío. Mis ojos se acostumbraron a la penumbra. Ahora distinguía los colores. Las columnas eran blancas, el suelo era de cerámica, de un ocre suave, el enlucido de los muros era verde pastel. En ese lugar no había nada que me interesara, pero una fuerza me impulsaba a permanecer allí.

De pronto, la estancia se iluminó.

—El blanco, el rojo y el verde. Los colores del príncipe Jabelowski, el fundador del monasterio.

Me volví. Zamorski estaba en el umbral de la sala, con la mano posada aún en el interruptor. Fingí desenvoltura.

—¿Dónde estamos?

—En una biblioteca.

—No veo ningún libro.

Zamorski caminó por el pasillo central y abrió la tapa de un pupitre. Las encuadernaciones de piel brillaban como lingotes de oro sellado. Cogió un volumen. Sonó un chasquido; el ejemplar estaba atado con una cadena. Una varilla de hierro negro pasaba a lo largo de la madera donde se alineaban los anillos. Había oído hablar de ese tipo de bibliotecas que databan del Renacimiento. Lugares donde los libros eran prisioneros.

—La sala se construyó en el siglo XV —confirmó el nuncio—. Se ha conservado a pesar de las guerras, las invasiones, el nazismo, el comunismo. Un lugar simbólico que nos interesa en grado sumo.

—¿Quieren ustedes hacer un museo? —pregunté en tono irónico.

Dejó el pesado volumen infolio produciendo un ruido lúgubre.

—Este lugar es emblemático de nuestra lucha, Mathieu. En 1450, después de la guerra husita que había destruido numerosos centros religiosos, el príncipe Jabelowski hizo construir este claustro. Tenía un proyecto. Fundar una congregación nueva, después de haber sufrido una experiencia mental digamos, particular.

—Quiere usted decir…

—Un Sin Luz, sí. Después de caer de un caballo, Jabelowski entró en coma. Cuando se despertó, pretendió haber visto al diablo. Debió de ser convincente, ya que numerosos monjes lo siguieron y cambiaron el hábito. Su monasterio tenía como misión recopilar la palabra del Maligno. En ese sentido, se puede considerar a Jabelowski el fundador de la secta de los Siervos de Satán.

Todo se relacionaba: un Sin Luz había fundado la orden de los Siervos. Y, ahora, estos últimos perseguían a los Sin Luz. Zamorski estaba a varios metros de mí. El frío de la nave se erigía entre los dos.

—Si es un monasterio maldito, ¿por qué se instalaron ustedes en él?

—Sin duda por la afición a las paradojas.

—Deje de jugar conmigo. A los ojos de los Siervos, Scholastyka debe de tener una enorme importancia, ¿no?

—¡Es su basílica de San Pedro! Se supone que Jabelowski está enterrado bajo la estructura del edificio.

—¿No tratan de comprarlo? ¿De visitarlo?

Zamorski hizo gala de una sonrisa elocuente. Por fin comprendí.

—Ustedes han transformado este lugar en un búnker porque los están esperando.

—Sí, podemos suponer que algún día intentarán penetrar aquí.

—Y ustedes los están esperando. Este monasterio es una trampa. Una trampa en la que han puesto un cebo: Manon.

El polaco soltó una carcajada.

—¿Dónde crees que estás? ¿En Fort Alamo?

Por más que fingiera divertirse, sabía que había acertado. Los sacerdotes querían atraer a los satanistas a su bastión. Se avecinaba una batalla medieval. Di algunos pasos hacia él. Ahora estábamos frente a frente.

—Los Siervos también tienen otras actividades —susurró—. Principalmente, tratamos de obstaculizar su carrera.

—¿Qué carrera?

—La carrera hacia el mal. Ciega, desenfrenada.

Abrió otro pupitre, no contenía incunables encadenados, sino carpetas con espirales de metal. Abrió una de ellas y me mostró una fotografía plastificada.

—¿Conoces la cita: «No hay ideas, solo hay actos»?

Me pasó la carpeta. El rostro de un cadáver, con la boca abierta y un gancho hundido en la lengua. Pensé en los Apocalipsis, escritos apócrifos que describían el infierno: «Algunos de ellos pendían de sus lenguas».

El polaco volvió la página, con un chasquido de la hoja. Un tronco humano; sus cuatro miembros estaban desperdigados en un vertedero municipal. Otro chasquido. El cuerpo de un niño, minúsculo, desecado como una momia, hecho jirones, atado a una picota. Luego, un caballo con los ojos arrancados y los genitales cortados. La bestia parecía flotar sobre un inmenso charco negro.

Alcé la vista, apenas perturbado. Estaba anestesiado contra el horror.

—Este tipo de actos conciernen más bien al campo policial, ¿no cree?

—Por supuesto. Nosotros solo somos centinelas. Observadores. Acechamos sus crímenes. Tomamos nota de los sitios, de sus convergencias en el mapa de Europa. Por lo que sabemos, los Siervos se acantonan dentro de las fronteras del Viejo Mundo. Por ejemplo, no hemos observado nada en Estados Unidos.

—Concretamente, ¿qué hacen ustedes?

—Vigilamos. Localizamos sus guaridas. En el mejor de los casos, nos anticipamos y avisamos a las autoridades. Pero, en realidad, no nos prestan mucha atención. A los policías les trae sin cuidado curar y mucho menos prevenir.

—¿Cómo pueden localizarlos antes de que actúen?

—Los Siervos tienen su talón de Aquiles. Una debilidad que nos permite localizarlos. Se drogan.

—¿Qué tipo de droga?

—Una sustancia específica. Los Siervos no se conforman con buscar obstinadamente la palabra del diablo. Intentan hacer el viaje ellos mismos.

—No entiendo.

—El viaje al más allá. La muerte temporal. Se inducen voluntariamente el coma para tratar de hablar con el demonio.

—¿Existen drogas capaces de producir ese estado?

—Una sola: la iboga. Una planta africana muy potente y muy peligrosa que se utiliza para ciertas ceremonias. Su nombre exacto es Tabernanthe iboga. Contiene ibogaína, un estimulante psicodélico que permite recrear la experiencia de la muerte inminente. También la llaman la «cocaína africana».

—Puedo imaginar una droga que provoque una NDE, pero ¿cómo cerciorarse de que dicha experiencia es negativa?

Zamorski sonrió.

—Me place charlar contigo, Mathieu. Tu rapidez mental nos hace ganar tiempo. Tienes razón. Existe una droga más específica aún, que garantiza un resultado negativo: la iboga negra. Su nombre la define con toda propiedad. Una variedad rara de la planta. Créeme, no es un producto que se encuentre fácilmente. Los Siervos están siempre buscando esta sustancia. Nosotros mismos estamos en el mercado. Acechamos a los traficantes y, a través de ellos, a los seres satánicos.

Una chispa en el fondo de mi mente. Como cuando se frota una cerilla. Esa pista africana, inesperada, encajaba con otros elementos de mi investigación. Específicamente, con el expediente que había dejado de lado: Massine Larfaoui. Traficante de drogas. Relacionado con la comunidad africana. Un asesino profesional lo había matado una noche de septiembre de 2002.

¿Sería posible que ese primer expediente también perteneciera al caso? Pero primero debía comprender el principio del viaje.

—Ese viaje —pregunté—, ¿es realmente un equivalente de la experiencia de los Sin Luz?

—Por supuesto que no. Nada puede reemplazar la muerte. La puerta a la nada. Pero, aun así, los Siervos intentan acercarse, a pesar de que corren el riesgo de perder la razón o incluso la vida. La iboga negra es un producto extremadamente peligroso.

—¿Cómo funciona la droga? Quiero decir, ¿qué efectos provoca en el cerebro?

—No soy un especialista. La ibogaína es un alcaloide que bloquea ciertos receptores de las neuronas. En ese sentido, provoca sensaciones próximas a las que se viven en situación de asfixia. Pero una vez más, este trance artificial no tiene nada ver con una verdadera NDE negativa. Para ver al diablo hay que arriesgar el pellejo. Transitar por la muerte.

—¿De dónde procede esa planta exactamente?

—De Gabón, como la iboga común. Allí, la iboga está en el núcleo del culto iniciático más popular: el bwiti fang.

Gabón, lugar de origen del escarabajo y del liquen. Un nuevo destello me atravesó. Ahora sabía dónde había oído hablar de Gabón. En el burdel de Saint-Denis. El bailarín en trance. El rostro risueño de Claude, colocado hasta las cejas: «Ha bebido un producto local. Un hierbajo de su país». El hombre había ingerido iboga.

No cabía duda, los hilos se conectaban. La primera investigación, el caso Larfaoui. La comunidad africana y sus drogas específicas. Los Siervos en busca del producto.

Puse las cartas sobre la mesa.

—Luc Soubeyras investigaba el caso del asesinato de un cervecero.

—Massine Larfaoui. Estamos al corriente.

—¿Tenía Larfaoui alguna relación con la iboga negra?

—Desde luego. Era el proveedor oficial de la planta. El abastecedor de los Siervos. Créeme que no le quitábamos los ojos de encima.

—¿Sabe quién lo asesinó?

—No. Es otro enigma. Quizá un Siervo. Quizá un cliente con mono. Siempre es peligroso frecuentar a esa gente.

—A Larfaoui no lo asesinó un aficionado. Lo hizo un profesional.

Zamorski hizo un gesto evasivo.

—En esa cuestión estamos en un callejón sin salida. Luc tampoco había avanzado sobre esa pista. Además, nada demuestra que el asesinato esté relacionado con la iboga.

Zamorski no planteaba otra posibilidad: que un miembro de su propia brigada hubiera eliminado al traficante por una razón u otra. Después de todo, Gina, la prostituta testigo del asesinato, había hablado de un sacerdote. Una vez más, imaginaba al nuncio con una automática en la mano. La imagen era cada vez más nítida.

Recapitulé:

—De modo que todo eso no es más que una pista adicional. Los Siervos se concentran sobre todo en los Sin Luz, ¿correcto?

—Correcto. Para ellos, nada puede reemplazar la confesión de aquel o aquella que ha «visto» al diablo.

—¿Alguien como Manon?

Los ojos de acero de Zamorski se posaron sobre mí.

—Seguimos sin saber si Manon vivió una verdadera experiencia negativa —murmuró.

—Para saberlo, tendría que recuperar la memoria.

—O jugar limpio.

—¿Cree que miente? ¿Que simula la amnesia?

—Eso tendrás que decírmelo tú. Se supone que ibas a interrogarla.

Su voz había cambiado. La autoridad se filtraba entre las palabras. Era la confirmación de una sospecha que albergaba desde mi llegada: a Zamorski, mi expediente le traía sin cuidado. Me había «importado» a Polonia solo para que tirara de la lengua a Manon. Para que me ganara una confianza que él nunca había podido conquistar.

—¿A qué estás jugando con Manon? —preguntó, repentinamente irritado—. Hace dos días que la eludes.

—¿Ha ordenado que me sigan?

—No hay secretos en este claustro. Repito mi pregunta. ¿A qué estás jugando? —Gritó de repente—. ¡La clave de la investigación se encuentra en el fondo de su memoria!

Retrocedí y miré fijamente el rosetón que dominaba el coro. El día gris hacía vibrar sus pétalos plateados.

—No se preocupe. Tengo mi estrategia.