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Esa noche, en mi habitación monacal, me enfrenté con mi enemigo más íntimo.

El desierto de mi vida afectiva.

En ese campo, había conocido dos períodos diferentes. La primera etapa había sido la del amor a Dios. Sin fallos ni corrupción. Hasta el seminario de Roma, no quise ni oír hablar de aventuras femeninas. No experimentaba ningún sufrimiento, ninguna carencia. Mi corazón estaba ocupado. ¿Para qué encender una cerilla en una iglesia llena de cirios?

La ilusión se sostenía. Claro que, a veces, las pulsiones torturaban mi conciencia, los sílex desgarraban mi bajo vientre. Entonces entraba en un agotador ciclo de masturbaciones, oraciones, penitencias. Una cámara de tortura privada.

En África todo cambió.

La tierra, la sangre, la carne me esperaban. La víspera del genocidio ruandés crucé la línea en un rincón de una cabaña de chapa ondulada. No tenía ningún recuerdo. O en todo caso, tanto como se recuerda una colisión en automóvil. Un impacto, una conmoción interior que anulaba cualquier circunstancia exterior. No había experimentado ningún goce, ningún sentimiento. Pero me había quedado una certeza: aquella mujer, de piel deslumbrante, estallido de risas, me había salvado la vida.

Sentí por ella un sordo agradecimiento, por esa deflagración, por esa liberación que se había producido en mí. Sin ese encuentro, en algún momento me habría vuelto loco. Sin embargo, aquella mañana huí furtivamente. Sin despedirme. Me marché como un ladrón, con los dientes apretados, y crucé la ciudad. En las calles de Kigali, la Radio de las Mil Colinas seguía difundiendo sus llamadas al odio.

Me refugié en una iglesia de Butamwa, al sur de Kigali. Pasé tres días rezando, sin dormir, implorando el perdón del cielo, sabiendo perfectamente que no podía borrar nada pero que, en cierto modo, a partir de entonces rezaría mejor, amaría mejor a Dios.

De ahí en adelante, era libre. Por fin había aceptado mi naturaleza: incapaz de resistir a la carne, a su violencia. No era un problema externo de tentación, sino interior: no poseía ese cerrojo, esa capacidad de superar el deseo. Por fin, era sincero conmigo mismo y accedía, de un modo contradictorio, a una mayor pureza de mi alma. Estaba sumido en esas reflexiones cuando llegaron los primeros refugiados.

Era el 9 de abril.

El avión del presidente Juvénal Habyarimana acababa de ser abatido.

Inmediatamente, pensé en la mujer; la había dejado sin ni siquiera mirarla, sin un beso. Ella era tutsi. Volví nuevamente a Kiga y la busqué en las iglesias, las escuelas, los edificios gubernamentales. Solo pensaba en una cosa: me había salvado la vida y yo no estaba con ella para salvarla de la muerte.

Seguí buscando día y noche, adentrándome poco a poco entre los cadáveres. A lo largo de las carreteras, de las fosas, cerca de los controles policiales; luego en los osarios, donde los muertos se apilaban, sangrantes, desmembrados, obscenos. Miraba, levantaba las cabezas, las túnicas. Mis manos apestaban a muerte. Mi cuerpo apestaba a muerte y el amor, el amor físico, me parecía igual que esas víctimas en descomposición. Un cadáver en el fondo de mí mismo. Nunca encontré a aquella mujer.

Las semanas siguientes anduve a la deriva. Las matanzas, las fosas abiertas, los autos de fe. En ese infierno, seguí buscando el amor. Tuve otras amantes en los campos humanitarios de Kibuye, en la frontera con Zaire. No dejaba de pensar en la desaparecida de Kigali. Los remordimientos, el asco me ahogaban. Sin embargo, entre las miasmas de cólera y de podredumbre, mientras las excavadoras sepultaban miles de cuerpos, continuaba haciendo el amor, al azar, encontrando compañeras bajo la oscuridad de las tiendas de campaña, ganando una noche, una hora contra la culpabilidad. Estaba traumatizado y, como todos los demás, invadido por el terror, el pánico, la desesperación.

La crisis que me paralizó acabó con todo ese frenesí sexual. Regreso a Francia. Traslado al hospital Sainte-Anne de París. Allí, el deseo murió con la depresión… y los medicamentos. Por fin estaba anestesiado. La bestia había muerto.

Una balsa de aceite durante años.

Ni la menor atracción hacia las mujeres.

Luego mi orgullo cristiano resurgió. De nuevo juré amar exclusivamente a Dios. Ni hablar de compartir mi corazón ni mi cuerpo, destinados únicamente al Señor. Me hundía en un nuevo callejón sin salida.

Ya no tenía la fuerza para ser sacerdote.

Ya no tenía el coraje para ser un hombre.

Mi oficio de madero me sacó del pozo. Capitán en la BRP, la antivicio; empecé a conocer a los únicos seres que podían ayudarme: las prostitutas. El amor sin amor: ese era mi camino. Aliviar mi cuerpo sin comprometer el alma. Esa era la solución tortuosa que había encontrado.

Conservé la apetencia por la piel negra: la impronta de la primera vez. Acumulaba los encuentros en el Keur Samba y en el Ruby’s. También me acerqué a las redes clandestinas de las agencias de prostitución francoasiática. Vietnamitas, chinas, tailandesas…

El exotismo, las lenguas desconocidas, representaban el papel de filtros, de barreras suplementarias. Era imposible enamorarse de una mujer de la que apenas se comprendía el nombre. Así me libré a mis fantasmas; exigí la humillación, la posesión, dominaba a mis compañeras, las reducía a simples objetos sexuales, deslizando mi corazón bajo una especie de abyecto caparazón protector. ¡Tendréis mi cuerpo, pero no mi alma!

La ilusión no duró mucho tiempo. Había renunciado al amor pero él no había renunciado a mí. Cuando recuperaba la lucidez, después de una sórdida sesión de sexo, me oprimía una tristeza cada vez más profunda. Otra vez había perdido algo. Y ese «algo» se quedaba atravesado en mi garganta.

Quizá estaba protegido por mi fe, por el exotismo, incluso por la carne, pero la carencia estaba allí, siempre más honda, más amarga. Peor. Mis simulacros eran sacrilegios. Pisoteaba el amor y, sin embargo, viciado, burlado, profanado, el amor volvía con toda su fuerza bajo la forma de una herida implacable.

Diez de la noche

Después de la sesión de radio en la biblioteca, me refugié en mi celda, sin asistir a la cena ni a la oración nocturna. A pesar de mis treinta y cinco años, experimentaba un miedo visceral ante Manon, que con dos sonrisas me había desarmado. Amenazaba con desmoronar, ella sola, toda mi estrategia de blindaje, frágil e ilusoria.

Decidí reanudar la investigación.

Con la trenca puesta, tiritando, me senté al pequeño escritorio donde, única concesión a los tiempos modernos, había un ordenador. Por internet consulté los periódicos que me interesaban. En la primera plana de La République des Pyrénées, y luego en la página 4, encontré un artículo sobre el hallazgo de dos cuerpos cerca de Mirel, en las cercanías de Lourdes. Después de presentar al doctor Pierre Bucholz, figura importante de la ciudad mariana, se describía el perfil del «asesino»: Richard Moraz, residente suizo, cincuenta y tres años, relojero. El artículo proseguía enumerando los enigmas del caso. Principalmente la identidad del asesino del tirador. ¿Quién había matado a Moraz? Pero también el móvil del asesinato de Bucholz. ¿Por qué un artesano helvético, a mil kilómetros de su casa, había puesto la mira en un médico jubilado especialista en milagros?

Pasé a Le Courrier du Jura, que dedicaba un extenso artículo a Stéphane Sarrazin, capitán de gendarmería, encontrado muerto en su baño. No se mencionaba la frase escrita encima de la bañera. No se mencionaban las mutilaciones. ¿Precaución de los gendarmes o del fiscal? Un capitán del servicio de búsqueda de Besançon había sido asignado al caso: Bernard Brugen. También se había nombrado al juez de instrucción: Corine Magnan, la juez del caso Simonis.

El artículo no se perdía en conjeturas: el crimen era simplemente inexplicable. Ningún móvil, ningún testigo, ningún sospechoso. El periodista ofrecía también un retrato de Sarrazin: oficial modelo, con una hoja de servicios impecable. Tomé nota: todavía no habían descubierto la verdadera identidad del gendarme, alias Thomas Longhini, implicado en la investigación Simonis de 1988.

No tardarían. Me imaginé la reacción en cadena. De Sarrazin pasarían al caso de Simonis madre. Luego al expediente de Simonis hija. De ahí a descubrir que Manon seguía con vida, solo había un paso. ¿Cuánto tiempo transcurriría antes de que los medios de comunicación descubrieran el pastel? ¿Antes de que los gendarmes de Besançon se pusieran a buscar a Manon?

Cogí mi móvil. Tenía cobertura. Escuché los mensajes. Nada, excepto mi madre que me agradecía el «contacto» espiritual que le había facilitado. Se sentía mucho mejor, más «en armonía consigo misma» desde que hablaba con el padre Stéphane. Sonreí. Eran noticias que parecían llegar de otro planeta, pero lo cierto era que a mí tampoco me habría ido mal hacerle una visita al sacerdote.

Sin embargo, ninguna noticia de Foucault, de Malaspey, de Svendsen.

Tendría que meterles caña otra vez.

Marqué el número de Foucault. Al oír mi voz, mi adjunto gritó:

—Joder, Mat, ¿dónde estás?

—En Polonia. No tengo tiempo para explicártelo.

—Dumayer no deja de dar el coñazo y…

—La llamaré.

—Eso ya lo dijiste una vez. Esto es un follón.

—No me has dejado ningún mensaje. ¿No has adelantado nada?

—Toda la región del Jura está que arde. Un gendarme fue asesinado ayer y…

—Estoy al corriente.

—¿Está relacionado con tu caso?

—Es mi caso.

—Ya que estamos, no me iría mal saber de qué se trata, exactamente.

—¿Es todo? ¿Nada nuevo?

—Ha llamado Svendsen. No consigue comunicarse contigo. Los tíos del Jardin des Plantes han confirmado los datos de Mathias Plinkh. El escarabajo podría proceder de diversos países: el Congo, Benin, Gabón… Hemos revisado todos los criaderos del Jura. Pero nada.

Tenía muchas dificultades para seguir el hilo de la conversación. Esas viejas pistas me parecían estar a años luz del presente. Me concentré.

—Hemos rastreado las actividades de los coleccionistas —siguió el madero—. Es imposible determinar sus intercambios. Envían los huevos por correo. Eso, sin contar con los tíos que vuelven de África con los especímenes metidos en el revés de los pantalones. Tu escarabajo podría haber entrado por cualquier parte y de cualquier manera.

Ya estaba otra vez en la correcta longitud de onda.

—Y el liquen, ¿Svendsen tiene alguna novedad?

—Los botánicos han identificado la familia a la que pertenece. Una esencia africana. Una cosa que crece dentro de los grandes árboles tropicales, bajo la corteza, en el momento de su descomposición. Parece que también se puede encontrar en algunas cuevas europeas, si el calor y la humedad son los adecuados. Pero según los especialistas, la presencia de ese liquen es más frecuente en África central.

—¿En los mismos países que el escarabajo?

—Prácticamente sí. Gabón, el Congo, África central.

Gabón. Ya me lo habían mencionado una vez durante la investigación pero no me acordaba de cuándo, dónde o cómo. De todos modos, los datos eran insuficientes para considerar a ese país un elemento recurrente. Pero en mi cabeza daba vueltas la hipótesis de un sospechoso que había vivido en África central.

—Trata de ver si hay un colectivo gabonés o centroafricano en los departamentos del Jura —dije—. Comprueba también si hay antiguos expatriados en esa región.

—Eso no será moco de pavo.

—Utiliza la red administrativa. El registro civil. La pasma. La seguridad social. Mira sobre todo en internet, utilizando esas palabras clave.

Foucault no tuvo tiempo para contestarme. Cambié de cuestión, con la cabeza ya en otra cosa.

—¿Y Raïmo Rihiimäki? ¿Has recibido el expediente?

—Todavía no. Pero he vuelto a hablar con los maderos de Tallinn. Parece una historia gore. Que sepamos, Rihiimäki ha cometido por lo menos cinco crímenes, uno de ellos el de una mujer y su cría, de siete años, en un pueblo del norte. Sin contar con dos violaciones, tres asaltos a mano armada y un largo etcétera. Una especie de loco errante estilo Roberto Succo. No le dispararon a quemarropa, como creí entender en un principio. Fue acorralado por los maderos de una aldea con un nombre impronunciable y apaleado hasta la muerte. Hemorragias en el fondo del ojo, fractura de cráneo, traumatismos múltiples, ya te imaginas… Los maderos se desfogaron. El tío había aterrorizado ese lugar durante un mes.

—¿Y el coma?

—¿Qué pasa con el coma?

—El que sufrió después de ahogarse.

—Mat, nadie ha relacionado ese asunto con sus crímenes. Solo tú has…

—¿Te sería posible conseguir su historia clínica?

—¿En estonio? ¡Buena suerte, colega!

—¿Puedes conseguirlo o no?

—Lo intentaré. ¡Con un poco de suerte estará redactado en ruso!

No me tomé la molestia de reírme.

—Tenme al corriente.

—¿Cómo?

—El móvil. Tengo cobertura.

—¿Y tú? ¿Qué tal si me dijeras algo más?

Ahora me tocaba echarle unas migajas a Foucault.

—El gendarme asesinado, en el Jura. Su nombre es Stéphane Sarrazin. Pero es falso. En realidad, se llama Thomas Longhini.

—¿El crío que buscábamos?

—El mismo. Convertido en gendarme; adepto al satanismo en sus ratos libres. Su asesinato tiene relación con mi caso.

—¿De qué modo?

—Todavía no lo sé. Llama al SPRJ de Besançon y pregúntales si tienen informes sobre las pruebas recogidas en casa de Sarrazin. Había una frase escrita con sangre.

—¿Estabas allí?

—Yo descubrí el cuerpo.

—No se te puede dejar solo ni un minuto.

—Comprueba si han analizado la frase. Si había huellas u otros indicios. Pero no te pongas en contacto con los gendarmes, ¿entendido? No deben saber que este asunto nos interesa. Y mucho menos con la juez, una mujer llamada Corine Magnan.

—¿Eso es todo, mi general?

—Sí. Ponte en contacto con el grupo especializado en sectas de los Servicios de Información de la Policía. Comprueba si tienen un expediente sobre un grupo satánico. Unos tíos que se hacen llamar los Siervos de Satán. O, a veces, los Escribas.

Silencio. Foucault tomaba nota. A modo de conclusión, dije:

—Sigue adelante con todo eso. Volveré pronto. Entonces te daré los detalles.

Colgué. Esos tanteos no conducían a nada pero me había vuelto a poner en marcha. Y mantenía la esperanza de que esos datos se cruzaran en alguna parte. Un punto de intersección que indicara quizá no un nombre, pero por lo menos una dirección que seguir.

Llamé a Svendsen. A pesar de que era tarde, su «dígame» era vivaz. Sin embargo, en cuanto reconoció mi voz, me echó la caballería encima.

—¿Qué coño haces? ¡No hay modo de encontrarte! ¡Ni siquiera tienes buzón de voz!

—Estoy en Polonia.

—¿En Polonia?

—Olvídalo. Necesito que hagas algo para mí.

—Tengo muchas novedades.

—Lo sé. Acabo de hablar con Foucault.

El sueco soltó un gruñido, decepcionado por no ser el primero en informar sobre sus hallazgos.

—Se ha cometido un asesinato en Besançon —dije—. Un gendarme.

—Lo he leído. En Le Monde de ayer por la tarde.

De modo que el asesinato había atraído la atención de algunos periódicos nacionales. Era una señal. El caso Simonis iba a estallar. En adelante, mi equipo tendría no solo que eludir a los gendarmes, sino también a los medios de comunicación. Proseguí:

—Habrá una autopsia. Quisiera que llamaras a Guillaume Valleret, el forense del hospital Jean-Minjoz de Besançon.

—No lo conozco.

—Sí. Acuérdate, te había pedido información sobre él.

—¿El depresivo?

—El mismo. Pídele detalles sobre el cuerpo.

—¿Por qué me los daría?

—Ya ha hablado conmigo acerca de Sylvie Simonis.

—¿Es el mismo caso?

—El mismo asesino, a mi modo de ver. Juega con la degeneración de los cuerpos. Pregúntale a Valleret si ha observado algún trabajo de ese tipo en el gendarme.

—¿El cuerpo ya estaba descompuesto?

El olor en las fosas de la nariz, la moscas a mi alrededor, la cerámica manchada de sangre.

—No tanto como el de Sylvie Simonis, pero el asesino ha acelerado el proceso.

—¿Has visto el cadáver?

—Habla con Valleret. Interrógalo y llámame de vuelta.

—¿Ese asesino es el tío que buscas desde el principio?

Sobre los azulejos del cuarto de baño: solo tú y yo. Sobre el panel del confesionario: te esperaba. Como si yo no lo buscara a él, sino él a mí. Alejé esos pensamientos y concluí:

—Habla con el forense. Eres tú quien debe conseguir las respuestas.

—Lo llamaré a primera hora de la mañana.

Corté la comunicación. Tumbado, observé los muros que me rodeaban. Negros, gruesos, indestructibles. Los mismos que protegían a Manon.

Inmediatamente, ella volvió a convertirse en el centro de mis pensamientos. Aureolada de pensamientos estremecedores, de febrilidad adolescente. «No», me dije, sacudiendo la cabeza. Había hablado en voz alta. Debía concentrarme exclusivamente en la investigación.

Interrogar a Manon Simonis.

Sondear su memoria e irme de Polonia. Antes de perder la objetividad sobre ella.