Anochecía temprano en Polonia. O bien se acercaba una tormenta o bien mi percepción de la luz ya no era la misma. Cuando volví a los jardines del claustro a la hora señalada, me pareció que los árboles, los matorrales, los vitrales ya se hundían en la oscuridad. Solo los reflejos de mercurio persistían entre las hojas de los cipreses, las ramas de boj, los personajes con sus siluetas de plomo de las ventanas.
Caminé hacia el patio. De pronto, distinguí una mancha blanca al pie de una columna que sostenía a un san Estanislao. Divisé la cabellera clara, que parecía confundirse con el ángulo gris del banco. Era imposible no pensar en la ópera Manon de Massenet, que había escuchado tanto durante mi época de estudiante. Recordé una frase, cuando la heroína encuentra por primera vez al caballero Des Grieux: «¡Alguien! Rápido, a mi banco de piedra…».
Tres pasos más y la emoción me atravesó como una bala en el pecho.
Allí estaba Manon Simonis.
El fantasma al que perseguía desde hacía días sin saber que estaba, realmente, vivo. Apoyada en el pilar, tenía la cabeza inclinada sobre un libro. No había logrado imaginar cómo debía de ser en la actualidad, ya que guardaba en la memoria a aquella niña de cejas blancas. Sin embargo, en ningún caso, habría podido prever la silueta que se dibujaba delante de mí.
Manon seguía teniendo el cabello rubio, más bien castaño claro, pero su porte no tenía ninguna relación con la niña enclenque de las fotos. Se había convertido en una mujer fuerte, atlética, de espaldas anchas. Bajo un grueso jersey blanco, sus formas eran macizas y sus manos me parecieron enormes desde la distancia que nos separaba.
Avancé un poco más y distinguí su perfil. Solo entonces reconocí los rasgos perfectos de la niña de Sartuis. La nariz era un modelo de proporción. Recta, suave, dominada por los grandes ojos bajos. Manon leía. Su expresión era grave, realzada por cierta desconfianza en sus cejas, bajo sus cabellos peinados con raya al medio, estilo hippy.
Tosí. Ella levantó la cabeza y me sonrió. Entonces sucedió algo todavía más impresionante. Fue tan violento, que creí que me expulsaban de mí mismo. Un deslumbramiento. Pero ya no era yo quien lo experimentaba. Me había convertido en una conciencia exterior, un reflejo escindido de mí mismo que medía la amplitud del fenómeno que se desarrollaba en mi doble. Al mismo tiempo, una voz me decía: «Estabas maduro para esto. Toda tu investigación iba en busca de esta respuesta, esta conmoción».
—¿Usted es el madero francés?
Sonrió y entre sus labios apareció un leve reflejo de incisivos. Manon se apartó para hacerme sirio en el banco. Ese movimiento hizo resaltar sus formas opulentas. La cría anémica recordaba ahora a las chicas blancas y rosadas de los calendarios de Playboy. Blandió el libro de upas amarillas.
—Aquí tienen algunos libros en francés. Solo cosas de religión. Me las sé de memoria.
Enumeró los títulos pero no la escuchaba. Todos mis sentidos estaban velados por la conmoción del encuentro. Era como cuando una detonación te ensordece los tímpanos o cuando una luz fuerte te ciega. Hice un esfuerzo para volver al momento presente.
—¿Sabe por qué estoy aquí? —pregunté.
—Andrzej me lo ha explicado. Ha venido para interrogarme.
—No parece sorprendida de mi visita.
—Hace tres meses que estoy escondida. Esperaba que me encontraran. A la policía le encanta interrogarme.
¿Qué sabía ella exactamente de cómo se desarrollaba la investigación? ¿Estaba al corriente del intento de suicidio de Luc? ¿De la muerte de Stéphane Sarrazin? No. ¿Quién habría podido informarla entre esos muros austeros? Zamorski, seguramente no.
Me senté a mi vez. Un gusto de papel en la boca. Proseguí:
—No soy un investigador. No en el sentido en el que usted lo entiende. No cumplo ninguna misión oficial.
—Entonces, ¿qué hace aquí?
—Soy un amigo de Luc. Luc Soubeyras.
Su nuca se agitó con pequeños movimientos tensos. Su sonrisa se ocultaba bajo los mechones, muy lacios. En la penumbra, recordaba las fotos de David Hamilton o las imágenes del flower power de finales de los sesenta. Collares de semillas y flores en el pelo. Yo era demasiado joven para haber conocido aquella época, pero siempre la había imaginado como un tiempo feliz. Una era de idealismo, de rebelión, de explosión musical. Tenía delante de mí a una de esas hadas de antaño.
—¿Cómo está? —preguntó, distraídamente.
—Muy bien —mentí—. Ha sido trasladado. Yo me encargo de la investigación, discretamente.
—Entonces ha hecho el viaje inútilmente.
—¿Por qué?
—No puedo decirle nada. Soy solo «la muñeca que dice no».
Inclinó la cabeza hacia un lado y enumeró, con voz mecánica:
—¿Se acuerda de lo que sucedió el 12 de noviembre de 1988? No. ¿Sabe quién intentó ahogarla en el pozo? No. ¿Tiene algún recuerdo del coma posterior? No. ¿Tiene alguna sospecha sobre el asesinato de su madre? No. Podría seguir mucho rato. Solo tengo una respuesta para todas las preguntas.
Cerré los ojos y respiré el olor a savia y a hojas, que cobraba mayor intensidad. Las sombras habían llamado a la humedad. Sí, se preparaba una tormenta, pero en una versión más fría, más opresiva que en el Jura. Una versión polaca. Por primera vez desde hacía una eternidad no me apetecía fumar. Observé la tapa del libro: La puerta estrecha de André Gide.
—¿Le gusta? —pregunté, sin saber cómo proseguir.
Ella hizo un mohín de indecisión. Sus labios carnosos me hicieron pensar, como una delicada alusión, en las areolas de sus senos. ¿Cómo eran? ¿Muelles y rosadas como su boca? Una fuerza se elevaba en mí, lentamente. No era un deseo agudo, turbio, vergonzoso como el que había experimentado frente a la directora de Malaspina. Era un deseo pleno, abierto, desvinculado de todo pensamiento.
Insistí, centrándome en el libro:
—¿No le gusta la historia?
—Me parece… insignificante.
—¿No está de acuerdo con la búsqueda de la joven?
—Para mí, la religión es una gran ventana abierta. De ningún modo una cosa mezquina como en esta novela.
En mi época de adolescente, había leído una veintena de veces el libro de Gide. El destino de una joven que prefería a Dios en lugar de a su novio, el amor espiritual en lugar de una relación carnal. Ahora ya no recordaba nada, excepto los dos adolescentes que se expresaban con la gracia de una lápida.
Aventuré un comentario:
—Gide hablaba del sacrificio de uno mismo que exige la comunión con el Señor. Esa dificultad es incluso una puerta, un pasaje, un filtro. Al final, está la pureza que…
Ella rechazó mi reflexión con un gesto desenvuelto. Imaginé una vez más sus redondeces bajo el jersey, las pequeñas venas azules a través de su piel blanca. Sentía cómo el calor subía en mí. Irreprimible y familiar. Tuve una erección.
—¿Qué sacrificio? —preguntó con voz más firme—. ¿Habría que destruirse para llegar a Dios? ¡Eso no es verdad! ¡Es todo lo contrario! Hay que ser uno mismo, escucharse para encontrar la salvación. Ese es el mensaje de Cristo: ¡el Señor está en nosotros!
—¿Es usted católica?
—Si no lo fuera me habría convertido. ¿Qué otra cosa se puede hacer aquí?
Hojeó maquinalmente las páginas. Su expresión se tornó grave. Comprendí que la primera Manon era solo la antecámara de otra, más profunda. Ahora su rostro era duro, tenso, sombrío. La joven albergaba, como un secreto, a un segundo personaje: grave, severo, angustiado, de una belleza nocturna.
Me di cuenta de que ella seguía hablando.
—¿Cómo? Perdóneme, me cuesta concentrarme…
Se echó a reír con una risa ronca, casi masculina. La luz volvió inmediatamente. Sus pequeños incisivos brillaban entre sus labios, tan vivos como un fragmento de nieve eterna.
—Podemos tutearnos, ¿no cree? Decía que no tengo muchas visitas aquí.
—Se… ¿te aburres?
—La verdad es que estoy hasta el gorro.
Nuestras réplicas parecían salidas de una película, salvo que no tenían ninguna lógica, ninguna coherencia; habíamos desordenado las páginas del guión.
—Antes —prosiguió Manon— era estudiante de biología. Tenía amigos, exámenes, iba a cafés que me gustaban. Me había curado de mis antiguos miedos, de mi estado de constante alerta.
Ahora tenía una pierna debajo del muslo y tiraba de los flecos de sus vaqueros.
—De repente, el verano pasado, todo cambió. Mi madre desapareció. Me encontré sola ante los maderos, amenazada por no sé qué y por no sé quién. La pesadilla volvió. Andrzej se presentó y me convenció para que viniera a refugiarme aquí. Es muy persuasivo. Ahora, ya no sé dónde estoy. Pero al menos me siento protegida.
La lluvia. Un nuevo frescor empezó a recorrer la galería. Guardé silencio. Mi expresión debía de ser siniestra. Manon rio nuevamente y me acarició la mejilla.
—¡Espero que te quedes aquí! ¡Nos aburriremos como ostras pero al menos seremos dos!
El contacto con sus dedos me electrizó. Mi deseo desapareció y dejó lugar a una sensación más amplia, más universal. Una ebriedad que se parecía al letargo del amor. Había caído en la trampa. ¿Dónde estaba la Manon que había imaginado? ¿La pequeña posesa que había atravesado la muerte? ¿La mujer sospechosa de asesinato, de pactar con el diablo, de propagar ideas funestas?
—¡Es la hora de Radio Vaticana! —gritó mirando su reloj—. La única distracción que hay aquí. ¿Puedes creer que ni siquiera se puede ver la tele?
Se puso de pie. La lluvia penetraba en la galería con un júbilo ruidoso, depositando gotitas de agua en nuestros rostros.
—Ven. ¡Luego nos prepararemos un buen borscht!