Cracovia, esculpida en las tinieblas. Sus muros estaban resquebrajados, sus carreteras agrietadas; velos de niebla se deshilachaban sobre sus torres y sus campanarios. Todo parecía listo para una Walpurgisnacht. Solo faltaban los lobos y las brujas. Viajaba en una limusina que me parecía un barco fantasma. Seguía prisionero de esa extraña sensación de confortable distanciamiento.
El coche se detuvo al pie de un gran edificio sombrío rodeado por un parque público, muy cerca de un área peatonal formada por callejuelas estrechas. Unos sacerdotes nos esperaban. Cogieron nuestros equipajes y abrieron las puertas. Sus alzacuellos cobraban vida en la noche como si de fuegos fatuos se tratara. Seguí sus pasos.
Dentro, distinguí un patio con jardines desbrozados, unas galerías con columnas, unas bóvedas negras. Subimos por una escalera exterior, a la derecha; los zuecos de los sacerdotes producían un ruido propio de una guerra. Era imposible no imaginar una fortaleza militar que recibía refuerzos nocturnos.
Me abrieron una celda. Muros de granito decorados con un crucifijo. Una cama, una mesilla de noche y un escritorio, todo tan negro como las paredes. En un rincón, detrás de un biombo de yute, un minúsculo cuarto de baño; la corriente de aire frío penetraba en la espalda.
Mis guías me dejaron solo. Me cepillé los dientes tratando de no mirarme en el espejo y luego me metí bajo las sábanas húmedas. Antes de que mi cuerpo entrara en calor, ya dormía; sin soñar, sin conciencia.
Cuando desperté, una línea de luz cargada de partículas inmóviles atravesaba la habitación. Busqué su origen: una ventanita con un parteluz, bañada de sol. Los cristales, moteados de burbujas translúcidas, amplificaban esta claridad a la manera de una lupa.
Miré el reloj: las once de la mañana.
Me levanté de un salto y me quedé paralizado por el frío de la habitación. Todo volvió a mi memoria. La cita con Zamorski. El viaje en jet privado. La llegada a esa ciudadela negra, en alguna parte de una ciudad desconocida.
Hundí la cabeza en el agua helada, me puse ropa limpia y salí de la celda. Un pasillo, con anchas tablas de parquet. Cuadros sombríos con reflejos cobrizos, santos atormentados tallados en madera, vírgenes alucinadas pulidas en el mármol. Caminé hasta una puerta alta con el marco esculpido. Unos ángeles desplegaban sus alas; unos mártires, atravesados por flechas o llevando su cabeza bajo el brazo, bendecían a sus verdugos. Pensé en Las puertas del infierno de Rodin.
Giré el pomo y me encontré en el exterior.
Cuatro edificios cerraban el patio, dividido en parterres de césped y bosquecillos de árboles despuntados. Un bastión de fe, que había resistido a los bombardeos nazis y a los asaltos socialistas. Cada bloque de dos pisos estaba calado por una serie de arcos con barandillas macizas. Me encontraba en la parte del fondo, en el primer piso. Caminé por la galería hacia una escalera. De cada bóveda pendían farolas y barras de hierro.
Todo estaba desierto. No había ninguna sotana a la vista. Apenas había pisado la grava del patio cuando las campanas empezaron a sonar. Sonreí e inspiré la luz blanca y fría. Quería colmarme de ese instante que de tan puro parecía un prodigio.
Los jardines evocaban el Renacimiento: los matorrales recortados formaban cuadrados y rectángulos, los cipreses se agrupaban en el centro en torno a una plaza circular. Los bancos estaban colocados a lo largo de las galerías y, en las bóvedas, los vitrales de las ventanas lanzaban sus reflejos. Atravesé el patio. Un bullicio sordo me alcanzó. Cambié de dirección y empujé una puerta.
El refectorio estaba bañado de luz, surcado por largas mesas. Las jarras de agua destellaban, los platos de acero humeaban como locomotoras. Sentados en grupos de ocho, los sacerdotes comían y bebían. Sus uniformes impecables, austeridad blanca y negra, contrastaban con sus carcajadas y con los ruidos del ágape. Reinaba un clima bonachón, de juventud y alegre convivencia. Se decía que durante la guerra fría los sacerdotes polacos fueron los únicos que comieron bien, gracias a sus huertos.
Un brazo se alzó entre los asistentes. Zamorski, sentado a una mesa aislada. Pasé entre los grupos y me uní a él. Los demás no me prestaron ninguna atención.
—¿Has dormido bien?
El polaco me señaló la silla frente a él. Me senté, lamentando no haber fumado un cigarrillo en los jardines. Ahora era demasiado tarde. Bajé la vista hacia el desayuno. La mesa, puesta para dos, estaba cubierta con un mantel de damasco sobre el que brillaban copas de cristal y cubiertos de plata. Me pasé la mano por el rostro.
—Lo siento —dije, confuso—. No me he dado cuenta de la hora.
—Yo también acabo de levantarme. Nos hemos perdido la misa. Sírvete.
Me pareció bien que me tuteara. No sabía qué elegir. Era un menú eslavo. Pescados adobados cortados en finas láminas, masas compactas de caviar en forma de conos, pan negro y pan blanco, distintas clases de Malossol y diversos frutos rojos: moras, arándanos, frambuesas. Me pregunté de dónde sacaban los sacerdotes aquellos frutos en esa estación.
—¿Vodka? ¿O es muy temprano aún?
—Preferiría café.
El nuncio hizo un ademán. Un sacerdote salió de la sombra y me sirvió con una discreción de espectro.
—¿Dónde estamos?
—En el convento Scholastyka, en la ciudad vieja. El feudo de las benedictinas.
—¿Las benedictinas?
Zamorski se inclinó. Su nariz fina brillaba al sol.
—Es la hora sexta —dijo, en tono de confidencia—. Mientras las hermanas rezan en la capilla, nosotros aprovechamos para desayunar.
—¿Comparten ustedes el monasterio?
Con un golpe de cucharilla, abrió un huevo pasado por agua.
—Únicamente compartimos los espacios. No podemos llevar a cabo ninguna actividad conjunta.
—No es muy… ortodoxo.
Hundió la cucharilla en la clara del huevo que tenía entre dos dedos.
—Exactamente. ¿Quién buscaría religiosos, sobre todo de nuestro tipo, en un convento de benedictinas?
—¿De qué tipo?
—Come. Lo que no mata engorda, como decimos aquí.
—¿De qué tipo son?
El nuncio suspiró.
—Decididamente, eres un jansenista. No sabes gozar de la vida.
Comió el huevo en varias cucharadas y luego retiró la silla.
—Coge tu taza. Comerás más tarde.
Preferí beber el café de un sorbo. El ardor explotó en el fondo de mi garganta. Todavía estaba tratando de recuperarme de la quemadura cuando Zamorski ya cruzaba el umbral del comedor.
En la galería, los rayos de sol y las sombras de los pilares formaban un cuadro en blanco y negro. El frío, misteriosamente, realzaba esa bicromía. El prelado giró bajo un porche y tomó una escalera que parecía bajar directamente a la Edad Media.
—Hemos instalado nuestros despachos en el sótano.
Un túnel se abrió ante nosotros, iluminado de manera uniforme, sin que ninguna fuente de luz fuera visible. Los muros de piedra tenían la pátina de siglos. Sin embargo, se respiraba un aire de modernidad y de tecnología. Cuando Zamorski colocó su índice sobre una placa de análisis biométrico, no tuve ninguna duda. Había visto la piel de la fortaleza. Ahora iba a descubrir su corazón.
Una pared de acero se abrió sobre una gran estancia con techos abovedados; parecía la sala de redacción de un periódico. Las pantallas de los ordenadores lanzaban destellos, las impresoras zumbaban al pie de las columnas; teléfonos, faxes, teletipos sonaban y vibraban por todos lados. Los sacerdotes se movían febrilmente en mangas de camisa. Me hizo pensar en una dependencia de L’Osservatore romano, el órgano oficial de la ciudad pontificia, pero flotaba aquí un ambiente militar, del tipo secretos del Ministerio de Defensa.
—¡La sala de vigilancia! —confirmó Zamorski.
—¿Vigilancia de qué?
—De nuestro mundo. El universo católico no cesa de estar amenazado, agredido. Velamos, observamos, actuamos.
El prelado tomó el pasillo central. Podía sentir el calor de los ordenadores y las bocanadas de aire de los sistemas de ventilación. Unos hombres con alzacuello hablaban por teléfono en árabe. Zamorski me explicó:
—Nuestra fe se enfrenta a enemigos de todo tipo. No siempre es posible solucionar los problemas con la oración y la diplomacia.
—Explíquese, por favor.
—Por ejemplo, esos sacerdotes están en contacto permanente con las tropas rebeldes de Sudán. Son animistas, aunque espero que también sean algo cristianos. Les echamos una mano. Y no solo en forma de sacos de arroz. —Levantó el índice hacia el techo—. Hacer retroceder el islam: ¡todo lo demás no tiene importancia!
—Me parece un punto de vista simplista.
—Estamos en guerra. Y la guerra es un punto de vista simplista sobre el mundo.
El nuncio se expresaba sin acritud, con buen humor. La lucha de la que hablaba era obvia. Estaba dentro del orden natural de las cosas. A nuestra derecha, cuatro sacerdotes hablaban en castellano.
—Estos trabajan en zonas de América del Sur donde la situación es compleja. Allí, no podemos entrar en conflicto con los que detentan el poder, el de la droga, las armas, la corrupción. Debemos negociar, contemporizar y a veces hasta aliarnos con los peores golfos. Ad majorem Dei gloriam!
Se acercó a otro grupo que leía periódicos en lengua eslava.
—Un trabajo más sucio aún, en Croacia. Proteger a los torturadores, a los verdugos. Son cristianos y nos han llamado. El Señor nunca ha denegado ayuda, ¿verdad?
Los recortes de prensa volvían a mi memoria. Los jueces del Tribunal Penal Internacional para la antigua Yugoslavia sospechaban que el Vaticano y la Iglesia croata escondían en monasterios franceses a los generales acusados de crímenes contra la humanidad. De modo que era cierto. Zamorski contemporizó:
—No pongas esa cara. Después de todo, ambos hacemos el mismo trabajo, cada uno en su escala. No eres el único que tiene que ensuciarse las manos.
—¿Quién le ha dicho que tengo las manos sucias?
—Tu amigo Luc me ha explicado vuestra teoría personal sobre el oficio de madero.
—No es más que una teoría.
—Pues bien, yo me adhiero a ese punto de vista. Hace falta que algunos lleven a cabo los trabajos sucios para que los demás, todos los demás, puedan vivir con un alma pura.
—¿Puedo fumar?
—En ese caso salgamos.
Nos instalamos bajo las bóvedas negras a un tiro de piedra de los jardines. Olores a resina, a flores húmedas, a piedras caldeadas por el sol. Le di una buena calada al Camel y lancé el humo con placer. El primer pitillo del día. Un renacimiento intacto, cada vez.
—Ayer —proseguí— me habló del KUK. Me dijo que usted pertenecía a una rama especial. ¿Qué nombre tiene?
—No tiene nombre. La mejor manera de guardar un secreto es que no exista tal secreto. Somos monjes caballeros, herederos de las milites Christi que protegían Tierra Santa, pero no tenemos una orden establecida.
Las imágenes una vez más. Conventos fortaleza en la España de la Reconquista en el siglo XII, castillos construidos en los desiertos de Palestina, llenos de cruzados que seguían una regla monástica. El claustro donde me encontraba pertenecía a esa estirpe.
—¿También se ocupan de los problemas relativos al satanismo?
—Nuestros enemigos son múltiples, Mathieu, pero el principal, el más peligroso, el más… permanente de todos, es el que ha logrado hacernos creer que ya no existía.
Guardé silencio. Pensaba en la famosa cita de Charles Baudelaire, de El spleen de París: «La astucia más bonita del diablo está en hacer creer que no existe». Pero Zamorski recitó otro texto:
—«El mal no es solo una carencia, es la obra de un ser vivo, espiritual, pervertido y pervertidor. Terrible, misteriosa y temible realidad». ¿Sabes quién lo escribió?
—Pablo VI, en su audiencia pública del 15 de noviembre de 1972. Unas palabras que tuvieron gran repercusión en su momento.
—Exactamente. El Vaticano ya se tomaba en serio al diablo, pero con el advenimiento de Juan Pablo II, nuestra posición se reforzó aún más. ¿Sabías que el mismo Karol Wojtyla realizó exorcismos? —Sonrió levemente—. Todo lo que has visto abajo está financiado por él. Y la mayor parte de nuestros ingresos se dedican a la lucha contra el diablo. Porque, en definitiva, ese es el combate principal. El ojo del huracán.
Me situé en el umbral de la galería, de espaldas al sol. Zamorski se había sentado sobre un ángulo de piedra manchado de liquen. Desde mi llegada a ese búnker, una incógnita me atormentaba.
—¿Luc Soubeyras estuvo aquí?
—Una vez.
—El lugar debió de gustarle.
—Luc era un verdadero soldado. Pero lo repito: le faltaba rigor, disciplina. Creía demasiado en el demonio para combatirlo eficazmente.
Pensé en los objetos satánicos que Laure había descubierto. El prelado prosiguió:
—Para luchar contra Satán, hay que saber mantenerlo a distancia. No creerle nunca y no escucharlo nunca. Es una paradoja, pero para enfrentarse contra él en toda su realidad, hay que tratarlo como si fuera una quimera, un espejismo.
Aplasté el cigarrillo sobre la piedra y me metí la colilla en el bolsillo. Zamorski estaba de pie contra una columna. Sus anchas espaldas, su alzacuello, su pelo gris al cepillo; todo en él destilaba pulcritud, la fuerza de un guerrero. En su presencia, se experimentaba una secreta fascinación. Y una extraña sensación de seguridad. Le pregunté:
—¿Y cree usted en el diablo? ¿En su realidad física y espiritual?
Se rio a carcajadas.
—Para contestarte necesitaría el día entero. Y quizá incluso la noche. ¿Has leído El salario del miedo?
—Sí, hace mucho tiempo.
—¿Te acuerdas de la cita del epígrafe?
—No.
—Georges Arnaud escribió: «La exactitud geográfica es siempre un engaño. Por ejemplo Guatemala, no existe. Lo sé: he vivido allí». Podría responder lo mismo sobre el diablo. «El Maligno no existe. Lo sé: hace cuarenta años que lucho contra él».
—Usted especula con las palabras.
Zamorski se puso de pie y liberó sus pulmones con un largo suspiro, acentuando así su hastío.
—La realidad del demonio está por todas partes, Mathieu. En todas esas sectas donde hombres y mujeres corruptos encarnan los peores valores. En los psiquiátricos, donde los esquizofrénicos están convencidos de ser posesos. Pero sobre todo, en cada uno de nosotros, en cada pliegue del alma, cuando el deseo, la voluntad, el inconsciente, elige el abismo. ¿No podemos deducir por ello que una fuerza magnética real, una especie de agujero negro inmanente, aspira nuestras facultades?
—Entonces, ¿cree usted en una figura maléfica que existiría antes que el propio mundo? ¿Un poder no creado, trascendente, que sería la fuente del mal en el universo?
Zamorski sonrió de un modo discreto y furtivo, como para sí. Dio unos pasos y se volvió hacia mí.
—Creo que tenemos que ponernos manos a la obra. Ven. —Miró su reloj—. Tienes una cita.
—¿Qué cita?
—A las cinco, Manon te esperará aquí mismo, en los jardines. En ese banco que ves allí.