En el corazón de la noche, el aeropuerto de Bourget parecía como lo que era: un museo al aire libre. Un Louvre de la aeronáutica, donde las esculturas eran los Mirage, los Boeing, los cohetes Ariane. En la oscuridad lluviosa se presentían los aviones bajo las cubiertas de lona, los hangares llenos de máquinas voladoras, los fuselajes brillantes y las alas con escarapelas pintadas.
El Mercedes negro de Andrzej Zamorski se deslizaba por la avenida inundada. Admiraba, una vez más, el lujo del habitáculo: cristales tintados, asientos de piel, techo acolchado, puertas forradas con palo de rosa.
—Mi pequeño país tiene recursos —comentó el emisario del Vaticano—. Me proporcionan los medios necesarios cuando me envían a tierras hostiles.
—¿Francia es territorio hostil?
—Aquí solo estoy de paso. Vamos. Hemos llegado.
El coche se detuvo delante de un edificio con la planta baja iluminada. Saqué mi bolsa del maletero. Zamorski había aceptado pasar por mi domicilio para permitirme recoger algunas cosas, entre ellas mi expediente.
En la sala, dos pilotos repasaban el plan de vuelo; unos auxiliares con aspecto de guardaespaldas nos invitaron a champán, café y a un tentempié. A la una de la mañana, hacían lo posible por mostrarse más frescos que una rosa.
Un Falcon 50EX maniobraba en la desierta zona de aparcamiento de los aviones, hiriendo la noche con sus luces. De pie delante de los cristales, reflexioné. Un prelado capaz de fletar un jet privado en plena noche; decididamente, Zamorski no era un religioso corriente. Pero ya nada me asombraba. Me dejaba llevar por los acontecimientos; me dejé acunar, incluso, por una sensación de irrealidad, observando las luces que se reflejaban sobre la pista mojada.
—Vamos. El piloto se impacienta.
—¿No hay control de aduana?
—Pasaporte diplomático, querido amigo.
—¿Adónde vamos?
—Se lo diré durante el vuelo.
A mi pesar, me rebelé.
—No pondré un pie a bordo sin saber adónde vamos.
El polaco cogió mi bolsa.
—Vamos a Cracovia. Manon está escondida allí. En un monasterio. Un lugar totalmente seguro.
Seguí al eclesiástico por la zona de estacionamiento. Su traje negro brillaba tanto como el asfalto húmedo. Observando su puño cerrado sobre el asa de mi bolsa, me dije que un arma automática en esa mano no quedaría fuera de lugar. Inmediatamente, asocié esa idea a la Glock que llevaba en el cinturón. Esa salida clandestina tenía una ventaja: nadie me había registrado.
La cabina del Falcon albergaba seis asientos de piel con brazos y mesitas de caoba barnizada. Las luces del techo, minúsculas, brillaban como pepitas doradas. Unas cestas de fruta nos esperaban, al lado de unas botellas de champán que se mantenían frescas en la cubitera. Seis butacas, seis privilegios por encima de las nubes.
—Acomódese donde desee.
Escogí el primer asiento a mi izquierda. Los dos sacerdotes que nos acompañaban desde la iglesia polaca se sentaron detrás de mí. Dos colosos que solo tenían de religiosos el alzacuello y que todavía no habían dicho ni una palabra. Zamorski se sentó frente a mí y luego se ajustó el cinturón. El chasquido fue como una señal; los motores bramaron inmediatamente.
El aparato alzó el vuelo, conservando la atmósfera de ensoñación y de fluidez. Contemplé por el ojo de buey los primeros velos de nubes. El cielo, entre ese algodón de plata, relumbraba con un azul oscuro. Un espejo sin contorno ni límite que atravesábamos con toda facilidad. Ya no era la noche; era el reverso del mundo.
—¿Quiere beber algo?
Zamorski ya cogía hielo picado con la mano. Rechacé con un ademán. Lo que más me apetecía era un cigarrillo. Mi huésped adivinó mis deseos otra vez.
—Puede fumar. Es una de las ventajas de los vuelos privados: estamos como en casa.
Encendí un Camel, sintiendo otra vez desconfianza ante tantas atenciones. ¿Quién era exactamente ese prelado, escondido detrás de sus modales educados? ¿Cuáles eran sus verdaderas intenciones? ¿Adónde me llevaba, exactamente? Tal vez había caído en una trampa cuyo señuelo se llamaba Manon. Después de una larga calada, ordené:
—Hábleme de Manon.
—¿Qué quiere saber?
—¿Cómo conoció su caso?
—De la manera más sencilla del mundo. Por el cura de su parroquia, el padre Mariotte. Después del intento de asesinato en 1988, se confió al sacerdote exorcista de Besançon. La información llegó hasta mí. Nuestras redes están muy estructuradas.
—En aquel momento, ¿sabía usted que Manon estaba viva?
—Una breve investigación nos lo confirmó, sí. A partir de entonces, siempre hemos estado atentos a ella.
—¿Cree que Manon estaba poseída?
—Digamos que había una fuerte presunción de que así fuera.
—¿Por qué?
—Recogimos varios testimonios sobre su actitud antes del asesinato. También estaban los sospechosos del caso: Cazeviel, Moraz, Longhini. A ellos ya los teníamos en nuestras listas. Este caso entraba de lleno en el satanismo.
—¿Y a continuación?
Zamorski se encogió de hombros.
—La niña creció sin problemas ni desviaciones. Ni la menor señal de influencia demoníaca.
—Fue tratada por psicólogos.
—Nada que ver con el diablo. Simplemente, estaba traumatizada con toda esa historia. Lo que, por otra parte, es muy comprensible.
No tenía tiempo para andarme con rodeos.
—¿Cree que ella mató a su madre?
—No.
—¿Por qué esa certeza?
—Se aloja en nuestro monasterio desde hace tres meses. Es inocente. Ninguna mujer podría simular hasta ese punto. Manon es una verdadera… fuente de luz.
Agostina Gedda también había sido una fuente de luz. Para, finalmente, convertirse en un monstruo. Pero quería creer a Zamorski.
—De modo que, según usted, ¿la joven no vivió una experiencia negativa durante su coma?
—Manon no conserva ningún recuerdo de aquel paréntesis. En todo caso, cualquiera que fuera su vivencia durante el coma, esta no influye en su personalidad actual.
Asentí con la cabeza pero pensé en las advertencias que había recibido en Catania, a propósito de Agostina. En las admoniciones de Van Dieterling. En las instrucciones del Ritual romano: «Innumerables son los artificios y las traiciones del diablo para engañar a los hombres». ¿A quién podía creer en semejante situación?
Pasé a las generalidades.
—¿Cree, de todo corazón, que los Sin Luz existen? Me refiero a los homicidas que actúan bajo una influencia demoníaca.
—La experiencia negativa existe. Y puede ser traumática.
—¿Hasta el punto de transformar al que la sufre en un ser agresivo, en un asesino?
—En ciertos casos, sí.
—Pero ¿cree que el diablo está detrás de todo esto? ¿Que es una verdadera entidad negativa? ¿Un agente corruptor?
Zamorski sonrió. La intensidad de las luces de la cabina había bajado. Los sillones de cuero brillaban suavemente bajo las lámparas. De vez en cuando, las señales luminosas de la punta de las alas desgarraban las nubes e iluminaban nuestras siluetas a través de los ojos de buey.
—Estudiamos estos fenómenos desde hace años. Espere a que lleguemos a Cracovia, comprenderá mejor nuestra posición.
Entonces, volvamos a los casos específicos. ¿Agostina Gedda es una verdadera posesa?
—Según Van Dieterling, no hay duda alguna. Y por lo que sé, todo concuerda.
—¿Sabe usted quién es Raïmo Rihiimäki?
—Por supuesto.
—¿Un Sin Luz?
—Tuvo una experiencia negativa. Raïmo se confió a un psiquiatra. Le contó su visión. Esa prueba lo transformó en una máquina de matar.
—¿De modo que Agostina y Raïmo son los autores de los asesinatos que se les imputan?
—Mathieu, está usted quemando las etapas. Una vez más, espere a estar en Cracovia. Nosotros…
—Estos privilegiados por un milagro son asesinos, ¿sí o no? ¿Han sido capaces de utilizar ácidos, inyectar insectos, colocar liquen en la caja torácica de su víctima, en definitiva, de actuar exactamente del mismo modo separados por miles de kilómetros?
Zamorski sostenía una copa de champán perlada de gotas. Bebió un trago y declaró:
—Con el correr de los años, mi grupo ha elaborado una hipótesis.
—¿Cuál?
—Podría existir otro factor, unido a la experiencia negativa. Una circunstancia particular.
—Lo escucho.
—Un ser externo, que contactaría y ayudaría a estos asesinos… «revelados».
Zamorski expresaba la hipótesis que yo me planteaba desde el principio, aunque sin haber profundizado en ella. Un cómplice de los Sin Luz. Un inspirador de carne y hueso. El que había grabado en la corteza: yo protejo a los sin luz.
—¿Un hombre los ayudaría a matar de ese modo?
—En todo caso, los incitaría.
—¿Un hombre que se tomaría por el diablo?
—Que creería actuar en nombre del diablo, sí.
—¿Tiene pruebas que apoyen esta hipótesis?
—Sólo algunos paralelismos. El modo operativo, para empezar. Según parece, hasta ahora los Sin Luz nunca habían utilizado ese método. Se podría deducir que un hombre, una presencia oculta, les dicta ahora esa técnica.
Van Dieterling hablaba de «mutación», de una profecía que había que descifrar a través de la repetición de estos asesinatos rituales. Mi instinto de madero hacía que me inclinara por la versión de Zamorski, más tangible: la intervención de un tercero, un socio en las sombras.
Zamorski continuó:
—En segundo lugar, la multiplicación de los casos. A lo largo de los siglos, los Sin Luz son muy escasos. Sin embargo, de repente, nos encontramos con tres ejemplos en cuatro años: 1999, 2000, 2002… Y, sin duda, hay otros. ¿Por qué esta aceleración? Quizá un hombre ha favorecido esta serie. Un criminal que no sería el asesino propiamente dicho, sino el inspirador de estos seres traumatizados. Una especie de emisario del demonio que los empujaría a pasar a la acción.
Mis suposiciones, que hasta ese momento flotaban en el vacío, encontraban un eco concreto en el nuncio. Ese vuelo nocturno iluminaba mi corazón a la manera de un fuego de artificio. Era hora de aclarar los enigmas que concernían directamente al sacerdote.
—Hace quince días, lo vi a usted en la capilla de Santa Bernadette. Se celebraba una misa por un madero que estaba en coma.
—Luc Soubeyras. Lo conozco bien. Trabajaba en la misma investigación que usted. O, para ser precisos, usted trabaja en la misma que él.
—Intentó suicidarse. ¿Sabe por qué?
—Luc estaba demasiado exaltado. Al borde de un ataque de nervios. Se dejó el pellejo en esta investigación.
—¿Eso es todo?
—En este asunto, hay que estar dispuesto a traspasar ciertos límites. A visitar determinados confines. Pero sobre todo, hay que ser capaz de regresar. A pesar de su pasión, Luc no era lo suficientemente fuerte.
No respondí. Pensaba en los objetos satánicos descubiertos por Laure. ¿Luc había atravesado «la delgada línea roja»? Volví a Zamorski y le mencioné su conversación con Doudou en la capilla. El pequeño cofre que había pasado a sus manos. El estuche de madera oscura.
—El expediente de la investigación de Luc —dijo el polaco—. Enteramente digitalizado y guardado en un USB. Luc me había advertido. En caso de que surgiera un problema, su adjunto me entregaría los documentos. En cierto modo, éramos socios.
—Según Doudou, la contraseña era: «He encontrado la garganta». ¿Cuál es el sentido de esa frase?
—Luc estaba obsesionado por las NDE. El abismo, el pozo, la garganta…
—Es también lo que le dijo a su mujer antes de su intento de suicidio. ¿Por qué, según usted?
—Por la misma razón. Luc solo vivía para ese túnel. Era su obsesión. Ahora bien, esa puerta, esa famosa «garganta», seguía siéndole inaccesible. En el fondo, creo que ese intento de suicidio es la confesión de su fracaso.
Zamorski se equivocaba. Luc no se había intentado suicidar por simple desesperación. Por otra parte, no había fracasado sino que, al contrario, había llegado más lejos que yo, estaba seguro. ¿Quizá demasiado lejos?
—En la misa de Santa Bernadette, vi que se santiguaba al revés.
—Simple precaución —sonrió—. Esa señal de la cruz invertida me protegía contra los elementos satánicos del cofrecito. Sanar el mal con el mal, ¿comprende?
—No.
—No tiene importancia. Es solo un detalle.
Se agachó, observó por el ojo de buey y luego miró su reloj.
—Estamos llegando.
Sentí la presión en mis tímpanos. El avión iniciaba el descenso. Pero yo no soltaba al nuncio.
—En la Iglesia polaca, usted me ha dicho que su especialidad eran los Siervos. ¿Qué relación existe con los Sin Luz?
—Ya se lo he dicho: los Siervos los buscan, los acosan.
—¿Y usted intenta colocarse entre los dos frentes?
—Siguiendo a los Sin Luz nos cruzamos en el camino de los Siervos, sí.
—¿Cuáles son sus relaciones con los Sin Luz? ¿Los veneran?
—En cierto modo, sí. Los consideran unos elegidos. Pero su prioridad es arrancarles una confesión. Para conseguir sus fines no vacilan en raptarlos, drogarlos, torturarlos. Su obsesión es la palabra del Maligno. Todos los medios son buenos para descifrar esa voz.
—Cuando usted afirma que los Siervos constituyen una de las sectas más peligrosas, ¿qué quiere decir, concretamente?
Zamorski alzó las cejas, apoyando la evidencia:
—Ha tenido usted una demostración con Moraz y Cazeviel. Los Siervos están armados, entrenados. Matan, violan, destruyen. Respiran el mal como nosotros respiramos el aire que nos rodea. El vicio es su medio natural. Se automutilan, también se desfiguran. Sadismo y masoquismo son las dos caras de su modo de existencia.
—¿Cómo poseen esos conocimientos sobre una secta tan secreta?
—Tenemos testimonios.
—¿De arrepentidos?
—En su mundo no hay arrepentidos. Solo supervivientes.
Eché una ojeada a las nubes tornasoladas detrás de los ojos de buey. Mis tímpanos estaban a punto de reventar.
—¿Hay Siervos de Satán allá donde vamos? ¿En Cracovia?
—Por desgracia, sí. El fenómeno es reciente. Sucesos que se multiplican en nuestra ciudad revelan su presencia. Vagabundos torturados, desmembrados, quemados vivos. Animales mutilados, sacrificados. Esa estela de sangre es su marca.
—¿Saben que Manon está en Cracovia?
—Están allí por ella, Mathieu. A pesar de nuestras precauciones, la han localizado.
—Por lo tanto, ¿están convencidos de que ella es una Sin Luz?
Zamorski observaba las luces que centelleaban bajo el ala del Falcon.
—Estamos llegando.
—Contésteme. Para los Siervos, ¿Manon es una Sin Luz?
Su mirada se posó sobre mí, más dura que una sonda plantada en una capa de hielo en Siberia.
—Piensan que ella es el Anticristo en persona. Que ha regresado de las tinieblas para proclamar la profecía del diablo.