82

Revestida de madera clara, la sacristía recordaba una sauna sueca. Olía a pino y a incienso. Aunque la analogía se acababa ahí, ya que hacía un frío de muerte.

—Deme su parka. La pondremos a secar.

Obedecí dócilmente.

—¿Té? ¿Café?

Zamorski había colocado mi parka sobre un escuálido radiador eléctrico. Ya tenía un termo en la mano y desenroscó la tapa con un gesto rápido.

—Café, gracias.

—Solo tengo Nescafé.

—Perfecto.

Echó una cucharilla en un vaso de plástico y luego le agregó agua hirviendo.

—¿Azúcar?

Negué con la cabeza y cogí con precaución el vaso que me tendía.

—¿Puedo fumar?

—Por supuesto.

El polaco colocó un cenicero a mi lado. Esa cortesía, esos modales delicados entre dos desconocidos sobre un fondo de asesinatos y posesiones satánicas, era surrealista.

Encendí el Camel y me arrellané en una silla. Todavía no había digerido mi decepción: no era Manon, ni había ninguna secreta mujer bajo los vitrales. Pero este nuevo contacto sería fértil, lo presentía.

El hombre dio la vuelta a una silla y se sentó a horcajadas cruzando los brazos sobre el respaldo. Sus puños relucían. Su actitud tenía algo de teatral, de estudiada distensión.

—Usted sabe qué es lo que me interesa, ¿no es así?

—No.

—Entonces ha avanzado menos de lo que suponía.

—Ayudarme está en sus manos. ¿Quién es usted? ¿Qué busca?

—¿Le dicen algo las iniciales KUK?

—No.

—Un centro de intelectuales católicos creado en Cracovia, después de la Segunda Guerra Mundial. Juan Pablo II pertenecía a ese club cuando todavía se llamaba Karol Wojtyla. En la época de Solidarnosc, sus miembros contribuyeron a cambiar la situación. Por lo menos, tanto como Walesa y su pandilla.

—¿Pertenece usted a ese grupo?

—Dirijo una rama específica, creada en los años sesenta. Una rama… operativa.

—Me ha dicho que es nuncio del Vaticano.

—También ejerzo funciones diplomáticas. Unas funciones que me permiten viajar y enriquecer, digamos, mi red.

Adiviné el resto. Un nuevo frente religioso que se ocupaba de los Sin Luz y sus crímenes. Pero sin duda, de una manera mucho más decidida que la del teórico Van Dieterling. La pasma eclesiástica.

—¿Lo que le interesa es mi expediente?

—Seguimos su investigación con interés, sí. Para un policía acostumbrado a casos concretos y terrenales, ha demostrado tener un espíritu muy abierto.

—Soy católico.

—Precisamente. Podía usted haber tenido prejuicios propios de su edad. Considerar la psiquiatría el único referente y reducir los casos de posesión a una simple enfermedad mental. Esta actitud, supuestamente moderna, no tiene en cuenta el fondo del problema. El enemigo está ahí. Violento, omnipresente, atemporal. Cuando se trata del diablo, no hay modernidad ni evolución. La Bestia está en el origen y estará aquí hasta el final, créame. Solo tratamos de hacerla retroceder.

Ciertas palabras e imágenes desfilaban por mi mente: las predicciones de san Juan y su Apocalipsis, el infierno hirviente que se abría para el Juicio Final, los exorcistas a la cabecera de niños poseídos, luchando mano a mano contra los demonios en Brasil, en África… A mi pesar, estaba inmerso en el núcleo de una cruzada subterránea. En un tono que pretendía ser desenfadado, repliqué:

—No se puede decir que me haya ayudado mucho.

—Hay caminos que deben recorrerse en soledad. Cada paso forma parte de la meta.

—Pero habría ayudado a salvar vidas.

—No crea. En realidad, íbamos por delante de usted. Pero no de «él». Es imposible predecir dónde y cuándo golpeará.

Empezaba a hartarme de escuchar hablar del diablo como si fuera un personaje real y omnipotente. Volví a lo esencial.

—Si ya conoce las informaciones que poseo, ¿qué es lo que le interesa?

—En primer lugar, no sabemos con precisión en qué punto se encuentra. Además, ha avanzado por territorios a los que no tenemos acceso.

Van Dieterling y sus archivos. Los dos grupos debían de ser rivales. Zamorski no sabía nada o casi nada de Agostina Gedda. Tal vez tendría la oportunidad de «vender» dos veces mi expediente de la investigación y trabajar para dos entidades, como El servidor de dos amos, de Goldoni. Fingiendo un tono afligido, el polaco confirmó:

—En nuestras filas, la sinergia está lejos de ser lo que debiera. Sobre todo en materia de demonología. Los italianos del Vaticano creen que tienen el monopolio en este terreno y se niegan a cooperar.

No tenía la menor dificultad para imaginar a las dos facciones sacándose los ojos. Van Dieterling tenía su espécimen: Agostina. Y Zamorski debía de poseer sus propios expedientes.

—Si quiere usted mis informaciones —dije—, propóngame un intercambio.

El sacerdote se puso de pie. Su mirada de acero decía: «Cuidado por dónde camina». Pero afirmó en tono sereno:

—Tiene usted la inaudita suerte de estar aún con vida, Mathieu. Y sano de espíritu. Sin saberlo, se está metiendo en una verdadera guerra.

—¿Se refiere a una «guerra interna» entre diferentes grupos religiosos?

—No. Nuestras rivalidades solo constituyen un epifenómeno. Le hablo de un verdadero conflicto, que opone la Iglesia a una secta satánica poderosa. Le hablo de un peligro inminente, que nos amenaza a todos. A nosotros, los soldados de Dios, pero también a todos los cristianos del planeta.

No estaba muy seguro de comprender.

—¿Los Sin Luz?

Zamorski dio unos pasos con las manos en la espalda.

—No. Los Sin Luz son más bien la apuesta. Lo que está en juego en la batalla.

—No comprendo.

El nuncio se acercó a una vieja pizarra blanca destartalada que estaba detrás de los atriles que sostenían las partituras. Cogió un rotulador.

—¿Conoce este signo?

Trazó un círculo, lo atravesó con una línea horizontal en su parte inferior y luego dibujó algunos eslabones. El tatuaje de Cazeviel y el ornamento del anillo de Moraz. De modo que ese era el símbolo de una secta satánica.

—Ya lo he visto dos veces.

—¿Dónde?

—Tatuado en el torso de un hombre. Grabado en el anillo de otro.

—Los dos muertos, según mis informaciones.

—Si ya tiene las respuestas, ¿para qué hace las preguntas?

Zamorski sonrió y colocó el capuchón del rotulador.

—Patrick Cazeviel. Richard Moraz. El primero murió en la escalera del Vaticano el 31 de octubre. El segundo cerca de la casa del doctor Bucholz, en los alrededores de Lourdes al día siguiente. Usted los mató a los dos. Si quiere que lleguemos a un acuerdo, tiene que jugar limpio conmigo.

—¿Quién ha hablado de un acuerdo?

Dio unos golpecitos a la pizarra.

—¿No quiere saber qué significa ese dibujo?

—Si busco lo encontraré yo mismo.

—Por supuesto que sí. Pero podemos hacerle ganar tiempo.

El eclesiástico recorría la habitación con un andar pausado, paciente. Empecé a hartarme de sus rodeos.

—¿Cómo se llama la secta?

—Los Siervos de Satán. Se consideran esclavos del demonio. De ahí su símbolo: el collar de hierro. También se les llama los Escribas. Las sectas satánicas son mi especialidad. Mi verdadero trabajo consiste en buscar y capturar a esos grupos en todo el mundo. Pero, de todos los que he conocido o estudiado, los Siervos constituyen el grupo más violento, el más peligroso. Y con creces.

—¿Cuál es su culto?

Zamorski hizo un gesto amplio que anunciaba una digresión.

—En la mayoría de las sectas satánicas el diablo es solo un pretexto para entregarse a la depravación, a la droga, a diversas actividades más o menos ilícitas. A veces, esas prácticas van más lejos y alimentan las páginas de sucesos. Homicidios, sacrificios, incitaciones al suicidio. Pero diría que, en el fondo, esos clanes no son peligrosos y lo más habitual es que se limiten a profanar los cementerios. Una simple variante de la delincuencia. No hay trascendencia ni está en juego algo superior. Y cuando estos depravados tratan de ponerse en contacto con su «amo», es siempre a través de ceremonias más bien ridículas.

—Supongo que los Siervos no pertenecen a esa categoría.

—En absoluto. Los Siervos son verdaderos seres satánicos, que viven por y para el mal. Llevan una vida ascética, exigente, implacable. Asesinos, verdugos, violadores; practican el mal fríamente, con orden y rigor. Son el equivalente de nuestros monjes. Poderosos, numerosos e invisibles. Para ellos no se trata de fornicar en el altar de una iglesia o de besar el culo de un chivo. Son auténticos criminales que buscan la trascendencia a través del mal y de la destrucción. Su comunión es el homicidio, el sufrimiento, la depravación. Además, están firmemente unidos. Un proyecto secreto los hermana.

Encendí otro cigarrillo, aunque solo fuera para alimentar mi personal infierno íntimo.

—Un proyecto que consiste en…

—En recopilar los mandamientos del diablo. Cuando no matan, los Siervos buscan la palabra de Satán.

Zamorski tomó aliento. Seguía caminando de un lado al otro de la estancia. Más que nunca, su estampa marcial recordaba a un general durante una campaña. Continuó:

—Tenga en cuenta que el dogma satánico sufre una laguna fundamental: no hay libro sagrado. Ni rastro de un texto. En la historia del satanismo, encontrará infinidad de biblias negras, de volúmenes de demonología, de escrituras enigmáticas e indescifrables, de testimonios. Pero nunca una obra que pretenda transcribir la palabra del demonio en el sentido consagrado del término. Contrariamente a lo que se dice, el diablo es parco en palabras.

En un destello, volví a ver al sacerdote de Lourdes con su sotana raída: «No tienen libro, ¿comprende?». Aquel fanático hablaba de los Siervos.

—¿Dónde se encuentra esa palabra? ¿Dónde está escrita? —pregunté.

Un reflejo ladino pasó por sus ojos.

—¿Y usted me lo pregunta? —Abrió las manos—. ¡Estamos hablando precisamente del objeto de su investigación!

Debí imaginarlo. Los Sin Luz. Los únicos seres en el mundo que establecían, durante el coma, un contacto real con el demonio.

—¿Los Siervos van detrás de los Sin Luz?

—Ese es el sentido de su búsqueda. Para los Siervos, esos seres que han vivido un milagro son depositarios de una palabra única. Una palabra que deben dejar escrita en su libro. Por eso también se les llama los Escribas. Escriben al dictado del diablo.

—Supongo que su prioridad es descifrar el Juramento del Limbo, ¿verdad?

Zamorski estuvo de acuerdo.

—Su proyecto se reduce a este objetivo: descifrar el Juramento. Las palabras que permiten esperar al Maligno y pactar con él.

—¿Cazeviel y Moraz pertenecían a esta secta?

—Desde hace mucho tiempo.

—Eso significa: ¿antes de que Manon se ahogara?

—Por supuesto. Fueron ellos los que corrompieron a la niña. La condicionaron, le inspiraron los actos satánicos que ella cometía en aquella época. No sabemos con exactitud qué querían hacer. Sin duda, crear una especie de criatura malsana que llamara la atención del mismo Satán.

—¿Cuándo se enteraron de que Manon estaba viva?

—En el momento de la muerte de Sylvie Simonis.

—¿Sabe cómo llegaron a saberlo?

—Por Stéphane Sarrazin.

El nombre del gendarme me explotó en la cara.

—¿Por qué él? ¿Por qué les habría avisado?

El nuncio contuvo una sonrisa.

—Porque era su cómplice. Stéphane Sarrazin, cuando todavía se llamaba Thomas Longhini, también era un Siervo. Formaba equipo con los otros dos, para corromper a la niña.

Otra verdad fallida. Siempre había percibido la complicidad de los tres hombres, pero sin poder probarla. El famoso axioma del treinta por ciento. Los tres, Moraz, Cazeviel y Longhini, habían provocado, indirectamente, la muerte de Manon. Pero yo todavía era escéptico.

—En 1988 —proseguí—. Thomas Longhini tenía trece años. Era un adolescente. Moraz era relojero. Cazeviel, chatarrero. ¿Cómo habrían podido conocerse?

—No ha buscado lo suficiente en su pasado. Richard Moraz no era solamente relojero. Era coleccionista e incluso encubridor. Así conoció a Cazeviel, que le vendía objetos robados.

—¿Y Thomas?

—Thomas era un pervertido. Un vicioso. Lo que lo excitaba era penetrar en casa de la gente por la noche. Observarla. Sustraerle sus bibelots. Así conoció a Moraz. Le vendía las piezas hurtadas.

Moraz, Cazeviel, Longhini: tres aves nocturnas asociadas para el robo e intrusión. Más tarde habían descubierto otro interés común: el culto al diablo.

Imaginaba el resto. Con el paso de los meses, Thomas Longhini había debido de encariñarse con Manon y no quiso seguir descarriándola. Tuvo miedo. Habló con sus padres y luego con su psiquiatra, Ali Azoun, pero sin poder confesar toda la verdad. Únicamente insinuaba, pero lo esencial estaba allí. Longhini quería detener el maleficio de Manon. Lo que había empezado como un juego perverso —la corrupción de la niña— se estaba volviendo peligroso. Manon actuaba realmente como una posesa. Y su madre, que había perdido el control, estaba dispuesta a destruirla.

—Sí, comprendo —proseguí—. Los tres cómplices no descubrieron que Manon estaba viva hasta el verano pasado. Entonces, pensaron que podía ser una Sin Luz. Una criatura que el demonio había salvado. Por lo tanto, un ser que les interesaba extremadamente.

—Exacto. Salvo que, entretanto, Manon desapareció. O bien sintió la amenaza de esos fanáticos o bien temía al asesino de su madre.

Tomé nota de que Zamorski no consideraba la culpabilidad de Manon, lo cual me alivió, de una manera oscura, inexplicable. Ya no quería que Manon fuera culpable.

En cuanto al resto, mis datos encajaban con esos elementos. El trío buscaba a Manon, como yo. Moraz y Cazeviel habían decidido matarme para impedir que la encontrara antes que ellos. En cambio, Longhini, alias Sarrazin, había decidido asociarse conmigo. ¿Por qué? ¿Preveía matarme, una vez hubiera cumplido mi misión? ¿O contaba conmigo para que hiciera salir a la superficie a otros Sin Luz?

Volví al punto primordial. ¿Sabía Zamorski dónde se escondía Manon? La duda me consumía, pero primero quería sondear a mi posible asociado.

—¿Por qué me cuenta todo esto?

—Ya se lo he dicho: me interesan sus informaciones.

—Parece usted saber mucho más que yo.

—Sobre la investigación Simonis es cierto. Pero hay otras ramificaciones en el expediente.

—¿Agostina Gedda?

—Por ejemplo. Sabemos que usted la interrogó en Malaspina. Queremos una transcripción de ese testimonio.

—Entonces, ¿Van Dieterling no coopera con usted?

—Tenemos puntos de vista distintos sobre el problema, se lo repito. Él lo recibió a usted en la Curia romana. En la biblioteca apostólica del Vaticano se guardan archivos de la mayor importancia. Documentos que usted ha consultado.

El cardenal no me había dejado hacer nada pero decidí marcarme un farol.

—Es cierto que poseo textos que podrían enriquecer sus expedientes. ¿Y usted? ¿Qué tiene para mí? Revelarme la existencia de los Siervos no es suficiente. Tarde o temprano, lo habría descubierto.

—Esa era la parte gratuita de nuestro acuerdo. Algo necesario para convencerlo de que no avanzamos a ciegas.

—¿Dispone de otra moneda de cambio?

—Una moneda irresistible.

—¿Cuál?

—Manon Simonis.

—¿Sabe dónde se encuentra?

—En realidad, la tenemos bajo nuestra protección.

La noticia me bloqueó la respiración, pero conseguí decir:

—¿Dónde?

Zamorski cogió mi impermeable y me lo lanzó.

—¿Le da miedo viajar en avión?