78

Me alejé de Besançon a toda velocidad. Una única idea en la mente: el asesino solo podría expiar sus crímenes con su sangre. En adelante, reinaba la ley del talión. Ojo por ojo. Sangre por sangre.

En un pueblo dormido, encontré una cabina telefónica. Me detuve y llamé al Centro Operativo de la Gendarmería de Besançon. Llamada anónima. Otro nombre para la necrología del expediente. Casi una rutina.

Luego, a fondo por la carretera.

Mis pensamientos viraban hacia la pura pesadilla. El diablo quería que yo siguiera su huella; únicamente yo. Y me esperaba en algún lugar del valle del Jura, yo protejo a los sin luz. Un diablo que velaba por sus criaturas y que las vengaba de la peor manera; había eliminado a Sarrazin, un investigador demasiado curioso.

Un hotel, urgente.

Una habitación, un lugar seguro donde rezar por la salvación del gendarme y quizá, dormir unas horas. Al borde de la carretera vi un edificio rematado por un neón apagado. Frené. Era efectivamente un hotel, anodino, engullido por la hiedra. Un dos estrellas para viajantes de comercio.

Desperté al hotelero, que me acompañó a mi habitación. Me desnudé, me metí bajo la ducha y luego, en calzoncillos, recé en la oscuridad. Recé una y otra vez por Sarrazin. Pero no conseguía borrar mis sospechas. A pesar de su agonía, a pesar de nuestro acuerdo, sospechaba todavía que había una vertiente oculta en el gendarme. El famoso treinta por ciento de culpabilidad.

Redoblé el fervor de mi oración hasta que mis rodillas, sobre la alfombra raída, empezaron a dolerme. Solo entonces, me metí bajo las sábanas. Apagué la luz y dejé que mi mente divagara, sin orden ni lógica.

Las preguntas surgían en mi conciencia como los vidrios de colores de un calidoscopio. A cada segundo, los motivos cambiaban y dibujaban verdades contradictorias, preguntas abismales, angustias que se multiplicaban.

Luego reapareció la cuestión de Manon y se amplificó, hasta el punto de ocupar completamente mi mente. Me concentré en ella, para apartarme del resto de los enigmas. Si en verdad no había muerto, ¿cómo había sido su vida?

Me hundí aún más en mis pensamientos; alejé a Manon para reunirme con Luc. ¿Había ido aún más lejos que yo? ¿Había encontrado a Manon, viva, con veintidós años? ¿Era ese descubrimiento lo que lo había empujado al suicidio?

Me desperté con la luz del día.

Las ocho y media de la mañana. Me vestí y metí las prendas del día anterior en el fondo de mi bolsa. Luego bajé a tomar un café en el restaurante vacío del hotel y eché un vistazo a los periódicos. Nada sobre los asesinatos de Bucholz y de Moraz; estábamos a casi mil kilómetros de Lourdes. Nada sobre el cuerpo de Sarrazin; era demasiado pronto.

Disponía de un día para poner en práctica mi estrategia.

Reconstruir la historia del rescate de Manon.

Treinta minutos más tarde, me detuve delante del cuartel de bomberos de Sartuis. El cielo era azul; las nubes blancas. Todo parecía tranquilo. La noticia de la muerte de Sarrazin seguía sin conocerse. Nadie charlaba en el patio, nadie escuchaba su móvil con ojos desorbitados.

Solo un sábado como cualquier otro.

Tiritando, recorrí la nave principal. En el ala derecha, un joven bombero con el pelo cortado a cepillo tiraba un chorro de agua sobre el suelo de cemento. Lo llamé. Paró la Kärcher, aunque tuvo que intentarlo varias veces antes de detener el diluvio; luego preguntó con una voz de falsete y los ojos clavados en mi identificación de madero:

—¿Qué busca?

—Una vieja historia. Manon Simonis. Una pequeña que se ahogó en noviembre de 1988. Busco al equipo que rescató el cuerpo.

—Para eso tendría que hablar con el jefe, él…

—¿Qué pasa aquí?

Un hombre corpulento apareció detrás del bombero. Cincuenta años, visibles en su rostro, cabellos peinados con rastrillo y una nariz de patata. Los galones plateados brillaban sobre las hombreras de su jersey.

—Inspector jefe Mathieu Durey —dije yo con voz marcial—. Investigo el asesinato de Manon Simonis.

—¿A santo de qué? El delito prescribió hace mucho tiempo.

—Hay nuevos hechos.

—Fascinante. ¿Cuáles?

—No puedo proporcionarle datos.

Estaba a punto de quemarme, pero necesitaba la información a cualquier precio. El resto era accesorio. El oficial frunció las cejas a la luz de la claridad matinal. Mil arrugas convergieron alrededor de sus ojos. En un tono intrigado, preguntó:

—¿Y para qué viene a vernos?

—Quería interrogar a los bomberos que sacaron del agua a la niña.

—Yo era del equipo. ¿Qué quiere saber?

—¿Recuerda en qué estado se encontraba el cuerpo?

—No soy médico.

—¿La pequeña estaba completamente muerta?

Sorprendido, el jefe miró de reojo al joven bombero.

—¿Hay alguna posibilidad de que reanimaran a Manon? —insistí.

Parecía completamente decepcionado; estaba prestando su atención a un demente.

—La niña había pasado por lo menos una hora en el agua —respondió—. La temperatura corporal había descendido a menos de veinte grados.

—¿El corazón ya no latía?

—Cuando la rescatamos, no presentaba el menor signo de actividad fisiológica. Cianosis de la piel, pupilas dilatadas. ¿Algo más?

No paraba de tiritar dentro de mi trenca. Hice otra pregunta:

—¿Adónde fue trasladado el cuerpo?

—No lo sé.

—¿No habló con el personal del servicio de urgencias?

Su mirada fue alternativamente de su acólito a mí. Luego admitió:

—Todo ocurrió muy rápidamente. El servicio de urgencias tenía un helicóptero.

Mentalmente, recordé la historia. Las imágenes y los hilos conductores desfilaron con extrema rapidez. 12 de noviembre de 1988. Siete de la tarde. Aguacero. Los gendarmes descubren el cuerpo en la planta de depuración. Los bomberos se sumergen de inmediato en el pozo. La camilla remonta bajo la luz de los proyectores y los faros giratorios. Entonces, el personal de urgencias decide utilizar un helicóptero. ¿Por qué? ¿Adónde llevaron a Manon?

—Tal vez la transportaron a Besançon. Para la autopsia —aventuró el bombero.

—El helicóptero de urgencias —pregunté—, ¿dónde tiene su base? ¿En Besançon?

El hombre me miró con insistencia, como si intentara develar el sentido oculto de mis preguntas. Sacudiendo la cabeza, declaró:

—Para este tipo de transporte solemos llamar a una empresa privada de Morteau.

—¿El nombre?

—Codelia. Pero no estoy seguro de que fueran ellos los que…

Di las gracias a los bomberos con un gesto de la cabeza y corrí hacia el coche.

Un cuarto de hora más tarde, encontraba la capital de la salchicha, apretujada en el fondo de su pequeño valle. El helipuerto estaba situado a la salida de la ciudad, sobre la carretera de Pontarlier. Un almacén de chapa ondulada, que daba a una pista de aterrizaje con forma circular. Un solo helicóptero esperaba sobre la zona de estacionamiento.

Me paré cien metros antes de llegar y pensé. Era todo o nada. O bien los hombres de guardia eran de buena pasta y me permitían acceder a sus archivos o bien mi placa de madero no bastaba y mi pista se cerraba sobre sí misma: no podía correr ese riesgo.

Volví a arrancar, dejé atrás el helipuerto y aparqué bajo los árboles, pasada la primera curva. Regresé a pie y entré en el hangar por la parte trasera. Eché un vistazo. Tres hombres charlaban en la pista, cerca del helicóptero. Con un poco de suerte no habría nadie en las oficinas.

Caminé pegado al muro y penetré en el almacén. Un espacio diáfano de mil metros cuadrados. Dos helicópteros a medio desmontar, que parecían insectos con las alas cortadas. Nadie. Dominando la nave, a la izquierda, había un altillo con una sala acristalada. Tampoco allí se veía movimiento alguno.

Subí los peldaños y empujé la puerta de cristal. Un ordenador estaba encendido en el despacho principal. Pulsé la barra espaciadora. La pantalla se iluminó y mostró una serie de iconos. Estaba de suerte. Todo estaba allí, cuidadosamente ordenado: los desplazamientos, los clientes, los promedios de consumo de queroseno, los libros de mantenimiento, las facturas.

Ni contraseña, ni listados laberínticos, ni programas desconocidos. Menuda suerte. Hice clic sobre el archivo «Urgencias» y encontré los expedientes año por año.

Breve mirada por el ventanal; todo seguía igual, nadie a la vista. Abrí «1988» y avancé la lista hasta noviembre. Las misiones en la región no eran numerosas. Localicé la hoja de ruta que me interesaba:

F-BNFP

Jet-Ranger 04

18 de noviembre de 1988. 19.22 h. llamada XM 2454:SAMU/Hospital de Sartuis.

DESTINO: Planta de depuración. Sartuis.

COMBUSTIBLE: 70%.

18 de noviembre de 1988. 19.44 h. traslado XM 2454:SAMU/Hospital Sartuis.

DESTINO: CHAMPS-PIERRES, ANEJO DEI. CHU VAUDAOIS (CHUV), LAUSANA, Servicio de Cirugía Cardiovascular.

CONTACTO: Moritz Beltreïn, jefe de servicio.

COMBUSTIBLE: 40%.

Acusé el golpe. Manon no había sido trasladada a un hospital de Besançon. El helicóptero había cruzado la frontera suiza y se había dirigido directamente a Lausana. ¿Por qué allí? ¿Por qué un servicio de cirugía cardiovascular para acoger a una niña ahogada?

Las conexiones de mi cerebro funcionaban a la velocidad del sonido. Tenía que encontrar a la persona que había realizado el traslado de Manon Simonis. Solo de ella podía provenir la idea de llevarla a ese sitio.

—¿Qué coño hace aquí?

Una sombra entró en mi campo de visión, por la izquierda.

—Permítame que se lo explique —dije, con una amplia sonrisa.

—Será difícil.

El hombre apretó los puños. Un metro noventa; al menos cien kilos. Piloto o técnico. Un coloso capaz de mover un helicóptero solo con las manos.

—Soy policía.

—Más vale que te inventes algo mejor, tío.

—Permítame que le enseñe mi identificación.

—Un movimiento y te destrozo. ¿Qué coño haces en nuestro despacho?

A pesar de la tensión solo pensaba en mi hallazgo. El CHUV de Lausana, cirugía cardiovascular. ¿Por qué ese destino? ¿Había en ese servicio un mago que pudiera reanimar a Manon?

El tipo se acercó al escritorio y cogió el teléfono.

—Si es cierto que eres madero, llamaremos a tus colegas de la gendarmería.

—No tengo inconveniente.

Pensé en la pérdida de tiempo: las explicaciones al cuartel general de Morteau, las llamadas a París, la noticia de la muerte de Sarrazin, que contribuiría aún más a la confusión. Por lo menos tres horas perdidas. Me tragué la rabia y sonreí.

Antes de que el tipo lo descolgara, sonó el teléfono. Se puso el auricular en la oreja. Su expresión cambió. Cogió un bloc, apuntó unas señas y luego masculló:

—Ahora vamos.

Colgó y posó sus ojos en mí.

—Me parece que tienes mucha potra. —Me señaló la puerta—. Piérdete.

Salvado por la campana. Una emergencia que me venía como anillo al dedo. Salí retrocediendo hacia el umbral y me metí en la escalera. A mitad de camino, el tipo se me adelantó. Dio un salto, luego se abalanzó hacia la pista con una hoja en la mano y moviendo el otro brazo sobre la cabeza. Inmediatamente, los otros tipos salieron corriendo hacia el helicóptero. Cuando las aspas empezaron a girar, yo ya estaba fuera del helipuerto.

El armatoste despegó mientras yo seguía caminando. Rozó las copas de los árboles, arrancándoles las últimas hojas coloradas. Alcé la vista; me pareció que el piloto, el coloso del despacho, me observaba a través del cristal de la cabina.

Arranqué, a mi vez, en medio del torbellino de hojas y pequeñas ramas propulsadas al aire.

Lausana.

Allí estaba la clave del caso.