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Paisaje quemado por el invierno. Árboles desnudos, calcinados. Campos de tierra negra, removidos como tumbas. Cielo blanco que irradiaba una luz punzante, radiactiva.

Sobre este marco de fondo siniestro, retrocedí y contemplé el árbol en la cumbre de la ladera, que se erguía en completa soledad. Prisionero de la tierra, alzándose hacia el cielo, petrificado de frío. Pensé en mi situación. Un muerto en el suelo, la verdad encima de mí y yo entre ambos.

Ya hacía un tiempo que no dirigía la investigación.

Era ella la que me dirigía y me enviaba directo al infierno.

Decidí rezar. Por Moraz, sin duda relacionado con el secreto de los Sin Luz y con el caso de Manon Simonis, y por Bucholz, víctima inocente cuya maldición, hasta el final, se había llamado Agostina Gedda.

Bajé la cuesta con paso inseguro. El desierto que me rodeaba tenía una ventaja: no había un solo testigo a la vista. Entré en la casa de Bucholz y cogí mi gabardina, que estaba en el vestíbulo. A mi pesar, eché un vistazo a la estancia arrasada, donde estaba tendido el cadáver del médico. Reconstruí mentalmente mis desplazamientos por la casa, para asegurarme de que no había dejado ninguna huella dactilar.

Cerré la puerta de entrada; la mano en la manga.

Me alejé veinte kilómetros del lugar del crimen y luego me detuve en un sotobosque. Allí, cogí una camisa limpia de mi bolsa y me cambié. Sentía punzadas en el hombro pero la herida era superficial. Apilé la camisa, la corbata y la chaqueta con pegotes de hemoglobina, y el cuchillo roto que había recuperado y lo quemé todo. El fuego ardía con dificultad. Aproveché para fumar un Camel. Cuando solo quedaban cenizas y los restos del cuchillo, hice un agujero y enterré las pruebas de mi crimen.

Volví al coche y miré el reloj: las cinco de la tarde. Decidí buscar un hotel en Pau. Dormir y olvidar; mi único objetivo a corto plazo.

Pisé a fondo hacia Lourdes; luego me dirigí hacia el norte por la D940 y tomé la autopista, la Pyrénéenne. De camino, llamé a los gendarmes desde una cabina telefónica, para que pusieran al día sus estadísticas necrológicas.

Al volante de mi coche, murmuré una oración. Esta vez, para mí. El Miserere, salmo 51 de David. Mi mente, destrozada, tenía más agujeros que un queso gruyer y no conseguía recordar el texto completo. Pero muy pronto, la investigación, con sus muertos, sus interrogantes, sus grietas, volvió a atraparme. Pensé en Stéphane Sarrazin. No me había puesto en contacto con él desde Catania y me había dejado tres mensajes el día anterior.

Debía haberlo llamado en cuanto descubrí la identidad de Cazeviel. ¿No era el más indicado para exhumar el pasado del criminal? Con Moraz, el gendarme ya tenía trabajo para rato. Marqué su número. Contestador. No dejé mensaje, movido por un reflejo de prudencia, y volví a mis elucubraciones.

Seguía por la autopista. Decidí, una vez más, revisar la situación de mis tres expedientes criminales y compararlos.

Mayo de 1999.

Raïmo Rihiimäki mata a su padre según el método llamado de los «insectos».

Una venganza en caliente, inspirada por el diablo.

Abril de 2000.

Agostina Gedda mata a su esposo, Salvatore, con el mismo método.

Una venganza a sangre fría, también inspirada por el demonio.

Junio de 2000.

Sylvie Simonis es sacrificada según el mismo ritual.

Una venganza más.

La del homicidio de una niña poseída, catorce años atrás.

El único problema era que la niña estaba muerta y enterrada desde hacía catorce años.

No podía haber cometido el crimen.

¿Quién era el Sin Luz del caso Simonis?

¿Quién era el homicida que volvía del limbo, inspirado por Satán?

Frené en seco en plena autopista y me metí en el arcén. Apagué el motor y, a mi pesar, me agarré la cabeza. La respuesta era obvia pero tan demencial, tan desmesurada, que nunca se me habría ocurrido aventurar semejante hipótesis.

Ahora, una pequeña voz me susurraba que probara, solo por intentarlo.

En Sartuis, había algo que nunca había visto y que, precisamente por su ausencia, debería haberme sorprendido.

En ningún momento había tenido en mis manos una prueba tangible de la muerte de Manon Simonis. Censura de los magistrados, discreción de los investigadores, desconocimiento de los periodistas. En todo caso, nunca había visto ni la sombra de un certificado de defunción o de un informe de autopsia.

¿Y si Manon Simonis no hubiera muerto?

Puse primera y aceleré, las ruedas derraparon, dejando restos de caucho sobre el asfalto. Diez kilómetros más adelante, encontré la salida a Pau. Pagué el peaje y di media vuelta en medio de un chirrido de los neumáticos.

Dirección Toulouse.

Primera etapa para cruzar Francia.

Una carrera nocturna para llegar a Sartuis.