Repté por el jardín y observé la ladera. No había manera de divisar al hombre camuflado, ni siquiera de ver el reflejo de la mirilla del fusil —hoy en día las miras ópticas están fabricadas con polímeros y el vidrio de precisión está tintado—. Sin embargo, buscaba una señal, un indicio, observando cada monte bajo, cada matorral en lo alto de la colina.
Nada.
Al abrigo de una quebrada, agachado entre las hierbas, inicié el ascenso. Cada cincuenta pasos me asomaba por el flanco del abismo y miraba con la mano en visera. Seguía sin ver nada. Sin duda, el tirador estaba agazapado bajo una alfombra de ramas y de hojas, vestido con un traje de camuflaje. Quizá incluso había construido pacientemente un puesto de tiro, al estilo de los francotiradores de Sarajevo.
Seguí trepando. Por encima, el viento estremecía los cipreses. De pronto, mientras echaba una mirada, distinguí un destello. Furtivo, ínfimo. Un relámpago de metal brillando al sol. Un anillo, una pulsera, una joya. Apreté el paso, levantando bien los pies para amortiguar el ruido de mis zancadas. Ya no pensaba, ya no analizaba. Corría abiertamente hacia el combate concentrado en mi blanco, situado a doscientos metros según una línea oblicua de treinta grados.
Por fin, el punto más elevado de la loma.
Un paso más; mi campo de visión se abrió ciento ochenta grados.
Estaba allí, al pie de un árbol.
Enorme, camuflado, invisible desde abajo.
Llevaba un poncho caqui y una capucha en la cabeza. Con una rodilla apoyada en el suelo, estaba desmontando su arma, o quizá cargándola de nuevo. Un coloso. Bajo la capa, más de ciento cincuenta kilos de carne. El obeso que ya me había bloqueado el paso dos veces. En un callejón sin salida en Catania. En la escalera de los museos del Vaticano.
Hice un amplio rodeo y me acerqué a él por detrás. Ya estaba solo a diez metros. Él estaba desmontando el silenciador de su fusil. El tubo debía de estar ardiendo. No cesaba de cogerlo y soltarlo, como cuando uno quiere coger un objeto demasiado caliente.
Tres metros. Un metro… En ese instante, movido por un sexto sentido, volvió la cabeza. No dejé que terminara el gesto. Me lancé sobre él rodeándole el cuello con el brazo izquierdo y poniéndole el cuchillo bajo el mentón.
—Suelta el fusil —jadée—. De lo contrario te aseguro que acabaré contigo.
Se quedó inmóvil, todavía de rodillas. Arqueado sobre su espalda, tenía la impresión de estrangular a un buey. Clavé el cuchillo un centímetro. Su grasa se hundió bajo la presión sin sangrar.
—Suéltalo, joder… ¡No bromeo!
Dudó unos instantes; luego, arrojó el arma a un metro delante de sí. No era distancia de seguridad. Susurré:
—Ahora, date la vuelta muy despacio y…
Un destello en su mano, un movimiento en arco hacia la derecha. Lo esquivé moviéndome a un lado. El cuchillo de comando silbó en el vacío. Le planté la rodilla en los riñones, obligándolo a agacharse. Volvió a bajar la hoja para alcanzarme por la izquierda. Eludí otra vez el golpe con las piernas dobladas y los talones plantados en el suelo.
Trató de volverse. Su fuerza era alucinante. Otro golpe, por arriba. Esta vez, me hizo un rasguño en la espalda. Gemí y con un movimiento reflejo, le clavé mi arma debajo de la oreja derecha. Hasta el mango. El chorro de sangre de una arteria rayó el cielo.
El mastodonte se inclinó hacia delante, osciló sobre sus rodillas. Seguí el movimiento sin soltar el cuchillo, con un gesto preciso de vaivén, exactamente como un carnicero que está cortando la cabeza de un buey. La sangre formaba pegotes en mis dedos, calentando todavía más mi piel ya ardiente. Sus carnes apretaban mi puño en un abrazo abominable, una violencia de molusco submarino.
En un arranque, apoyó un talón en el suelo y consiguió levantarse, antes de volver a caer hacia atrás. Sus ciento cincuenta kilos se abalanzaron sobre mí. Mi respiración se bloqueó en seco.
Perdí la conciencia un segundo; desperté. No había soltado mi arma. El peso pesado me hundía en el barro, luchando con las manos y los brazos, como un pulpo gigante. Su sangre seguía manando y me ahogaba.
Me asfixiaba. En unos segundos, estaría atontado y sería el final, también para mí. No había logrado alcanzar mi jodido objetivo: que el cuchillo alcanzara la oreja izquierda. Cogí el mango con las dos manos para darle el golpe de gracia.
Luego, empujé con los hombros, con los codos, haciendo un último esfuerzo para liberarme. Por fin, el gordo osciló sobre el costado. Alzó el brazo para alcanzarme una vez más, pero su mano ya no sostenía nada. Giró dos veces sobre sí mismo y cayó rodando por la pendiente varios metros, envuelto en su sangre y en los pliegues del chubasquero.
Salí del barro y me apoyé en el árbol para recuperar el aliento. Pulmones cerrados, garganta bloqueada, cabeza llena de estrellas. De repente, sentí un violento espasmo que subía desde mis tripas. Me volví y vomité al pie del tronco. La sangre latía con virulencia en mi sien. Mi rostro parecía estar cubierto con un barniz helado; un barniz de muerte.
Seguí postrado de rodillas unos minutos. Ausente de todo. Por fin, me levanté y me enfrenté al cadáver. Estaba de espaldas, con los brazos en cruz, cinco metros más abajo. La capucha se había bajado y revelaba una cara gorda rodeada de una barba corta. La herida en el cuello le dibujaba un segundo collar, negro y atroz. En la caída, mi cuchillo se había roto.
Entre los latidos de mis sienes, un pensamiento surgió lentamente.
A ese también lo conocía.
Richard Moraz, primer sospechoso del caso Manon Simonis.
El hombre de los crucigramas. «Hasta pronto, colega», le había dicho en la taberna bávara. Promesa cumplida. Anillos en todos los dedos. Los que me habían enviado señales bajo el sol.
Observé que en el dedo medio de la mano izquierda llevaba un anillo especial.
De repente, todo se aclaró: era en ese dedo donde había visto el símbolo de Cazeviel. La argolla de presidiario ligada a una cadena, cruzada por una varilla horizontal. Me acerqué y observé el anillo. Exactamente el mismo dibujo con relieves de oro.
Levanté la manga derecha del cadáver solo para comprobarlo; el brazo estaba vendado. Arranqué la venda; la herida era limpia, longitudinal, de unos diez centímetros. Era el obeso quien había recibido la cuchillada de Cazeviel en el barullo de los museos del Vaticano.
Acababa de arreglar la segunda parte del problema.
El que había empezado en el puerto de Simplon.