Comparada con la leyenda en torno a ella, Lourdes no parecía gran cosa.
Rodeada de colinas, construida alrededor de rocas prominentes, la ciudad mariana era minúscula. Todo estaba concentrado en la ribera de un río que parecía más bien un riachuelo. A pesar de la basílica superior en la que sobresalía su elevado campanario, a pesar de las iglesias y las capillas, modernas y macizas, la ciudad no parecía dar la talla con respecto a lo que representaba. Allí se habían acumulado santuarios sin ampliar la superficie construible. Lourdes era como la rana de la fábula, la que quiso ser buey.
Nueve de la mañana
Ya había estado en Lourdes de adolescente, de visita con mi clase: Sèze estaba solo a unos kilómetros de distancia. No había vuelto desde entonces. Despreciaba esos sitios rimbombantes donde la superstición lucha con las mismas armas que la fe. Dejaba las ciudades milagrosas a los pardillos, a los cristianos ingenuos, a los desesperados. Nunca habría expresado tal juicio en voz alta, pero ante esos lugares de peregrinaje, mi posición era la del cinéfilo frente a las películas comerciales.
Era el primero de noviembre. En los aparcamientos a la entrada de la ciudad estaban estacionados decenas de coches que llevaban matrículas de toda Europa. En la fiesta de Todos los Santos se celebraba la última ceremonia antes del cierre de la temporada. El canto del cisne.
Aparqué el coche de alquiler, otro Audi, y empecé la ascensión. Las calles no cesaban de dar vueltas revelando una ciudad con una forma extravagante, atravesada por corrientes de aire. Las fuentes y los surtidores surgían por todas partes como en una estación termal, pero también los altares y las estatuas. Era imposible olvidar la naturaleza consagrada de la ciudad.
Los escaparates de las tiendas rebosaban de souvenirs. Estatuas de la Virgen; efigies de Bernadette con su cinturón azul y las dos rosas amarillas en los pies; cristos con los ojos que se abrían y se cerraban a medida que uno se acercaba o se alejaba. Y por supuesto, todos los sucedáneos de la fuente. Botellas conteniendo agua de Lourdes, caramelos con agua de Lourdes, frascos de agua con la figura de María.
De la parte alta de la ciudad se elevaba un rumor. Los cantos. La ceremonia había comenzado. Seguí subiendo hacia la gran basílica y la gruta Massabielle. El arzobispado no debía de estar lejos. Primer objetivo: interrogar a monseñor Perrier, el obispo de Lourdes. A continuación iría a la Oficina de Constataciones Médicas para hablar con el médico que había tratado el caso de Agostina.
Dejé atrás a los rezagados. Familias agrupadas alrededor de una silla de ruedas, enfermeras que apretaban el paso, sacerdotes que jadeaban con la sotana flotando al viento. Al final de la última calle, recorrí con la mirada el lugar donde se celebraba la ceremonia. Bruscamente, me emocioné hasta las lágrimas.
Al pie de la gigantesca basílica miles de fieles estaban inmóviles, con los ojos vueltos hacia la gruta de las apariciones, sumergida bajo las hiedras y los cirios. Los estandartes y gallardetes ondeaban y restallaban al aire. «Peregrinos de un día», «Pilger für einen Tag», «Polka missa katolik». Los paraguas azules y las mantas de viaje del mismo color que daban calor a los enfermos formaban innumerables manchas en la multitud.
Localicé también las diversas órdenes y congregaciones: los hábitos negros de los benedictinos, las sotanas color crudo de los cistercienses, las cabezas afeitadas de los padres cartujos, la cruz roja y azul de los trinitarios. También había mujeres. Velos blancos con rayas azul cielo para las pequeñas guerreras de la Madre Teresa o, mucho más raro, el abrigo negro con la cruz roja en el hombro de las Damas del Santo Sepulcro de Jerusalén, a las que se apodaba «centinelas de lo invisible».
La multitud cantaba a coro el Ave María. Esa muestra de fervor se hundía en mí como la hoja de un cuchillo, a la vez dolorosa y benefactora. Adoraba esas grandes concentraciones donde se revelaba una fe universal. Misas de medianoche, alocuciones del Papa en la plaza de San Pedro, congresos de verano en Taizé…
Un hombre con sotana y aspecto atareado pasó delante de mí. Daba la espalda a la ceremonia. Sin duda, era un sacerdote local. Le hice señas.
—Por favor, busco la residencia del obispo.
—¿Monseñor Perrier?
—Debo verlo lo antes posible.
Lanzó una ojeada por encima de su hombro hacia la plaza.
—Hoy será difícil. Es día de celebración.
Saqué mi identificación de madero.
—Es una emergencia.
El sacerdote frunció la frente. Por lo visto no había utilizado el tono adecuado.
—Tendrá que esperar hasta que termine la misa.
—¿Dónde está su residencia?
—En la cima de la colina, un poco más arriba.
—Lo esperaré allí.
—La residencia episcopal está indicada. Al fondo de un parque. Me dirijo a la gruta. Le diré que usted lo espera.
Retomé mi camino. Sobre la calzada húmeda, el cielo gris desplegaba reflejos duros y cambiantes. En aquellas calles mortecinas, con las fachadas de granito pegadas las unas a las otras, había algo desgarrador, algo infinitamente triste y al mismo tiempo muy fuerte, indestructible.
Franqueé la reja del parque, aunque sabía que no tendría paciencia para esperar. ¿Dirigirme corriendo inmediatamente hacia la Oficina de Constataciones Médicas? Atravesé el jardín y descubrí la residencia: una rectoría a escala industrial.
Entré en el vestíbulo. Paredes de yeso, una cruz suspendida frente al umbral, un banco de madera. Me senté y encendí un pitillo.
Un portazo en el fondo del pasillo.
Un sacerdote apareció gritando por un teléfono móvil.
—Los expertos estarán allí dentro de dos horas. Yo mismo iré a buscar el expediente del paciente, puesto que usted no es capaz de hacérmelo llegar. La oficina está abierta, ¿no?
Me aparté para dejarle pasar. En un segundo adiviné que estaba hablando con la Oficina de Constataciones Médicas. Lo seguí hasta fuera y lo interpelé mientras cerraba el móvil.
El hombre se detuvo, con expresión hostil. Parecía salir directamente de una novela de Bernanos. Las mejillas hundidas, la mirada fanática, el hábito que brillaba debido a su desgaste. Le pregunté si la Oficina estaba abierta. Me lo confirmó. Añadí:
—Va usted hacia allí, ¿verdad?
Me miró de arriba abajo despectivamente.
—Y usted, ¿quién es?
—Soy policía. Trabajo en el caso de un milagro ratificado.
—¿Cuál?
—El de Agostina Gedda. Agosto de 1984.
—No encontrará a nadie que le hable de Agostina.
—Al contrario, pienso conseguir el expediente completo. Interrogar a monseñor Perrier y al médico que llevó el caso.
En su rostro se dibujó un rictus. Sus huesos se movían bajo la piel.
—Nadie le dirá lo esencial.
—¿Ni siquiera usted?
El hombre se acercó. Su sotana apestaba a moho.
—Satán. Agostina fue salvada por Satán.
Otro aficionado a lo diabólico. Precisamente lo que necesitaba. Utilicé un tono irónico.
—¿El diablo en Lourdes? Hay un pequeño conflicto de intereses, ¿no cree?
El sacerdote meneó la cabeza lentamente. Su sonrisa se amplió, con un gesto a medio camino entre el desprecio y la consternación.
—Al contrario. El diablo viene aquí a reclutar. La debilidad, la desesperación: ese es su terreno predilecto. Lourdes es el mercado de los milagros. Aquí las gentes están dispuestas a creer cualquier cosa.
—¿Quién trató el caso de Agostina?
—El doctor Pierre Bucholz.
—¿Sigue trabajando en la Oficina?
—No. Está jubilado. Lo han jubilado.
—¿Por qué?
—Para ser un madero, parece usted un poco lerdo. Estaba en la primera fila, ¿comprende? Resultaba molesto.
—¿Dónde puedo encontrarlo?
—En la carretera de Tarbes. Tome la D507. Justo antes de la aldea de Mirel, verá una gran casa de madera negra.
—Muchas gracias.
Me volví para irme. Me cogió del brazo.
—Tenga cuidado. Usted no está solo en este camino.
—¿Qué quiere decir?
—Ellos también vienen aquí.
—¿Quiénes?
—Buscan a aquellos a quienes el diablo ha salvado milagrosamente. Son mucho más peligrosos de lo que puede usted imaginar. Tienen normas, cumplen órdenes.
—¿Quién acecha? ¿Quién cumple órdenes?
—En las tinieblas hay varios frentes. Ellos tienen una misión.
—¿Qué misión?
—Deben recoger su palabra. No tienen libro, ¿comprende?
—No, no entiendo ni una palabra de lo que me ha dicho. ¡Joder! ¿De qué está hablando?
Su mirada se llenó de piedad.
—Usted no sabe nada. Camina a ciegas.
Ese cuervo empezaba a sacarme de quicio.
—Gracias por darme ánimos.
—Abandone. ¡Camina usted por su territorio!
Con esas palabras, se lanzó por el sendero dejándome atrás y perdiéndose bajo la sombra de los árboles. Me quedé algunos segundos observando cómo la sotana grisácea desaparecía. No había comprendido la advertencia pero estaba seguro de una cosa: el desconocido acababa de referirse, sin saberlo, a mis asesinos.
Los hombres que también buscaban a los Sin Luz y que estaban dispuestos a matar a cualquier competidor que les saliera al paso.