—Fiumicino. International Airport.
Me hundí en el taxi. Una sola urgencia: huir de Roma. Tomar el primer avión y poner el máximo de kilómetros de distancia entre esa muerte violenta y yo. «Un accidente», murmuré. Las palabras temblaban en mi boca. «Un accidente…».
Via de Lungara. Me acordé de la bolsa de viaje que había dejado en la pensión.
—¡Panteón! —grité—. ¡Via del Seminario!
El coche giró bruscamente y atravesó el Tibor por el puente Mazzini. Traté, una vez más, de poner en orden mis ideas, recuperar la serenidad y el control. Imposible. Mis dedos tamborileaban sobre el vidrio de la ventanilla; mi cuello estaba empapado de sudor. Por vez primera sentía un deseo visceral de dejarlo todo. Volver a París y hacer el papel del buen madero en su covacha, quai des Orfèvres.
El taxi se detuvo. Corrí a mi habitación, hice el equipaje, pagué la cuenta y salté dentro del coche. En el camino hacia el aeropuerto de Roma constaté una estúpida evidencia: no tenía ningún sitio adonde ir.
El caso Gedda estaba cerrado. El de Raïmo Rihiimäki, el estonio identificado por Foucault, también. En cuanto al caso de Sylvie Simonis, había puesto la ciudad patas arriba sin encontrar nada. Ninguna noticia de Sarrazin, de Foucault, de Svendsen. Ninguna de las pistas que había seguido me habían dado resultado: el escarabajo, el liquen, la unita16, la relación entre los casos… Punto muerto absoluto.
Conseguí, por fin, estructurar mis ideas.
En adelante, la trama estaría constituida por tres estratos distintos.
El primero era el asesinato de Sylvie Simonis. Un homicida en Sartuis. El que había torturado a la relojera y vengado a Manon. El que había grabado en la corteza yo protejo a los sin luz y te esperaba en el confesionario. ¿Era también alguien rescatado de la muerte como Agostina, como Raïmo?
El segundo estrato era la teoría de Van Dieterling. No se trataba de un único asesino sino de una serie de asesinos. Había que considerar a los nuevos Sin Luz en su conjunto, descifrar el significado de su ritual y averiguar qué se escondía detrás. «Una mutación», había dicho. Mutación y profecía.
El paisaje desfilaba. ¿Qué hacer? ¿Seguir buscando otros casos en todo el mundo? ¿Con qué objetivo? ¿Enriquecer la lista de los asesinos que habían confesado? ¿Completar los archivos del prelado? ¿Identificar, como él decía, al «supraasesino» que estaba detrás de la serie? Si se trataba del diablo en persona, no sería precisamente fácil ponerle las esposas.
Pero, sobre todo, esta teoría implicaba aceptar la existencia del demonio. Y de eso, ni hablar. Debía concentrarme en el único interrogante concreto, el único enigma que incumbía a un madero de la Criminal: ¿quién había matado a Sylvie Simonis? De vuelta a la casilla de salida.
Faltaba el tercer estrato. Los asesinos me estaban pisando los talones. Ellos también me llevaban de nuevo al caso Simonis. Uno de ellos era Cazeviel. ¿Quién era el otro? ¿Por qué querían eliminarme? ¿Eran los asesinos de Sylvie? No. Esos mercenarios protegían un secreto. ¿La existencia de los Sin Luz? ¿Su reciente mutación? ¿O quizá había otro secreto detrás del expediente Simonis? Por ese lado tampoco había posibilidades. A menos que el segundo asesino tratara nuevamente de matarme y yo pudiera interrogarlo. Una perspectiva que no me entusiasmaba demasiado.
Seis de la tarde
El aeropuerto de Fiumicino a la vista.
La noche caía sobre el extrarradio de Roma. Nubes violeta, cielo amarillento. En mi interior, llamé a Luc para que acudiera en mi ayuda. En esa etapa de la investigación, ¿qué habría hecho él? ¿Cómo habría avanzado? Existía una diferencia fundamental entre él y yo. Luc creía en Satán; yo no. El mayor obstáculo en mi camino era mi mente cartesiana. Era el hombre menos indicado para seguir adelante con ese expediente.
Luc debía de haber seguido el camino de los Sin Luz, profundizando en sus signos, acercándose al núcleo maléfico.
Una idea: comprobar, de una vez por todas, si el demonio existía.
Saber a qué atenerse.
En el fondo, el único elemento sobrenatural del caso Gedda era la recuperación física de Agostina. El único hecho inexplicable. La niña podía haber sufrido una alucinación durante el coma. Una NDE infernal. Podía haberse traumatizado por esa experiencia y a causa de ello haberse convertido en una asesina. Desde un punto de vista metafísico eso no probaba nada.
En cambio, el milagro de su curación era harina de otro costal.
Curarse de una gangrena en pocos días: eso era algo muy concreto. El taxi se detuvo. Habíamos llegado a Fiumicino. Pagué al taxista. La terminal. El mostrador de la recepción. Un solo lugar en el mundo donde podría comprender lo que había ocurrido en el cuerpo de Agostina, una noche de agosto de 1994.
La azafata de tierra me sonrió.
—¿Destino?
—Lourdes.
Desde Roma, los vuelos hacia la ciudad mariana eran frecuentes, pero la temporada alta había terminado y esa noche no salía ninguno. El próximo despegaría a la mañana siguiente a las seis y cuarto. Compré un billete en clase business y salí a buscar un hotel.
Encontré una especie de fábrica de durmientes en el mismo aeropuerto, a unos pasos de la zona donde estacionaban los aviones. Pasillos, habitaciones ciegas. El único mobiliario: una cama y un reloj. Una cabina de ducha en un rincón. Allí se fabricaba reposo, como en otras empresas pegamento o circuitos electrónicos.
Cerré la puerta con llave y luego me eché sobre la cama, completamente vestido. Mi ropa estaba pegajosa por el sudor, arrugada, hecha jirones. Cerré los ojos. El bramido de los aviones que sobrevolaban el edificio penetraba por los muros y se metía en mi cabeza.
La hoja de una navaja se abrió paso entre la muchedumbre en la escalera de Giuseppe Momo. Se hundió en un brazo carnoso, exactamente delante de mí. Me sobresalté al ver que la sangre salpicaba. Parpadeé. ¿A quién pertenecía ese brazo? ¿Quién era el obeso, cómplice de Cazeviel, que ya se había cruzado dos veces en mi camino, en Catania y en el Vaticano? ¿Adivinaría dónde estaba? Consideré la posibilidad de un nuevo ataque.
Por un reflejo condicionado, apreté la Glock. Mi cuerpo se relajó. Duermevela. La voz de Luc: «He encontrado la garganta». «Yo también —le contesté mentalmente—, la he encontrado». Por lo menos, conocía su existencia. Pero ¿cómo llegar hasta ella?
Mi conciencia se replegaba. Ahora, flotaba en un pasillo en tinieblas. Un laberinto serpenteaba bajo la tierra. Un farol rojo brillaba débilmente. Tendí la mano. Una voz se escapó. Era la voz, suave y viciosa, de Agostina Gedda.
Lex est quod facimus.
LA LEY ES LO QUE HACEMOS.