—Aquí lo dejo. Solo tiene que seguir el mismo recorrido que antes. Al final de la sala, gire a la derecha, por la galería. Al fondo encontrará la salida.
El tono dulzón de Rutherford contrastaba con la voz admonitoria de Van Dieterling. Habíamos salido a la superficie. Por el resquicio de la puerta pude divisar la Capilla Sixtina.
—Ningún problema —dije, con voz ausente.
Me despedí de Rutherford y me puse en camino. Me detuvo cogiéndome del brazo.
—Nuestras señas —señaló, metiendo una hoja doblada en el bolsillo de mi chaqueta—. En caso de que las haya perdido.
Seguía sonriendo, pero su mano era firme. Bajo la seda, apretaba las clavijas. Me escabullí entre los visitantes que avanzaban ahora en grupos por la Sixtina. Con la gabardina bajo el brazo, sujetaba mi carpeta como si fuera un turista que ha ido a tomar notas.
Estaba atontado, después de pasar unas horas en soledad y llenas de revelaciones. No era consciente ni de la multitud ni del bullicio que me rodeaban. Solo veía las pinturas. Sixto V tendía el brazo hacia los planos de la nueva biblioteca que le estaban enseñando. El emperador Augusto, fundador de la Biblioteca Palatina, caminaba entre hombres de letras que parecían ermitaños, barbudos y desnudos. Unos prelados presidían el Concilio de Constantinopla mientras que unos soldados los señalaban con el dedo.
Las mitras blancas, los cascos cobrizos, los hábitos de color rojo y azafrán, todo me ponía frenético. Cada detalle me provocaba una sensación física tan concreta como un trago de té ardiendo o una salpicadura de agua helada. El rumor de las voces, el calor de los cuerpos parecían abatirse sobre mi malestar. Estaba en pleno síndrome de Stendhal.
De pronto, sentí que me desvanecía. Me apoyé en una espalda, pero solo recibí un empujón acompañado de protestas en lengua escandinava. Debía salir de allí cuanto antes. Me perdí en la marea de visitantes.
Las pinturas desfilaban. Un Cristo blandió delante de mí una tabla donde estaba escrito: ego sum. Las letras se inscribieron como hierro candente en mi cerebro. Por fin, pude acceder a la galería.
No sentí ningún alivio; el espacio estaba sobrecargado de frescos, esculturas, objetos antiguos y de astronomía. Tomé a la derecha y me abrí paso entre la marea humana, pasando al lado de las ventanas que daban a los jardines del Vaticano y a sus pinos piñoneros. La vista se me nublaba, mi piel se erizaba como la de una gallina, tupida y gélida.
De pronto, un malestar en el malestar.
Una sensación aguda, diferente.
Me seguían. No era un hombre de Van Dieterling ni la mirada abstracta de Pazuzu. Era otra cosa. En una fracción de segundo lo supe: los asesinos. Miré a mi alrededor. Nada. Excepto los turistas que caminaban a paso lento, admirando las pinturas, los mapamundis, los globos celestes. Sin embargo, me sentía localizado, espiado, amenazado. Y esa multitud era el lugar ideal para una ejecución discreta con arma blanca. El gentío me llevaría hasta la salida con la navaja en el vientre.
Me abrí paso susurrando «prego», «pardon» y «sorry», aunque la única respuesta que recibía eran gruñidos y codazos. Por fin, dejé atrás a los guardianes que vigilaban a la manada, me escondí en un rincón contra una puerta acristalada y recuperé el aliento.
Frente a mí, un vitral de María y el divino niño, azul y rojo, me miraba con autoridad. Esa mirada me ordenaba que siguiera mi camino, sin temor. Experimenté una sensación de consuelo. Me puse en manos del Señor y me perdí nuevamente en la multitud.
El final de la galería. La masa de turistas parecía más densa aún, como si se tratara de un río alimentado por mil afluentes. Para salir de los museos había que pasar la última prueba: la gran escalera de caracol con la balaustrada de bronce, obra de Giuseppe Momo. Una suave pendiente que, con sus amplias curvas, evoca una estructura que fuga en el infinito.
«Prego, pardon, sorry. »Me deslicé entre los grupos. Las curvas se sucedían como obsesivos serpenteos. Una idea me asaltó: esa pendiente en caracol creaba un eco con la estructura profunda del ser humano. Existía un acuerdo secreto entre esa forma en espiral y la arquitectura interna del hombre. Estaba pensando en la hélice de nuestro ADN, cuando un hombre fornido se apoyó en la balaustrada y me cortó el paso. Era tan ancho de hombros que parecía ocupar todo el espacio. Choqué contra su brazo y pronuncié más fuerte: «Prego!». El tipo no se movió. Al contrario, sus dedos se aferraron a la baranda de bronce.
Entonces comprendí, pero ya era tarde. Me lancé contra la pared al tiempo que una navaja relucía delante de mí. La hoja fue a parar al antebrazo del paquidermo. Me volví, pero no vi nada. Solo unos turistas que empezaban a tropezar entre sí porque yo no avanzaba. Me volví otra vez; el brazo herido también había desaparecido.
La acción había sido tan rápida que me pregunté si no la habría soñado. Pero en ese instante, una mano me cogió. Un hombre sin rostro visible, cubierto por la visera de su gorra de béisbol, me levantó y me empujó por encima de la balaustrada. Me resistí agarrándome a la barandilla, por lo que dejé caer la trenca y el expediente. El desorden se convirtió en caos. Los turistas chocaban entre sí. La balaustrada contra mi vientre, el vacío frente a mí.
Me aplasté contra el parapeto con todo el peso de mi cuerpo para no perder el equilibrio y caer. Las manos seguían tirando de mí. Ahora, la multitud de visitantes se apartaba para pasar, sin hacer caso de nuestra lucha. Nadie parecía darse cuenta de que intentaban matarme.
Lancé un puñetazo. El golpe se perdió en el aire pero el hombre me soltó. Quedé tendido en el suelo, cruzado en la rampa. Un clamor se elevó desde la elipse. Rodé varios metros, arrastrado por una maraña de pies. Todo el mundo corría hacia la barandilla. ¿Qué pasaba? Me puse de pie y comprendí. En el forcejeo, el asesino se había balanceado hacia atrás. Debí de arrollarle las piernas y provocar su caída.
Me puse de pie y recogí mis cosas. Conmocionado, bajé corriendo la escalera. Nadie me cogió por el brazo gritando «assassino!». Fui arrastrado con los demás hasta la planta baja.
Un círculo se había formado alrededor del cuerpo, en el centro de la estructura. Unos guardias gritaban para dispersar a la gente. Me colé entre ellos.
El cuerpo yacía en una postura inconcebible. La pierna izquierda estaba torcida hasta tal punto que el pie tocaba la cadera. El brazo derecho, detrás de la espalda, estaba roto. El hueso había atravesado el hombro de la camisa. La gorra había salido proyectada a un metro de distancia y el cráneo había estallado contra el mármol claro. Una gran aureola oscura se esparcía en torno al rostro creando un contraste que lo volvía aún más pálido.
La visión de un cadáver siempre es chocante, pero tenía otra razón para estar estupefacto: conocía a ese hombre. Patrick Cazeviel, el segundo sospechoso del asesinato de Manon Simonis. El ex convicto, tatuado de la cintura hasta los hombros, el prisionero de los ángeles y los demonios.
Un detalle en su clavícula izquierda me llamó la atención.
Un tatuaje que destacaba sobre el resto de surcos y arabescos azulados. Un dibujo que tenía la precisión del número de un campo de concentración o de una cicatriz, pero que yo no había detectado durante nuestro primer encuentro. Una especie de picota o un collar de hierro, unido a una cadena, como las que solían llevar antiguamente los prisioneros.
Ya había visto ese símbolo. Pero ¿dónde?