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La pregunta no necesitaba respuesta. Volví la cabeza. El cardenal Van Dieterling se acercó. Parecía que resbalara suavemente sobre el suelo.

—¿De modo que Agostina Gedda pertenece a esta serie? —pregunté.

—Ella nos ha hecho partícipes de su experiencia, sí. Supongo que se la contó.

—Más bien evocó un sueño. El diablo le habría inspirado su venganza. Según ella, o más exactamente según «él», fue Salvatore quien la empujó por el acantilado cuando ella tenía once años.

—Es la verdad. Lo hemos verificado. Hemos hablado con los demás niños que estaban presentes.

—Quizá se acordó ella sola, ¿no cree?

—Deje de negar la evidencia. Ganará tiempo.

Agostina me había dicho exactamente lo mismo. Me puse de pie para estar a la altura del religioso. Detrás de mí, Rutherford ya apagaba el ordenador. Ataqué de frente al hombre de negro y púrpura.

—Eminencia, ¿cuál es su opinión? ¿Cree usted realmente que el demonio se le apareció a Agostina? ¿Que pudo aparecer a todos esos reanimados? Quiero decir: ¿un diablo real? ¿Una potencia inspiradora y destructora?

Van Dieterling no contestó. Volví a tomar conciencia de la humedad y el frío de la estancia. Por fin, pasando la mano por los lomos desteñidos y dorados de los volúmenes, respondió:

—Poco importa lo que yo crea. Agostina vivió una experiencia psíquica transformadora. Esa modificación fue lenta. Transcurrieron dieciocho años. Pero al final del proceso, la mujer de Paterno salvada por un milagro se había convertido en una asesina. Abyssum abyssus invocat.

«El abismo llama al abismo». Cogí su argumentación al vuelo.

—Precisamente. Yo sería partidario de creer en un simple trauma psíquico. Una alucinación que habría modificado su personalidad. Pero hay una curación física. Hace un momento, usted ha pasado de puntillas sobre esta curación. Ese prodigio podría ser una prueba concreta de la existencia del demonio. Habría salvado a la niña y se le habría aparecido en el mismo momento. Y sin duda otras veces, mucho más tarde.

El eclesiástico esbozó una sonrisa de suficiencia.

—Pero usted no cree en Satán…

—Hago de abogado del diablo. Todos estos testimonios citan una presencia detrás de una luz roja. Un ser de las tinieblas que les ha hablado. Y he observado que todos ellos se niegan a hablar de ese intercambio.

—El Juramento del Limbo.

—¿Qué?

—El pacto con el Maligno. Una tradición muy antigua le ha dado ese nombre: el Juramento del Limbo.

—¿Y qué significa?

—El diablo no da nada gratuitamente. En el mismo instante en el que el sujeto muere, Satán propone el trato. Salvar la vida a cambio de una sumisión total. La promesa de hacer el mal. A esa «transacción» se la denomina el Juramento del Limbo. El pacto faustiano, pero en versión psíquica. La famosa cédula, la declaración de vasallaje firmada con la sangre del hereje. Aquí, el juramento se lleva a cabo en el terreno del espíritu. No hay ninguna necesidad de sangre ni de ceremonial. «Lex est quod facimus.». El poseso escribirá la nueva ley con sus crímenes.

Las palabras de Agostina. Unos pinchazos me aguijoneaban la nuca. Todo cobraba sentido. Los hechos tomaban un giro demasiado convincente, demasiado… indiscutible.

—Pero usted —dije, bruscamente—, ¿usted lo cree?

—Deje de preocuparse por lo que yo creo. Debemos trabajar juntos.

—Ya tiene mi expediente.

—Queremos la continuación. Queremos estar informados de cada nuevo elemento.

Dio un paso hacia mí. Su hábito negro olía a incienso y a vetiver.

—Usted y yo pensamos igual: un único asesino. Usted cree en un asesino de carne y hueso. Yo creo en un supraasesino que se esconde en los repliegues del coma. Llámelo como quiera, diablo, bestia, ángel de las tinieblas, pero este «inspirador» da sus órdenes desde el fondo del limbo. Debemos desenmascararlo. Juntos.

—No puedo ayudarlo. No comparto sus convicciones. Yo…

—Cállese. Todo está cambiando y usted está en el corazón de esta mutación.

—¿Qué mutación?

—El estilo del inspirador. Hasta ahora, se contentaba con ordenar a los posesos que utilizaran la violencia, la tortura, el asesinato. Poco importaba la forma. Ahora, les dicta un ritual concreto. Los insectos, el liquen, las mordeduras, la lengua cortada. Él es quien propone esos detalles a sus criaturas. Usted tiene el expediente Simonis. Nosotros, el expediente Gedda. Pero hay otros.

Pensé en Raïmo Rihiimäki, el estonio. ¿Cuántos más habría, en todo el planeta? Van Dieterling tenía razón, y yo también lo había comprendido: no se trataba de una serie de asesinatos, sino de una serie de asesinos. Los asesinos que, según esa lógica, se convertían en indicios que señalaban a un asesino trascendente, metafísico. El que tiraba de los hilos en el fondo de la «garganta».

—¿Cómo saben que hay otros? —pregunté.

—Lo sabemos. Lo intuimos. Y ahora, necesitamos a un investigador con experiencia. Un verdadero madero. Sin fronteras ni principios. Un hombre como usted, que se complace en la violencia y la mentira. Dispuesto a todo para conseguir sus fines.

Encajé el insulto. Después de todo, no estaba tan lejos de la verdad. El prelado continuó:

—Debe usted encontrar a todos aquellos a los que el diablo salvó con un milagro. —Alzó la voz—. Una nueva raza de asesinos está emergiendo. ¡Debemos comprender por qué el demonio salva a esos hombres, a esas mujeres y los empuja a vengarse de una manera tan precisa!

Le ofrecí una pobre respuesta.

—Ni siquiera tengo un sospechoso en el caso Simonis.

—Lo encontrará. Siempre sucede lo mismo. Un mortal es asesinado; luego, es salvado por el diablo. A continuación se venga, a veces mucho más tarde, utilizando ácidos, insectos, liquen y no sé qué más. Queremos la lista de esos asesinatos. Queremos comprender por qué ahora, a través de sus emisarios, el demonio actúa como un asesino en serie, con sus obsesiones, su método, su firma. Pensamos que hay un mensaje oculto que debemos descifrar. Una profecía.

De modo que era eso. Los nombres de la Bestia sobre el cuerpo de la víctima. Las mutilaciones que retomaban las armas de la muerte. Un mensaje. La palabra de Lucifer.

Vértigo. Mi investigación no se desarrollaba en un plano terrenal, sino escatológico. Detrás de los asesinatos no había simples asesinos, sino Satán en persona. Un demonio que aullaba y actuaba a través de sus espíritus vengadores.

Una vez más pensé en Luc. ¿Había llegado tan lejos en su investigación? ¿Había descubierto la profecía del Maligno? Busqué en el fondo de mis bolsillos y encontré su foto arrugada.

—¿Conoce a este hombre?

Los labios del cardenal se arquearon en un gesto de indiferencia.

—No. ¿Quién es?

—Uno de mis amigos. También madero. Trabajaba en este caso.

—¿Qué le ha ocurrido?

—Ha intentado suicidarse.

—Entonces, ha fracasado. No fracase, Mathieu Durey. ¡No me decepcione!

Se volvió. Su hábito restalló. Una advertencia negra y roja. La Inquisición estaba de vuelta, gracias a una misteriosa fractura de los siglos.