Otra vez los pasillos.
Otra vez, el prefecto y sus llaves de san Pedro.
Éramos los viajeros clandestinos del Vaticano.
Pero ya no estábamos solos; dos sacerdotes con espalda de culturista nos escoltaban. El cardenal, que superaba en tamaño a sus guardaespaldas, caminaba sujetando su hábito, con paso rápido y enérgico. Su cruz pectoral llevaba un rosario que hasta entonces no había visto y que tintineaba al ritmo de su andar.
Otra escalera. Rutherford abrió una puerta. Ahora avanzábamos por los sótanos. Según mis cálculos, debíamos de caminar bajo el patio de la Piña. Había oído hablar de esos archivos secretos del Vaticano. Los verdaderos, no los que estaban a disposición de los investigadores. El depósito que guardaba la memoria oculta de la Santa Sede.
Ya no había pinturas ni cincelados. Los techos, de hormigón visto, estaban desnudos. La iluminación se limitaba a bombillas protegidas con alambre. Se sucedían las salas donde se alineaban expedientes de color amarillo o beige, apretujados sobre estructuras de acero. Podríamos estar en los archivos de cualquier organismo administrativo. El olor a papel y a polvo era asfixiante. Ni Van Dieterling ni Rutherford se dignaban comentar la visita.
Otra puerta, otra vuelta de llave.
Apareció un espacio a escala humana, hundido en la penumbra. Sobre las paredes, las estanterías albergaban centenares de libros. Se sentía que la calidad del aire estaba protegida, estudiada, que había sido objeto de un riguroso cuidado. Rutherford lo confirmó.
—Aquí la temperatura no supera nunca los dieciocho grados. Y la humedad está controlada; como máximo es del cincuenta por ciento.
Me acerqué a los libros con encuadernaciones grises y lomos en los que había letras doradas grabadas. Todos tenían el mismo título, inferno 1223, inferno 1224, inferno 1225… La voz de Van Dieterling resonó detrás de mí.
—Usted sabe lo que se conoce como «infierno» en ciertas bibliotecas, ¿verdad?
—Por supuesto —dije sin apartar los ojos de los lomos numerados—. Es el lugar donde se guardan los textos prohibidos: libros eróticos, obras violentas, todos los temas sometidos a la censura.
Se acercó y pasó sus dedos sobre la fila de volúmenes apretujados.
—Todos los policías deberían ser intelectuales. Todos los policías deberían haber pasado por el seminario. En el Vaticano, estamos obligados a hacer gala de una mayor especificidad. Aquí poseemos un «infierno en el infierno», donde están catalogados todos los libros que tratan sobre el diablo.
—¿Todas estas obras hablan del demonio?
—Una materia fecunda, que siempre nos ha interesado.
Señaló una abertura que yo no había observado, al final de la estancia.
—Adelante.
Descubrí otra habitación más pequeña aún. Un escritorio en el centro, con un ordenador; una lámpara de trabajo presidía el espacio: una sala de lectura.
—En este infierno —continuó el dignatario— hemos creado un «subinfierno» consagrado exclusivamente a los Sin Luz.
Los libros grises sobre las estanterías. Las mismas incrustaciones doradas: inferno…
—Hemos reunido aquí todos los testimonios que conciernen a las NDE negativas. Textos pero también pinturas, dibujos, todo tipo de evocaciones. Es una experiencia poco habitual, pero que se ha repetido a través de los siglos; encontramos huellas de ella en las civilizaciones más antiguas. Las palabras cambian, las creencias también, pero siempre es la misma historia. Salir del propio cuerpo, el túnel, la angustia, el demonio…
—¿Por qué lo ocultan?
—Ya se lo he dicho. No queremos dar ningún crédito al Maligno. Imagine que los medios de comunicación se adueñaran de semejante secreto. Un viaje psíquico que permite entrar en contacto con el diablo. No oiríamos hablar de otra cosa durante meses. El satanismo ya conoce un interés renovado. Solo en Italia, actualmente estimamos en tres mil el número de sectas satánicas. No tenemos necesidad de agravar el problema.
El cardenal colocó la silla delante del escritorio.
—Siéntese. Le hemos preparado algunos textos significativos.
Antes de que pudiera sentarme, Van Dieterling se puso las gafas y tecleó un código en el ordenador. Vi aparecer las armas de la Santa Sede: la tiara y las dos llaves cruzadas de san Pedro.
—No podemos darle acceso a los documentos originales. Nadie los ha tocado desde hace años.
Cogió el ratón que activa el puntero.
—Lea y memorice —dijo, haciendo clic sobre un icono—. No le permitiremos que se lleve ningún documento. Ni una sola línea puede franquear el umbral de esta sala.
Me senté. El programa ya estaba en marcha.
—Lo dejo con esta legión terrible, Mathieu. La legión de los malditos. Que sean perdonados. Lux aeterna luceat eis, Domine.