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El cardenal Casimir Van Dieterling estaba de pie cerca de la ventana, en un amplio despacho atestado de fotocopiadoras y de plantas. Una de las mesas estaba llena de expedientes, de fichas, de libros. Sin duda, era el despacho del prefecto Rutherford. Ese lugar confirmaba mis suposiciones: la entrevista se desarrollaba clandestinamente.

El hombre vestía el atuendo que suele llevarse en la ciudad vaticana cuando no se realizan celebraciones litúrgicas o de protocolo. Hábito negro con botones rojos bajo una esclavina orlada de escarlata, fajín rojo, solideo de seda en la cabeza, también rojo. Incluso con este atuendo «de calle», el eclesiástico no tenía el aspecto tosco del arzobispo de Catania. Me encontraba con la aristocracia de la fe.

Pasados algunos segundos, el cardenal se dignó volverse hacia mí. Era un gigante, casi tan alto como yo. Me resultó imposible calcular su edad; entre cincuenta y setenta años. Un rostro alargado, imperioso, como curtido por el viento de mar adentro. Parecía irlandés: mirada clara bajo los párpados caídos, unas espaldas que podían levantar toneles en las callejuelas de Cork.

—Se me ha informado que empezó usted el seminario.

Pillé el mensaje. Debía respetar las reglas del juego. Me acerqué y posé la rodilla en el suelo.

—Laudeatur Jesus Christus, eminencia.

Besé el anillo cardenalicio, que sobresalía en la mano que el hombre de Iglesia me tendía. Él trazó una señal de la cruz sobre mi cabeza y luego preguntó:

—¿Qué seminario?

—El seminario francés de Roma —dije, irguiéndome.

—¿Por qué no terminó usted su formación?

Hablaba francés con un leve acento flamenco. Su voz era grave, sosegada, pero articulaba con precisión. Las sílabas tenían su propio ritmo, laborioso, como el de quien trata de comer aceitunas con palillos chinos.

—Quería hacer trabajo de campo —contesté respetuosamente.

—¿Qué campo?

—La calle, la noche. Allí donde reinan el vicio y la violencia. Allí donde el silencio de Dios es casi absoluto.

El cardenal estaba de lado. El sol salpicaba sus hombros y hacía resplandecer su nuca escarlata. Sus ojos azul turquesa taladraban el contraluz.

—Me temo que el silencio de Dios está en el interior del hombre. Es ahí donde debemos actuar.

Me incliné en señal de asentimiento. Sin embargo, repliqué:

—Quería trabajar allí donde ese silencio engendra la acción. Quería moverme allí donde el silencio de Nuestro Señor deja el campo libre al mal.

El cardenal se volvió nuevamente hacia la ventana. Con sus largas falanges tamborileaba sobre el marco.

—He recabado información sobre usted, Mathieu. Se hace usted el humilde pero apunta al acto supremo: el sacrificio. Se ha violentado a sí mismo. Ha ido usted hasta las antípodas de lo que realmente es. Y con ello ha experimentado una secreta satisfacción. —Cortó los rayos de luz con sus largos dedos—. ¡Ese papel de mártir es un pecado de orgullo!

La entrevista empezaba a parecer un juicio. No estaba dispuesto a ceder.

—Hago mi trabajo de madero lo mejor que puedo, eso es todo.

El cardenal hizo un gesto que significaba «dejémoslo correr». Se volvió hacia mí. Llevaba la cruz pectoral como todos los dignatarios de la Santa Sede: suspendida de una cadena, pero fijada a uno de los botones de terciopelo, trazando sobre el hábito negro dos asas flexibles. Solo ese crucifijo ya era toda una ceremonia en sí.

—En su carta, habla usted de un expediente…

Le pasé mi carpeta. Sin decir una palabra, la hojeó. Se tomó tiempo para leer ciertos pasajes, para estudiar las fotos. Ninguna expresión en su rostro. Solo el caso Simonis pareció interesarle. Al fin, colocando los documentos sobre el escritorio, dijo:

—Tenga usted la bondad de sentarse.

Una orden más que una invitación. Obedecí mientras que él mismo se instalaba detrás del escritorio. Juntó las manos.

—Ha hecho un excelente trabajo, Mathieu. Aquí carecemos de inspectores de su talento. Estamos demasiado ocupados investigándonos los unos a los otros.

Cogió la carpeta y se la pasó al prefecto, apostado a mi lado. Le pidió, en italiano, que fotocopiara los documentos. Agregó que había de hacerlo allí mismo. «Nadie debe ver esto». Sus ojos claros volvieron a posarse sobre mí.

—He sabido que ayer por la mañana conoció usted a Agostina Gedda.

Pensé en los tres sacerdotes demacrados que observé en el desierto y en la vigilancia clerical de la que me había hablado Agostina.

—¿Cuál es su opinión? —preguntó el cardenal.

—Me pareció muy… perturbada.

—¿Qué le parece su historia? El milagro y luego el asesinato.

—No estoy seguro de creer ni en lo uno ni en lo otro.

—La curación inexplicable de Agostina Gedda fue reconocida oficialmente por la Santa Sede.

Debía sopesar cada una de mis palabras.

—No pongo en tela de juicio la recuperación física, eminencia. Pero su espíritu no es el de una persona que ha sido salvada por un milagro…

—… de Dios. Por supuesto. Sin embargo, existe otra hipótesis.

—Me la han mencionado. Pero no creo en el diablo.

El cardenal sonrió con suficiencia, descubriendo unos dientes irregulares, biselados. Detrás de nosotros la fotocopiadora se había puesto en marcha.

—Es usted un cristiano moderno.

—Creo que lo que Agostina necesita es un psiquiatra.

—Los expertos hicieron una primera evaluación y posteriormente se realizó una contraevaluación. Desde el punto de vista de los especialistas, no padece ninguna enfermedad mental. Hábleme del crimen. ¿Cuáles son sus reservas?

—Eminencia, trabajo en la Brigada Criminal de París. Los asesinatos son el pan de cada día. Mi especialidad. Agostina no tenía ni los medios técnicos ni los conocimientos necesarios para cometer un crimen tan… retorcido.

—¿Cuál es su opinión?

—Un solo asesino. Tanto para Salvatore como para Sylvie Simonis. Mi caso en el Jura.

El hombre de Iglesia arqueó las cejas.

—¿Por qué Agostina Gedda habría confesado un asesinato que no cometió?

—Es lo que trato de descubrir.

—Según la policía de Catania, ella confesó detalles que solo el culpable podía conocer.

—Mi intuición es difícil de explicar, eminencia, pero creo que esta mujer conoce al asesino. Él le proporcionó esos detalles y ella lo cubre, por una razón que desconozco. Esa es mi hipótesis. Pero no tengo absolutamente nada que la pruebe.

El cardenal se puso de pie. Hice ademán de imitarlo pero con un gesto me ordenó que siguiera sentado. Dio unos pasos en torno al escritorio y luego declaró:

—Puede usted ir lejos con esta investigación. Y sernos muy, muy útil. —Levantó el índice, levemente curvado—. Puede usted ir muy lejos, siempre que esté orientado…

El prefecto había terminado de hacer las fotocopias. Las colocó sobre el escritorio y me devolvió el expediente. Con una señal de la cabeza, Van Dieterling le dio las gracias. El prefecto retrocedió, sin hacer el menor ruido. Las pupilas turquesa cayeron de nuevo sobre mí.

—En el fondo, usted y yo estamos de acuerdo —murmuró el cardenal—. Agostina no es quien asesinó a Salvatore. Nosotros conocemos la identidad del asesino.

—Ustedes…

—Un momento. Primero debo explicarle algunas cosas. Y usted, a su vez, debe abandonar sus certezas… racionales. No son dignas de su inteligencia. Es usted cristiano, Mathieu. Por lo tanto, sabe que la razón nunca ha tenido nada que ver con la fe. Incluso es uno de sus peores enemigos.

No comprendía adónde quería llegar, pero tenía una certeza: estaba a punto de escuchar revelaciones de capital importancia. Van Dieterling volvió a apostarse frente a la ventana.

—En primer lugar, debe olvidar la curación de Agostina. Me refiero a su recuperación física. Ni usted ni yo tenemos los medios para juzgar su carácter milagroso. En cambio, podemos interesarnos en su alma. ¡Es nuestra especialidad! Nuestro territorio.

—Eminencia, le pido disculpas, pero no sigo muy bien…

—Ataquemos directamente el problema fundamental. Quiero hablar en nombre de la autoridad que represento, la Santa Congregación para la Doctrina de la Fe. Tenemos la profunda convicción de que el espíritu de Agostina ha sido el escenario de un fenómeno sobrenatural. Una visita.

—¿Una visita?

—¿Sabe qué es una experiencia de muerte inminente? En inglés, la expresión consagrada es NDE: Near Death Experience. A veces, también se habla de «muerte temporal».

Un recuerdo acudió a mi memoria. Las informaciones que había recogido en internet con respecto a esa cuestión cuando buscaba datos sobre el coma. Recapitulé:

—Sé que encontrándose cerca de la muerte, algunas personas sufren una alucinación. Siempre la misma.

—¿Conoce usted las etapas de esa «alucinación»?

—Primero, la persona inanimada tiene la sensación de abandonar su cuerpo. Por ejemplo, puede ver al equipo de sanitarios atareado en torno a su cadáver.

—¿Y a continuación?

—La persona experimenta la sensación de penetrar en un túnel oscuro. A veces, vislumbra en el interior a familiares o allegados fallecidos. Al final del túnel, una luz crece y se apodera del sujeto, sin cegarlo.

—Sus recuerdos son bastante precisos.

—He leído sobre ello hace poco tiempo. Pero no veo lo que eso…

—Prosiga.

—Según los testimonios, esa luz posee un poder. La persona se siente colmada de un sentimiento indecible de amor y de compasión. A veces, ese sentimiento es tan agradable, tan embriagador, que el sujeto acepta morir. Por lo general, es en ese momento cuando una voz le advierte que aún no es el momento de marcharse. Entonces, el paciente recupera la conciencia.

Van Dieterling había vuelto a sentarse. Su gesto era huraño, pero le brillaban los ojos.

—¿Qué más sabe?

—Al despertar, el superviviente recuerda perfectamente el viaje. Su concepción del mundo se modifica. Primero, ya no tiene miedo a la muerte. Luego, percibe su entorno con más amor, generosidad, profundidad.

—Excelente. Veo que domina usted la cuestión. Pero no debe dejar a un lado la dimensión mística de esa experiencia.

Tenía la sensación de estar pasando un importante examen oral. Aunque no conseguía entender qué estaba en juego.

—Los componentes son los mismos en todos los testimonios —proseguí—, pero las connotaciones religiosas difieren según el origen y la cultura del individuo. En Occidente, esa luz se suele relacionar con Jesucristo, el ser luminoso y compasivo por excelencia. Pero esta experiencia también está descrita en El libro tibetano de los muertos. Del mismo modo, existe, creo, una evocación de la vida después de la muerte en la República de Platón, que recupera las características de ese viaje.

El sol avanzaba en el interior del despacho. Dibujaba en el suelo figuras geométricas, blancas y brillantes. El cardenal mantenía la mirada fija en su anillo pastoral. El rubí palpitaba bajo la luz. Alzó la vista.

—Tiene usted razón —dijo—. Esas experiencias se viven en todo el mundo y el número no cesa de crecer, gracias, particularmente, a las técnicas de reanimación que permiten arrancar de la muerte a miles de personas cada año. ¿Sabe que de cinco víctimas de infarto que provoca un coma momentáneo, por lo menos una experimenta una NDE?

Me acordaba de la cifra. El cardenal movió suavemente la cabeza. Dosificaba el suspense. Por fin, murmuró:

—Creemos que Agostina sufrió una experiencia de ese tipo, exactamente antes de curarse, cuando entró en coma después de regresar de Lourdes.

—¿Es lo que llaman ustedes una «visita»?

—Creemos que esa experiencia fue de un tipo particular.

—¿En qué sentido?

—Negativo. Una experiencia de muerte inminente negativa.

Nunca había oído hablar de eso. Van Dieterling se puso nuevamente de pie y recogió su hábito con un gesto nervioso.

—Existen estados de coma, aunque mucho menos habituales, en los que el sujeto experimenta una fuerte angustia. Sus visiones son espantosas, la inminencia de la muerte lo aterroriza y vuelve de su travesía deprimido, atemorizado. Entre esas experiencias, un reducido grupo vive incluso la inversión absoluta de la NDE clásica. El sujeto tiene la impresión de abandonar su cuerpo pero al final del túnel no hay luz. Solo tinieblas rojizas. Los rostros que ve no son los de allegados colmándolo de solicitud sino imágenes de martirizados gimiendo, torturados. En cuanto al amor y la compasión, son sustituidos por la angustia y el odio. Cuando el paciente despierta, su personalidad cambia de forma diametralmente opuesta. Inquieta, agresiva, peligrosa.

El cardenal hablaba bajando el rostro mientras caminaba. Su sotana de lana negra atravesaba las salpicaduras del sol. Cada palabra parecía suscitar en él una cólera sorda.

—No es necesario que le explique el significado metafísico de semejante experiencia —prosiguió—. Los supervivientes no creen haber contemplado la luz de Cristo, sino todo lo contrario.

—Quiere decir que creen haberse encontrado…

—Con el diablo, sí. En el fondo del limbo.

Pasados unos segundos, susurré:

—Es la primera vez que oigo hablar de ese fenómeno.

—Eso significa que hacemos un buen trabajo. La Santa Sede hace todo lo posible, desde hace siglos, por ocultar ese tipo de visiones. Sería dar una nueva credibilidad al demonio.

—¿A lo largo de los siglos? ¿Quiere decir que existen testimonios antiguos?

Van Dieterling volvió a sonreír con dureza.

—Ya es hora de que conozca usted a los Sin Luz.

—¿Qué nombre ha dicho?

—Desde la Antigüedad esos reanimados negativos tienen un nombre. Los Sin Luz. Sine Luce, en latín. Los supervivientes del limbo. Hemos reunido sus testimonios aquí, en nuestra biblioteca. Acompáñeme. Le hemos preparado una selección.

No me puse de pie inmediatamente. Murmuré para mí mismo:

—En la escena del crimen donde se encontró el cuerpo de Sylvie Simonis, había una leyenda tallada en la corteza de un árbol: YO PROTEJO A LOS SIN LUZ…

La voz ronca de Van Dieterling se elevó sobre mí.

—Es hora de que comprenda, Mathieu. Esos asesinatos forman todo. Pertenecen al mismo círculo. Un círculo infernal.

Me volví hacia el eclesiástico.

—¿Agostina ha vivido una experiencia negativa? ¿Es una Sin Luz?

El cardenal hizo una seña al prefecto, que abrió la puerta. Luc me respondió.

—La peor de todas.