No era una piscina sino un gran estanque al aire libre. Su forma era rectangular con los bordes de hormigón. Yo estaba en la cima de la colina que lo dominaba y sentía que la hierba me azotaba los tobillos. Como siempre en los sueños, los detalles eran incoherentes. Yo era el Mathieu de treinta y cinco años, que llevaba puesta una gabardina fina y una 9 mm en la cintura, pero al mismo tiempo era un niño, vestido con un short, calzado con sandalias, con una toalla de baño al hombro.
Estaba entusiasmado con la idea de zambullirme en el estanque pero también experimentaba cierto malestar. El color del agua, bronce o acero, evocaba el frío y también el hundimiento. Los bañistas eran todos niños: endebles, frágiles, enfermos. Sus cuerpos blancos brillaban bajo el sol. Una amenaza rondaba. Dejé la cuesta atraído por la visión del agua, transformada en un imán gigantesco.
En ese momento, observé que todas las toallas extendidas sobre el hormigón eran de color naranja. Era una señal. Una señal de peligro. Tal vez eran enormes compresas empapadas en una solución antiséptica. Ahora percibía las risas de los niños, el murmullo del agua. Todo era alegre, vivo y sin embargo, esos ruidos eran como estallidos en mi piel, como señales de alerta. Solo yo sabía la verdad. Solo yo distinguía a la muerte que rondaba.
En ese instante, volví la cabeza. La toalla en mi hombro también era naranja. La enfermedad ya me había corrompido. Todo estaba escrito. Mi muerte, mi sufrimiento, mi…
El timbre del teléfono me arrancó de los sollozos.
—Dígame.
—Soy Gian-Maria. ¿Estabas durmiendo?
—Sí, más bien…
—Son las siete —rio el sacerdote—. ¿Has olvidado nuestros horarios?
Me enderecé y me atusé los cabellos. Acababa de repetirse un sueño muy antiguo, un sueño recurrente desde mi juventud. ¿Por qué volvía ahora?
—Levántate —dijo el hombre de Iglesia—. Tienes cita dentro de una hora.
—¿Con el cardenal?
—No. Con el prefecto de la biblioteca vaticana.
—Pero…
—El prefecto es un intermediario. Te acompañará a ver al cardenal.
—¿Un prefecto intermediario?
Un prefecto del Vaticano era el equivalente de un ministro en el seno de un gobierno laico. Gian-Maria rio nuevamente.
—Tú mismo lo has dicho: es un caso importante. A juzgar por la rapidez de su reacción, debe de serlo mucho, en efecto. El cardenal ha pedido que lleves el expediente de la investigación. Completo. El prefecto te esperará en los jardines de la biblioteca. Se llama Rutherford. Pasa por la porta Angelica. Un diácono te escoltará. Buena suerte. ¡Y no olvides el expediente!
Me quedé atontado unos minutos, todavía con fragmentos del sueño debajo de los párpados. ¿Cuánto hacía que no lo tenía? Durante mi infancia y adolescencia, acechaba todas mis noches.
Me preparé y luego me concedí algunos minutos para tomar café en el comedor de la pensión. Jarras de acero inoxidable, vasos de pyrex, tostadas gruesas. Cada detalle, cada contacto me recordaba el seminario. En esa sala sin ventanas, percibía el aire de Roma.
Apreté el paso hasta la plaza de San Pedro con el expediente bajo el brazo. Aunque no se quiera, aunque no se resida en Roma, siempre se vive el mismo éxtasis. La basílica soberana, las columnas de Bernini, la plaza espejeante, las palomas sobre las fuentes de piedra esperando a los turistas. El mismo cielo luminoso parecía ser cómplice de esa grandeza.
Me eché a reír de mí mismo. ¡Estaba de vuelta al redil! En ese mundo de sotanas de seda y mocasines de charol bajo la vestimenta. El mundo de la autoridad apostólica y romana, de los congresos pontificios, de los seminarios eucarísticos. El mundo de la fe y de la teología, pero también el del poder y el dinero.
Había vivido tres años a la sombra de la ciudad del Papa. Entonces quería la privación absoluta; un eterno voto de pobreza. Rechazaba los francos que vinieran de mis padres. Sin embargo, me gustaba percibir, a unas calles de distancia, el poder financiero del Vaticano. La Santa Sede siempre me había parecido una especie de Mónaco eclesiástico, desprovisto de la futilidad y de los tejemanejes propios del principado. Una increíble concentración de riqueza que acumulaba bienes y privilegios heredados durante siglos. Como la mayor propietaria de bienes inmuebles del mundo, la ciudad pontificia, con su banco, hacía alarde de unos activos brutos superiores al millar de dólares y unos beneficios anuales que superaban los cien millones de dólares.
Esas cifras deberían haberle dado asco a alguien como yo, apóstol de la miseria y de la caridad, pero veía en ellas el símbolo del poder de la Iglesia. De nuestro poder. En un mundo donde lo único que cuenta es el dinero, en una Europa en la que la fe católica agoniza, esas cifras me tranquilizaban. Demostraban que todavía era necesario tener en cuenta al imperio católico.
Pasé al lado de la cola de turistas que esperaban para visitar la basílica de San Pedro. En la plaza habían instalado tarimas y gradas. Probablemente estaba previsto que el día siguiente, 1 de noviembre, el Papa celebrara una misa pública.
Las campanas repicaron y las palomas alzaron el vuelo. Eran las ocho de la mañana. Aceleré el paso y pasé bajo las columnas de Bernini. Subí la via di Porta Angelica. Me crucé con los scrittori (secretarios) y a los minutanti (redactores) de la Curia, con alzacuellos y chaquetas negras, que se apresuraban para llegar a tiempo a sus despachos. A la pregunta de «¿Cuántas personas trabajan en el Vaticano?», el papa Juan XXIII había respondido un día: «No más de un tercio». Estaba de un ánimo alegre. Revivía esa atmósfera de hormiguero católico. El horror de Agostina me parecía lejano y casi no recordaba que era un hombre sentenciado.
En la porta Angelica, enseñé mi pasaporte a la guardia suiza. Inmediatamente, me entregaron un pase. Los agentes, con uniformes del Renacimiento, se apartaron y crucé las altas rejas de hierro forjado negro.
Penetraba en el sanctasanctórum.
Un diácono me guio a través de los laberintos de edificios y jardines. A paso rápido. Eran las ocho y cinco y mi retraso no se ajustaba al gran orden clerical. Quedé abandonado en un patio, al pie de una fachada rosa y amarilla, salpicada de ánforas antiguas. Unos parterres de césped rodeaban una fuente circular. De los surtidores brotaban remolinos con un fresco vapor irisado. Unos macizos de flores, unas plantas tropicales frente a dos planos inclinados que subían hacia pequeñas puertas misteriosas. Aquel lugar olía a sol y a terracota.
No tuve que esperar mucho rato. Un hombre vestido con un traje negro surgió de una de las puertas y bajó rápidamente por la pendiente de la izquierda, como si resbalara por encima del parapeto. En la cuarentena, su cabeza, rodeada de cabellos rojo ceniza y con unas finas gafas de carey, armonizaba con el ocre claro de las ánforas y de los pilones.
—Soy el prefecto Rutherford —dijo en perfecto francés—. Dirijo la biblioteca apostólica del Vaticano.
Me dio un cálido apretón de manos.
—No puede decirse que su visita llegue en un momento muy oportuno. —En tono jovial añadió—: Mañana nuestro Soberano Pontífice hablará en la plaza de San Pedro. Y ordenará a un nuevo cardenal. ¡Un día de locos!
—Lo lamento —dije, inclinándome—. Pero es una urgencia.
Cortó mis disculpas con un gesto condescendiente.
—Acompáñeme. Su Eminencia desea recibirlo en la biblioteca.
Atravesamos el patio para acceder al edificio que teníamos enfrente. En el umbral, Rutherford se apartó.
—Prego.
La sombra y el frescor del mármol nos acogieron. Rutherford corrió el cerrojo de una puerta y se deslizó por un pasillo blanco y gris. Le seguí. El sol se filtraba por las ventanas. Estábamos solos. Esperaba escuchar el ruido de los zapatos lustrados de mi guía pero caminaba en absoluto silencio. Una ojeada; llevaba zapatos Todd’s de ante flexible, del mismo color de su pelo.
Como san Pedro, Rutherford poseía las llaves del paraíso. En cada puerta, manipulaba su juego de llaves y abría la cerradura. Aventuré una pregunta:
—¿Cuál es la función exacta de Su Eminencia?
—¿La ignora y solicita usted una entrevista?
—Monseñor Corsi, de Catania, simplemente me ha dado su nombre. Me ha asegurado que Su Eminencia podría ayudarme en mi investigación.
—El cardenal Van Dieterling es una de las principales autoridades de la Congregación para la Doctrina de la Fe.
Era el nuevo nombre del Santo Oficio a partir del Concilio Vaticano II. Los herederos de los tribunales de la Inquisición y de las hogueras en serie. Los censores de la fe y de las costumbres. Los que deciden, cada día, cuál es la frontera entre el Bien y el Mal, entre la ortodoxia y la herejía. Los que persiguen las desviaciones y las anomalías con respecto a la línea católica oficial. En términos de anomalía, era el lugar donde se consideraba el caso de Agostina.
Más llaves, más salas en cuyas paredes se extendían grandes frescos policromos, que representaban fuentes, pérgolas con flores, figuras santas. Los tonos suaves de esas pinturas recordaban los mosaicos de las villas de la antigua Roma.
—¿De dónde es originario Casimir Van Dieterling? —pregunté.
—No cabe duda de que es usted policía —sonrió el prefecto—. Quiere saberlo todo. Su Eminencia es de origen flamenco. Debemos subir y pasar por la Capilla Sixtina, para eludir a los lectores.
—¿Hay lectores a esta hora?
—Algunos seminaristas. Tienen una autorización.
Hizo sonar de nuevo su juego de llaves. Una escalera. Un giro de llave y el Salón Sixto V, llamado también la «gran sala Sixtina», se abrió sobre sus seis pilares pintados y sus dos naves inmensas y doradas bajo el sol matinal. Los frescos de los muros agotaban la mirada a fuerza de frisos, de detalles, de personajes. El cielo raso no ofrecía un solo milímetro virgen. El azul de sus bóvedas resaltaba en la estancia cobriza.
—Conoce usted esta sala, ¿verdad?
Asentí. Habría podido citar de memoria cada lugar, cada escena representada en las pinturas. Las antiguas bibliotecas que habían precedido a la Vaticana desde la Antigüedad, los concilios ecuménicos, los episodios del pontificado de Sixto V. Y, sobre cada pilastra, los inventores de la escritura, reales o míticos. Había pasado por ese lugar cientos de veces para dirigirme a la sala de estudios.
Atravesamos la estancia desierta, cruzándonos en el centro con unos jarrones gigantes de porcelana con el fondo azul y oro, unos crucifijos y unos candelabros de bronce, unas pilas de piedra pulida. Divisé el patio del Belvedere a través de las grandes ventanas de la izquierda.
Al fondo de la sala, Rutherford abrió otra puerta.
—Bajaremos otra vez.
Todas esas precauciones olían a entrevista secreta. En el piso inferior, se abrió un nuevo espacio presidido por ficheros con pequeños cajones etiquetados. Rutherford rodeó uno de esos muebles y luego se abrochó la chaqueta delante de una puerta cerrada. Cuando levantó la mano para llamar, le hice una última pregunta:
—¿Sabe usted por qué Su Eminencia ha aceptado recibirme tan rápidamente?
Llamó sonriendo. Con la mirada indicó el expediente que tenía entre mis manos.
—Posee usted algo que a él le interesa.