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Roma.

Por fin un territorio conocido.

Las ocho de la tarde. Le di al taxista la dirección de mi hotel y le indiqué un itinerario preciso. Quería que pasara por el Coliseo, que luego subiera por la via dei Fori Imperiali hasta la piazza Venezia. A continuación, venía el laberinto de callejuelas y de iglesias hasta el Panteón, donde estaba el hotel, cerca del seminario francés de Roma. Con ese trayecto no tenía la intención de ganar tiempo; solo quería encontrar mis puntos de referencia.

Roma, mis mejores años.

Los únicos que transcurrieran bajo un relativo sosiego.

Roma era mi ciudad, tal vez más aún que París. Una ciudad en la que el espacio y el tiempo se superponían hasta tal punto que cambiando de calle se cambiaba de siglo, y volviendo la mirada se invertía el curso del tiempo. Ruinas antiguas, esculturas renacentistas, frescos barrocos, monumentos musolinianos.

—Es aquí.

Salté del taxi casi sorprendido de que la sotana no obstaculizara mis pasos. Ese hábito que solo había vestido unos meses en mi vida. Ahora, yo era un experto en vicios humanos y podía dar en el blanco a cien metros de distancia, en posición de ataque y de contraataque. Otra escuela.

Mi hotel era una pensión muy sencilla. Había estado allí varias veces, durante mis primeras investigaciones en la biblioteca vaticana, antes del seminario. Había escogido ese lugar para poder moverme discretamente. Los asesinos no me habían seguido hasta Catania; me habían precedido. Por alguna razón desconocida, lograban anticipar mis desplazamientos. Quizá ya estaban en Roma.

Un mostrador de madera barnizada, un paragüero lacado, unas luces anémicas; el vestíbulo de la pensión ya daba una idea de lo que podía esperarse. Era el lenguaje universal de la comodidad burguesa y de la simplicidad bienintencionada. Subí a mi habitación.

Tenía varios conocidos en la Curia romana. Uno de ellos era un amigo del seminario. Todavía manteníamos una relación esporádica con e-mails y SMS. Gian-Maria Sandrini, un prodigio que se había graduado primero de la clase en la Academia Pontificia. Ocupaba un cargo importante en la Secretaría de Estado, sección Asuntos Generales. Marqué su número.

—Soy Mathieu —dije en francés—. Mathieu Durey.

El sacerdote respondió en el mismo idioma.

—¿Mathieu? ¿Te apetecía escuchar mi voz?

—Estoy en Roma por una investigación. Tengo que ver a un cardenal.

—¿A quién?

—Casimir Van Dieterling.

Breve silencio. Van Dieterling no parecía ser un ilustre desconocido.

—¿De qué investigación se trata?

—Es demasiado largo para explicártelo. ¿Puedes ayudarme?

—Es un pez gordo. No sé si tendrá tiempo para…

—Cuando sepa el motivo de mi investigación me recibirá, puedes estar seguro. ¿Podrías entregarle una carta?

—No hay ningún inconveniente.

—¿Esta tarde?

Otro silencio. Debía representar con contundencia mi papel de pájaro de mal agüero.

—Si te llamo con tanta urgencia es porque se trata de algo importante.

—¿Sigues en la Brigada Criminal?

—Sí.

—No veo lo que la Curia puede…

—Van Dieterling lo verá, seguro.

—Te mando un diácono. Me apetecería pasar personalmente, pero esta tarde tengo una reunión y…

—Olvídalo. Nos veremos con tranquilidad en otro momento.

Le di las señas de mi hotel y luego me puse a trabajar, después de conseguir papel y sobres en la recepción. Escribí en italiano. Empecé relatando el caso de Agostina, para luego describir el caso Simonis con todo detalle, poniendo en evidencia los puntos comunes entre ambos asesinatos. Exageré un poco al mencionar mi condición de madero internacional enviado por la Interpol, con la misión de establecer los vínculos existentes entre esos dos casos específicos.

A modo de conclusión, le agradecía de antemano que me concediera una entrevista inmediatamente y adjuntaba las señas de la pensión y mi número de móvil. Releí el texto, esperando haber insistido lo suficiente en la urgencia de mi solicitud.

Traté de relajarme bajo la ducha, una cabina de plástico que parecía una cámara de desinfección, y luego pasé el secador de pelo por la ropa para eliminar toda la ceniza. Estaba terminando de asearme cuando sonó el teléfono. Me esperaban abajo.

El diácono iba y venía por el vestíbulo. Su sotana hacía juego con las alfombras raídas y los grandes llaveros de latón de la recepción. La escena habría podido desarrollarse en el siglo XIX, o incluso en el XVIII. El hombre deslizó la carta dentro de su sotana y se fue inmediatamente.

Las nueve de la noche. Seguía sin tener hambre. No sentía mi estómago ni mi cuerpo. Mi cansancio era tal que se transformaba en una especie de ebriedad que anulaba cualquier otra sensación. Una vez en mi habitación miré los mensajes del móvil. Un SMS firmado Foucault: llámame, urgente. Su número en la memoria. Mi adjunto no me dio tiempo para hablar.

—Tengo otro.

—¿Qué?

—Otro asesinato en el que se han utilizado ácidos, inyecciones de insectos y toda la parafernalia.

Me desplomé en la cama.

—¿Dónde?

—En Tallinn, Estonia. El crimen data de 1999.

—¿Estás seguro de los puntos comunes?

—Completamente.

—¿Cómo lo encontraste?

—Svendsen. Ha llamado a todos los forenses europeos que conoce. Hay uno en Tallinn que ha recordado una historia similar. Lo he comprobado personalmente. Dentro del marco de cooperación europea, los servicios de policía han mandado algunos de los expedientes más candentes a la oficina central de Bruselas, a fin de constituir el SALVAC. Hay un caso en Estonia que se parece al de tu cadáver del Jura. De hecho, es exactamente el mismo crimen.

—Dame los detalles. Los hechos. El contexto.

—El culpable está identificado: un hombre llamado Raïmo Rihiimäki. Intérprete de un grupo de música gótica, veintitrés años. La víctima es su padre. Sucedió en el mes de mayo de 1999. La investigación no presentó dificultades. Las huellas de Raïmo estaban en el cuerpo y en la caseta de pescador donde el viejo fue torturado.

—¿Y el tal Raïmo confesó?

—No tuvo tiempo. Después de matar a su padre, hizo una especie de gira asesina por todo el país. Los maderos lo encontraron en noviembre. Raïmo iba armado. Fue abatido durante la operación.

Tres asesinatos similares repartidos por Europa. 1999, Estonia; 2000, Italia; 2002, Francia. La pesadilla se extendía por el mapa de la Comunidad Europea. Y sabía que eso era solo el principio.

—¿Has hablado con los maderos estonios? —pregunté.

—Sí y no.

—¿Y eso?

—Quiero decir que hemos hablado en inglés. Y yo, el inglés…

—¿Te envían el expediente?

—Lo estoy esperando. Tienen una versión inglesa.

Intuitivamente le pregunté:

—Dime, antes del asesinato, ¿ese estonio había sufrido un accidente o una enfermedad grave?

—¿Cómo lo sabes?

—Cuéntame.

—Dos meses antes de los hechos, Raïmo Rihiimäki se peleó con su padre. Dos borrachos sin remedio. La pelea tuvo lugar en el barco del viejo. Era pescador. Raïmo se cayó al agua. Cuando lo rescataron se había ahogado. O más bien, congelado. Consiguieron reanimarlo en el principal hospital de Tallinn. Gracias al efecto del agua helada, o algo así. No lo entendí muy bien.

—¿Y a continuación?

—Cuando despertó, era otra persona.

—¿En qué sentido?

—Agresivo, cerrado, violento. Antes del accidente era un bajo inofensivo. Tocaba en un grupo de neometal satánico. Dark Age, y…

Ya no escuchaba, había quedado atrapado en las semejanzas con el caso de Agostina. Igual que ella, el estonio había escapado a una tentativa de homicidio. Como ella, había entrado en coma. Como ella, había regresado de la muerte y se había vengado del que había intentado matarlo. No era solo el mismo asesinato. Era el mismo caso, del principio al final. ¿Era también él un «milagro del diablo»?

Di las gracias a Foucault y le pedí que me enviara el informe por e-mail en cuanto lo recibiera. No quise preguntarle sobre los otros frentes de la investigación. Ya había tenido bastante para esa noche.

Cerré el móvil.

Fue como la claqueta de una nueva toma.

Ciertamente, investigaba una serie.

Pero no una serie de asesinatos; una serie de asesinos.