En los suburbios de Catania, la nube de cenizas era más sombría aún. Ni siquiera se veían los letreros que anunciaban: SABBIA VULCANICA (cenizas volcánicas). El limpiaparabrisas chirriaba, frenado por las partículas. Conducía lentamente, con la mano fuera para aclarar el cristal delantero.
El volcán también había cambiado. Dos inmensos penachos se elevaban desde sus laderas. Uno era pigmentado, grisáceo; trombas de cenizas pulverizadas a una presión alucinante. El otro, nublado y tembloroso, compuesto únicamente por vapor de agua. Se podían escuchar sus monstruosos bramidos, que ahogaban las detonaciones. En el cielo, unos helicópteros daban la escala de esas humaredas: varios kilómetros de altura.
Entre los dos cráteres abiertos, unas venas rojizas surcaban las pendientes y estallaban en chorros incandescentes. La montaña se modificaba, geológicamente. Unos conos de erupción surgían, unos relieves se elevaban, como una alfombra sacudida sobre el horizonte. Estaba asistiendo a fenómenos que, normalmente, atribuimos a tiempos inmemoriales. La superficie del planeta se resquebrajaba, se ablandaba, se dilataba para revelar su naturaleza viva, su cuerpo en fusión. La montaña se transformaba y yo también. Mi presente se desencajaba, se abría, se inclinaba hasta hacerme caer en la noche primigenia del mundo.
En torno a Catania, los cordones policiales se estrechaban. Los oficiales de la Guardia di Finanza controlaban identidades y pases, con mascarillas de cirujano en la frente. Los automovilistas, con los coches parados, leían tranquilamente el periódico. Era el fin del mundo y a nadie le importaba.
Tres de la tarde, vía Etnea
Quería escuchar, personalmente, al arzobispo de Catania, monseñor Paolo Corsi. Quería conocer la verdadera opinión de la Iglesia sobre el caso de Agostina Gedda y el escándalo que representaba.
La ciudad estaba hundida en las sombras, y en el arzobispado parecían haber hecho promesa de no utilizar la electricidad. Había el mismo clima de emergencia que en la jefatura de policía o en la redacción de L’Ora, en versión oscura. Los sacerdotes corrían por los pasillos, mientras se colocaban la casulla ceremonial o transportaban cruces e incensarios.
Detuve a uno de ellos y le pregunté por el despacho de monseñor Corsi. Abrió los ojos como platos, sin contestar. Lo abandoné y subí la escalera, abriéndome paso a codazos en medio del caos reinante. Terminé por encontrar, en el último piso, la madriguera del arzobispo. Llamé, para guardar las formas, y entré.
En la penumbra, un anciano con sotana negra escribía, sentado a un escritorio. Una amplia ventana, a su espalda, iluminaba débilmente su cabeza calva. Alzó sus pesados ojos sin mover el macizo cuerpo.
—¿Quién es usted? ¿Quién le ha dado permiso para entrar?
Enarbolé mi identificación y me presenté. Inmediatamente, puse mis cartas sobre la mesa: Agostina Gedda. Ya no tenía tiempo para andar con formalidades. El hombre de la sotana bajó la mirada sobre sus escritos. Tenía un rostro de bulldog, imperturbable.
—Salga de aquí —dijo con calma—. No tengo nada que decirle.
Cerré la puerta y caminé hacia el escritorio. A nuestro alrededor, los cuadros parecían monocromáticamente negros.
—Por el contrario, creo que tiene muchas cosas que decirme. No saldré de aquí hasta que no las haya escuchado.
El arzobispo se incorporó lentamente, apoyando sus puños sobre la mesa. Toda su masa desprendía una fuerza espectacular. Un coloso de unos sesenta años que todavía podía cargar una cruz de roble en una procesión. O tirarme por la ventana.
—¿Qué maneras son esas? —Dio un golpe en el escritorio, con repentina furia—. ¡No permito que nadie me hable así!
—Siempre hay una primera vez.
El eclesiástico entrecerró los ojos, como para verme mejor. Sobre su torso, la cruz de oro, gastada, brillaba apenas. En tono más suave y meneando la cabeza, dijo:
—Está usted loco. ¿No se ha enterado de que el mundo se derrumba a nuestro alrededor?
—Esperará hasta que yo sepa la verdad.
—Usted está loco.
El arzobispo volvió a sentarse pesadamente y concedió:
—Cinco minutos. ¿Qué es lo que quiere saber?
—Su opinión como hombre de la Iglesia. ¿Cómo explica el crimen de Agostina Gedda?
—Esa mujer es un monstruo.
—Agostina Gedda es una elegida de Dios. Salvada por un milagro reconocido oficialmente. Por su diócesis. Por su comité de expertos y de eclesiásticos. Por la Curia romana. Usted ha ratificado su remisión física y espiritual. ¿Cómo ha podido cambiar tan… radicalmente? O mejor todavía: ¿cómo ha podido usted equivocarse hasta ese punto? ¿Cómo no vio la locura que estaba latente en ella?
El arzobispo seguía con los párpados bajos. Observaba sus manos, anchas, grises, inmóviles en la oscuridad.
—Me había prometido no volver a hablar de ello —farfulló.
—¡Respóndame!
Alzó los párpados. Su mirada clara tenía una intensidad, una fuerza excepcional. Debía de llegar al alma de sus feligreses cuando subía al púlpito y los miraba directamente.
—Nos equivocamos, pero no del modo que usted cree.
—¿Qué es lo que creo?
—No equivocamos de bando. Eso es todo.
—No entiendo.
—Agostina no es un milagro de Dios. Es un milagro del diablo.
Me quedé paralizado en la misma posición en la que sus palabras me habían golpeado.
—¿Un… milagro del diablo?
—Agostina fue salvada por el demonio. Ahora tenemos la certeza. Nos ha engañado a todos. Con sus oraciones, sus peregrinaciones, su oficio de enfermera. Todo eso era una impostura. Agostina está poseída desde su despertar. Fue salvada por Satán. Representó un papel para insultarnos mejor. El diablo es mentiroso. Vuelva a leer a san Juan: «Cuando habla de mentira, habla de lo suyo propio, porque él es mentiroso y padre de la mentira».
Estaba en pleno vértigo pero retenía, en mi caída, un hecho crucial: monseñor Paolo Corsi, y sin duda con él toda su diócesis y las autoridades pontificias, concedía al demonio el don de curar. Es decir, de existir en tanto que instancia superior o inferior, si se quería especular con las palabras.
¿Satán, considerado como una fuerza física y sobrenatural?
—¿Cómo puede usted decir algo así? ¡Ya no estamos en la Edad Media!
El hombre cogió una hoja de papel con el membrete del arzobispado. Garabateó un nombre, una dirección y luego concluyó en voz baja:
—Sus cinco minutos han pasado. Si quiere saber más, vaya a ver a los especialistas de la Santa Sede. Tal vez el cardenal Van Dieterling acceda a recibirlo. —Empujó la hoja hacia mí—. Estas son sus señas.
—¿Es un exorcista?
Corsi sacudió su morro de bulldog. Sonreía abiertamente en las tinieblas:
—¿Un exorcista? Esta vez es usted quien está en la Edad Media.