61

El locutorio. Una gran habitación con las paredes desnudas y algunas pequeñas mesas y sillas de escuela esparcidas aquí y allá, también descoloridas. Unas claraboyas en lo alto, abiertas hacia la luz del mediodía. La decoración se limitaba a una cruz colgada en la pared que tenía enfrente, un reloj y un cartel que rezaba prohibido fumar. La sala estaba vacía.

La guardiana cerró la puerta con llave detrás de mí. Me quedé solo; di algunos pasos mientras esperaba. Sentía una suavidad muelle y blanda bajo los pies. El suelo estaba tapizado de arena. Noté las finas capas acumuladas en los ángulos de las ventanas y en los rincones de la estancia. El polvo entraba en la habitación a través de las ranuras de otra puerta cerrada, que probablemente daba directamente al desierto.

Ruido de cerrojos. Pasos. Muy a mi pesar, apreté los puños. No debía perder la sangre fría. Conté hasta cinco antes de volverme.

La carcelera ya estaba echando la llave. Agostina se sentó, serena y erguida. Llevaba una blusa azul cielo. No sabía exactamente qué me esperaba, pero ciertamente no era esa fuerza, ese poder deslumbrador.

Agostina resplandecía como una santa.

Me acerqué y experimenté una calidez reconfortante. Como si Agostina hubiera sido tocada por una fuente indecible de la que aún se percibía su impronta. ¿La huella del milagro que la había salvado? Luché contra esa impresión. Estaba allí para interrogar a la asesina de Salvatore Gedda, no a una elegida de Dios.

Retiré una de las sillas y me senté. Un recuerdo acudió a mi mente: los comentarios de los escépticos en la época de las visiones de Bernadette Soubirous. Los alguaciles, los policías que se negaban a creer en las revelaciones reverenciaron a la joven mujer cuando la conocieron: «Su rostro es como el signo exterior de su encuentro divino, un reflejo».

Estábamos frente a frente. Agostina Gedda sonreía. Parecía más joven que en las fotos; no más de veinticinco años. Pequeña, menuda, transmitía involuntariamente cierta fragilidad. En cambio, su fisonomía estaba claramente dibujada. Iris negros, centelleantes, a la sombra de unas cejas altas. La nariz respingona, traviesa. La boca roja, claramente delineada, pequeño fruto posado en una copa de azúcar glas. Su piel pálida parecía acentuada por los cabellos negros y cortos que enmarcaban esa delicada imagen.

Abrí la boca pero Agostina se me adelantó.

—¿Cómo se llama?

La voz era débil, suave, pero desagradable. Le respondí en italiano.

—Me llamo Mathieu Durey. Soy policía de la Brigada Criminal de París.

—Es un cambio —dijo, en tono seco y haciendo un pequeño mohín divertido—. Aquí, solo vienen a verme los curas.

Le puse delante la foto de Luc. Primero quería cerciorarme.

—No soy el primer policía francés que conoce. Este vino a verla, ¿verdad?

—Él no era como usted. Yo no le interesaba.

—¿Qué es lo que le interesaba?

—Lo sabe perfectamente.

Unas imágenes pasaron delante de mis ojos. Pazuzu y su morro de murciélago. Un ángel con cabeza de fauno y grandes alas rotas. El hombre de levita y sombrero de copa con los ojos inyectados. Los perros aullando, las abejas rugiendo como una banda de sonido. Me aclaré la voz y reanudé la conversación.

—¿Me permite unas preguntas?

—Eso depende de lo que quiera saber.

—Sobre el caso de abril de 2000.

—Ya se lo conté todo a la policía, a los abogados.

—Hagamos una cosa: yo la interrogo y usted responde solo si quiere, ¿de acuerdo?

Ligero asentimiento de cabeza. El viento ululaba a nuestro alrededor. Un lamento largo, lúgubre, animal. Imaginaba el polvo bajo la puerta, penetrando en la habitación para enterrarnos vivos.

—Su marido fue asesinado en condiciones singulares. ¿Lo hizo usted?

—Deje las obviedades de lado, ganaremos tiempo.

—¿Qué es lo que la empujó a confesar el crimen?

—No tenía nada que ocultar.

Agostina parecía sentirse cómoda. Sus respuestas desprendían serenidad. Opté por interrogarla con más dureza. Como si fuera el primer interrogatorio tras su detención.

—Este es un asesinato peculiar. No hablo ni de moral ni de móvil. Hablo del método. Personalmente, no creo que posea usted los conocimientos necesarios ni los medios técnicos para llevar a cabo semejante sacrificio.

—Eso no es una pregunta.

—¿De dónde sacó los ácidos?

—Del hospital. Está todo en el expediente.

—¿Y los insectos?

—Recogí los huevos, los bichos, de la carroña. De los cadáveres de animales que encontraba en los vertederos de Paterno y Adrano.

—Bajo la caja torácica de la víctima había liquen. ¿Dónde lo encontró?

—En las grutas de los acantilados, cerca de Acireale. Es habitual en nuestra región.

Mentía. El producto era mucho más raro que un simple hongo. También estaba el escarabajo africano. Decidí no mencionarlo. También tendría una respuesta preparada.

—El cuerpo presentaba diversos estados de descomposición, lo que conlleva sistemas de conservación diferentes y complejos. ¿Cómo lo hizo?

—Estábamos en abril. En la obra hacía frío. Bastaba con calentar algunas partes del cuerpo y dejar las otras expuestas a la temperatura exterior.

Agostina no dejaba de sonreír.

—¿Por qué escoger unas técnicas tan complicadas?

—Siguiente pregunta.

—¿No quiere contestar?

—Así lo hemos establecido. Siguiente pregunta.

Miré sus manos; tenían la misma blancura que su rostro. Unas finas venas azules corrían bajo la piel fina. No podía imaginar aquellos dedos hundiéndose en el cuerpo de Salvatore ni cortándole la lengua.

—¿Por qué ese asesinato? ¿Cuál era el móvil?

—¿Por qué le daría una respuesta? —preguntó con desenvoltura—. Nunca le he dicho nada a nadie sobre esa cuestión. Ni a los policías ni a los jueces. Ni siquiera a mis abogados.

El viento seguía gimiendo. Pensé en Luc y me eché un farol.

—No tiene elección. He encontrado la garganta.

Se rio. Una risa sardónica, que terminó con una especie de ronquido.

—Mientes. Si fuese cierto, no estarías aquí con tus preguntas de madero de tres al cuarto.

A pesar del sarcasmo y del tuteo, sentía que había logrado un punto. Agostina sabía que yo avanzaba a tientas pero la palabra «garganta» era la prueba de que seguía una pista distinta de la de los maderos de Catania. La única pista válida, la que yo aún no llegaba a comprender.

—Lo hice porque tenía que vengarme —murmuró.

—¿De quién? ¿De Salvatore?

Ella cabeceó varias veces, con entusiasmo, como hacen los niños cuando aceptan una golosina.

—¿Qué le hizo?

—Me asesinó.

Salvatore, un marido violento. Salvatore, golpeando a Agostina hasta la muerte. Agostina jurando vengarse y asesinar a su marido. No había leído ni una palabra, ni una sola alusión a tales hechos. Además, cuando alguien se venga de su marido, escoge un método más expeditivo.

—Cuéntemelo.

Agostina me observaba con sus ojos intensos. Los granos de arena se arremolinaban en el aire pegándose a mi rostro impregnado de sudor. Repetí:

—Cuéntemelo.

—Me asesinó cuando yo tenía once años.

—¿Cuando se cayó usted del acantilado?

—Él me empujó.

Salvatore como un niño asesino. Un crío tirando a otro al vacío, a sangre fría. Imposible. Agostina añadió:

—Salvatore era brutal… nervioso… imprevisible. Jugábamos al borde del precipicio. De pronto, me empujó. Solo por curiosidad.

—Después del accidente nunca mencionó ese detalle.

—No me acordaba.

—¿Y aun así se casó con Salvatore?

—Ya le he dicho que no me acordaba.

—¿Quién le hizo recuperar la memoria?

—¿Me lo preguntas tú, ragazzo?

Nuevamente, el morro aplastado del demonio. Un ángel caído, maligno, solapado, aportando esta revelación a la joven mujer para inspirarle mejor la respuesta. No me quedaba mucho tiempo. Tres minutos según el reloj.

Cuando miré nuevamente a Agostina, su boca se torcía formando una sonrisa atroz, depravada. Las comisuras de sus labios se doblaban en sentido opuesto, una hacia arriba y la otra hacia abajo.

Tosí y decidí seguirle el juego.

—El diablo le ha contado la verdad, ¿es así?

—Me ha visitado. Sí, en el fondo de mi espíritu.

Deslizó la mano bajo su blusa y se acarició los senos. Tuve la sensación de que un frío horrible invadía la habitación.

—¿Es él quien la inspira?

El frío y también un olor sordo, nauseabundo, podrido.

Bajó la mano y se la pasó entre las piernas.

—Fue en sueños —murmuró—. Me dio una orden, sí, pero su orden era una caricia… Un goce. ¿Cuánto hace que no follas, ragazzo?

—¿Fue también él quien le inspiró el método?

De pronto, Agostina contuvo el aliento; luego suspiró lentamente, como si tocara un punto sensible en lo más hondo de su intimidad. Sus ojos se estiraron como los de un zorro. Siguió masturbándose.

La temperatura parecía seguir bajando. Y la hediondez aumentaba. Olor a agua estancada, a huevos podridos, pero también a herrumbre. Algo intermedio entre los excrementos y el metal. Solo dos minutos.

—Usted fue objeto de un milagro —dije entre dientes—. Su recuperación fue reconocida por la Iglesia apostólica y romana. ¿Por qué actuaría inspirada por Satán?

Agostina no contestó. El olor era sofocante. Intenté luchar contra esa sensación: la de una presencia allí, con nosotros, en la sala. Agostina se inclinó sobre la mesa. Tenía la mirada velada.

—Encontraste la garganta, ¿verdad?

Se levantó de golpe y me agarró la nuca. Me lamió la oreja y rio, dentro de mi tímpano. Su lengua era dura como un dardo.

—Tú tranquilo, cabrón, la garganta te encontrará, ya verás…

La rechacé con firmeza. Experimentaba la misma repulsión que en Notre-Dame-de-Bienfaisance, cuando había sentido que una mirada misteriosa me ensuciaba. Ahora, todo giraba en la habitación: el frío, el viento, la hediondez y «el otro».

—¿Quieres que te la chupe? —cuchicheó ella—. Ya estoy cansada de tortilleras y de coños.

—¿Ha oído hablar de Manon Simonis?

Sacó la mano de debajo de la mesa y se la llevó a la nariz.

—No.

—¿Y de Sylvie Simonis?

—No —dijo, lamiéndose los dedos.

—Sylvie mató a su hija, Manon, porque creía que la niña estaba poseída.

—Nadie puede matarnos —dijo con una risita—. Él nos protege, ¿entiendes?

—¿Qué tiene usted que hacer para él?

—Contamino, infecto. Soy una enfermedad.

Su timbre de voz había bajado varios tonos. Su inflexión era barriobajera, ronca, malsana. Al mismo tiempo, un pitido discordante parecía escapar de las últimas sílabas de cada palabra.

La provoqué:

—¿Aquí en la cárcel?

—Soy un símbolo, ragazzo. Mi poder atraviesa los muros. Torturo a los maricones del Vaticano. ¡Os doy a todos por saco!

—Los abogados de la Santa Sede la defienden.

Agostina se echó a reír; una risa grave, viscosa, con las manos crispadas entre las piernas. Con voz lasciva, murmuró:

—Tío, en mi vida he visto un madero más gilipollas. ¿De verdad crees que esos cabrones me defienden? Me observan. Me huelen el culo, como los perros en celo.

Decía la verdad. Las autoridades pontificias querían limitar los daños, pero sobre todo, querían ponerse en contacto con «su» chica milagrosa. Simplemente para comprender el fenómeno que se desarrollaba en el cuerpo y en el espíritu de Agostina.

Se encogió de hombros con fuerza, como si acabara de tener un orgasmo violento, un placer que la había sacudido hasta el tuétano. Graznó con una voz irreconocible:

—Él me había dicho que vendrías.

—¿Quién? ¿Luc Soubeyras? ¿El policía de la foto?

—Él me había dicho que vendrías.

Sentía terror en el vientre. Agostina hablaba del demonio, por supuesto: de una presencia real en su interior. Una presencia que yo percibía allí, entre nosotros. Ella sonrió nuevamente, hacia arriba y hacia abajo. Al mismo tiempo. Su cara parecía desgarrada como un papel sucio. Me quedaba un minuto.

—¿Sabes cómo conseguí los insectos? —cloqueó, mordaz—. Es fácil. Solo tengo que tocarme. Me mojo y mi sexo se abre, como la carroña. Entonces vienen las moscas… ¿No lo notas, ragazzo? Las llamo con mi sexo. Vendrán…

Bajó la cabeza y empezó a salmodiar. Acompasaba las rimas con rapidez balanceándose de delante hacia atrás. De pronto, se quedó con los ojos absolutamente en blanco. Me incliné y presté oído.

Agostina hablaba en latín.

Una a una, discernía las palabras que no cesaba de repetir: «… lex est quod facimus lex est quod facimus lex est quod facimus lex est quod facimus…». LA LEY ES LO QUE HACEMOS.

¿Por qué esas palabras?

¿Qué significaban en su boca?

Ahora gruñía, como un cerdo. Su jadeo iba acompañado por un silbido atroz, como una reverberación disonante. De golpe, sus pupilas reaparecieron. Amarillentas. Me escupió a la cara y aulló, con un estertor que le salía de la garganta:

—¡COMERÁS TU MIERDA EN EL INFIERNO!

A mis espaldas, se abrió el cerrojo.

Los diez minutos habían pasado.