Los reflejos del pavimento de piedra bajo el sol, como los de un espejo movido por dos manos invisibles. La acumulación de piedras dibujando pálidos tótems. Las llanuras estériles violadas por el resplandor insufrible del cielo. Cien metros más abajo, al pie del acantilado, el mar resplandecía con un millón de lágrimas que herían la retina con violencia. Todo el paisaje temblaba. Se diría que era el calor lo que desencajaba de ese modo el horizonte, pero la temperatura apenas superaba el cero. El polvo nublaba la vista.
Bajé la visera y traté de ver el extremo del camino que se perdía en la bruma. Eran más de las nueve. Había perdido tiempo a la salida de Catania. Otra noche había caído en la noche. La famosa lluvia negra del tercer estadio. Las calles estaban cubiertas por una espesa capa de ceniza. Los bulldozers trataban de despejar las calles y bloqueaban la circulación. Fuera de la ciudad era peor. Había que conducir con el limpiaparabrisas en marcha. La calzada estaba tan resbaladiza como una pista de patinaje y los controles se multiplicaban. A cuarenta kilómetros de Catania, había salido por fin de ese infierno, como un avión que se aleja de un cielo tormentoso.
Llevaba retraso. Según el mapa, todavía tenía que seguir la costa veinte kilómetros y luego tomar en dirección noroeste. Encontré cabañas, casas en ruinas incrustadas en las lomas; a veces aldeas, gris sobre gris, perdidas entre los recovecos de piedra. Más allá, urbanizaciones en construcción, abandonadas, que ya semejaban unas ruinas. Italia del Sur se había especializado en esas obras que nacían muertas, pretexto para todo tipo de especulaciones inmobiliarias.
Giré a la izquierda y me adentré en los campos. Ninguna señalización que mencionara la cárcel de Malaspina. El paisaje se modificaba. El desierto daba paso a una llanura apagada, erizada de juncos, de hierbas amarillas que recordaban un pantano desecado. Esas lenguas de tierra evocaban un agotamiento, un abandono que pasaba bajo mis párpados hasta hipnotizarme. Empezaban a picarme los ojos cuando, por fin, apareció el nombre de Malaspina.
Otra recta y siempre ese paisaje de planicies quemadas. De repente, la calzada se transformó en un camino sin asfaltar. Me pregunté si había pasado por una curva o una señalización sin darme cuenta.
Otra vez el desierto. El paisaje se elevaba nuevamente. Los picos rocosos se erguían como esculturas rotas; las colinas mordían el horizonte, devoradas por una luz demasiado intensa. Aún no eran las once de la mañana y las sombras ya caían, densas, sobre la tierra estéril. Todo se volvía lunar, árido, resquebrajado.
Empezaba a dudar seriamente de haber escogido bien la carretera cuando apareció, apenas visible, la cárcel. Un rectángulo de tres pisos, como aplastado al pie de las laderas. La carretera continuaba recta y terminaba en el presidio. Ningún otro camino ni para entrar ni para salir.
Dejé el coche en el aparcamiento. Fuera, el viento y el polvo me abofetearon. El calor del sol y las ráfagas invernales se anulaban entre sí para ofrecer una temperatura neutra: ni cálida ni fría. Sabor a ceniza en el gaznate. Arbustos arrancados de raíz que se enredaban en mis piernas. Me puse las gafas de sol.
Lancé una mirada alrededor y me detuve sobre un punto fijo. No podía creer lo que veía. Encima de una cornisa se recortaban tres siluetas negras. Aunque se trataba más bien de siluetas entrevistas, perdidas en el aire blanco. En pleno desierto, esos hombres me observaban. ¿Centinelas? Usé mi mano de visera y entrecerré los párpados. Mi sorpresa se volvió opresiva: sacerdotes. Tres alzacuellos, tres sotanas restallando en el viento, coronadas por caras pálidas, sin edad, habitadas por la muerte. ¿Quiénes eran esos espantapájaros?
Con un ruido de chatarra, el portal de la cárcel pivotó. Me volví y vi una sombra triangular abriéndose hacia mí. Eché una última ojeada a los religiosos; habían desaparecido. ¿Había sido un espejismo? Corrí hacia la puerta temiendo que la cerraran antes de que pudiera entrar.
Todos los presidios se parecen. Una muralla ciega, perforada con troneras, miradores coronados por centinelas, frisos de alambradas de espino o de cristales rotos en el remate de los muros. La penitenciaría de Malaspina era fiel a las normas, con la opresión añadida del desierto. Huir es siempre ir a alguna parte. Aquí, literalmente se estaba en «ninguna parte».
Dije mi nombre en la recepción y pasé varios controles, recorrí pasillos indistintos, crucé despachos. La única nota diferenciadora eran los colores de los barrotes, las rejas, las puertas. Amarillo, rojo, azul, siempre deslucidos, siempre desconchados, que intentaban alegrar el sitio pero maquillaban mal la monotonía y el desgaste que saltaban a la vista.
Me hicieron esperar en un vestíbulo, cerca de un patio protegido por una doble reja. A través de los barrotes divisaba a las reclusas que caminaban del brazo, sin duda hacia el comedor; se acercaba el mediodía. Vestidas con chándal, tenían ese aire relajado de un día de domingo en casa; un domingo que duraba años. Con el rostro ladeado, repitiendo las mismas reflexiones, las mismas confidencias que el día anterior y el siguiente. También el cuadrado de cielo tenía rejas. En las prisiones, el patio no es una abertura sino una manera de poner las cosas en su sitio. Simplemente, se te recuerda lo que has perdido.
Pasos. Una mujer venía hacia mí, ataviada con un uniforme verde oliva, con un gran juego de llaves en la cintura. Caminaba todavía cuando me soltó:
—Llega con retraso.
Luego se presentó, pero no entendí ni su nombre ni su grado. Estaba demasiado impresionado por su sensualidad. Una mujer con el cabello castaño oscuro, rostro mate, boca carnosa, cejas espesas, que desprendía verdaderas ondas magnéticas. Quizá eran sus formas encerradas en el tabú del uniforme o su rostro de una belleza dura y mirada cobriza, pero me había provocado vértigo.
Esas cejas, esos rasgos agrestes, eran como promesas; el preámbulo de un pubis amplio y frondoso. Imaginaba su cuerpo color tabaco rubio, con las negras areolas de los senos y el triángulo oscuro del sexo. Lo suficiente para partirme el alma.
—Perdone, ¿qué decía?
—Soy la directora. Lo recibo porque conozco a Michele Geppu y confío en él.
—¿Agostina Gedda está de acuerdo en verme?
—Ella siempre está de acuerdo. Le encanta exhibirse.
—¿Cuánto tiempo me concede usted?
—Diez minutos.
—Es poco.
—Más que suficiente para que se haga una idea del personaje.
—¿Cómo es?
La directora sonrió. Una punzada dolorosa se hundía en mi bajo vientre. Un deseo de una violencia extraña. Por encima de esa sensación, despuntó una idea: la llanura árida, los tres sacerdotes, esa mujer excitante. Una «tentación del desierto» representada en tres actos, solo para mí.
La directora respondió, con esa voz grave tan frecuente en las italianas:
—Solo puedo darle un consejo.
—¿Cuál?
—No escuche sus respuestas. Nunca hay que escucharla.
Su consejo era absurdo: estaba allí para interrogar a Agostina.
—Es un mentiroso. El demonio es un mentiroso —añadió.