El CEP era un barrio de inmuebles de protección oficial, agrupados en bloques de cuatro. Ese tipo de urbanización había surgido en toda Italia durante los años cincuenta. Aquella masificación urbana me hacía pensar en una erupción volcánica que lo solidifica todo a su paso, como en Pompeya. El hormigón había petrificado la miseria, el paro, el aislamiento de las clases desfavorecidas.
No faltaba ni un solo detalle. Fachadas con el revestimiento sucio, parques que parecían terrenos baldíos, árboles descarnados enmarcando las vetustas áreas de recreo, huertos que, anejos a los aparcamientos, se convertían en el lugar donde iban a morir los chasis de los coches. Seguí mi camino, pasando al lado de farolas rotas y campos de fútbol sin hierba. No era un barrio dejado de la mano de Dios y carente de porvenir. Era un mundo en el que la muerte se había instalado a perpetuidad. El único futuro.
Divisé una capilla prefabricada, con el tejado de chapa ondulada, que lindaba con un vertedero. Imaginé a los habitantes del barrio rezando por la recuperación de Agostina y contribuyendo para el viaje a Lourdes. La imagen fue como una revelación. El recuerdo de las palabras de Agostina en su entrevista: «Yo era corriente, anónima entre los anónimos. Y es precisamente por eso, creo yo, por lo que la Virgen María me ha elegido». Del mismo modo, no existía un barrio más apropiado para acoger la historia de Agostina. Porque nada, absolutamente nada, caracterizaba a Paterno.
Allí se rozaba la esencia de la tradición católica: la del nacimiento en el establo, la de la limosna y los pies desnudos. La que proclama que «los que tienen hambre serán saciados», «los que lloran serán consolados», que la miseria en la tierra daría paso a la felicidad celestial.
Encontré el inmueble de Agostina: palazzina D, scala A. Su dirección estaba escrita debajo de su foto de identidad judicial. Bajé del coche. Había ido a respirar el lugar; sin embargo, comprendí inmediatamente que era la última cosa que podría hacer allí. La atmósfera era sofocante. El violento olor a azufre se había transformado en tempestad.
Un hombre surgió del inmueble, con el rostro envuelto en su bufanda. Me tapé la boca con el cuello de mi abrigo y corrí hacia él. Le pregunté qué pasaba. El hombre me respondió sin quitarse la bufanda.
—¡Son las salittellas! Los montes de barro salino que rodean nuestro barrio. Cuando hay erupciones, los gases salen por todas partes. ¡Son nuestros pequeños volcanes particulares! ¡Todos los conocen en el barrio!
Tomé algunas fotos rápidamente y volví al coche, en busca de un rincón al abrigo de las emanaciones. Me detuve cerca de un área de juegos desierta, a algunas manzanas de distancia, donde el olor era más soportable. Un pórtico sostenía unos viejos columpios. Perfecto para una meditación solitaria.
Volví a mis pensamientos bajo un sonido de cadenas rechinando en el viento. El milagro de Agostina: no estaba seguro de creérmelo. Desconfiaba por instinto de las manifestaciones divinas espectaculares. Después de Ruanda, era un adepto a una fe estricta y sin concesiones, solitaria, responsable. Dios no intervenía en la tierra. Había dejado los medios a nuestra disposición. Había entregado Su mensaje, así como la libertad de caminar hacia Él. Resistir a las tentaciones, salir de la oscuridad, era asunto nuestro. En resumen, teníamos que apañarnos. Esa era toda nuestra grandeza: la posibilidad de «co-crearnos».
Por esa razón, desconfiaba de las intervenciones sobrenaturales. ¿El Señor escogía de repente a un elegido y realizaba un prodigio? Eso no tenía sentido en la doctrina cristiana. El único milagro que podía ocurrir, en lo cotidiano, era que el ser mortal se elevara hacia el Señor. Solo la fe podía superar nuestra condición. Por otra parte, era lo que ocurría en ese tipo de curaciones. El espíritu humano es más fuerte que la materia; con eso basta.
Agostina planteaba un problema distinto. El asesinato que había cometido y que pretendía haber cometido, lo cambiaba todo. Un milagro era siempre la historia de la salvación de un alma. Intuía la razón por la que el Vaticano había confiado el caso a sus abogados. No lo hacía para demostrar su inocencia, pues Agostina se declaraba culpable, sino para limitar los daños. El revuelo a su alrededor. La Santa Sede había cometido un error garrafal declarando oficialmente que semejante monstruo había sido objeto de un milagro. Era necesario tapar el escándalo.
Caía la noche. En la oscuridad, el césped se volvía resbaladizo, la ciudad se desdibujaba. Las cinco de la tarde. Y todavía sin noticias de Michele Geppu. Helado de la cabeza a los pies, decidí volver al coche y hacer varias llamadas.
Para empezar, Foucault.
—¿Alguna novedad? —ataqué.
—No, Por el momento, la búsqueda internacional sobre los asesinatos no ha dado ningún resultado. Hay que esperar.
—¿Y los entomólogos del Jura?
—Ni rastro.
—Olvídate del Jura. —Pensé en Sarrazin y en su susceptibilidad—. ¿Has averiguado si existía alguna relación entre la unita16 y Notre-Dame-de-Bienfaisance?
—Sí. Y no he hallado nada.
—Sigue buscando en la fundación. Sus peregrinaciones. Sus seminarios.
—¿Qué busco?
—Ni idea. Encuentra la lista de viajes, la frecuencia, los precios. Hurga. ¡Qué sé yo!
Había hablado sin entusiasmo y Foucault debía de haberlo percibido.
—En el despacho —proseguí—, ¿todo bien? ¿El mar está en calma?
—Según cómo se mire. Dumayet me ha tirado de la lengua con respecto a ti.
La noche anterior había enviado a la comisaria un escueto SMS anunciándole que prolongaba mis «vacaciones». Semejante mensaje exigía explicaciones de viva voz. Pero ese día no había tenido ánimos.
—¿Qué le has dicho? —pregunté.
—La verdad. Que no tenía ni puñetera idea de qué hacías.
Me despedí de mi adjunto y llamé a Svendsen, para que me informara de las novedades sobre el liquen, el escarabajo y también, sobre la búsqueda de otros cuerpos en estado de descomposición. El forense no había dado señales de vida. Por ello no me sorprendió que me dijera que los botánicos seguían trabajando, aunque sin lograr resultados. Consultaban inmensos catálogos de esencias y de cepas. En cuanto al escarabajo, los expertos habían confirmado la opinión de Plinkh y habían dado la lista de los criaderos. Ninguno de ellos estaba cerca del valle del Jura.
En cuanto a los cuerpos, el sueco había realizado varias llamadas. En vano. Había hecho circular un mensaje interno dirigido a todos los institutos forenses. Las respuestas no habían llegado aún. Le pregunté si era posible llevar a cabo una búsqueda semejante a escala europea. Svendsen refunfuñó, reticente, pero su «no» fue poco categórico. Sabía que se desviviría por lograrlo.
Finalmente, llamé a Facturator. Malas noticias. El titular de la cuenta suiza iba a buscar personalmente el dinero en efectivo. Nunca había hecho transferencias nominales a otra cuenta.
¿Quién era el beneficiario de esas sumas? En las circunstancias actuales, mi hipótesis del detective ya no se sostenía. ¿A quién enviaba Sylvie esas sumas desde hacía trece años? ¿Le hacían chantaje? ¿Hacía donativos para tranquilizar su conciencia? En mi situación, ya no me quedaban medios de saberlo.
Ultima llamada: Sarrazin. Ya llevaba un día de retraso según nuestro arreglo. El gendarme me había dejado dos mensajes durante el día.
—¿Qué significa todo esto? —chilló—. ¿Has metido a otro madero en el ajo?
Era la primera vez que me tuteaba. Le respondí del mismo modo.
—¿A qué te refieres?
—A los entomólogos. Me he enterado de que un madero parisino también anda husmeando. Cuidado, Durey. Juega limpio conmigo; de lo contrario, yo…
Corté su rabieta explicándole que, en efecto, uno de mis adjuntos redactaba una lista de los entomólogos del Jura. Esas investigaciones eran anteriores a nuestro acuerdo. Hoy mismo le había dado orden de pararlo todo. Sarrazin se calmó.
—Y tú, ¿tienes algo nuevo al respecto? —pregunté, devolviéndole la pelota.
—Nada. He vuelto a empezar desde cero. Pero tampoco he conseguido gran cosa. Solo aficionados de la región. Jubilados, estudiantes. Nada que encaje con el perfil.
La cosa se encallaba aún más. Sin embargo, las palabras de Plinkh seguían dándome vueltas en la cabeza: «Está aquí. Muy cerca. Puedo sentir su presencia, sus escuadrones, en alguna parte de nuestros valles». Había que seguir buscando.
Sarrazin me preguntó si tenía novedades. Fui evasivo. En el fondo, no quería compartir mis informaciones con el gendarme. Me frenaba una desconfianza inexplicable. Quizá la ecuación de Chopard: la ley del treinta por ciento. Prometí volver a llamarlo al día siguiente.
Recorrí la ciudad hasta la hora de la cena. De noche, las arterias de lava adquirían una apariencia fúnebre e imperial. Las callejuelas se abrían como fallas en la roca, revelando su misterio, sus tesoros. Catania, la ciudad negra, se mostraba bajo las farolas, vibrante, esmaltada, luminosa, como un noctámbulo que está en plena forma a la hora en la que todos los demás se van a dormir.
Busqué en vano un restaurante japonés: arroz, té verde, palillos. Finalmente cené en una pizzería, solo con mi móvil, que se negaba a sonar. Erguido en mi silla, haciendo oídos sordos a los ruidos de cuchillos y tenedores a mi alrededor, me concentré en otras sensaciones. Aromas de anchoa, de tomate, de albahaca. Arquitectura de madera oscura, decorada con caracoles, conchas y veleros dentro de botellas, evocando la gruta de un marino encallado. Mujeres vestidas de ante y terciopelo, con variaciones de tonos marrones como si fueran deliciosas castañas confitadas.
Salí del restaurante a las ocho. Geppu no llamaba. La impaciencia por conocer a Agostina me crispaba los nervios. Una clave me esperaba en la cárcel de Malaspina, lo presentía. O por lo menos, lo esperaba. Una revelación, una luz oblicua en ese laberinto incomprensible.
Regreso al hotel. Televisión. El Etna siempre en el punto de mira. Las fuentes de lava seguían brotando tanto en el norte como en el sur y la gente empezaba a sentir pánico, sobre todo en las ciudades del sur: Giarre, Santa Venerina, Zafferana Etneo… Miles de personas eran evacuadas, en medio de procesiones y oraciones.
Un especialista invitado al plato explicaba que la erupción tenía tres estadios: primero las ondas sísmicas; luego las explosiones de lava, de las que nadie podía prever su duración, y finalmente, las lluvias de ceniza. Las escorias que los ciudadanos habían limpiado hasta el momento no eran nada. Pronto, la región estaría cubierta por un espeso polvo negro. El hombre concluía, con una sonrisa: «Pero ¡en Caunia estamos acostumbrados!».
Era la palabra clave. Sin embargo, la violencia de esa erupción superaba todo lo que esos «acostumbrados» habían conocido. ¿Había que asustarse? ¿Temer la cólera del volcán? Una vez más, veía un presagio en esa atmósfera. El diablo me esperaba en alguna parte, en la estela del cráter.
Saqué el ordenador, el cable y la batería. Quería anotar mis últimas reflexiones de la urde y digitalizar las fotos que había cogido.
Por fin, el móvil vibró. Lo cogí de inmediato.
—Pronto?
—Soy Geppu. Será mañana. Lo esperan en Malaspina a las diez.
—¿No necesito una autorización firmada?
—Nada de autorización. Usted va por su cuenta.
—¿No ha avisado a los abogados?
—¿Quiere esperar un mes?
—Muchas gracias.
—De nada. Agostina le caerá bien. ¡Buena suerte!
El hombre iba a colgar cuando dije:
—Quería preguntarle un último punto. ¿Sabe si existían pruebas materiales contra Agostina?
Geppu se echó a reír. Más leña al fuego.
—¿Bromea? ¡Sus huellas dactilares se encontraban por todas partes en el escenario del crimen!