Las nubes habían desaparecido. El cielo azul hacía que resaltara la zona, muy negra, del volcán. Me dispuse a ir a tomar un café cerca del cuartel general de los carabinieri. No sabía muy bien qué pensar de las promesas del jefe de policía. Existe un axioma universal: el rigor y la fiabilidad disminuyen a medida que se baja hacia el sur, como si esos dos valores se fundieran bajo el sol.
Llamé a información telefónica para conseguir la dirección del principal periódico de Sicilia, L’Ora. Luego volví al coche y descubrí la ciudad bajo el sol. Estábamos en pleno otoño pero era un otoño resplandeciente, cubierto por un polen luminoso. Sobre la ciudad oscura, esas finas partículas evocaban el azúcar glas sobre un pastel de chocolate. Catania, ciudad en blanco y negro donde la lava y el sol no cesaban de enfrentarse, de oponerse, pero también de responderse, produciendo reflejos perpetuos, salpicaduras incandescentes.
La circulación no mejoraba. Los controles policiales cerraban las vías de acceso al norte; los camiones de mantenimiento circulaban lentamente, retirando las cenizas de la calzada. Los atascos se acercaban a una commedia dell’arte: los automovilistas se asomaban por las ventanillas para insultar a los carabinieri, que les respondían con un corte de mangas.
Encontré los locales del periódico, en la via Santa Maria delle Salette. Tenían más en común con la arquitectura gubernamental, senado o palacio de justicia, que con una moderna redacción. Aparqué en cualquier sitio, para estar a tono, y franqueé el alto portal. Los archivos estaban en el sótano. Me dirigí hacia los ascensores, sorteando a varios grupos de periodistas que salían apresuradamente.
Todo lo contrario de lo que sucedía un piso más abajo. Calma total. La sala acristalada estaba tapizada de casilleros metálicos con ficheros abarrotados de sobres de papel manila. En el centro había un mostrador con mesas escasamente iluminadas y ordenadores. Volví a encontrar allí, en esa estancia en penumbra, la atmósfera que había visto a menudo en otros archivos donde me habían llevado mis investigaciones policiales o las relacionadas con mis misiones humanitarias. Provocaba la misma sensación de secretos dormidos, de panteón polvoriento, donde aún latía, muy débilmente, el corazón de los sucesos. Los arcanos del alma humana.
Un archivero me ayudó. Sobre cada pantalla, podía buscar por tema, por nombre, por fecha. El programa me indicaría el casillero que debería consultar. A partir de ahí, se trataba de sumergirse en montañas de papel.
Tecleé el nombre de Agostina Gedda. Apareció una entrada con fecha del año 2000. Unos segundos más tarde, el ordenador mostró otro año: 1996. Luego otro más: 1984. ¿Qué podía haberle sucedido a Agostina, con solo doce años de edad, para que le dedicaran diversos artículos en L’Ora?
Empecé por orden cronológico. Encontré en los compartimientos el sobre de 1984. Lo llevé hasta el mostrador y luego, con un ademán, le pregunté al dueño y señor del lugar, sentado detrás de su escritorio, si podía fumar. Inesperadamente, el hombre me contestó con una amplia sonrisa.
Con un cigarrillo en los labios, abrí el sobre. Contenía varios artículos recortados y fotos de una niña más bien enclenque. Algunas fotos la mostraban en una cama de hospital. En cuanto leí los títulos comprendí las alusiones de Callacciura y del jefe de policía. La asesina no era una mujer como las demás.
Agostina Gedda se había curado gracias a un milagro.
Un milagro de Lourdes.
L’Ora, 16 de septiembre de 1984
¡Con doce años, en una noche se cura de una gangrena mortal!
Nuestra ciudad está acostumbrada a historias originales, a personajes extraordinarios, que hacen de Catania uno de los florones de Sicilia. La historia de Agostina Gedda es un nuevo ejemplo. Sí. ¡Suceden cosas maravillosas en nuestra ciudad!
En principio, Agostina Gedda es una muchacha como las demás. Hija de un carpintero de Paterno, en el extrarradio de Catania, es una niña dulce, aplicada, que saca buenas notas.
Sin embargo, un domingo de febrero de 1984, todo se tambalea. Cuando está jugando con amigos de su edad mientras sus padres están en la playa de Taormina, Agostina sufre una caída de diez metros y pierde el conocimiento. La niña es hospitalizada inmediatamente en la Clínica Ortopédica de la Universidad de Catania. Presenta facturas en las dos piernas, pero ninguna de sus heridas es mortal.
Agostina pasa cinco días en el hospital y luego vuelve a su casa, enyesada. Al cabo de dos semanas, empieza a sentir dolores. El pus supura en sus piernas. Vuelta al hospital. Los médicos le quitan inmediatamente el yeso. Las heridas no han cicatrizado; tiene gangrena.
Los especialistas ya hablan de amputación. Sophia, la madre de Agostina, se derrumba. El padre, al contrario, exige explicaciones. Los médicos no pueden pronunciarse. En realidad, saben que Agostina está condenada. Su muerte es cuestión de semanas. Incluso la amputación es una operación inútil…
En Paterno se crea un movimiento de solidaridad. De puerta en puerta, se organiza una colecta para regalar a Agostina un viaje que podría ser su última oportunidad: una peregrinación a Lourdes. Una conocida asociación italiana, la unita16, organiza periplos a la ciudad mariana. Si los Gedda aceptan, podrían incluir a Agostina en el próximo viaje…
El 5 de mayo, Agostina parte, por fin, acompañada por sus padres. Durante el viaje, la niña está contenta. ¡Es la primera vez que toma un barco y un tren! Todos se muestran amables con ella; le regalan golosinas, la colman de atenciones…
Pero en Lourdes, Agustina siente pánico. Todos esos enfermos, esos lisiados que recorren las calles, esas vitrinas llenas de estatuillas, esas enfermeras con velos azules. No comprende. ¿Por qué está allí? ¿La abandonarán en medio de esos discapacitados? Cuando la llevan a las piscinas, rechaza el baño, si bien luego la convencen y acepta. En contacto con el agua helada en esos estanques en los que la temperatura no pasa de los doce grados, Agostina lanza alaridos. No se baña más de un minuto.
De regreso a Paterno, la niña no mejora. Su peso no supera los diecisiete kilos. Cada día, la gangrena gana terreno. En julio, la familia festeja su cumpleaños. Agostina tiene doce años. Solo le quedan unas semanas de vida. Su madre ya confecciona la ropa que la acompañará a la tumba.
El 5 de agosto, a las ocho de la tarde, Agostina entra en coma. La sangre ya no circula por su cuerpo, lo que le provoca una anoxia cerebral. Sophia llama inmediatamente al médico. Cuando el hombre llega, se encuentra con una gran sorpresa: Agostina aparece de pie, apoyándose en el marco de la puerta. Ha conseguido caminar hasta la cocina. Su expresión ya no tiene la pálida gravedad de la enfermedad.
El médico ausculta a la niña. No hay duda: la gangrena remite. Durante los días siguientes, se la examina en Catania. El mismo diagnóstico. Agostina se está curando. Incluso muestra señales de cicatrización. ¡En una sola noche la pequeña se ha restablecido de un mal incurable sin mediar tratamiento alguno!
Para los habitantes de Paterno esta historia es muy conocida. La noticia del milagro se difunde como el sonido de las campanas a través de la ciudad. En Catania se comenta el prodigio mientras que los medios de comunicación de Italia ya se hacen eco de la noticia.
Sin embargo, monseñor Paolo Corsi, de la diócesis de Catania, se ha expresado con prudencia durante una conferencia de prensa: «Nos alegramos de la curación de Agostina. Es una magnífica historia de fe y de esperanza. Pero es necesario que pase tiempo, mucho tiempo, para que la Iglesia apostólica y romana se pronuncie sobre la realidad de un milagro».
Agostina ha reanudado una vida normal. Incluso ha vuelto al colegio a principios de septiembre como cualquier niño de su edad. Pero nadie ha olvidado que lleva el sello de una vivencia única. Cualquiera de nosotros, sea católico o no, está obligado a reconocer que una curación inexplicable se ha producido unas semanas después de la peregrinación a Lourdes. ¡Hasta los escépticos deben sacar conclusiones!
Encendí un cigarrillo y observé nuevamente las fotografías. Agostina, once años y medio, en la cama del hospital. Agostina sobre una silla de ruedas, rodeada por el comité de apoyo de Paterno. Agostina en Lourdes, formando parte de un gran cortejo de discapacitados.
Decididamente, la enfermera era un buen reclamo para los periodistas de L’Ora. Objeto de un milagro a los doce años, asesina a los treinta; una situación que no tenía nada de trivial. Mientras exhalaba una larga bocanada de humo, reflexioné. Presentía una lógica interna detrás de la contradicción de los hechos. Era imposible que acontecimientos tan antitéticos fueran solo fruto del azar.
Pasé al segundo sobre: abril de 1996.
L’Ora, 12 de abril de 1996
Después de doce años de investigación, la diócesis de Catania y la Santa Sede reconocen que Agostina Gedda fue objeto de un auténtico milagro.
Una noticia que se esperaba desde hace casi doce años. En Sicilia, nadie ha olvidado la historia de Agostina Gedda, curada de una gangrena mortal en el espacio de una noche después de su peregrinación a Lourdes. Todo el mundo en Catania creía en el milagro, pero los miembros de la Iglesia católica expresaban sus reservas. Monseñor Corsi, arzobispo de Catania, había advertido: «Debemos ser muy prudentes. La Iglesia no desea dar falsas esperanzas a los creyentes. Y la medicina no es el terreno de la Iglesia. Para pronunciarnos, debemos llamar a otros especialistas, y sus exámenes llevarán años».
Doce años, nada menos, es lo que se ha necesitado para que un comité de expertos internacionales designado por la Santa Sede y, más tarde, una comisión del Vaticano, decidan finalmente sobre el milagro. En primer lugar, la curación ha sido ratificada no solo por un hospital de Catania sino también por la Oficina de Constataciones Médicas de Lourdes.
El doctor Ducholz, director de la Oficina, explica: «Antes de proclamar una “curación súbita e inexplicable”, debemos estar seguros del carácter incurable de la enfermedad y de la ausencia de tratamiento durante el proceso. Cuando la persona parece curada, esperamos varios años, de modo que podamos tener la seguridad de que la recuperación es definitiva. Solo entonces, en colaboración con la Iglesia, sometemos el expediente al Comité Médico Internacional, que reúne a una treintena de médicos, neurólogos y psiquiatras de todas las nacionalidades, sean católicos o no. Al término de un estudio en profundidad, esos especialistas aceptan o no el carácter inexplicable de la curación».
Una vez que los médicos han aceptado los hechos, la Santa Sede ha retomado el expediente y se ha encargado de la parte espiritual del mismo. Monseñor Perrier, obispo de Lourdes, comenta: «Para la Iglesia, la curación física es solo uno de los aspectos del milagro. Es el signo exterior de una curación más profunda sobre el plano espiritual. Es por ello por lo que siempre seguimos la evolución psicológica de la persona curada. Por ejemplo, rechazaríamos el caso de una persona que quisiera sacar dinero de su experiencia o que no manifestara ninguna fe después de su curación. En la mayoría de los casos, los que han sido objeto de un milagro tienen un itinerario espiritual sin fisuras, lo que demuestra que también han accedido a un estado superior».
Agostina Gedda responde a ese perfil. A lo largo de los años, la niña se ha convertido en enfermera y nunca ha dejado de ir a Lourdes para ayudar a los enfermos y a los peregrinos. Según la opinión general, Agostina es un ser lleno de dulzura, que no cesa de ayudar al prójimo.
Cuando la conoces te quedas asombrado por su discreción y su humildad. Hoy en día, con veinticuatro años, irradia una verdadera luz interior. Afincada en Paterno, comparte su vida con Salvatore, su marido, que trabaja de electricista. Ambos llevan una vida sencilla; viven de alquiler en un apartamento del CEP (Conzorzio Edilizia Popolare), una de las urbanizaciones de viviendas sociales de Paterno.
Hoy que su milagro ha sido reconocido oficialmente, ¿cómo vive Agostina sabiendo que es una elegida de Dios? Ella sonríe, algo confundida: «Mi curación no es una casualidad, pero al mismo tiempo, nada puede explicar esta intervención divina. Yo era una niña como cualquier otra. Apenas rezaba y tenía una visión muy ingenua de la religión. Después he pensado mucho en este misterio. Creo que, finalmente, mi historia es coherente con las Sagradas Escrituras. Yo era corriente, anónima entre los anónimos. Y es precisamente por eso, creo yo, por lo que la Virgen María me ha elegido. Una niña ha sido salvada, eso es todo».
La mujer de dos caras. Un título perfecto para una película. Mitad ángel, mitad demonio. ¿Cómo explicar que Agostina, elegida por Dios, se convirtiera en la zumbada torturadora de su marido? Otra vez, esa sensación extraña. Por un lado, los dos hechos no encajaban: eran completamente contradictorios. Por el otro, debía de existir un vínculo, todavía inconcebible, entre el milagro y el asesinato.
Por el momento, solo advertí un atisbo de respuesta a una pregunta pendiente: la unita16. ¿Por qué se interesaba Luc en esta asociación de peregrinaciones? Porque Agostina había viajado con la fundación. Hasta se había convertido en voluntaria asidua. ¿Qué buscaba Luc en el seno de esa organización?
Pasé a las fotos del sobre. Agostina a los quince o dieciséis años, haciendo una reverencia al papa Juan Pablo II. Agostina a los veinte años, empujando una silla de ruedas entre la multitud de Lourdes, llevando el velo azul de los voluntarios de la ciudad mariana. Finalmente, Agostina en su trabajo: tímida sonrisa y bata blanca. Una santa. Un ejemplo de humildad, que paseaba su bondad y su compasión por una vida cotidiana sin historia.
La una del mediodía.
Todavía sin novedades de Michele Geppu, el jefe de policía. Estaba solo en aquella gran sala, escondido en el pasado, al abrigo del presente: de la erupción, del estado de emergencia que chisporroteaba sobre mi cabeza.
Volví a los casilleros y di con el sobre «2000» de Agostina. Nada nuevo. El cuerpo de Salvatore encontrado en una obra. Agostina detenida en su casa. Su confesión completa pero sin una palabra sobre el móvil. Semejante sumario debería haberse concluido rápidamente. Sin embargo, Agostina seguía esperando el juicio. El procedimiento se dilataba. Intuí que sus defensores, los famosos abogados de la Santa Sede, habían puesto su grano de arena.
Había todavía más fotos del cuerpo tal como se había descubierto. Conocía las de Sylvie Simonis pero esas tampoco estaban nada mal. Miembros roídos hasta el hueso. Un hormiguero de larvas. Torso destrozado por las heridas. Crucifijo en la boca. Los equipos técnicos, todos con mascarilla, parecían titubear ante el cuerpo hediondo.
Alcé la vista; el archivero seguía la evolución del Etna, pegado a un pequeño televisor. Discretamente, deslicé las fotos bajo mi abrigo. En la guerra, como en la guerra. Una foto del cuerpo torturado, la foto antropométrica de Agostina y otra con su velo azul, en la que tenía un aire angelical. Clasifiqué los sobres nuevamente por orden cronológico y los coloqué sobre el mostrador. Saludé con la mano al amo del sótano.
Ahora quería ir a Paterno.
Necesitaba respirar el escenario de los hechos.