Al despertar a la mañana siguiente, encendí la televisión. No tuve que buscar mucho para encontrar noticias sobre el volcán. La lava seguía su avance. El flujo de la ladera norte había descendido hasta mil quinientos metros de altura y tenía un frente de cuatrocientos metros. El pinar de Linguaglossa estaba en llamas, mientras que unos hidroaviones Canadair lanzaban agua sobre los árboles para tratar de frenar el desastre. En el sur, la amplitud de la lava superaba un kilómetro. La lluvia de ceniza había obligado a evacuar Sapienza. En ambos lados, los bulldozers levantaban diques de tierra para frenar el flujo de lava, mientras se rociaban los bordes, transformándolos en dos murallas frías.
Imágenes asombrosas. Los ríos incandescentes corrían sobre las pendientes, recorriendo varios metros por segundo. El magma en fusión chisporroteaba, rodaba, avanzaba, como una serpiente gigantesca, con un crujido de vidrio machacado; a veces explotaba y lanzaba géiseres de lava en medio de las tinieblas.
Eran las siete de la mañana. Todavía estaba oscuro. Encendí la lámpara de la mesilla de noche y observé mi habitación. Un espacio exiguo, que se estrechaba aún más por el efecto de los motivos del papel pintado. La cama tocaba el televisor, que a su vez rozaba las cortinas de la puerta que llevaba al baño.
Salí a la terraza. Mi cuartucho estaba en el cuarto piso. Vista magnífica sobre los tejados de Catania, que se entreveían bajo el azul de la aurora. Las antenas y las cúpulas semejaban lanzas y escudos de un ejército en marcha. Las ventanas, ya iluminadas, evocaban las ventanitas cobrizas de un calendario de adviento.
Encendí un Camel —me había abastecido en el aeropuerto—. Sonreí ante la belleza de aquella vista. No conocía Catania; en cambio había estado en Palermo. Sabía que Sicilia no es un fragmento desprendido de Italia, pero sí un mundo aparte, ancestral, cargado de gravedad y de silencio. Un mundo con sabor a piedra, salvaje, autónomo, quemado por el sol y la violencia.
Decidí desayunar fuera del hotel para familiarizarme con la ciudad. Antes de salir, monté las piezas de mi segunda automática, una Glock que había tenido que desmontar para pasar discretamente por el aeropuerto; los controles de metal no detectaban esta arma, hecha de polímeros. La guardé en su funda negra.
En el vestíbulo de la pensión, los equipos de reporteros ya estaban en pie de guerra. Los fotógrafos comprobaban su equipo. Unos cámaras metían baterías en sus bolsillos como si de municiones se tratara. Unos periodistas discutían, por teléfono, para conseguir pases.
Fuera, por el contrario, todo estaba tranquilo. En la oscuridad, los ornamentos de las fachadas, de los portales, de los balcones, sobrecargaban las estrechas calles. A esa decoración abigarrada se sumaban los coches aparcados, parachoque contra parachoque, subidos a las aceras, bordeando los muros, asediando los carteles que prohibían aparcar.
Localicé una trattoria con cristales de colores en las ventanas. Un café solo stretto y un cruasán relleno de mermelada me despejaron la mente. Mi prioridad: correr a la Questura. Esperaba que Michele Gepu me daría detalles sobre el caso Gedda y apoyaría mi solicitud para entrevistar a Agostina en la cárcel de Malaspina. A continuación, iría a husmear en los archivos de los periódicos para buscar artículos sobre el asesinato y el pasado de la siciliana. Callacciura había mencionado una «personalidad» y una «historia italiana». Me esperaba cualquier cosa.
Media hora, por lo menos, para encontrar mi coche en el caos de carrocerías y el laberinto de calles. Encontrar un Fiat Punto con la matrícula cubierta de polvo volcánico en una calle de Sicilia era una auténtica proeza.
Finalmente, hacia las ocho y media me puse en camino.
Ya había amanecido. En Catania, ciudad disuelta en el negro, no se distinguía ninguna diferencia entre los muros, las aceras y las calzadas. Se avanzaba por un mundo mineral, con relieves sordos, amortiguados, casi apagados. Únicamente, de vez en cuando surgía un jardín reverdecido detrás de un portal o una madona con la pintura descascarillada dentro de una hornacina. Pensé en lo que había leído sobre la ciudad antaño, cuando vivía en Roma, en II Corriere della Sera o en La Repubblica. Catania era la primera ciudad de Italia en cuanto a violencia; por tanto, es la primera de Europa. La mafia, con sus conflictos, sus actos, su carrera hacia el poder, reinaba como dueña y señora. Incluso una mañana, se había encontrado en la plaza Garibaldi, al pie de la estatua del héroe, la cabeza cortada de un hombre honrado que ya no gozaba de sus simpatías.
La circulación empezaba a volverse densa. Bajo un cielo de nubes bajas, reinaba una mezcla de pánico e indiferencia. Delante de cada iglesia los fíeles se agrupaban, se organizaban procesiones, se rezaba por la salvación de la ciudad. Por otra parte, los comerciantes, que barrían tranquilamente la ceniza acumulada en la puerta de sus tiendas, parecían estar tranquilos. En los terrados de los inmuebles las mujeres realizaban la misma maniobra mientras se lanzaban diatribas de una azotea a otra.
A las nueve, encontré la Questura. Los furgones salían a gran velocidad. Los carabinieri se daban prisa en el patio principal, con sus fusiles revestidos con una pintura ignífuga, color caqui. Pedí a un centinela que me indicara el camino y me señaló la oficina de prensa, para conseguir la autorización. Le mostré mi identificación; quería ver al jefe de policía en persona. Señaló el edificio al fondo del patio.
En la escalera, la misma agitación. Unos hombres bajaban los peldaños. Unas voces resonaban bajo los elevados techos. Una televisión berreaba aún con mayor fuerza. En el aire se percibía una tensión, una corriente de adrenalina que dominaba a todo el mundo.
En el último piso, encontré el despacho del jefe de policía. Pasé inadvertido por el despacho de la secretaria y me escabullí por la puerta siguiente; entré en una estancia tan amplia como un gimnasio, salpicada de amplias ventanas. Al fondo, muy al fondo, el jefe de policía leía sentado a su escritorio.
Sin darle tiempo de que notara mi presencia, atravesé la sala a grandes zancadas y saqué mi identificación tricolor. El policía alzó los ojos.
—¿Quién es usted? —preguntó—. ¿De dónde sale?
Acento del sur. Las palabras rodaban por su garganta. Saqué la carta de recomendación. Mientras la leía, examiné con atención al hombrecillo. Ancho de hombros, llevaba un traje de color azul pavo real que parecía un uniforme de almirante. Tenía la cabeza calva, oscura, con una solidez casi agresiva y unos ojos negros que, bajo la franja continua de sus espesas cejas, brillaban como dos aceitunas. Después de haber leído la carta, colocó sus manos peludas sobre el escritorio.
—¿Quiere ver a Agostina Gedda? ¿Por qué?
—Trabajo en Francia en un caso que podría estar relacionado con este.
—Agostina Gedda…
Repitió el nombre varias veces, como si acabaran de recordarle otra catástrofe ocurrida en la ciudad. Bajo sus cejas, los ojos volvieron a escrutarme.
—¿Tiene algún tipo de autorización para investigar en Sicilia?
—Nada, excepto esta carta.
—¿Y es urgente?
—Urgentísimo.
Se pasó la mano por el rostro y suspiró.
—Usted no parece estar al corriente, pero el Etna se nos está cayendo encima.
—No había previsto estas… circunstancias externas.
La puerta se abrió detrás de mí. El jefe de policía hizo un gesto de impaciencia. La puerta se cerró de inmediato.
—Agostina Gedda… —Su mirada sombría no cesaba de posarse sobre la carta—. El expediente está en Palermo. Las diligencias se llevan a cabo allí.
—Solo quiero verla.
—Este asunto no me gusta nada.
—No es un caso muy apasionante.
Dijo «no» con su frente mineral.
—Ahí hay algún misterio. Algo que no se ha resuelto.
—Puedo verla, ¿sí o no?
El policía no respondió. Seguía con los ojos fijos en la carta. Durante esos pocos segundos, se había vuelto a sumergir en el caso Gedda. Y era un baño que no parecía agradarle. Por fin, alzó las cejas y cogió una pluma.
—Veré qué puedo hacer.
—¿Cree usted que tengo alguna posibilidad de verla… pronto?
Garabateó algo en el margen de mi carta.
—Conozco a la directora de Malaspina. Pero no hay que olvidar a los abogados de Agostina.
—¿Son varios?
Posó en mí su mirada negra. Capté un brillo indulgente.
—Parece que conoce el expediente tan bien como yo.
—Acabo de llegar a Catania.
—Esa joven está protegida por los mejores abogados de Italia. Los abogados del Vaticano.
—¿Por qué la Curia romana protegería a una asesina?
Suspiró nuevamente y colocó la carta a su derecha, al alcance de la mano. Detrás de mí la puerta volvió a abrirse. Esta vez, el jefe de policía se puso de pie.
—Estudie el expediente antes de ir a ver a ese fenómeno.
Atravesó la estancia a paso rápido. Unos oficiales lo esperaban en el umbral.
Volvió la cabeza y lanzó en mi honor:
—Déjeme sus señas. Lo llamaré hoy. Como muy tarde, mañana por la mañana.