Incluso bajo la ducha con el agua ardiendo no conseguía entrar en calor. Era como esos platos congelados que a veces trataba de cocinar: calientes por fuera pero helados por dentro.
En la sauna del salón Caravaggio, me afeité y me cambié de traje. Por fin tuve la suficiente lucidez para pensar en mi hipótesis del día: el asesinato de Sylvie Simonis abría la puerta a otra realidad, que superaba al asesinato ritual. Un saber prohibido, una lógica superior que exigía que se asesinara para preservarla. Esa era la razón por la cual habían intentado eliminarme. Luc había dicho: «He encontrado la garganta». Ahora iba camino de la garganta. No sabía qué significaba, pero mis perseguidores de aquella noche sí lo sabían.
En el avión, hojeé el expediente de Callacciura. Nada, aparte de lo que ya me había contado de viva voz. El cuerpo de Salvatore había sido descubierto al norte de Catania, en una obra abandonada. Agostina Gedda había sido detenida en su casa unas horas más tarde. No opuso ninguna resistencia y lo confesó todo ese mismo día. Pretendía haber robado los ácidos en el hospital y haber practicado las torturas en el mismo lugar donde se había descubierto el cuerpo. Los investigadores encontraron los frascos, las correas, los residuos orgánicos. Agostina no dio explicación alguna sobre las huellas de mordeduras, el liquen o la lengua cortada pero conocía esos elementos. No era posible que fabulara. ¿Por qué ese asesinato? ¿Por qué tanta atrocidad? ¿Tanta complejidad? La enfermera permaneció muda.
El portafolios también contenía las fotos de los protagonistas. Salvatore Gedda era un hombre joven de expresión dulce, con ojos claros y largas pesuñas. Agostina tenía un rostro delgado y bien proporcionado, con los cabellos negros y cortos. Unos ojos oscuros, brillando como el fondo de un tintero, una nariz respingona, la boca en forma de corazón. Su retrato era una foto antropométrica. Sin embargo, por encima de la placa que llevaba su nombre, la mujer resplandecía con una luminosidad y una inocencia que contrastaban violentamente con el contexto.
El avión empezó a bajar. Casi las seis de la tarde. La noche caía sobre Sicilia. Varios viajeros que ocupaban la fila de asientos opuesta a la mía, se inclinaban sobre las ventanillas. Algunos filmaban; otros tomaban fotos. Su entusiasmo me sorprendía. En la oscuridad, Catania no debía de ofrecer una vista extraordinaria, ya que era una ciudad construida con lava negra.
Después del aterrizaje, pasé la aduana y busqué las agencias de alquiler de coches. Nuevamente, la actividad del aeropuerto me pareció extraña. Unos equipos de televisión reunían su material. Unas patrullas de soldados atravesaban el vestíbulo a toda prisa. ¿Se me había escapado algo?
Escogí el único stand que no había sido asaltado por los reporteros. Opté por un modelo discreto, un Fiat Punto clase C, y firmé los formularios que me presentó el vendedor.
—¿Conoce un buen hotel en Catania? —pregunté.
—No hay problema.
El hombre metió la mano bajo el mostrador y cogió un plano.
—¿Periodista?
—¿Por qué periodista?
—¿No viene por la erupción?
—¿La erupción?
El hombre se echó a reír.
—El Etna despertó ayer. Es una suerte que haya podido aterrizar. Mañana, la pista estará cubierta de cenizas. Sin duda, será el último vuelo en bastante tiempo.
—Usted no parece inquietarse.
—¿Inquietarme? En absoluto. ¡Estamos acostumbrados!
Sin embargo, se había declarado el estado de emergencia.
Sobre la carretera, los carabinieri habían establecido controles para impedir que los vehículos tomaran la dirección del volcán. Encendí la radio y encontré una emisora de informativos. La erupción de ese 28 de octubre no era común. Hacía diez años que el volcán no alcanzaba tal intensidad. Se habían producido fisuras en dos laderas a la vez. Una primera erupción en la cara norte, hacia las dos de la mañana, había asolado la zona turística de Piano Provenzana, a dos mil quinientos metros de altura. Luego, otra fisura se había producido en la ladera sur, cerca de otro refugio situado por encima del pueblo de Sapienza. Ahora se hablaba de fallas gigantescas, que se abrían sobre dos kilómetros de anchura.
Apagué la radio. Me pareció escuchar un rugido sordo, acentuado por deflagraciones. Me detuve sobre el arcén lateral y agucé el oído. Sí, eran truenos breves, compactos. Las detonaciones del Etna en las tinieblas. Podía sentir las ondas sísmicas bajo la alfombra del coche.
Arranqué de nuevo, más fascinado que asustado. Según el plano, circulaba por el lado sur del volcán. Distinguí el resplandor rojo de una de las fallas, así como las fuentes y los ríos de lava en fusión que dibujaban regueros en medio de la noche.
Cuando el Etna estuvo a la vista, me detuve nuevamente. La carretera estaba llena de vehículos que circulaban a gran velocidad en los dos sentidos, con luces giratorias encendidas, sirenas que aullaban, en una atmósfera apocalíptica.
El volcán nevado estaba cubierto por un intenso halo naranja, que recordaba la yema de un gigantesco huevo aplastado. Por todas partes a su alrededor, los destellos agrietaban el cielo; partículas de fuego, salpicaduras de fusión, como lanzadas desde una catapulta. La lava fluía por las laderas; lenta, poderosa, insoslayable.
Yo estaba hipnotizado. Imposible no ver un presagio en esa erupción. El aliento del diablo me recibía. Pensé en el pasaje del Apocalipsis de san Juan:
El segundo ángel tocó la trompeta, y fue arrojada en el mar como una gran montaña ardiendo…
Entre las humaredas negras que se escapaban del cráter, se dibujaba un rostro: la faz deformada de Pazuzu, morro respingón, ojos inyectados. En los borbotones de vapores, el Ángel negro gesticulaba y me sacaba la lengua. Una lengua negra de carbón, agrietada, que lamía las llamas del volcán y me invitaba a acercarme hasta perderme en el fondo del cráter.