Ya en la carretera volví a llamar a Sarrazin y le confirmé mis hallazgos. La inscripción en la corteza, el asesinato de Salvatore Gedda. Ahora se trataba de un toma y daca: una investigación a dos, compartiendo las informaciones. El gendarme estaba de acuerdo. Para él, la pista italiana se había parado en seco. Solo había conseguido algunos datos sobre Agostina Gedda gracias a un conocido de la Interpol, pero nunca había podido continuar la investigación más allá de los Alpes.
Atravesé la frontera suiza a las once y pasé por Lausana alrededor de medianoche. La autopista E62 bordeaba el lago Lemán. A pesar de la tensión, del agotamiento, aprecié la belleza de la ribera en medio de la noche. Las ciudades —Vevey, Montreux, Lausana— semejaban fragmentos de la Vía Láctea que hubieran caído sobre las colinas.
Había llamado varias veces a Foucault. Siempre saltaba el contestador. Lo imaginé pasando una agradable noche de domingo con su mujer y su hijo, delante de la televisión. En contraste, el frío y la hostilidad de la noche me parecían más violentos aún. Pensaba en mis tres votos: obediencia, pobreza y castidad. Estaba de buen humor. Sin olvidar el voto adicional, el que siempre me pisaba los talones: la soledad.
Doce y media de la noche. Foucault me llamó. Le pedí que a primera hora de la mañana ampliara la investigación sobre los asesinatos con insectos, que peinara a escala europea, contactara a la Interpol, a los servicios de policía de las capitales. Foucault prometió hacer todo lo posible a pesar de que la investigación todavía no tenía carácter oficial y Dumayet iba a pedirle cuentas de los casos pendientes en la Brigada.
Le prometí que llamaría a la comisaria (se suponía que debía fichar en el despacho en unas horas) y colgué. Después de la ciudad de Aigle, las luces desaparecieron. En el horizonte solo se distinguían las masas sombrías de los Alpes. El camino, envuelto en tinieblas, estaba desierto. Excepto por dos faros muy blancos que centelleaban desde hacía un momento en el retrovisor.
Una de la mañana. Martigny, Sion. La muralla montañosa se acercaba. Entré en el túnel de Sierre. Conduciendo a más de ciento cincuenta kilómetros por hora, dejé atrás varios coches; vi cómo sus faros se alejaban y luego temblaban en mi retrovisor antes de ir a reunirse con los filamentos del alumbrado. En cambio, los dos faros blancuzcos no me soltaban. Ciento sesenta, ciento setenta… Los ojos seguían ahí. Los faros de xenón, que perforaban la noche como dos agujas.
Los túneles se sucedían. Bocazas en arco de círculo cavadas en la montaña, galerías perforadas, pegadas a la ladera, tubos de vidrio suspendidos del flanco de la montaña. Por fin, los faros desaparecieron. Experimenté un oscuro alivio. Tal vez era una paranoia pero la inscripción del confesionario no me abandonaba: te esperaba. Ni tampoco la de la corteza: yo protejo a los sin luz. La posibilidad de que hubiera un asesino obsesivo siguiendo mis pasos no era absurda.
Una nacional con dos carriles. En cada ciudad, hacía el esfuerzo de disminuir la velocidad. Visp. Brig. El centro de Valais. El paisaje se modificó otra vez. La carretera se estrechó, la oscuridad se hizo más profunda. No había ni farolas, ni un solo panel de señalización. Reduje la velocidad. Penetré en el puerto de montaña del Simplon.
La carretera se elevó brutalmente. La nieve apareció. Los acantilados, de un blanco fosforescente, como si alguien hubiera esparcido Luminol, se revelaron a ambos lados de la calzada. Una nube de espinas secas revoloteaba bajo las ruedas; los pinos se espaciaban. Nadie a la vista.
El Audi se bamboleaba con el viento. El frío ya se insinuaba en el interior del coche. Tenía prisa por pasar el puerto e iniciar la bajada. Los túneles se multiplicaban, desnudos, salvajes. Anillos de piedra hundidos en la pared, rampa de hormigón injertada en la ladera, columnatas deslizándose bajo un torrente furioso…
Empecé a tener visiones. Los copos de nieve se convertían en pájaros, arabescos, símbolos chinos, diseminándose delante del parabrisas. Renuncié a poner las largas; la nieve formaba una pantalla reflejante.
La fatiga se atenuaba, anestesiaba mis reflejos, volvía pesados mis párpados. ¿Cuánto hacía que no había dormido bien? El cambio de altura me oprimía los tímpanos, entorpeciéndome aún más.
Decidí parar una vez pasado el puerto, en la frontera italiana, para dormir algunas horas. A fin de cuentas, tenía tiempo de sobra. Podía retomar el camino hacia las siete para llegar a Milán a las diez.
De repente, el cristal posterior del coche se iluminó.
Los faros de xenón.
Aceleré y eché una mirada al retrovisor. No vi nada excepto el halo blanco. Mi perseguidor había graduado la luz de sus faros al máximo. Volví a la carretera; tampoco veía nada, la nevada se recrudecía. Y la luz estallaba en mi retrovisor. Lo bajé y me concentré en los ventisqueros que el viento formaba en el borde de la carretera, únicas referencias para seguir la cinta de asfalto.
Logré distanciarme de los faros. Un viraje y el coche desapareció. Con el miedo en el cuerpo me pregunté: ¿quién es ese? ¿El asesino de Sartuis? ¿Cualquier otro implicado en la investigación? ¿O un simple conductor agresivo?
Me respondió un silbido.
Una bala acababa de rozar el techo de mi coche.