—Pronto?
Acababa de marcar el número del móvil de Giovanni Callacciura, ayudante del fiscal de Milán. Hacía un año había trabajado con él en un caso de asesinato de un médico romano en París. Un simple crimen para mí, un crimen de venganza y corrupción para él. Y una sólida amistad entre ambos.
—Pronto?
Me puse el teléfono bajo el mentón; la carretera serpenteaba cada vez más. El viento hacía que el coche diera bandazos, mientras que las copas de los pinos se inclinaban sobre el haz luminoso de los faros. Aceleré a fondo hacia Notre-Dame-de-Bienfaisance.
—Sono Mathieu Durey.
—¿Mathieu? Come stai?
La voz risueña. La frescura en la entonación. A mil leguas de mi pesadilla. Le expliqué el motivo de mi llamada. La naturaleza del asesinato. La posibilidad de un crimen idéntico en Sicilia. Mi italiano salía con fluidez. El magistrado se partió de risa.
—Nunca podría trabajar en casos de ese tipo. Demasiado sórdidos. ¿Qué quieres que haga?
—Que busques información sobre ese crimen de Catania.
—De acuerdo. ¿Sabes en qué año?
—No. Creo que es bastante reciente.
—¿Y es urgente?
—Es candente.
—Investigaré desde mi casa. Ahora mismo.
Le di las gracias. Ni una palabra sobre que eran las nueve de la noche de un domingo. Ni un comentario acerca de que no había llamado desde hacía seis meses. Mi concepto de la amistad: ninguna obligación, solo la de responder «presente» en el momento preciso. Mantuve pisado el pedal del acelerador mientras ganaba altura.
Los recuerdos de mi primera visita a Bienfaisance volvían; la fuerza de la montaña, el triunfo de las aguas… Ahora, todo estaba oscuro. Maraña de amenazas y de espesores atormentados por el viento. Las palabras de Sarrazin en mi cabeza, derramándose en cada curva, como golpes de mar sobre el puente de un buque a la deriva.
El cartel de la fundación Notre-Dame-de-Bienfaisance apareció. Aceleré. Ni hablar de llamar a la puerta de las misioneras, ni de caminar media hora. Arriba debía de haber otro camino que llevara directamente al mirador. Al cabo de dos kilómetros, di con un sendero que señalaba la dirección de la Roche Rêche; el nombre mencionado por Marilyne Rosarías.
Continué dando tumbos durante unos minutos. Un aparcamiento de tierra roja a mi derecha. Un cartel: LA ROCHE RÊCHE, 1700 metros de altura. Pasé de largo la zona de aparcamiento y me alejé hacia la maleza. Un absurdo acto reflejo de discreción. Apagué el motor, abrí la guantera y cargué la linterna con las pilas que me había dado Sarrazin.
Fuera, el viento azotó mi rostro. Alternativamente, la borrasca parecía o bien querer arrancarme el abrigo o bien hundírmelo en el cuerpo. Caminé encorvado bajo la tempestad, siguiendo el sendero. Llevaba a una explanada con la hierba cortada, salpicada de mesas y bancos de madera. A lo lejos, más abajo, vi el llano que me interesaba. Entre los dos sitios, el burbujeo negro de los pinos.
Me hundí en el bosque, guiándome solo por el sonido de la cascada, que llegaba hasta mí entre los bramidos del viento. La densa vegetación oponía resistencia. Las ramas me herían el rostro. Las zarzas trababan mis pasos. Bajo mis pies, el pedregal crujía, rodaba, a medida que atravesaba los matorrales.
Pronto estuve completamente perdido; confundía el ruido del agua con los crujidos del follaje. Decidí seguir avanzando, seguir la pendiente; tenía la certeza de que hallaría una salida.
Por fin, surgí de los árboles como quien sale de detrás de un telón y accedí al claro; un golpe de suerte. Me detuve y observé el lugar, que ya conocía. Un círculo de hierbas bajas que se extendía hasta el precipicio. Bajo la luna, la superficie era de plata. Me tomé unos segundos para ordenar mis ideas y luego seguí caminando. Longhini-Sarrazin había dicho: «El diablo firmó su crimen». De modo que allí había una huella, un indicio satánico. ¿Lo habían encontrado los gendarmes? No. Solo Sarrazin había vuelto al lugar y había descubierto ese detalle.
Ahora estaba al borde del acantilado, como en mi primera visita. Me volví hacia el claro de hierba y reflexioné. Los gendarmes, profesionales del SR de Besançon, habían barrido el espacio con rigor, removiendo cada parcela, cada mata de hierba, siguiendo el método de la cuadrícula. ¿Qué más podía hacer yo, solo y en medio de la noche?
Me concentré en los pinos del fondo. Se asemejaban a una tropa de guerreros negros. Quizá los gendarmes habían limitado su búsqueda al claro.
Nadie había pensado en registrar el monte.
Nadie, salvo Sarrazin.
Subí la cuesta y me detuve al límite de las coníferas. La tarea parecía imposible; en la oscuridad, examinar el suelo, las raíces, los troncos. ¿Y para encontrar qué? Renunciando a cualquier especulación, penetré en las tinieblas y encendí la linterna. Empecé por el centro, en el eje donde se había colocado el cuerpo, a cien metros de allí. Agachado sobre el suelo, traté de distinguir algo. Subí bordeando los troncos, apartando las ramas, buscando entre los arbustos.
Nada. A los diez minutos, solo había cubierto unos pocos metros cuadrados. Las ramas de los pinos empezaban muy abajo; si había algo que descubrir, una inscripción en la corteza, un detalle de la escenificación, no podía estar a más de un metro entre el suelo y las primeras ramas. Doblado en dos, casi de rodillas, seguí buscando, concentrándome en la base de los troncos.
Media hora más tarde me incorporé. Mi respiración se cristalizaba en nubes de vapor delante de mí. Estaba otra vez ardiendo, pero al mismo tiempo rodeado, acosado por el frío. El viento me alcanzaba incluso al abrigo de las ramas.
Me metí de nuevo bajo las agujas de los pinos, asomando primero la cabeza, jadeando, tiritando, apartando las espinas con una mano, palpando con la otra la madera de los troncos. Nada.
De pronto, una línea bajo mis dedos.
Un largo corte, torcido, zigzagueante.
Arranqué los tallos para que penetrara el haz luminoso de mi linterna. Mi corazón se detuvo.
Claramente, con un cuchillo, habían tallado unas letras angulosas:
YO PROTEJO A LOS SIN LUZ
¿La firma del diablo? En quince años de teología nunca había oído ese nombre. Observé otro detalle. La forma entrecortada de las letras en la corteza. Reconocía la escritura. Era la de la inscripción luminiscente del confesionario. La misma mano había tallado esta firma y la advertencia: TE ESPERABA.
Pensé: «Un enemigo, uno solo». De repente, noté una vibración en la piel. El móvil. Sin apartar los ojos de la inscripción, me desembaracé de las ramas y encontré mi bolsillo.
—¿Sí?
—Pront…
La voz de Callacciura, pero la cobertura era mala. Me volví y grité:
—¿Giovanni? Ripetimi!
—… Piu… tar…
—Ripetimi!
Me giré nuevamente y cogí sus palabras, que se llevaban las ráfagas.
—Te llamo más tarde si la cobertura es…
—¡No! Te escucho. ¿Ya tienes noticias?
—Tengo el caso. Exactamente el mismo delirio: la podredumbre, las moscas, las mordeduras, la lengua. Alucinante.
—¿La víctima es una mujer?
—No. Un hombre. En la treintena. Pero no hay duda alguna. Es idéntico.
De modo que un asesino en serie actuaba en toda Europa con el mismo método. Un asesino que se creía el mismo Satán.
—¿Había signos religiosos al lado del cuerpo? ¿Había algún sacrilegio?
—Más bien sí. Tenía un crucifijo en la boca. Como si… En fin, ya conoces el símbolo.
—El caso, ¿es en Sicilia?
—Catania, sí.
—¿La fecha?
—Abril de 2000.
Pensé: movilidad geográfica, asesinatos escalonados en varios años, persistencia del modus operandi. Sin duda, un asesino en serie. El italiano prosiguió:
—¿Quieres que te envíe el expediente? Nosotros…
—No. Iré personalmente.
—¿A Milán?
—Estoy en Besançon. Conduciendo, son solo unas horas.
—¿Estás seguro?
—Absolutamente. No puedo explicártelo por teléfono pero el caso está tomando forma. Un asesino en serie que se cree el diablo. Ya golpeó aquí en Besançon, en junio pasado. Y sin duda también en algún otro lugar de Europa. Contactaré con la Interpol cuanto antes. Después de Italia y Francia él…
—Espera, Mathieu. El asesinato de Catania no es obra de tu zumbado.
La comunicación volvía a perder calidad. Busqué un mejor ángulo de recepción.
—¿Qué?
—Digo que: ¡el crimen de Catania no es de tu loco!
—¿Por qué?
—¡Porque tenemos al culpable!
—¿Qué?
—Es una mujer. La esposa de la víctima. Agostina Gedda. Confesó. Y dio todos los detalles: los productos utilizados, los insectos, los instrumentos. Una enfermera.
—¿Cuándo la detuvieron?
—Unos días después del asesinato. No opuso ninguna resistencia.
Una vez más, mi trama se rompía en pedazos. Era imposible que esa italiana hubiera matado a Sylvie Simonis, porque ya estaba entre rejas. Pero tampoco era posible que dos asesinos distintos utilizaran un método tan particular.
Posé los dedos sobre la corteza tallada, yo protejo a los sin luz. ¿Qué significaba?
Grité por el móvil:
—¡Mañana por la mañana, a las once en el New Boston!