—¿Qué mosca le ha picado ahora?
Cogí al padre Mariotte por el cuello de la camiseta y lo empujé contra la puerta de una taquilla. Estaba doblando el equipo de sus jugadores. La sacristía parecía un vestuario. Dos hileras de compartimientos de hierro, un banco central coronado por un perchero.
—Es la hora de la verdad, padre. Tendrá que empezar a largar porque si no puedo ponerme muy nervioso. Se lo aseguro. Con sotana o sin sotana.
—¿Se ha vuelto loco?
—Usted siempre ha sabido lo de Manon y Sylvie.
—Yo…
—Usted sabía que el peligro estaba allí. ¡Que el mal habitaba en ese caserón!
Con un gesto furioso, lo estrellé de nuevo contra las taquillas. Resbaló y se desplomó en el suelo. Apretaba las camisetas contra sí. Su labio inferior temblaba. Las venas de sus sienes palpitaban. Su piel se tornaba violácea. Le puse mi identificación en las narices.
—No soy periodista, padre. En absoluto. Es hora de que desembuche, antes de que lo inculpe por complicidad en un asesinato. Quid tacet concentirevidetur!
La frase latina «quien calla otorga» pareció rematarlo. Boqueaba como un pez en la arena. Su parpadeo era incesante.
—Usted…
—Thomas vino a verlo. Le previno que Manon estaba amenazada, que su madre era una loca seguidora de Satán. Pero usted no se tomó esas historias en serio. Usted es un sacerdote moderno, ¿verdad? Entonces, usted…
Me callé. Su expresión estaba paralizada en una mueca de estupor.
—¿Sylvie Simonis poseída? —balbuceó—. Pero ¿qué dice?
Hubo un instante de incertidumbre. Era evidente que él no entendía de qué le hablaba. Bajé el tono:
—He encontrado objetos satánicos en la Casa de los Relojes. Antes del asesinato, Thomas Longhini advirtió del problema a sus allegados. Les dijo que un diablo amenazaba a Manon. Hablaba de un peligro real. Pero nadie lo escuchó. —Fijé mis ojos en sus pupilas claras—. ¿No vino a verlo?
—No, él no…
El sacerdote se incorporó con dificultad y se sentó en el banco.
—¿Quién vino?
—Sylvie… Sylvie Simonis. Varias veces.
—¿En su estado?
El padre Mariotte negó con la cabeza, que temblaba convulsivamente. Su expresión parecía sincera y también consternada.
—Sylvie nunca estuvo poseída.
—¿Quién, entonces?
—Manon. Era ella la que evidenciaba signos de posesión.
—¿Qué?
—Siéntese —susurró—. Se lo contaré.
Me dejé caer en el banco. El edificio que acababa de construir se derrumbaba nuevamente. Mariotte abrió una de las taquillas y sacó una botella con reflejos cobrizos. Me la pasó.
—Parece muy nervioso, esto no le hará daño.
Lo rechacé y encendí un Camel; le di varias caladas. El sacerdote echó un trago.
—Adelante. Lo escucho.
—La primera vez que Sylvie vino fue en 1988. Según ella, su hija estaba poseída.
—¿Cómo lo sabía?
—Manon organizaba ceremonias, sacrificios.
—Deme ejemplos.
—Al lado de la primera casa en la que vivían había una granja. Los campesinos se quejaron. Manon robaba anillos a su madre. Los metía alrededor del cuello de los pollitos. Los bichos morían después de algunos días; se ahogaban al crecer.
—Los niños a veces son crueles. Eso no los convierte en posesos.
—También había mutilado a su tortuga. Primero las patas; luego la cabeza. La había sacrificado en el centro de una estrella de cinco puntas.
—¿Quién le había mostrado ese símbolo?
—Sylvie creía que había sido su padre, antes de morir.
—¿Estaba relacionado con el satanismo?
—No. Pero iba a la deriva. Según Sylvie, quería corromper a su hija por pura perversidad.
—¿Había algo más entre el padre y la hija?
—Sylvie nunca habló de ello. Afirmaba que Manon no era una víctima, sino todo lo contrario. Que era… maléfica.
—¿Qué le dijo usted?
—Traté de tranquilizarla. Le di algunos consejos espirituales. La exhorté a que consultara con un psicólogo.
—¿Lo hizo?
—No. Volvió un mes más tarde. Más agitada aún que la primera vez. Decía que la casa era demoníaca. Que Satán había surgido uno de los relojes y que ahora vivía en el cuerpo de su hija. ¿Cómo podría creer en semejantes historias?
—¿Manon había cometido otros actos sádicos?
—Mataba animales. Decía obscenidades. Cuando Sylvie le preguntaba por qué se comportaba así, respondía que seguía órdenes.
—¿Órdenes de quién?
—De los demonios.
—Páseme la botella.
Bebí un buen trago. Sentí ardor en el pecho. Volví a ver a la de belleza rubia. Ahora me parecía inquietante, insidiosa, mana. Devolví la botella a Mariotte.
—Esta vez, ¿la tomó en serio?
—Sí, pero no como ella deseaba. Le ordené que fuera cuanto antes a consultar a un psicólogo de Besançon que yo conocía.
—¿Le hizo caso?
—En absoluto.
—¿Qué quería ella?
—Un exorcismo.
El mosaico saltaba una vez más en pedazos y dibujaba otro motivo. Sylvie tenía miedo de Manon. Tenía miedo del diablo. Tenía miedo de su casa. Cristiana ferviente, se creía rodeada de espíritus que la atacaban a través de lo más preciado que poseía: su hija.
—He encontrado objetos satánicos en su casa —proseguí—, una cruz invertida, una Biblia mancillada, una cabeza de diablo… ¿a quién pertenecían?
—A Manon. Sylvie los encontró en su habitación.
—Es absurdo. ¿Quién le habría dado esos objetos?
—Nadie. Los había hallado en el sótano, bajo los cimientos de casa. Siempre se ha dicho que ese caserón había sido construido por brujos y…
—Estoy al corriente. Pero esos objetos no son tan antiguos. ¿Qué pasó después?
El padre Mariotte no contestó. Alisaba lentamente la bruma de sus cabellos sobre su cráneo rosado. Su rostro se había serenado, pero ahora parecía más pesado, envejecido. Después de un nuevo sorbo de alcohol, murmuró por fin:
—Durante el verano, nada. Pero esa historia me obsesionaba. No paraba de rondar el caserón con mi bicicleta. Me tentaba la idea de tocar el timbre, de preguntar cómo iba todo. Sylvie ya no venía a misa. Estaba ofendida porque yo no había querido entrar en su juego.
—¿Su «juego»? ¿A eso lo llama un juego?
—Escuche —dijo con voz más segura—. Nadie podía imaginar que las cosas irían tan lejos. Nadie. ¿Está claro?
—¿Usted pensaba que esa historia era una invención de Sylvie?
—Esa familia tenía un problema, eso es todo. Una verdadera psicosis. Hoy en día, ¿quién creería en la posesión?
—Conozco a varios en la Curia romana.
—Sí, de acuerdo. Pero yo soy un sacerdote…
—Moderno, si he comprendido bien. ¿Por qué Sylvie no se mudó?
—Usted no la conocía. Era terca como una mula. Se había roto el alma trabajando para comprar esa casa. Ni hablar de mudarse.
—¿Vino a verlo después?
Mariotte volvió a beber. Llegábamos al momento crucial de la historia.
—A finales de septiembre —dijo con una voz áspera—. Esta vez, estaba serena. Parecía… no sé cómo decirlo… de vuelta de todo. Había hecho el duelo por su hijita. Decía que Manon estaba muerta. Que era otro quien vivía ahora con ella en su casa.
—¿Manon persistía en su actitud?
—Había orinado sobre una Biblia. Se había masturbado delante de un vecino. Hablaba en latín.
Entre líneas, varias verdades. Cuando Thomas Longhini hablaba de un «diablo» que amenazaba a Manon no se refería a Sylvie, sino a una fuerza horrible que poco a poco transformaba a su amiga. Cuando madame Bohn recordaba los «juegos peligrosos» no era Thomas quien los empezaba, sino Manon. Todo debería haberse resuelto en una institución, con especialistas en esquizofrenia. Mariotte continuó:
—Aquel día, Sylvie me dio un ultimátum. Me advirtió que si yo no hacía algo, se encargaría ella misma. En ese momento no la comprendí. Esa historia me superaba totalmente. Ella me acosó todo el mes de octubre, repitiéndome que yo no comprendía nada, que no era un verdadero sacerdote. No cesaba de repetir un pasaje de las epístolas de Pablo a los tesalónicos: «Entonces se manifestará el inicuo, a quien el Señor Jesús matará con el aliento de su boca, destruyendo con la manifestación de su venida». —Tomó aliento—. Ya no sabía qué hacer. ¡Un exorcismo! ¿Por qué no la hoguera? Y cada vez le repetía a Sylvie que lo único urgente era visitar a un psiquiatra. Al final, le dije que iba a encargarme yo mismo. En cierto sentido, creo… me temo que precipité los acontecimientos. Nunca supe la verdad sobre Manon, pero Sylvie era una buena candidata al psiquiátrico.
Mariotte tenía razón, pero la locura de Sylvie tenía su lógica. La mujer no había actuado impulsivamente, llevada por un ataque de pánico; había preparado su plan cuidadosamente. No para evitar la prisión sino para salvar la memoria de su hija. Para que nadie pudiera jamás sospechar su móvil.
—A partir de noviembre dejó de venir. Creí, esperé, que las cosas se hubieran arreglado. Lo demás ya lo sabe. Todo el mundo lo sabe.
El padre Mariotte se calló nuevamente. Todavía seguía midiendo el abismo de sus errores. Con voz apenas perceptible prosiguió:
—Desde aquel día vivo en la duda.
—¿La duda?
—No tengo ninguna prueba fehaciente contra Sylvie. Después de todo, tal vez no fue lo que sucedió.
—¿Por qué no se lo dijo a los gendarmes?
—Imposible.
—¿Por qué?
—Usted sabe por qué.
—¿Ella estaba bajo secreto de confesión?
—Sí, siempre. Cuando me enteré de la muerte de la niña yo mismo rompí el confesionario a hachazos. Nunca lo he reconstruido. No puedo escuchar una confesión dentro de esta iglesia.
—¿Por eso tiene esa celda al lado, en el pasillo?
Su silencio era un asentimiento. La evocación de la celda me trajo otro recuerdo a la memoria.
—Según su opinión, ¿quién ha escrito te ESPERABA dentro del confesionario?
—No lo sé. Ni quiero saberlo.
Acabé con la cronología de los hechos.
—Después del drama, ¿volvió a ver a Sylvie?
—Por supuesto, esta ciudad es pequeña. Pero ella me evitaba.
—¿Nunca vino a confesarse?
—Nunca. Su silencio era de piedra. —Abrió las manos y las colocó delante de sí—. Una enorme piedra que sellaba mi propio interrogante. Yo estaba emparedado dentro, ¿comprende?
—¿Qué pensó cuando se enteró de la muerte de Sylvie Simonis el verano pasado?
—Le he dicho que no quiero pensar en eso.
—Quizá hubo alguien en esta ciudad que conocía la verdad. Alguien que decidió vengar a Manon.
—¿El asesinato se ha confirmado? Los gendarmes nunca dijeron que…
—Se lo digo yo. ¿Qué opina de Thomas Longhini?
El sacerdote recuperó su expresión azorada.
—¿Qué pasa con Thomas?
—Cuando se lo acusó del asesinato de Manon, prometió que volvería. Podría haber querido vengar a la niña.
—Usted está mal de la cabeza.
—Yo no he inventado el cadáver de Sylvie.
—Déjeme. Debo rezar.
Las lágrimas caían por sus mejillas. Su expresión era impasible. Nada parecía poder alcanzarlo. Empezó a murmurar el célebre salmo 22:
No te apartes de mí, que se acerca el peligro;
ven en mi ayuda, que a nadie tengo que me socorra
[…]
Me derramo como agua;
todos mis huesos están dislocados.
Mi corazón es como de cera
que se derrite dentro de mis entrañas.
Su voz se apagaba detrás de mí mientras yo atravesaba la iglesia.
Sobre la plaza respiré la noche a pleno pulmón. La plaza estaba hundida en las tinieblas y ofrecía un reflejo exacto de mi estado de ánimo. Una zona negra, helada, sin referencias ni luz.
De pronto, el parpadeo de unos faros penetró la oscuridad.
Un coche estaba aparcado en la plaza.
El Peugeot azul del capitán Sarrazin.
«Ha tardado lo suyo», pensé dirigiéndome hacia el vehículo.