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Salí de la habitación con los nervios cargados a mil voltios. El médico me esperaba. Le pregunté dónde podía encontrar a Nathalie Katsafian. Golpe de suerte; ese domingo trabajaba en la planta inferior.

Bajé corriendo la escalera y en el pasillo me encontré cara a cara con una mujer con delantal tipo casulla y pantalón blanco de algodón. Cuarentena mal llevada, sin encanto, con una expresión de firmeza bajo la sombra de una mecha rubio ceniza.

—¿Nathalie Katsafian?

—Soy yo.

La tomé por el brazo.

—¿Qué hace?

Vi una puerta que decía: reservada al personal. La abrí y empujé a la enfermera dentro.

—¿Está loco?

Volví a cerrar la puerta con el codo, accionando al mismo tiempo el interruptor. Los fluorescentes se encendieron. Paredes cubiertas de sábanas dobladas, batas ordenadas: la lavandería.

—Usted y yo deberíamos calmarnos.

—¡Déjeme salir!

—Solo una breve conversación.

La mujer trató de esquivarme. La empujé y le planté mi identificación en la cara.

—Brigada Criminal. Sabe por qué estoy aquí, ¿verdad?

La enfermera no respondió. Los ojos se le salían de las órbitas.

—Manon Simonis. Noviembre de 1988. ¿Por qué mintió?

Nathalie Katsafian se derrumbó. Su rostro se quedó exangüe, más blanco que las telas que nos rodeaban. Puse una rodilla en el suelo y la levanté, apoyándola contra la pila de sábanas.

—Le repetiré la pregunta: ¿por qué mintió en 1988?

—¿Usted… usted investiga el asesinato de Manon?

—Conteste a mi pregunta.

Se pasó la mano por los cabellos. Una expresión de pavor la desfiguraba.

—Tuve… tuve miedo. Tenía veinticinco años. Cuando los gendarmes vinieron al hospital, me preguntaron si Sylvie Simonis estaba en su habitación el día anterior, a las cinco de la tarde. Respondí que sí.

—¿Y no era cierto?

—En realidad, no estaba segura.

—¿Por qué no lo dijo?

Se tomó tiempo para tragar saliva. El miedo se había transformado en una expresión de sorda resignación. Como si hubiera esperado durante catorce años ese momento de la verdad.

—Yo estaba aquí de prácticas. La enfermera jefe era muy estricta en cuanto al reglamento. Las cinco era la hora en la que se tomaban las temperaturas. Se supone que se toma personalmente y luego se apunta en el registro.

—¿Y en la práctica se hace así?

—No. Se pasa más tarde; los pacientes ya se la han tomado. Basta con mirar el termómetro de la mesilla de noche y anotar la cifra.

—Entonces, ¿el enfermo puede haberse ausentado de la habitación?

—Sí.

—¿Y eso fue lo que sucedió con Sylvie Simonis?

—Creo que sí.

—¿Sí o no? —grité.

—Sí. Cuando pasé, ella no estaba. Apunté la cifra y salí.

—¿Sabe cuánto tiempo duró su ausencia?

—No. Ella tenía libertad de movimiento. Estaba sola en su habitación. Podía desaparecer varias horas. Nadie se habría dado cuenta.

Me callé. La coartada de Sylvie Simonis ya no existía. La enfermera trató de justificarse.

—Mentí, pero en aquel momento no era grave. Nadie sospechaba de ella. Acababa de pasar algo horrible. Ella era la víctima, ¿comprende?

—Usted sabe algo más.

—Yo… —Se palpó el rostro con la punta de los dedos, como si hubiera recibido unos golpes—. De hecho, fue más tarde. Dos meses más tarde. Cuando se hizo la reconstrucción.

—¿Con Patrick Cazeviel?

Asintió con la cabeza.

—Los periódicos hablaban de un pozo en la planta depuradora. Y también de una reja oxidada que no estaba en su sitio. Eso me recordó un detalle. La tarde del asesinato, cuando los gendarmes se lo dijeron a Sylvie, ella hizo la maleta. Los médicos la habían autorizado a salir. La ayudé. Su gabardina… tenía huellas de herrumbre.

—¿Ese detalle le sorprendió?

—Las manchas eran extrañas. Como una trama, ¿sabe? Y parecían… recientes. Cuando leí el artículo, me acordé de la reja y comprendí.

—¿Por qué no dijo nada en ese momento?

—Ya era tarde. Y yo… no podía creer algo tan horrible.

Seguí en silencio. Nathalie Katsafian continuó:

—También había otra cosa. En la misma época, había oído a los médicos conversando entre ellos, sobre el quiste que tenía Sylvie. Un quiste en el ovario. Hablaban de una película estadounidense en la que una chica se provocaba voluntariamente el quiste tomando estrógenos. Yo… En fin, me dije que Sylvie podía haber hecho lo mismo. Y maquinarlo todo.

—¿Tiene algún indicio?

—Sí. En el cuarto de baño me llamó la atención un detalle. Había medicamentos.

—¿Estrógenos?

—No lo sé.

—¿Adónde quiere llegar?

—El envase… No contenía el medicamento indicado en la caja.

—¿Eran hormonas o no?

—¡No lo sé!

Nathalie Katsafian se desmoronó entre sollozos. El testimonio de esta mujer habría bastado para meter a Sylvie Simonis veinte años entre rejas, o en un psiquiátrico, sección psicóticos graves. Sentí que me volvía gris, literalmente. Mis órganos se transformaban en tierra, mi boca se llenaba de ceniza.

Sylvie Simonis se perfilaba como una madre infanticida. Era el mismo mosaico, constituido por las mismas piezas pero que trazaba otro retrato. Una Medea más verdadera que la original.

Coloqué mis manos sobre los hombros de la mujer y murmuré una oración. Con toda mi alma, supliqué a Nuestro Señor que le otorgara el reposo, una vida sin remordimientos. Me puse de pie y cogí el pomo de la puerta; de repente, una idea vino a mi mente.

Busqué en mi chaqueta y saqué la fotografía de Luc. La enfermera la miró. Sus sollozos aumentaron.

—Oh, Dios mío.

—¿Lo conoce?

—Sí, vino a interrogarme.

El golpe me dio en el plexo solar. Era la primera vez que alguien reconocía a Luc en esa jodida ciudad.

—¿Cuándo exactamente?

—No lo sé. Este verano. Creo que en julio.

—¿La interrogó sobre Sylvie Simonis?

—Sí… Bueno, no. Sabía más que usted. Buscaba una confirmación. Había adivinado que la coartada del hospital no se tenía en pie. Decía que ya había sucedido en un caso célebre. Francis Heaulme, creo.

Exacto. En mayo de 1989, Francis Heaulme había sido declarado inocente del crimen de una quincuagenaria cerca de Brest. En ese momento, supuestamente se encontraba en el centro hospitalario Laennec de Quimper. Así lo certificaba la lectura de su temperatura. Más tarde, la coartada se desmoronó. Una voz interior me dijo: «Luc es mejor madero que tú».

—¿Qué le contó?

—Lo mismo que a usted.

Abrí la puerta y me eclipsé.

Una sola idea repicaba en mi cabeza.

Luc Soubeyras había encontrado a su diablo en Sartuis.

Y ese diablo se llamaba Sylvie Simonis.