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El hospital de Sartuis se parecía al de Besançon. La misma arquitectura de los años cincuenta, el mismo hormigón gris. A escala reducida. El interior también resultaba familiar. Paneles de corcho en las paredes, mostrador plastificado, luces pálidas. Fui directamente a la recepción y pregunté por el número de habitación del inspector Lamberton.

—¿Es usted de la familia?

Planté mi identificación sobre el mostrador.

—Sí, de la gran familia.

Al dirigirme hacia los ascensores eché una mirada a la izquierda, hacia la máquina expendedora de bebidas. Al lado había una cabina telefónica. Desde allí el asesino había llamado a Sylvie Simonis la tarde del crimen. Traté de imaginar la silueta detrás de los cristales sucios de la cabina. No vi nada. Imposible hacerme una idea del criminal. Imposible concebirlo como un ser humano.

Subí la escalera. Segundo piso. Las familias esperaban en el pasillo. Caminé hasta la habitación 238 y giré el pomo.

—¿Qué hace?

Un hombre con bata blanca estaba detrás de mí. Con voz autoritaria añadió:

—Soy el médico de guardia. ¿Es usted un familiar?

Volví a sacar la identificación. Esta vez hizo mucho menos efecto que en la planta baja.

—No puede entrar. Se acabó.

—¿Quiere decir que…?

—Es cuestión de horas.

—Es imprescindible que lo vea.

—Le digo que se acabó. ¿Está claro?

—Escuche, aunque solo me diga algunas palabras, es de vital importancia para mí. Quizá Jean-Pierre Lamberton posee la clave de una investigación. Una investigación criminal que dirigió en su momento.

El matasanos pareció dudar. Dio media vuelta y abrió la puerta lentamente.

—Solo unos minutos —dijo, deteniéndose en el umbral—. Es un moribundo. El cáncer está por todas partes. Esta noche, el hígado ha estallado. La sangre está infectada.

Se apartó y me dejó entrar. Las persianas bajadas, la habitación vacía; ni flores, ni sillón, ni nada. Solo la cama cromada y los instrumentos de constantes vitales ocupaban el espacio. Unas bolsas de plástico pendían, envueltas en cintas adhesivas blancas. El médico siguió mi mirada.

—Las bolsas de transfusión —murmuró—. Hemos tenido que ocultarlas. No soporta la vista de la sangre.

Avancé en la oscuridad. Detrás de mí, el especialista repitió:

—Cinco minutos. Ni un segundo más. Lo espero fuera.

Cerró la puerta. Me acerqué. Bajo la maraña de tubos y cables, yacía un hombre, débilmente iluminado por las luces intermitentes de los monitores. La cabeza se dibujaba sobre la superficie blanda de la almohada. Parecía flotar, negra, desprendida. Los brazos eran solo dos huesos, mientras que el vientre, bajo la sábana, estaba hinchado como el de una mujer embarazada.

Me acerqué un poco más. En el silencio de la habitación, una bolsa de goma chasqueaba y luego se soltaba en un largo ruido de espiración. Me agaché para observar aquella cabeza negra. No solo estaba calva sino absolutamente lampiña. Una cabeza arrasada, abrasada, quemada por la radiación. Las facciones habían sido sustituidas por los músculos y las fibras que estiraban la piel creando un relieve atroz.

Solo estaba a unos centímetros; comprendí por qué esa cabeza parecía colocada sobre la cama, desprendida del torso. Un vendaje envolvía la garganta y se confundía con la almohada, creando la ilusión de una cabeza cortada. Chopard había mencionado un cáncer de garganta o de la tiroides, ya no lo recordaba. Era imposible interrogar a un hombre en ese estado, aun suponiendo que, a pesar de la morfina, estuviera todavía en su juicio. No debía poseer ni tráquea, ni laringe ni cuerdas vocales.

Di un salto hacia atrás.

Los ojos acababan de abrirse.

Las pupilas estaban fijas pero expresaban una atención extrema. El brazo derecho se alzó y señaló un casco de audio colgado del equipo de cuidados intensivos. Un cable unía el objeto a la venda de la garganta. Un sistema de amplificación. Me coloqué los auriculares en las orejas.

—He aquí al buen caballero… en busca de la verdad…

La voz resonaba en mis auriculares pero los labios del rostro no se movían. El hombre hablaba directamente desde sus entrañas. El timbre también estaba quemado.

—El policía que todos esperábamos…

Me quedé estupefacto al oír sus palabras. Lamberton había olido al poli. Y, en el umbral de la muerte, me tomaba el pelo. Le pregunté en voz baja:

—Soy de la Criminal de París. ¿Qué puede decirme del asesinato de Manon?

—El nombre del culpable.

—¿El asesino de Manon?

Lamberton cerró los párpados en un signo afirmativo.

—¿QUIÉN?

Los labios cerrados pronunciaron:

—La madre.

—¿Sylvie?

—La madre. Ella mató a su hija.

La penumbra empezó a palpitar. Un escalofrío cruzó mi rostro, raspándolo como si fuera papel de lija.

—¿Usted siempre lo supo?

—No.

—¿Desde cuándo lo sabe?

—Ayer.

—¿Ayer? ¿Cómo ha podido enterarse de algo estando aquí?

La sonrisa se amplió. Los músculos y los nervios dibujaban ríos oscuros.

—Ella ha venido a verme.

—¿Quién?

—La enfermera… La que testificó en el caso.

Los engranajes de mi mente se activaron. Jean-Pierre Lamberton hablaba de la coartada de Sylvie Simonis. Ella había quedado fuera de toda sospecha porque, en el momento del asesinato, estaba siendo atendida allí mismo, en el hospital. El horrible ventrílocuo repetía:

—Ha venido a verme. Me lo ha confesado todo. Sigue trabajando aquí.

Supuse la historia. Por alguna razón, en aquella época una enfermera había mentido. Al enterarse de que Lamberton estaba ingresado allí, condenado, se había confesado a él.

—Katsafian. Nathalie Katsafian. Ve a verla.

—Thomas Longhini —murmuré—. ¿Bajo qué nombre se esconde?

Ningún sonido resonó en mi casco. Maquinalmente, di golpecitos a los auriculares. La entrevista había terminado. Lamberton se había vuelto hacia la ventana. Iba a irme cuando la voz volvió a carraspear.

—Espera.

Me quedé petrificado. Sus ojos volvían a mirarme fijamente. Dos canicas negras con contorno amarillento que habían sobrevivido a todas las radiaciones, a todas las destrucciones.

—¿Fumas?

Palpé mis bolsillos y saqué un paquete de Camel. El cuello de mi camisa estaba empapado de sudor. El moribundo murmuró:

—Fúmate uno… Para mí…

Encendí uno y exhalé el humo sobre el rostro calcinado. Pensé en un fragmento de meteorito, una concreción de cenizas. De alguna manera, yo volvía a alumbrar su memoria del fuego.

Lamberton cerró los ojos. La palabra «expresión» ya no podía aplicarse a semejante rostro, pero el entrelazado de sus músculos expresaba una especie de goce. Las volutas azuladas planeaban sobre el cuerpo y mi mente latía lentamente. Bam, bam, bam… Tomé conciencia de que la mirada amarilla se fijaba otra vez en mí.

—No es el cigarrillo del condenado. ¡Es el condenado del cigarrillo!

Una risa aterradora resonó en mis auriculares.

—Gracias, chaval.

Me arranqué el casco, aplasté el Camel en el suelo y le apreté el brazo con afecto. La misa había terminado.