El sol había atraído a las familias al césped. Neveras de camping, latas y platos de cartón. Los niños jugaban en las áreas de recreo. Los padres bebían alegremente. Detrás, los edificios de la urbanización con sus muros blancos y sus postigos rojos parecían construcciones de Lego.
Dejé el coche en el aparcamiento que estaba en la cima de la colina y descendí hacia el parque. Me escabullí detrás del seto de alheña que rodeaba el primer edificio, para esquivar a los que estaban de picnic, y caminé hasta la escalera del 15, la dirección de Martine Scotto, la niñera de Manon.
Un vestíbulo estrecho, en penumbra. Sin interfono. Solo un panel con la lista de inquilinos. Busqué el nombre; segundo piso.
Subí la escalera y llamé. No hubo respuesta. Martine Scotto estaba ausente. Quizá abajo, con los demás. No tenía ninguna manera de reconocerla. Pero ese no era el motivo de mi decepción. Mi entusiasmo se había desvanecido por el camino. Estaba atascándome y apenas tenía unos minutos por delante.
El móvil vibró en mi bolsillo.
Facturator. No habría apostado por él como primera opción.
—¿Has encontrado algo?
—Sí. Sylvie Simonis realizaba transferencias periódicamente. Hay una que podría corresponder a lo que buscas. Una transferencia trimestral a una cuenta suiza.
—¿Desde cuándo?
—Desde hacía tiempo. Octubre de 1989. Entonces, quince mil francos cada tres meses. Actualmente, cinco mil euros. Siempre cada trimestre.
Di un puñetazo a la pared. Mi pálpito había dado de lleno en el blanco. Después del fracaso de la investigación, de los fiascos de Moraz, Cazeviel y Longhini, Sylvie había decidido actuar y contratar a un detective privado. ¡Un sabueso que trabajó para ella durante más de diez años!
—¿Tienes el nombre del destinatario?
—No. El dinero se transfiere a una cuenta numerada.
—¿Se puede levantar el anonimato?
—No hay problema. Solo necesitas una orden de registro internacional y pruebas concretas de que el dinero en cuestión es ilícito.
—Mierda.
—¿De dónde proviene ese dinero? —preguntó Facturator.
—De sus ingresos, supongo. Sylvie Simonis era relojera.
—Entonces olvídalo, amigo.
—¿No hay algún otro modo?
—Lo investigaré. Pero creo que esa pasta no hacía más que pasar por la cuenta numerada. El cobrador debía de ingresarla en otra cuenta, esta vez nominal.
—¿Puedes seguir la transferencia?
—Lo intentaré, pero si ese tío va personalmente a buscar dinero al cajero estamos jodidos.
Le di las gracias y colgué. Mientras iba a la planta baja descarté cualquier otra posibilidad, como que Sylvie, simplemente, pusiera un dinero aparte o que se lo enviara a un pariente lejano. Sentía en mis tripas que había acertado. Pagaba a un detective privado. Un hombre que debía de tener un expediente de la investigación que llegaba al techo. ¡Un hombre que quizá conocía la identidad del asesino!
Me detuve frente a la cristalera del vestíbulo. Fuera, la lasitud y la alegría de vivir se extendían sobre la hierba. Los hombres con bigote y chándal; las mujeres con mallas y camisetas de colores estridentes. Los niños correteaban por los pórticos. Toda esa gente sencilla se tostaba al sol como salchichas en una parrilla.
Marqué nuevamente el número de Foucault. Después de dos tonos contestó.
—¿Foucault? Soy Durey.
—¿Mat? Justamente hablábamos de ti.
—¿Con quién?
—Con mi mujer. Estamos con el crío en el parque André-Citroën.
No podía creerlo. ¡Yo esperando noticias de la investigación desde primera hora de la mañana y ese gilipollas se había ido tranquilamente de paseo! Me tragué la rabia, pensando en Luc, que hacía chantaje a sus hombres para tenerlos sometidos.
—¿No tienes nada nuevo para mí?
—Luc, la noción de domingo, ¿te suena?
—Lo siento mucho.
El madero se partió de risa.
—No, no lo sientes. Y yo tampoco. ¿Llamas por lo de Longhini? Ese chaval es el hombre invisible.
—¿Tienes su nuevo nombre?
—No. La prefectura de Besançon bloquea la información. La Seguridad Social no tiene nada. En cuanto a la identidad judicial, existe un expediente especial.
—¿Qué cuento es ese?
—Un expediente clasificado de los gendarmes. En su momento cubrieron su huida.
De modo que los uniformados habían tomado partido por el adolescente contra los maderos, hasta el punto de ayudarlo a desaparecer. En esas condiciones, no había esperanza de encontrarlo. Volví la espalda a la cristalera y caminé por el pasillo hasta llegar a la fachada posterior del edificio.
—¿Puedo darte mi impresión? —dijo Foucault.
—Dime.
Abrí la salida de emergencia y me encontré al pie de una abrupta ladera cubierta de hierba. En la cima, los pinos se balanceaban lentamente, dejando pasar de tanto en tanto un resplandor de sol helado. Me apoyé con el muro.
—Mientras estuvo detenido, los policías debieron de atizarle. Estaba conmocionado.
—¿Qué te hace pensar eso?
—Visitó a un psiquiatra.
—¿Cómo lo sabes?
—Por el seguro. En su momento, la compañía siguió pagando el reembolso a la antigua dirección familiar. Los gendarmes lo reenviaban. La mutua ha conservado los volantes, entre ellos, los de las visitas al loquero.
—¿Me estás diciendo que sabes el nombre del psiquiatra?
—El nombre y la dirección, sí.
—¿Y me lo dices ahora?
—Lo llamé ayer. Nunca ha tenido la nueva dirección y…
—Pásame sus señas.
Ya tenía la libreta en la mano. Foucault titubeó:
—Verás…
—¿Qué?
—Es que no las tengo aquí conmigo. Estoy en el parque.
—Te doy diez minutos para salir pitando hacia el despacho. Manos a la obra.
Foucault iba a colgar cuando le pregunté:
—Espera. ¿Y la otra investigación? ¿La de si ha habido asesinatos del mismo tipo?
—Nada.
—¿Ni siquiera a escala nacional?
—Nadie me ha respondido. La SALVAC no tiene ningún asesinato que se parezca a tu caso. Es la primera vez que mata, Mat.
—Te quedan solo nueve minutos.
Colgué y llamé a Svendsen. El forense lo cogió. De golpe, me sentí inspirado.
—Mis chicos están en ello pero no hay nada nuevo.
—Te llamo por otra cosa.
El médico suspiró, simulando un agotamiento sin límite.
—Dime.
—Foucault no encuentra otro asesinato del mismo tipo que el nuestro.
—¿Y qué? Tal vez sea su primer golpe.
—Estoy seguro de que no es así. Hay que introducir otros criterios en nuestra búsqueda.
—¿Y yo qué pinto ahí?
—Foucault ha partido del asesinato. Quizá habría que empezar por el cuerpo.
—No entiendo.
—Tú mismo lo has dicho: la firma del asesino lleva al proceso de descomposición. Juega con la cronología de la muerte.
—Sí.
—Un forense distraído podría no haber detectado esos desfases sobre un cadáver roído por los gusanos.
—Distraído y borracho.
—No. En serio. Quiero lanzar una búsqueda a escala nacional sobre todos los cuerpos descubiertos en estado de descomposición avanzada.
—¿Qué período?
—De 1989 a 2002.
—¿Tienes idea de cuántos cadáveres podrían ser?
—¿Es posible o no? ¿Por medio de los institutos médico forenses?
—Miraré primero en La Rapée. Y llamaré a los colegas de los que tengo sus números privados, mientras espero al lunes. En todo caso, me llevará tiempo.
—Gracias.
Colgué y me deslicé a lo largo del muro, subyugado por los pinos negros que me cubrían. Entre dos rayos de sol su sombra me envolvía de frío. Alcé el cuello de mi abrigo esperando la llamada de Foucault.
Las hipótesis me daban vueltas en la cabeza sin que ninguna entrara realmente en mi conciencia. Refugiado detrás del inmueble me sentía simplemente seguro.
Al menos, allí no me pillaría Sarrazin.