La escuela Jean-Lurçat estaba situada al norte de la ciudad, cerca de supermercados como Leclerc o Lidl y de un McDonald’s. En el interfono del portal había dos botones: «Escuela» y «Mme. Bohn». ¿La directora o la portera? Pulsé el del nombre. Unos segundos más tarde me respondió una voz femenina. Me presenté como policía. Hubo un silencio, luego el micrófono chisporroteó:
—Ahora mismo estoy con usted.
Madame Bohn bajó deslizándose por la escalera. Literalmente, pues no daba la sensación de que caminara sino de que se deslizara. Debía de pesar cien kilos sobradamente y, envuelta en un Loden, parecía una monstruosa campana de fieltro. Pensé en los sobrenombres que los chicos le pondrían.
—Soy la directora del centro.
Con las manos hundidas en las mangas, al modo tibetano, alzó hacia mí su ancho rostro, demasiado maquillado, aureolado de rizos rubios fijados con laca.
—¿Es por el caso Simonis? —agregó, apretando los labios.
—Exactamente.
—Lo lamento. No creo que pueda serle útil. Manon no era alumna de nuestra escuela. Usted no es el primero que se equivoca.
—¿En qué escuela estudiaba?
—No lo sé. Quizá en la de Morteau. O en una privada al otro lado de la frontera.
La mentira era descomunal. Todo el mundo conocía la cronología del asesinato y nadie había mencionado un viaje en coche desde la escuela hasta la urbanización de Corolles. Observé sus ojos claros, extrañamente saltones. Silencio. Me incliné.
—Disculpe las molestias.
—No tiene importancia. Estoy acostumbrada. Adiós, caballero.
Agitó su regordeta mano de muñeca y giró sobre sus talones. Esperé a que franqueara el umbral del edificio antes de pasar por encima de la barrera. Tendría que ir por mi cuenta a pescar información. Encontrar los archivos, forzarlos y desenterrar los boletines de notas de Manon Simonis. ¿Qué posibilidades tenía de conseguirlo? Digamos que un cincuenta por ciento.
Estaba atravesando el patio cuando vi a mi derecha, entre el edificio principal y el gimnasio, unos compartimientos al aire libre. Los aseos. Tuve una idea.
Me escabullí por el ala central, donde se alineaban los lavabos. Al fondo, un jardincito en el que susurraban bambúes y álamos. Ese detalle lo cambiaba todo. Ya no estaba en unos vulgares aseos escolares sino en un sueño chinesco, rodeado de follaje. Toqué la madera de las puertas, el cemento de los muros, evaluando su vetustez.
¿Qué posibilidades tendría de descubrir lo que esperaba?
Calculé que una entre mil.
Abrí la primera puerta y examiné las paredes color caqui. Las fisuras, las manchas de suciedad, los grafitis infantiles. Algunos con rotulador, otros grabados en el cemento, «la profesora es gilipollas», «RABO POLLA CIPOTE», «AMO A KEVIN».
Pasé al segundo compartimiento. En alguna parte, un hilo de agua reía, confundiéndose con el estremecimiento de las hojas. Leí otros mensajes: «SABINA SE LA CHUPA A KARIM», «DAR POR EL CULO»… Los dibujos de penes y de senos adornaban los textos. Era obvio que los aseos servían, además, para desfogarse.
Tercera celda. Salí de ella diciéndome que mi idea era absurda. Empujé la puerta siguiente y me quedé petrificado. Entre dos conductos, una línea torpe estaba grabada en la piedra:
No contaba con semejante evidencia. Únicamente esperaba un nombre, una alusión. Atravesé la explanada al trote, me metí en el edificio y subí al primer piso. Encontré a la directora en su despacho.
—¿Por quién me toma? ¿Por un gilipollas?
Se sobresaltó. Estaba de pie, con la mano en un pulverizador, mimando a sus plantas.
—Vengo de los aseos del patio. Un grafiti menciona el nombre de Manon Simonis.
—¿Un grafiti? ¿En los aseos?
—¿Por qué me ha mentido?
—¿Puede creerlo? Desde hace diez años pido una partida del presupuesto para restaurar los…
—¿Por qué esa mentira?
—Yo… Me han llamado por teléfono. Para avisarme de que usted pasaría.
—¿Quién?
—Un gendarme. Al principio no he entendido nada, pero él me ha hablado de un policía alto que estaba interesado en Manon. Me ha ordenado que me lo quitara de encima en el acto.
La respuesta me tranquilizó. Tal como había previsto, Sarrazin se anticipaba a todos mis movimientos.
—Siéntese —ordené—. Serán solo unos minutos.
—Tengo que regar las plantas. Puedo contestarle de pie.
—No censuro al capitán Sarrazin —dije con suavidad—. El caso Simonis es delicado.
—¿Usted es de París?
Pensé que estaba madura para el rollo que ya le había soltado a Marilyne Rosarías.
—Cuando una investigación se vuelve digamos, delicada, contactan con nuestro servicio. Sectas. Crímenes rituales. A los investigadores tradicionales no les gusta que metamos la nariz en sus actuaciones. Nosotros tenemos nuestros propios métodos.
—Entiendo. ¿Sylvie Simonis fue asesinada? ¿Es oficial?
—Esa muerte ha sacado a la luz el primer caso —dije, elusivo—. ¿Usted ya dirigía la escuela cuando Manon estaba aquí?
Madame Bohn apretó el pulverizador provocando una bruma de agua. Repetí la pregunta.
—Entonces yo era solo una profesora de primaria —contestó—. De hecho, la tuve dos años antes, en segundo.
—¿Cómo era?
—Lista. Traviesa. Diría que… demasiado. Su carácter no encajaba con su cara angelical.
—Creía que era una niña tímida y reservada.
—Todo el mundo creía eso. En realidad, era distraída. Siempre tratando de hacer alguna tontería. A veces hasta era peligrosa.
—¿Peligrosa?
—No tenía miedo de nada. Temeraria, en realidad.
Esa revelación modificaba el contexto del rapto.
—¿Se habría ido con un desconocido?
—No he dicho eso. Al mismo tiempo era muy arisca.
—¿Cómo describiría su relación con Thomas Longhini?
—Inseparables.
—Se llevaban cinco años.
—Los cursos de primaria y los del instituto comparten el mismo patio. Y luego se juntaban en la urbanización de Corolles.
—Los investigadores opinan que Manon habría podido seguir a Thomas aquella noche. ¿Está de acuerdo?
Ella titubeó; luego siguió maniobrando con el pulverizador. El olor a tierra mojada subía, a la vez fresco y lúgubre. Pensé en la tierra de los muertos, que caería sobre cada uno de nosotros.
—Eran una pareja, eso está claro. Manon no habría dudado en seguir a Thomas.
—¿Es su hipótesis?
—Sí. Puede que fueran a la planta depuradora e inventaran un juego que salió mal.
Debía encontrar a ese Thomas Longhini, a cualquier precio. Empalmé:
—Si hablamos de un accidente, ¿cómo explicar las amenazas anónimas?
—Quizá es una coincidencia. Sylvie Simonis tenía muchos enemigos. Pero ¿por qué volver a revolver todo eso catorce años más tarde?
—Y usted, aquí en la escuela, ¿nunca recibió llamadas extrañas?
—Sí, una vez. Un hombre. Me advirtió que la tenía muy grande y que iba a metérmela hasta el fondo.
Me sorprendí; madame Bohn lo había dicho con una naturalidad pasmosa. Prosiguió, con expresión desilusionada:
—Sigo esperando.
Me quedé boquiabierto. Me echó una mirada de soslayo y sonrió.
—Discúlpeme. Era una broma.
Cambié de cuestión.
—¿Conoce la Casa de los Relojes?
—Por supuesto. Sylvie acababa de mudarse.
—¿Conoce la historia de la casa? ¿La leyenda que circula sobre ella?
—Sí, como todo el mundo.
—En los aseos de su escuela alguien ha grabado: «Manon Simonis, ¡llevas el diablo encima!». Según su opinión, ¿por qué se escribió eso?
—Corrían rumores entre los alumnos.
—¿De qué tipo?
—Se había extendido el rumor de que un diablo perseguía a Manon.
—¿Qué tipo de diablo?
—Ni idea.
—¿Por qué se decía eso?
—Cosas de críos. No sé cómo empezó. Ni qué significaba exactamente.
Sonrió, confundida. Presentí que esa mujer, como todos los que habían estado cerca de Manon, vivía con un remordimiento indeleble. ¿Se habría podido prever su muerte? ¿Se habría podido evitar?
—Siempre es más fácil juzgar después, ¿no cree? —murmuró.
Pensé en el caso de Lilas, en mi error de valoración que había supuesto la muerte de dos niñas y había convertido en huérfana a una tercera. Renuncié a ofrecerle unas palabras de compasión cristiana. Le di las gracias y me marché.
En la escalera, llamé a mi contestador. Ningún mensaje. ¿Qué coño hacían Foucault, Svendsen, Facturator? ¿Qué coño hacían todos ellos?
Once de la mañana
Stéphane Sarrazin no me esperaba delante del portal de la escuela pero podía sentir su presencia en la ciudad, listo para mandarme a la autopista. Corrí hacia mi coche, arranqué y aceleré a fondo, hacia Corolles.