42

—Supersticiones. Sencilla y llanamente supersticiones.

—Pero ¿existieron esas plagas en la región?

—No soy historiador. Creo que no es más que una sarta de barbaridades. Ya sabe lo que se dice de las leyendas: tienen un origen real. En Sartuis hay humo, pero falta el fuego.

A las siete de la mañana, el padre Mariotte mojaba una tostada en el café con leche con la expresión concentrada de un biólogo que está preparando una vacuna. Cinco horas de sueño habían proporcionado descanso a mi cuerpo, pero no a mi espíritu.

—La Casa de los Relojes, ¿se construyó en verdad sobre unos pantanos?

Mariotte hizo una mueca irritada. Le estaba echando a perder el desayuno.

—Habría que comprobar la red hidrográfica. Sé que el desvío, algo más al este, se edificó sobre tierras húmedas que hubo que sanear y drenar. Pero la casa a la que usted se refiere, por lo menos sus cimientos, se remonta a por lo menos dos siglos. ¿Cómo saberlo? ¿Necesita realmente todas estas informaciones? ¿Es para su reportaje?

Era el único hombre de la ciudad que todavía creía que yo era periodista. Genial. Un ejemplo perfecto del aislamiento de la Iglesia en el mundo contemporáneo.

—De hecho, escribo un libro. Me interesa recrear el escenario con precisión.

—¿Un libro? —Me echó una ojeada suspicaz—. ¿Un libro? ¡Señor! ¿Sobre qué?

—Sobre la historia de las Simonis.

—Me pregunto a quién puede interesarle.

—Volvamos a los habitantes de Sartuis. ¿Creen en la mala suerte de la ciudad? ¿En el poder de la casa?

El sacerdote bebió el café con leche y luego masculló:

—Las gentes de aquí están dispuestas a creer cualquier cosa. En cuanto a los demás valles, basta atravesarlos para escuchar el verdadero nombre de Sartuis: el valle del Diablo.

—El asesinato de Manon no habrá facilitado mucho las cosas, ¿no?

—Es lo menos que puede decirse.

—Ni el de Sylvie.

Dejó el cuenco y fijó sus ojos en los míos.

—Amigo mío, le daré un consejo: no se meta en eso.

—¿En qué?

—En las supersticiones de este lugar. Es el tonel de las Danaides.

—La primera noche, usted me dijo que había instalado un confesionario en las dependencias para el caso de que surgiera una urgencia. Esas urgencias tienen relación con las supersticiones, ¿verdad? ¿Los feligreses le tienen miedo al diablo?

Mariotte se incorporó y miró su reloj.

—¡Las siete! Ya llego tarde. Es domingo —dijo, con una risa forzada—. ¡Un día de locos para el cura! ¡Misa por la mañana y partido por la tarde!

Como para darle la razón, las campanas de la iglesia sonaron. Cogió su cuenco y su plato.

—Permítame. Lo haré yo —me ofrecí.

Me dio las gracias con la mirada y desapareció dando un portazo. Decididamente, ese sacerdote no era franco. Decía la verdad pero una zona sombría alteraba permanentemente su discurso.

Limpié la mesa y coloqué los cubiertos y los platos en el lavavajillas. Era lo ideal para reflexionar. Sentía aún, por encima de los hechos, una estructura dominante. Esas leyendas maléficas representaban un papel en los dos asesinatos, estaba seguro. El asesino había encontrado una fuente de inspiración. Quizá él mismo actuaba bajo la influencia de esos cuentos de diablos y relojes.

Después de darme una ducha fría en los vestuarios del dormitorio común, cerré mi bolsa, guardando en ella los nuevos elementos: el casete y el libro sobre las leyendas del Jura. Lo metí todo en el maletero del coche. No excluía tener que marcharme precipitadamente. Dentro de muy poco tiempo Stéphane Sarrazin me echaría manu militari.

Ocho de la mañana

Era demasiado temprano para hacer llamadas, sobre todo un domingo, pero no tenía elección. Rodeé la rectoría y encendí un cigarrillo; luego, anduve arriba y abajo por la cancha de baloncesto.

Primera llamada: Foucault. Sin respuesta. Ni en el móvil ni en su número privado. Hice la prueba con Svendsen. Lo mismo. Mierda. Iba a quedarme estancado con mis preguntas y mis nuevas pistas. Consulté la agenda, aterido por el frío, y llamé a un viejo conocido. Tres tonos y, por fin, alguien respondió. Cuando reconoció mi voz, mi amigo soltó una carcajada.

—Hombre, Durey. ¿Qué mal viento te trae?

—Una investigación. Muy urgente.

—¿Un domingo? Tú, como siempre, a tu aire, por lo que veo.

—¿Puedes? ¿Sí o no?

Jacques Demy, homónimo del cineasta, era un compañero de promoción y un genio de la Brigada Financiera. En la policía de las cifras le llamaban «Facturator».

—Dime.

—Controlar las cuentas de una francesa que trabajaba para los suizos, muerta en junio pasado. ¿Es posible?

—Todo es posible.

—¿Un domingo?

—Los ordenadores no se van de vacaciones. ¿La cuenta está en Francia o en Suiza?

—No lo sé.

Le di el nombre, así como toda la información que poseía.

—¿Qué buscas?

—Parece ser que desde hace unos años hacía transferencias periódicamente.

—¿A quién?

—Eso es lo que quiero saber.

—Dame por lo menos una orientación.

Formulé mi hipótesis, que no tenía ninguna base.

—Se me ocurre que podría ser una agencia de detectives. Un investigador privado.

—¿Debo suponer que lo quieres para ayer?

Pensé en Stéphane Sarrazin, que ya debía de estar esperándome en las dependencias de la gendarmería. Asentí. Facturator me soltó:

—Te llamo en cuanto pueda.

Esta primera llamada me devolvió la energía. Suficiente para hacer otra, más difícil. Laure Soubeyras.

—Ayer no me llamaste —respondió.

—¿Cómo está Luc?

—Estacionario.

—¿Y tú?

—Lo mismo.

—¿Qué dicen las niñas?

—Me preguntan cuándo volverá su papá.

Escuché ruidos de sábanas, el tintineo de un vaso. La había despertado. Debía de ir cargada de somníferos y ansiolíticos.

—¿Haces algo con ellas hoy? —aventuré.

—¿Qué quieres que haga? Las dejo con mis padres y me voy al hospital.

Silencio. Podría haberle dicho algunas palabras de ánimo pero no quería caer en formalidades vacías.

—¿Y tú? —prosiguió ella—. ¿Dónde estás?

—Siguiendo su rastro. En el Jura.

—¿Qué has encontrado?

—De momento nada, pero sigo sus huellas.

—Vas hacia lo que lo ha llevado a…

—Te juro que conseguiré una explicación.

Nuevo silencio. Escuchaba su respiración. Parecía atontada. Seguía sin saber qué decirle. A falta de algo mejor, murmuré:

—Volveré a llamarte. Te lo prometo.

Colgué, sintiendo un nudo en la garganta.

Debía actuar. Debía buscar.

Corrí al coche.

Hacer un último intento antes de que Sarrazin me echara el guante.