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Volví a la carretera pensando en el tercer hombre: Thomas Longhini, el crío desaparecido. Debía encontrarlo, urgentemente. Llamé al buzón de voz. No había mensajes de Foucault.

Más abajo, la luz del crepúsculo iluminaba el valle de Sartuis y sus barrios abigarrados. Observé un grupo de residencias con tonalidades más sobrias. Casas tradicionales rodeadas de jardines. Los ventanales estaban hundidos en la sombra pero en el tejado opuesto, los postigos todavía brillaban. Esas viviendas estaban todas orientadas hacia el este. Eso me recordó un detalle que había leído en mi guía.

En otra época, los talleres de relojería siempre miraban hacia el este, a fin de aprovechar el sol el máximo tiempo posible. Los artesanos de Haut-Doubs, que también eran agricultores, empezaban a trabajar desde el alba, antes de ir a labrar los campos. Este pensamiento me llevó a otro: la Casa de los Relojes de Sylvie debía de encontrarse en ese barrio. Comprobé mis notas. Chopard me había escrito la dirección: «42, rue des Chênes».

Merecía la pena desviarse.

Las obras de renovación se ocupaban de los muros de piñón cortado, los revestimientos de madera, los entramados de las fachadas. Los jardines de entrada estaban floreciendo, los coches aparcados en el borde de las aceras o en aparcamientos descubiertos eran todos de marca alemana: Audi, Mercedes, BMW. No hacía falta ser un perspicaz sabueso para adivinar que en ese barrio residencial vivían la flor y nata de las fábricas de micromecánica o de juguetes, que habían reemplazado en esos valles la actividad relojera.

Encontré la rue des Chênes, que subía por una colina. Las farolas se espaciaban, las residencias quedaban escondidas en los grandes jardines que las rodeaban. Puse primera y subí la cuesta en la oscuridad.

La Casa de los Relojes era la última, retirada de la carretera. Un bloque macizo en el que los faldones del tejado, que descendían hasta muy abajo, formaban una pirámide de sombra. El primer piso estaba revestido de madera mientras que la planta baja tenía un revoque blanco. Esperaba encontrarme con un castillo recargado, un portal negro, torres con lúgubres gemidos. Sin embargo, la casa parecía más bien una importante granja del lugar, que tenía un garaje sobre la derecha, debajo de la cuesta.

Pasé por delante sin reducir la velocidad, subí hasta una rotonda, entré en una calle sin salida y frené en seco bajo los árboles. Apagué los faros y aparqué. Nadie a la vista. Caminé hacia mi objetivo a través de los campos, alejándome de las farolas.

Llegué a la fachada posterior. No había puerta en ese lado. Probé con los postigos cerrados. Uno de ellos tenía juego. Deslicé mi mano en el resquicio, encontré el pestillo y abrí un panel. Descubrí una ventana abatible. Suavemente, traté de introducir los dedos. No lo logré. En el interior, la manilla cerraba sólidamente el marco.

Opté por aprovechar los medios disponibles. Recogí una piedra, la envolví en mi abrigo y di un golpe seco al cristal. El vidrio estalló. Deslicé mi brazo por el hueco y giré la manilla. Unos segundos más tarde estaba dentro de la casa. Volví a cerrar los postigos y la ventana y deposité en el suelo los restos de cristal que había recogido en el exterior. A menos que tuviera muy mala suerte, la rotura no se detectaría hasta pasadas varias semanas.

Me quedé inmóvil, empapándome de la atmósfera del sitio. A lo lejos ladró un perro. No sabía con exactitud en qué lugar de la casa me encontraba. El silencio, la oscuridad, me daban la sensación de haberme sumergido, repentinamente, en aguas heladas. Poco a poco mis ojos se acostumbraron a la oscuridad. Delante de mí, un pasillo. A mi derecha, una escalera. A la izquierda, puertas cerradas.

Tomé el pasillo y llegué al salón. Una estancia diáfana, con la estructura del tejado a la vista. Bajo este había una pasarela que sin duda daba a los dormitorios. Ningún mueble, excepto unas estanterías metálicas y un gran tablero inclinado apoyado sobre caballetes, mirando al ventanal.

Relojes de péndulo, de arena y carillones estaban colocados sobre las estanterías. Me acerqué a los objetos. No era un experto, pero a simple vista podía establecer las distintas épocas: cuadrantes solares antiguos, relojes de arena medievales, relojes de pared con engranajes a la vista, círculos dorados sostenidos por angelotes, recorrían los períodos del Renacimiento, el clasicismo o el Siglo de las Luces. También había una vitrina que contenía relojes de bolsillo con diversos motivos y materiales: plata cincelada, cinc patinado, esmalte policromado… Ni un solo tictac, ningún repiqueteo acompasado.

Como por todas partes en Sartuis, el tiempo se había detenido.

Atravesé el espacio y me acerqué a la mesa de trabajo frente al ventanal. Los instrumentos de precisión seguían allí, en orden, como si Sylvie acabara de finalizar un ajuste. Sopletes, pinzas, puntas tan finas que parecían sacados de un estuche de microcirugía. Puse la mano sobre el respaldo de piel del taburete. Imaginé a Sylvie inclinada sobre los engranajes, triturando la trama del tiempo, mientras que el sol despuntaba.

Volví al pasillo y abrí la primera puerta. Un comedor decorado en estilo tradicional. Muebles macizos, mesa redonda cubierta con un mantel blanco, parquet encerado. ¿Quién pagaba el mantenimiento de la casa? ¿A quién le correspondían todos aquellos bienes? Me pregunté si Sylvie Simonis no tendría aún familiares lejanos. O si era su familia política deshonrada la que heredaría.

Accioné el interruptor. La luz se encendió. Tuve un reflejo y eché una mirada a los postigos cerrados; no había riesgo alguno de que me vieran desde fuera. Registré todos los muebles; fue inútil. Servicios de mesa, cubiertos, manteles, servilletas. Ni un solo objeto personal. Apagué y abandoné la habitación.

La segunda puerta daba a la cocina. La misma limpieza, la misma neutralidad. Azulejos resplandecientes, vajilla inmaculada. Los muebles altos de madera estaban llenos de utensilios de cocina, de electrodomésticos de última generación. Ni una foto en las paredes, ni una nota pegada en la puerta de la nevera. Parecía un piso amueblado, puesto en alquiler.

Volví sobre mis pasos y subí la escalera. Arriba, la pasarela daba a dos dormitorios completamente vacíos. El tercero era el de Sylvie; lo presentía. Muebles de la región del Jura, lustrosos y oscuros. En el suelo, un parquet desnudo, sin alfombra. En las paredes, solo el enlucido. En cuanto a la cama, una estructura de roble sin colchón ni edredón. Abrí los cajones, los armarios. Vacíos. Alguien había hecho un registro a fondo. ¿Los gendarmes? ¿Los herederos de la casa?

Una ojeada a mi reloj: las siete y veinte. Más de media hora dando vueltas sin ningún resultado. Al final de la pasarela, vi otra escalera, empinada y estrecha. Trepé hasta un granero que había sido restaurado, con el techo abuhardillado forrado con fibra de vidrio. Dos claraboyas horadaban la cubierta. No podía encender la luz pero alcanzaba a ver lo suficiente.

Ese debía de ser el despacho de Sylvie. En el suelo, una moqueta de color crudo. En las paredes, paneles de tela de color suave. El mobiliario se limitaba a un tablero colocado sobre dos caballetes, unos archivadores y un armario. Miré en las estanterías. Nada. Supuestamente, los muebles debían contener la contabilidad de Sylvie, sus papeles administrativos, pero los habían vaciado.

A pesar del frío, el calor de mi cuerpo no cesaba de aumentar. El abrigo pesaba, parecía de plomo; la camisa se me pegaba a la piel. Algo me retenía. Sentía que en la casa podía encontrar algo. Un escondrijo donde Sylvie guardara todo lo concerniente a la muerte de su hija.

Una idea.

Volví a bajar al salón y abrí cuidadosamente las vitrinas. Los relojes. Las peanas. Las cajas. Los rincones y cavidades donde se disimula un secreto. Manipulé los relojes de péndulo, los levanté, los sacudí, abrí sus entrañas. En el quinto, encontré un cajón encajado en la base. Lo abrí y no pude creer lo que veía: un casete. Pensé en los registros de las llamadas telefónicas del asesino. Cogí mi hallazgo y volví a colocar el reloj en su sitio. La primera pieza. Otros objetos debían contener otros indicios.

El cañón de un arma se clavó en mi nuca.

—No se mueva.

Me quedé quieto.

—Dese la vuelta lentamente y ponga las manos sobre la mesa.

Reconocí la voz. Stéphane Sarrazin.

—Creí que usted y yo habíamos llegado a un acuerdo.

Me giré treinta grados y apoyé las dos manos sobre la mesa de trabajo. El gendarme me registró rápidamente y encontró la automática al cachear mis bolsillos.

—Dese la vuelta. De cara a mí.

Sus cabellos negros se recortaban claramente sobre su frente. Sus ojos, muy juntos, formaban una cruz o un oscuro puñal con el tabique de la nariz. Parecía Diabolik, el héroe de una tira cómica italiana de los años sesenta. Ahora tenía una automática en cada mano.

—Allanamiento de morada. Destrucción de pruebas. Mal asunto, amigo.

—¿Qué pruebas? —Yo tenía el casete escondido en la mano—. Usted ya lo limpió todo aquí.

—No importa. A la juez Magnan le encantará.

—¿Por qué desconfía de mí? ¿Por qué rechaza mi ayuda?

—¿Su ayuda?

—Está usted en un callejón sin salida. Hace catorce años, sus colegas no encontraron nada. Este año tampoco ha conseguido resultados. El caso Simonis es un enigma.

El gendarme meneó la cabeza con indulgencia. Llevaba el jersey azul reglamentario, con una raya blanca horizontal. Sus galones brillaban en la oscuridad.

—Le había dicho que desapareciera —dijo, enfundando su arma y colocando la mía en su cinturón.

—¿Por qué no trabajamos en equipo?

—Tiene usted la cabeza muy dura. ¿Qué coño le importa el caso Simonis?

—Ya se lo dije. Es una investigación que interesaba a un amigo.

—Patrañas. Si su colega hubiera venido por aquí a investigar, yo lo habría sabido.

—Era algo más discreto que yo. Nadie parece haberlo visto.

El gendarme se volvió hacia el ventanal con las manos en la espalda.

Se estaba tranquilizando. Delante de él, Sartuis se hundía en las tinieblas.

—Durey, ahí está la puerta. Mañana por la mañana venga a la gendarmería a buscar el arma. Y luego lárguese. Si al mediodía todavía está en Sartuis, pondré a la juez sobre aviso.

Me dirigí hacia el pasillo caminando de lado, fingiendo una mezcla de rabia contenida y de docilidad. Abrí la puerta principal y una ráfaga violenta me golpeó la cara. Seguí la carretera hasta la rotonda sin atajar a través de los campos.

La noche era clara y despejada. Las estrellas titilaban en el cielo. Llegué al callejón donde tenía aparcado el coche. Eché una mirada hacia atrás, hacia la casa. Desde el umbral, Stéphane Sarrazin me observaba en posición marcial.

Subí al coche y sonreí levemente.

Seguía teniendo el casete en la mano.