37

Detuve el coche en un claro después de algunos kilómetros y respiré el aire helado. Cogí el expediente de Chopard y tiré del sobre de papel manila. Las primeras imágenes se encargarían de quitarme completamente la borrachera.

La emersión de Manon. Unas fotos tomadas rápidamente, mal encuadradas, captadas con el flash. El anorak rosa, el metal de la camilla, la manta térmica, una mano blanca. Otra foto. Un retrato de Manon viva. Sonreía al objetivo. Un pequeño rostro oval. Grandes ojos claros, curiosos, ávidos. Cabellos rubios, casi platinos. Una belleza espectral, frágil, con las cejas y las pestañas tan claras que parecía una toma sobreexpuesta.

La siguiente foto representaba a Sylvie Simonis. Era tan morena como su hija era rubia. Y de una singular belleza. Cejas espesas a la manera de Frida Kahlo. Una boca ancha, delineada, sensual. Una piel mate, enmarcada por unos cabellos divididos en dos trenzas recogidas alrededor de la cabeza. Solos los ojos eran claros. Dos burbujas de agua azulada, como prisioneras de los hielos. Curiosamente, la niña se veía mayor que la madre. No se parecían en absoluto.

Alcé la vista. A las dos de la tarde el sol ya empezaba a ponerse. Las sombras se cernían sobre el bosque. Ya era hora de que estructurara la investigación. Cogí el móvil.

—¿Svendsen? Soy Durey. ¿Has podido echar un vistazo al expediente?

—Mágico. Tu caso es mágico.

—Vamos, no me jodas. ¿Has encontrado algo?

—Valleret hizo un buen trabajo —admitió—. Sobre todo, en lo que concierne a los bicharracos. Lo ayudaron, ¿verdad?

—Un fulano llamado Plinkh, un especialista en entomología legal. ¿Lo conoces?

—No, pero se nota que sabe. El asesino juega con la cronología de la muerte. ¡Aterrador, pero a la vez virtuoso!

—¿Qué más?

—He empezado a hacer el listado de los ácidos que podría haber utilizado.

—¿Productos de difícil acceso?

—No. De hospital o de laboratorio químico. No hablo solo de un laboratorio de investigación, sino de cualquier unidad de producción, en cualquier campo: desde helados para niños hasta pinturas industriales.

Le había pedido a Foucault que inventariara los laboratorios de la región, pero solo en el terreno de la investigación. Había que ampliar el campo.

—Según tu opinión, ¿es un químico?

—O un polivalente apasionado. Química. Entomología. Botánica.

—Dime algo que no sepa.

—¡Habría preferido un verdadero cuerpo con verdaderas heridas! Tengo a varios de mis colegas trabajando, cada uno de acuerdo con su especialidad. Vamos de cabeza. Por mi parte, he descubierto un error de Valleret.

—¿Qué error?

—La lengua. Para mí, se ha equivocado.

—¿En qué?

—¿No te ha dicho que estaba seccionada?

Contuve una blasfemia. No solo no me había dicho nada, sino que yo no había leído el informe con suficiente atención.

—Sigue —mascullé, buscando mis pitillos.

—Según Valleret, la víctima se cortó ella misma el órgano bajo la mordaza.

—¿Y no estás de acuerdo?

—No. Sería muy complicado explicártelo, pero según el volumen de sangre presente en la garganta, queda excluido que la víctima se hiriera a sí misma. O bien el asesino la cortó cuando ella estaba viva y cauterizó la herida, o bien, y es lo más probable, lo hizo post mórtem. A mi modo de ver, es la única herida provocada después del deceso. Ese fulano no hizo eso por diversión. Es un mensaje. O un trofeo. Quería el órgano.

Una referencia directa a la palabra o a la mentira. ¿Una alusión a Satán? El Evangelio de San Juan: «No hay verdad en él. Cuando profiere la mentira, busca en su propio haber porque es mentiroso y padre de la mentira».

—¿Y el liquen? —pregunté.

—En eso, Valleret no dio golpe. Tendría que haber enviado una muestra a los especialistas en…

—¿Qué has hecho tú?

—Te digo que todos vamos de cabeza. Durey, hacemos lo que podemos.

—¿Tus especialistas todavía no te han dicho nada?

—En principio, eso se encuentra bajo tierra, en la oscuridad de las grutas. Pero hay que proceder a su análisis.

Una intuición. La planta luminiscente representaba un papel preciso. Debía dar la luz a la obra del asesino. Era un proyector natural sobre la caja torácica cubierta de larvas, roída por la podredumbre. Una luz llegada de las profundidades. Otro nombre del diablo era Lucifer, en latín «el portador de luz».

En ese instante tuve una intuición.

El cuerpo de Sylvie Simonis estaba simbólicamente cubierto de nombres.

Los nombres del diablo.

Belcebú, el señor de las moscas.

Satán, el amo de la mentira.

Lucifer, el príncipe de la luz.

Una especie de trinidad rubricaba el cadáver.

Una trinidad invertida: la del Maligno.

El símbolo grosero del crucifijo no era más que un indicio para descifrar las señales más complejas del cuerpo. El asesino no solo se creía un servidor del diablo. Representaba, él solo, a todas las figuras consagradas de la Bestia. Svendsen seguía hablando:

—Oye, ¿estás ahí?

—Lo siento. ¿Decías?

—He hecho ampliaciones de las mordeduras. No dejo de darle vueltas a ese asunto.

—¿Qué puedes decirme?

—Por ahora, nada.

—Cojonudo.

—¿Y tú? ¿Dónde estás, exactamente? ¿Qué coño haces?

—Te llamaré.

Svendsen debía de haberme hablado del escarabajo pero yo no había escuchado nada. Esa omnipresencia del diablo me hundía en una incomodidad indefinible. Algo que superaba el asco habitual a los asesinatos. Un Camel que me socorriera y el número de Foucault.

—He leído el expediente. Es de locos —dijo inmediatamente.

—¿Has iniciado la búsqueda a escala nacional?

—Una nota interna. También he consultado el SALVAC y he llamado a algunas personas.

—¿Ha salido algo?

—Nada. Pero si el asesino ya ha atacado, saldrá. Su método es más bien… original.

—Tienes razón. ¿Los criaderos de insectos?

—En marcha.

—¿Y los laboratorios?

—Igual. Me llevará algunas horas.

—Ponte en contacto con Svendsen. Te dará una lista ampliada de los sitios químicos.

—Todavía no hemos conseguido… Mat, yo…

—¿Y Notre-Dame-de-Bienfaisance?

—Tengo la historia del monasterio. Nada en particular. Actualmente es un refugio para misioneros que…

—¿Eso es todo lo que tienes?

—Por el momento. Yo…

—No te pedí que consultaras internet. ¡Muévete, joder!

—Pero…

—¿Te acuerdas de la unita16? ¿La asociación a la que Luc envió los e-mails? Averigua si tienen alguna relación con Bienfaisance.

—De acuerdo. ¿Eso es todo?

—No. Tengo algo más que pedirte, algo más complicado.

—Vaya. Pues qué bien.

Le resumí la historia de Thomas Longhini. Catorce años, acusado de homicidio involuntario en enero de 1989. Imputado por el juez De Witt, interrogado por el SRPJ de Besançon; luego liberado. Le expliqué el cambio de apellido, la completa ausencia de pistas.

—No es moco de pavo, tu caso.

—Foucault, no volveré a repetírtelo. No trabajas en una empresa de telefonía. Pide ayuda a los otros. ¡Y encuentra algo de una vez!

El madero gruñó algo y luego pasó a las fórmulas de cortesía.

—¿Y tú? ¿Estás bien? ¿Progresas?

Miré a mi alrededor: el bosque rojo que se hundía en las tinieblas. Seguía con el estómago revuelto y la cabeza llena de fantasmas.

—No —murmuré—. No estoy bien. Pero es señal de que voy en la buena dirección.

Colgué y giré la llave de contacto. Los pinares, las colinas desnudas, las nubes bajas se pusieron en movimiento. Una nieve diáfana espolvoreaba la atmósfera. Tomé el desvío y pasé de largo por las urbanizaciones multicolores que rodeaban Sartuis.

Me fijé en los edificios con sus revestimientos blancos y las persianas color burdeos. La urbanización de Corolles. Allí donde Manon había desaparecido una tarde de noviembre de 1988. No reduje la marcha, pero a través de las ventanillas del coche, percibí el frío, la soledad de esos edificios sobre los que el invierno acortaba los días.

Pasado un kilómetro, aparecieron los búnkeres de hormigón, más abajo en la carretera, escondidos bajo los alerces. Conduje lentamente y distinguí las canalizaciones, los tubos acodados, los estanques rectangulares.

La planta depuradora.

El lugar del crimen.

Busqué un hueco para aparcar. Saqué de mi bolsa la linterna eléctrica y la cámara digital y me puse en marcha. No había ningún sendero. Las rocas, que sobresalían entre los helechos, eran de un rojo funesto, manchadas con musgos verdosos. Penetré en la maleza.

Debajo de la pendiente, las hierbas, las hiedras, las zarzas, se libraban a un auténtico festín de piedra. Bajo los pinos, me guie por los conductos. El olor a resina aumentaba. Con cada movimiento para apartar las ramas, estallaban chispas verdes delante de mis ojos. Por encima de mí la nieve continuaba arremolinándose, clara, inmaterial.

Encontré un primer pozo, luego un segundo. Siempre los había imaginado como círculos de cemento. En realidad, eran rectangulares; grutas con ángulos rectos. ¿Cuál de ellos había sido la tumba de Manon? Seguí los conductos. El viento había cesado. Una expresión marinera vino a mi mente: calma blanca.

No sentía nada. Ni miedo ni repulsión. Solo la sensación de haber vuelto una página. En aquel lugar no vibraba ninguna resonancia, como suele suceder en ciertos escenarios del crimen donde todavía es posible imaginar el asesinato, sentir su onda expansiva. Me incliné encima de uno de los pozos. Intenté imaginar a Manon, con sus cabellos flotando sobre la superficie negra, con su anorak rosa hinchado por el agua. No vi nada. Miré el reloj: las dos y media. Hice algunas fotos —una formalidad—; luego di media vuelta y me orienté hacia la pendiente.

En ese momento, oí una risa.

Una imagen brota, fulgurante, cerca de un pozo. Unas manos sostienen el anorak rosa. La risa se vuelve carcajada. No es una visión fugaz. Es una revelación sorda, que obliga a entrecerrar los ojos, a prestar oído. Me concentro, acechando una nueva imagen. Nada. Estoy a punto de partir cuando, de pronto, un nuevo resplandor me atrapa. Unas manos empujan el anorak. Destello furtivo. Roce del acrílico sobre la piedra. Grito absorbido por el abismo.

Me caí en las zarzas. El lugar no se había librado de su horror. La huella del crimen estaba allí. No se trataba de un fenómeno paranormal; era la capacidad del imaginario para proyectarse en el círculo de una escena violenta, para descifrarla, aprehenderla a otro nivel de la conciencia.

Me levanté y traté de llamar nuevamente a aquellos fragmentos. Imposible. Cada intento los alejaba un poco más, exactamente como un sueño que al despertar no cesa de difuminarse a medida que uno busca en la memoria.

Di media vuelta entre ramas y espinas. El suelo parecía hundirse bajo mis pasos. Había llegado la hora de cruzar la frontera.